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Hermoso es el camino y glorioso el destino

Peregrino: No te quedes en la ruta, es apenas una pequeña muestra del Cielo que nos espera.

Por Ariel Pérez

Cuando supe que este libro se llamaría “Camino al cielo” pensé que abriría mi corazón para compartir lo que significa para mí esta frase y sus dos componentes: el cielo como destino y la vida terrenal como el camino que nos lleva allí.

El cielo, un destino eterno

En aquel día de junio de 1995 la tarde lucía brillante y soleada, pero se transformaría en el día más oscuro de mi vida. Estaba en un precioso viaje hacia Necochea, mi ciudad natal, pues mis padres me habían venido a buscar a Mar del Plata, adonde estaba cursando mi segundo año de ingeniería. El objetivo del viaje era pasar el Día del Padre en familia. De pronto, en tan solo un instante, aquel mundo feliz se derrumbó en un flash. Tras un espacio de tiempo perdido en mi memoria reaparecí en mí, caminando por la ruta, con los ojos llenos de lágrimas, subiendo a una ambulancia y viendo morir a mi hermosa madre en mis brazos.

Luego de aquel accidente el dolor fue extremo; quería que cada día terminara apenas al amanecer. Al principio llegué a pensar que había sido un sueño; luego esperé que el tiempo pasara. Recuerdo que solía salir a correr con un walkman en mi bolsillo y el único casette que me acompañaba una y otra vez era “León de Judá”, de Juan Carlos Alvarado. Corría por la orilla del río Quequén y me quedaba mirando a la nada por largo rato.

Fue duro ese tiempo, pero siempre supe que Dios estaba allí. No tenía fuerzas ni ganas de orar, pero sabía que mi madre se había adelantado en el viaje y que nos reencontraríamos en el cielo. Si la fe no hubiera sido parte de mí, creo que hubiera enloquecido. Mis amigos tal vez creyeron que así había sido. Pero qué maravilla es tener el verdadero seguro de vida, la garantía de Su Palabra de que tenemos un destino eterno.

La muerte puede ser traumática -como lo fue en este caso- o mucho más llevadera -como la de mi bisabuelo, que a los noventa y cinco años y tan solo unos meses atrás había partido viendo ángeles radiantes esperándolo. Pero no es esto lo que hace la diferencia en esa hora, sino la esperanza que tenemos los que seguimos a Jesús de volver a ver a nuestros seres queridos para pasar juntos una larga eternidad. Todo es distinto cuando entendemos que nuestra estadía en la tierra es solo el inicio de una vida eterna y preciosa.

Quienes hemos creído en Jesús, y en su sacrificio de amor, estamos completamente seguros de nuestra existencia después de la muerte física, y si bien lloramos por las despedidas de nuestros seres queridos, sabemos que es solo un “hasta pronto”.

Jesús murió en la cruz, pero también resucitó como el primero de nosotros pues nos dio vida eterna a quienes lo aceptamos y amamos. Por ello podemos, como Pablo, decir: “¿Dónde está oh muerte tu aguijón? ¿Dónde oh sepulcro tu victoria?” (1 Corintios 15:55).

El precio de la eternidad

La vida en la tierra es muy valiosa, pero mucho más lo es la vida eterna, ese regalo invaluable que adquirimos por gracia, pero que costó tan caro. Habían pasado unos quince años desde aquella tarde de junio, la más larga de mi vida. Una noche, en la iglesia de la calle Pampa en Mar del Plata, un joven profeta hizo un llamado al altar y dijo que quienes tuvieran una pregunta para el Padre Celestial podían hacerla. Yo pasé y dentro de mí le pregunté a Dios: “¿Por qué tuve que ver morir a mi madre?” El muchacho se acercó y hablando a mi oído me dijo: “El Padre te dice: Yo vi morir a mi hijo”.

Desde entonces, nunca más quise preguntar el por qué. Dios está con nosotros en esos momentos tan duros. Y así como jamás había sentido su Espíritu tan cerca de mí como aquella tarde en la ambulancia, nunca comprendí tanto el amor del Padre como aquella noche en el templo.

Puede que tengamos que sufrir en este mundo, pero Jesús lo dejó claro cuando dijo: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad…” (Juan 16:33), porque nada se compara al dolor y entrega del Padre al ver una y otra vez al Cordero sin mancha dar hasta su última gota de sangre para sellar nuestra Salvación.

El camino también importa y debemos disfrutarlo

No debemos pensar que por la gloria del destino que nos aguarda, el camino no sea importante. Es en esta vida en la tierra donde se define nuestra eternidad; por ello la Biblia nos habla de la senda del justo, de cómo andar en ella y de cómo los ojos del Padre se posan sobre el camino para vernos retornar cuando nos hemos alejado. Si bien hay sufrimiento en esta vida también hay múltiples paisajes coloridos en el trayecto que nos invitan a disfrutar de él.

En mi experiencia, fueron muchos más los tiempos bellos que los tristes y tengo guardados recuerdos del camino en una mochila que llevo a todas partes conmigo, y no me resulta pesada en lo absoluto porque está llena de las cosas preciosas que atesoro. En ella vienen los cuidados amorosos de mis padres; risas, juegos y charlas con mis hermanos; la cara de mi esposa brillando sobre aquel camino rojo que terminaba en mi corazón; las caricias dulces de mis hijos; miles de mates y asados con amigos, abuelos, tíos, primos, cuñados, sobrinos y aún tengo mucho más espacio preparado para seguir guardando los buenos momentos que me esperan.

Mi familia es un pedazo de cielo, un regalo precioso, muestra de la gracia desbordante de Dios. Los míos me recuerdan cada día el amor del Padre y la belleza de esta vida. En el recorrido he sacado muchas fotos que guardo en mi memoria y doy gracias al Creador por tantas bendiciones. Como el salmista, me digo a mí mismo cada día: “Bendice, alma mía, al Señor, Y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios” (Salmos 103:1-2).

Compañeros del camino

Como si todo eso fuera poco, además de un destino glorioso y el disfrute del camino, Dios también me ha dado compañeros que comparten el destino y caminan a mi lado.

Agradezco por los pastores que me han guiado en la senda y me encaminaron hacia la meta. Ese hermoso ver los rostros de quienes van conmigo portando la misma fe, que conocen las mismas luchas y se deleitan en similares victorias. Cuán precioso es el momento en que conocemos a otros peregrinos y, aunque recién nos conozcamos, sentimos que hemos transcurrido miles de kilómetros juntos.

No hagamos del camino nuestro hogar

Algunas veces en mi vida sin darme cuenta acampé en la carretera con la intención de permanecer allí, arrastrado por el error de olvidar que estaba solamente de paso. Sin pensarlo, casi estuve a punto de olvidarme de la verdadera meta y peligrando incluso de volver atrás. Dios nos da tanto aquí que podemos llegar a pensar que el evangelio consiste solo en eso.

Pero no es así. Cada paisaje nos fue dado por el Padre para que lo podamos disfrutar, no para que nos quedemos allí y hagamos del mensaje una proclama de deleites temporales perdiendo de vista el destino eterno.

“Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas vendrán por añadidura.” (Mateo 6:33).

El Reino de Dios y su justicia tienen que ver con el destino de nuestro viaje, con lo eterno; y las añadiduras, con lo terrenal y tangible. Estas son tan preciosas que podemos confundirlas con el fin del recorrido, debemos considerarlas con gratitud como muestras de amor y provisión en el camino, pero solo como primicias de lo que vendrá.

Qué hermoso es disfrutar de unas vacaciones y contemplar los preciosos paisajes, pero cuánto más lo será perdernos en la penetrante mirada de amor de Aquel que dio Su sangre por nosotros, que sin merecerlo nos entregó un pasaje a la eternidad por el que no pagamos nada, pero que fue el bien más caro jamás comprado.

Si al encontrarnos con otros peregrinos creemos conocerlos de toda la vida y nos gozamos en eso, cómo será el momento en que Jesús nos mire con la más tierna mirada; allí comprenderemos todo, y la risa se mezclará con el llanto. No habrá palabras para describir ese sentimiento único y maravilloso.

El camino es un proceso

Dice el proverbio que “el camino del justo es como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto.” (Proverbios 4:18). Este pasaje nos habla de un proceso gradual y continuo, no un salto entre la noche y el día sino una sucesión lenta hacia el más intenso resplandor. En ese transcurso vamos dejando que la luz vaya abarcando cada una de las habitaciones de nuestro ser hasta que al final del camino ella sea perfecta y lo llene todo.

Todo esto es mérito suyo, nosotros somos los que debemos abrir una a una las recámaras para que Él lo cubra todo con su resplandor multicolor. Nada es por nosotros, todo es por Él y por Su gracia; somos hechos justos por Su sacrificio y vamos camino a la perfección por Su infinito amor.

Ayudando a llegar a otros al camino

Esta trayectoria es tan gloriosa que no podemos dejar de anunciar al mundo que hay muchas moradas preparadas en la casa del Padre, y que aún hay tiempo para iniciar el recorrido más maravilloso que un ser humano pueda hacer.

Muchos piensan que ya es demasiado tarde, que se ha pasado la hora de tomar la decisión. Pero a ellos tenemos que decirles que el amor del Padre es tan grande que, aunque estemos en el último suspiro, se puede acceder a su perdón. Hay pasajes de último momento como el que protagonizara aquel ladrón de la cruz y que por gracia conducen al mismo sitio: “Te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Yo mismo he sido testigo en muchas ocasiones de este milagro.

Algunos, tal vez después de muchos kilómetros, han quedado detenidos porque perdieron de vista lo eterno; otros, en cambio, quizás carguen pesos de culpas, miedos o angustias imposibles de llevar. Todos ellos necesitan una mano extendida que los pueda cargar un tiempo hasta que se recuperen.

Otros más, que quizás nos tiraban piedras desde la vera del camino, hoy necesitan que un peregrino les diga que están a tiempo, que no hay rencor ni reproche en la senda y que de parte del Constructor de la ruta solo hallarán olvido y perdón.

Llegaré a destino

Aunque gracias al amor del Señor disfruto mucho del viaje y las añadiduras que Él aquí nos regala, puedo decir como Pablo que “el morir para mí es ganancia”. Y estoy seguro de que en el momento final habrá en mi rostro una sonrisa porque, como dice aquel viejo himno, seré “feliz en la última milla porque al Rey Admirable veré.”

Ariel Pérez nació en Necochea y está radicado en la Ciudad de Mar del Plata, Buenos Aires. Es Ingeniero Mecánico, Industrial y en Seguridad e Higiene, posee además un Máster en Gestión Ambiental. Casado con Hilda Aparicio con quien tiene tres hijos: Marcos, Tali y Tobías. Se congrega desde niño en la Iglesia de Dios. Es miembro desde hace muchos años de Gedeones Internacionales, y sirve junto a su esposa ministrando a matrimonios y familias.

E-mail: ing_ariel_perez@hotmail.com

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Instagram: @ariel_m_a_perez

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Antología 6: Camino al Cielo

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