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Una comunidad solidaria

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Pero a pesar de eso, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que nuestras iglesias siguen siendo reconocidas por los no cristianos por su permanente presencia solidaria, más allá de su labor central, la difusión de la Palabra: los comedores comunitarios; las clásicas Horas Felices que convocan multitud de niños en las que se ofrecen meriendas, contención afectiva, ayuda escolar y juegos; el acompañamiento a familias disfuncionales, a madres solas y mujeres y niños víctimas de violencia familiar; los Roperos abiertos a la comunidad; las Brigadas Misioneras que recorren el país alfabetizando, llevando agua, medicamentos, mano de obra solidaria y materiales de construcción, ropa, alimentos, asistencia médica y social. Todas ellas son, entre otras, acciones reconocibles en cada ciudad, pueblo, o paraje donde haya una iglesia evangélica, desde hace muchísimo tiempo.

Somos una masa minúscula que, más allá de los límites denominacionales, se mueve poderosa respondiendo al llamado de ser sal y luz allí adonde el Espíritu nos guíe, y que se da al mundo en forma de palabra de consuelo, alivio, acompañamiento, conductas amorosas que impactan los corazones en cada lugar donde se ofrecen: en la oficina, la escuela, los talleres, los campos, las ciudades, el hogar, las calles, la universidad.

Porque cuando la vida arrecia, y hay que aguantar las tormentas, las gentes de este mundo, los que se llaman a sí mismos ateos, saben muy bien adónde, a quiénes recurrir. Siempre habrá cerca algún cristiano, alguna cristiana ferviente que entregará la palabra exacta, el abrazo justo para calmar el dolor de su semejante, ese otro ser humano que, como él, sufriente, transita el mundo en carne viva.

Antología 6: Camino al Cielo

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