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ОглавлениеIntroducción
TOCAR, CANTAR, BAILAR.
INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO
DE LA CUECA URBANA CHILENA
La cueca urbana es una práctica social de canto y baile aparecida hacia la década de 1930 en Santiago de Chile. En el período posterior a la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) esta práctica es recuperada por nuevas generaciones y transformada en una escena musical de carácter revivalista y popular. Se caracteriza por tener un modo de canto, interpretación y baile que se despliega en espacios donde convergen intérpretes, parejas de baile y audiencias. Su práctica es el resultado de una tradición transmitida durante décadas que históricamente se ha insertado en contextos de sociabilidad festiva y participativa en los que se forjan redes sociales e identidades individuales. Estas características la diferencian de otras cuecas conocidas, como la cueca campesina o folclórica, ambas desarrolladas al alero de la industria discográfica de parte del siglo xx.
La cueca urbana proviene de la cueca chilena, género derivado de la zamacueca peruana aparecida en Chile en la década de 1820, posiblemente como adaptación del fandango español a tierras americanas (Vega 1953: 130).1 Aunque su origen o “aparición” en Santiago se remonta a la década de 1930 en sitios de comercio de animales y verduras, su difusión en la prensa y las revistas es casi nulo hasta la década de 1960. Esta invisibilidad se explica porque era una práctica sustentada en conocimientos preferentemente orales, a los cuales no subyace una intención de profesionalización ni un interés por alcanzar un público comercial. A pesar de ello, en esta década aparece un puñado de elepés que le dan cierto reconocimiento en los medios, y que dejaron imágenes y sonidos que hoy sirven para reconstruir su historia. Al llegar los años setenta vuelve a ser invisibilizada a causa de las políticas culturales de la dictadura, que favorecen la variante campesina de cueca. Al retornar la democracia, en 1990, es reconsiderada por los músicos populares de Santiago y Valparaíso, con lo que de nuevo alcanza notoriedad pública y se convierte no solo en la práctica tradicional más importante del país, sino también en una forma de sociabilidad urbana que renueva los hábitos de consumo cultural y la práctica performativa de la etapa posdictatorial chilena.
A partir del año 2000 y luego de un lento proceso de recuperación de la cultura popular considerada antigua y auténtica, se despliega como una escena musical en el centro histórico de Santiago. Allí confluyen músicos, audiencias, productores (managers), encargados de sellos independientes y administradores de lugares de baile, en un entorno destinado a la producción, performance y recepción de música dentro de un contexto urbano (Bennett y Peterson 2004: 3, Straw 1991: 373). La nueva escena pone en relación la práctica de antiguos cultores con la de músicos jóvenes de la etapa pospinochetista, lo que permite el (re)surgimiento de una tradición de canto y baile en lugares públicos y privados. Si bien esta tradición ya existía antes, durante esta época se ve redefinida por nuevos repertorios, por la aparición de variantes de cueca y por nuevas formas de socialización.
Los músicos conciben la tradición como un fenómeno que forma parte de la cultura popular. Dicha cultura es entendida como un conjunto de saberes y prácticas performativas (transmitidas preferentemente de modo oral) en las cuales reside un acervo necesario para fortalecer la identidad barrial, regional o nacional. Esta identidad no está basada en los sectores sociales altos o las elites empresariales, sino en las clases medias y bajas que sustentan el país.2 Para ellas lo popular es lo tradicional, lo artesanal, lo “hecho en casa”: aquello no mediado por la industria donde se han perfeccionado durante décadas maneras particulares de hacer música, de transmitir sonidos y movimientos del cuerpo. En una palabra, es la “sabiduría del pueblo”, que trae aparejada una connotación “contracultural” en la medida en que responde a la indiferencia y opresión de la sociedad sobre la cultura de los sectores medio bajos y bajos (Kassabian 1999: 116). Este concepto dialéctico es intercambiable con la idea de “tradición” y “tradición oral” usada por los músicos, toda vez que contiene modos de hacer música aparentemente no mediados y tenidos por auténticos. Esto no quiere decir que lo popular sea sinónimo de “ruralidad”, “nación” o “arcaísmo”, rasgos propios de los estudios de folclor (Castelo Branco 2010b), sino que es una actividad vinculada a la cultura que posee su propia ideología y reglas de funcionamiento. En consecuencia, el concepto de cultura popular que utilizo en este libro se refiere a las prácticas que rinden “culto a la tradición” a través de las vivencias de otros, fenómeno que conocemos como folclorismo (Martí 1996: 13, 23). La escena de la cueca es entonces la “vivencia de una vivencia”, sin perjuicio de que luego músicos jóvenes la conviertan en una experiencia personal con la tradición “viva”.
La interacción entre tradición y performance, que es el eje de esta investigación, me permite plantear una gama de temas relacionados con las transformaciones culturales del país. Entre estas últimas se encuentran el desarrollo urbano, el paso de la dictadura a la democracia, el cambio en las políticas culturales, el resurgimiento de la prensa musical y la apertura de nuevos espacios de ocio y música en Santiago. Estos temas están subsumidos a la relación entre tradición y performance, esto es, no aparecen aislados sino siempre en relación con estos conceptos. Por ello, desde una perspectiva internacional, se insertan en la discusión sobre los folk revivals de las sociedades posnacionales (Corona y Madrid 2008) y la consiguiente preocupación por “movimientos sociales cuyo objeto es restaurar y preservar una tradición musical que se cree va a desaparecer o ser completamente relegada al pasado” (Livingston 1999: 68).
En las siguientes dos secciones abordaré los problemas fundamentales que conlleva el uso de estos conceptos para el estudio de la cueca, así como el enfoque analítico que he considerado más apropiado para tratarlos, llamado etnomusicología urbana. Luego explicaré el estado actual de lo que llamo “estudios de cueca chilena” e indicaré el aporte que mi propia investigación puede hacer a través de la etnografía urbana.
Los ejes del cambio: tradición y performance de la cueca urbana santiaguina
El primer aspecto que me interesa problematizar es el concepto de tradición, que entre los músicos de cueca quiere decir “tradición de la cueca urbana”.3 En la gestación de este concepto intervienen de manera directa cultores ancianos (llamados cariñosamente “viejos”), cultores jóvenes y, en menor medida, miembros de la audiencia. Los medios de comunicación (prensa, televisión) y el Estado (políticas culturales) tienen poco impacto en la escena, aunque ayudan a fijarla en la cultura escrita, a difundirla y a relacionarla con la ciudad, por lo que también son importantes.
La tradición posee dos significados que funcionan paralelamente durante todo el período estudiado. En su primera acepción es entendida como un conjunto de conocimientos y experiencias transmitidas oralmente “cara a cara” por los viejos cultores a las nuevas generaciones. Este acervo comprende técnicas vocales, estilos de interpretación de instrumentos, modos de organización en el escenario, el conocimiento de textos y melodías (de cuecas urbanas), competencias para componer música y rudimentos básicos de la historia del género. Este conocimiento es reinterpretado por los nuevos cultores, quienes consideran a los viejos modelo de autenticidad y autoridad, pero lo adaptan a su perfil educativo, socioeconómico y etario sin perder de vista sus propias prácticas musicales. En tal sentido, el concepto de tradición de la escena se adapta con facilidad al nuevo contexto democrático y se va renovando en un proceso de cambio y continuidad que, de tanto repetirse, se hace estable (Nettl 1996).
El segundo significado corresponde a las narrativas o discursos elaborados por los músicos de la escena con el fin de resaltar el valor de la cultura oral transmitida por los viejos cultores. Como señala Chartier, una narrativa es un ordenamiento de los “saberes de otros” en forma de texto por medio de la acumulación de historias (Chartier 2007: 26). Siguiendo este argumento, las narrativas son discursos que pueden entenderse como una representación lingüística de la historia y significado de la tradición de la cueca, misma que es construida a partir de la experiencia de los viejos, pero resignificada y “dicha” por los nuevos músicos. Precisamente, en la medida en que son “dichas” adquieren poder social y se convierten en relatos que poseen su propia “economía de la verdad”, por lo que no solo complementan el significado de la tradición, sino que también excluyen otros tipos de discursos sobre ella (Clifford 1986: 7). La existencia de estas narrativas, como recuerda Horner (1999: 19), no es inocua para la vida social; por el contrario, posee “consecuencias materiales para cómo la música es producida, las formas que toma, cómo es vivida y sus significados”. Por este motivo, los discursos sobre la cueca son importantes en las nuevas generaciones, ya que con ellos se transmite el corazón de su práctica musical y social, y sirven de apoyo para quienes no conocieron o no conocen aún a los viejos cultores.
Aunque se puede referir a cualquier época histórica, aquí utilizaré el concepto de tradición para remitirme principalmente (pero no únicamente) al período que va de 1990 a 2010.
En esta investigación entenderé la tradición como el conjunto de conocimientos, prácticas (actividades y experiencias cara a cara), repertorios (texto y música) y discursos (narrativas o escrituras) sobre cueca urbana que son tenidos por auténticos y se transmiten entre individuos. Se trata de un conjunto de ideas que informa la escena, genera significado entre los músicos y las audiencias, y posee un vínculo con la memoria en la medida en que conecta el pasado (de los viejos) con el presente (de los jóvenes) a través de la performance. Este acervo de conocimientos se amplifica con la dimensión aural de la cueca, es decir, con su difusión en los medios de comunicación y la industria del disco independiente. Es gracias a estos que el sonido de la tradición es resignificado o revalorizado a partir de mediaciones sin perder necesariamente contenido (Ochoa 2006). “Ser cuequero”, en este sentido, consiste en conocer y practicar los conocimientos orales de la tradición ya sea desde la perspectiva de un músico o de la audiencia.
Un segundo aspecto importante de esta investigación es la performance de la tradición. Entre 2000 y 2010 se instaló en Santiago una “cultura performativa” que consiste en la interpretación en vivo de cueca urbana, así como en la asistencia regular (de audiencias leales) a los llamados cuecazos. Los cuecazos son encuentros festivos y participativos con música donde los conjuntos se encuentran con sus audiencias para tocar, cantar y bailar la tradición de la cueca. Esto no quiere decir que se junten únicamente a bailar o discursear en torno a la tradición, pero sí que la tradición ocupa un lugar importante en ellas. Los cuecazos articulan una red de relaciones humanas que posibilitan la creación y/o mantención de vínculos humanos, a la vez que potencian la sociabilidad colectiva en torno a la música y “la formación y el sustento de grupos sociales para la comunicación espiritual y emocional, para los movimientos políticos y para otros aspectos fundamentales de la vida social”, en palabras de Turino (2008: 1-2). Además, estas relaciones “implican una circulación regular y un intercambio de: información, consejos y rumores; instrumentos, ayuda técnica y otros servicios adicionales; grabaciones de música, revistas y otros productos” a través de los cuales “se genera el conocimiento de la música y la escena misma” en el contexto de una economía informal del intercambio (Cohen 1999: 240-241). El cuecazo, puede decirse, es el corazón de la “cultura performativa” y su valor reside precisamente en ofrecer la posibilidad de performar de diversas formas el género, ya sea como músico instrumentista/cantor o como miembro de una audiencia pasiva/activa. Su florecimiento y desarrollo está emparentado con las transformaciones de la ciudad, particularmente con los cambios sociales acaecidos a posteriori de los procesos de desindustrialización de los años sesenta y setenta en occidente (Holt y Wergin 2013: 2) y el aumento del consumo cultural en Chile desde la década de 1990 (Cfr. Catalán y Torche 2005).
Entre 1990 y 2010 la cultura performativa de la cueca urbana genera tres cambios que transforman la vida cotidiana de algunos sectores sociales en Santiago de Chile. Estos cambios, que abordaré en distintos capítulos, son los siguientes:
1. La asistencia a eventos de música “en vivo” como hábito regular entre audiencias de clase media y media alta. Este aspecto conlleva una disminución de la importancia de la industria discográfica comercial en el conjunto total del consumo cultural en favor de los espectáculos cara a cara, lo que va revitalizando la vida nocturna de la capital por medio de la oferta de nuevos espacios de participación cultural.
2. Cambios en las políticas culturales estatales, que pasan de privilegiar la música internacional (durante la dictadura) a focalizarse en la creación y producción de cultura local (durante la democracia). Esto no significa que el Estado distribuya la música de los grupos de cueca, sino que apoya la producción y grabación de casetes, discos y, en algunos pocos casos, de DVD. Esto ocurre aproximadamente desde 1992, cuando se crearon los primeros fondos concursables, pero se hizo visible en el período 2000-2010.
Estos dos cambios facilitaron el surgimiento de una industria independiente y subsidiada del disco que es comercializada de manera informal en los cuecazos. En consecuencia, se trata de un modo de circulación de la música (por mano) sin mediación de las grandes corporaciones globales, con la excepción de unos pocos grupos que participan discontinuamente en las majors. Las audiencias tienen un papel fundamental en este cambio, pues son las que pagan por escuchar música en vivo en espacios que (comúnmente) no albergan más de cincuenta personas. Son también las que compran las producciones independientes, originales o piratas, con lo que privilegian el disco a bajo precio por sobre los discos estandarizados. Este proceso, debe apuntarse, está ligado al crecimiento de las clases medias y su poder adquisitivo en el contexto de la sociedad santiaguina democrática. Con todo, ambos cambios, música en vivo y política cultural, contribuyen a generar una identidad propia de la escena, que la termina por diferenciar de otras escenas masivas y comerciales —como la cumbia o el rock— y la asemeja a otras acústicas de menor tamaño, como el tango.
3. La aparición de una “cultura festiva” que permite el ocio nocturno y celebra el baile y canto de la tradición como un elemento local. Esta cultura está basada en los lazos sociales creados en los cuecazos y en el uso del cuerpo en un contexto performativo. Como señala Rodrigo Torres (2003: 157), estos elementos hacen de la cueca urbana un “arte” y al mismo tiempo un “espacio de convivencia festiva y libertaria” en el que la sociedad chilena redescubre al fin un espacio donde encontrarse.
Los puntos 1 y 2 son tratados en este libro, mas no el punto 3.
A los puntos 1, 2 y 3 se agregan dos rasgos que están estrechamente vinculados a la tradición performada de la cueca y que forman parte de la discusión que deseo proponer en este libro. El primero es la participación social y el segundo el carácter espacializado, localizado o lugarizado de la tradición. En relación con el primer rasgo, concibo la cueca como una tradición participativa en el sentido de que es una actividad que en su funcionamiento crea un sonido específico que promueve la contribución performativa de los músicos y el compromiso colectivo de las audiencias, realzando los vínculos sociales por medio de la música (Turino 2008). Respecto del segundo, me refiero a que la tradición se halla imbricada en el espacio debido a la historia urbana del canto y de los propios sitios donde se hace la cueca. La mayor parte de ellos, en efecto, no solo promueve un “sentido de pertenencia” geográfico, sino que también posee una historia documentada de años que justifica la relación entre performance y participación geolocalizada. Siguiendo esa línea, esta investigación presta atención a los barrios viejos y nuevos donde se desarrolla la cueca pues, como señala Cohen, la interrelación social y simbólica entre la gente y su “ambiente físico” crea localidad (Cohen 1995a: 444), lo que permite revertir parcialmente la mercantilización del espacio público y la domiciliación de vida urbana, rasgos característicos de la ciudad de Santiago en los últimos veinte años (Bengoa 1996; Lizama 2007).4
El enfoque de la etnomusicología urbana
Este trabajo se circunscribe en la intersección de tres áreas del conocimiento: la etnomusicología, la sociología urbana y los estudios de música popular. La unión de estos tres ámbitos obedece a mi formación académica de etnomusicólogo, sociólogo y músico, respectivamente, pero sobre todo a la necesidad de construir un marco teórico acorde a la condición performativa, espacializada y participativa de la cueca en el entorno de cambio social en el que se desenvuelve. La conjunción de estas áreas se da en el subcampo académico llamado “etnomusicología urbana”, cuyo objeto de estudio es la música en la sociedad urbana considerando los contextos que la determinan (Cruces 2004, Castelo Branco 1985: 45). Creo que este enfoque es el más apto para construir un marco que englobe la cueca en toda su complejidad como género musical y práctica social, razón por la que expondré brevemente su historia y los conceptos fundamentales que la articulan y se reflejan en mi trabajo.
El estudio de la relación entre las sociedades urbanas y la música se inicia en la etnomusicología de los años setenta gracias al énfasis que se le comienza a dar a la “ciudad” como objeto de estudio. Hacia fines de esta década el uso que los investigadores angloparlantes hacen de los conceptos “folclor” (folk) y “música tradicional” (traditional music, literalmente) comienza a incluir las músicas “populares”, con lo que amplía su foco más allá de las músicas “rurales” tradicionalmente asociadas a esos conceptos (Reyes 1979: 3, 11). La etnomusicología comienza entonces a ocuparse de la relación entre la música y las áreas urbanas para comprender la complejidad creciente de las sociedades contemporáneas (Reyes 1982: 12-13) y sopesar la “trama de interacciones y diálogos, de oposiciones y exclusiones, de segmentación e hibridación en los modos de producir, transmitir y consumir música” (Cruces 2004, “Música urbana”).5
Durante los años ochenta este subcampo adquiere una dimensión antropológica gracias al trabajo de Ruth Finnegan, quien en 1989 —luego de una década de trabajo en terreno— edita el libro The Hidden Musicians. Music-Making in an English Town. Utilizando como unidad de análisis los conceptos de “ciudad” y “comunidad” desde una perspectiva interdisciplinaria, Finnegan estudia el modo como las audiencias y músicos se sienten pertenecientes a lo local y se relacionan con el espacio por medio de la música (Finnegan 2007: 299). De esta forma, incorpora la práctica musical urbana amateur al estudio de la sociedad y se opone a la hegemonía de la partitura para el estudio de la música, ambas cuestiones que tendrán impacto en estudios posteriores, como se aprecia en la obra de la también antropóloga inglesa Sara Cohen.
El aporte de Cohen, iniciado en los años noventa, consiste en profundizar en los conceptos de lugar (place) y localidad (locality). Según ella, los lugares son representados, definidos y transformados por la práctica musical. La música no es solo consumo, sino que revive la experiencia sensual de movimiento y colectividad que poseen las rutas, itinerarios y actividades urbanas (Cohen 1995a: 434, 443). Por eso ella no solo refleja sino que también produce los lugares en la medida en que los representa por medio de sonidos (cadencias, giros, melodías) y letras (textos), evocando memorias individuales que se mantienen y transforman por medio de la interacción social (Cohen 1995a: 444-445). Siguiendo esta argumentación, en este libro relaciono los conceptos de localidad y lugar con los de memoria y ciudad, para intentar demostrar que están conectados debido a la acción de los músicos de cueca.
El lugar se puede definir como el entorno material intervenido por la acción cognitivo-sensorial y afectiva de la acción humana (Aguilar 2012, Spencer 2016b). En él se captura el significado de lo urbano por medio del apego subjetivo, se palpan redes de tejidos significativos y se adquiere agencia para el habitamiento de la ciudad (Savage y Warde 1993, Cohen 1995b: 66, Cruces 2004: “Música urbana”, Giglia 2012). En el contexto de la modernidad, crear o hacer lugar (place-making) es una forma de establecer significados desde el lenguaje o la experiencia con el fin de reproducir el espacio ya vivido (Aguilar 2012). El lugar, en consecuencia, es un proceso que está en constante disputa o tensión y no tiene una identidad unitaria, sino que es un constructo dinámico que expresa la resistencia a conflictos desarrollados en la modernidad y el urbanismo (Connell y Gibson 2003). La ciudad es el contexto de la localidad en el sentido de ser un entorno, comunidad o espacio fenomenológico que alberga formas específicas de asociación humana donde la memoria urbana se ve favorecida, constreñida o influenciada (Savage y Warde 1993, Wirth 2001: 110, Cruces 2004: “Música urbana”). Las ciudades modernas incorporan los restos de las urbes anteriores a ellas, guardan rémoras de la cultura tradicional a la que alguna vez pertenecieron y sirven de repositorio para la historia (Savage y Warde 1993: 133, Giddens 1990: 6). De este modo, conectan la memoria individual con la memoria colectiva y crean un espacio de significación en el que la música puede contribuir a producir la ciudad misma (Savage y Warde 1993: 134, Cohen 2007).
La investigación que aquí presento, entonces, está construida sobre los conceptos de localidad, espacio y ciudad y, en menor medida, de lugar y memoria. Todos forman parte del acervo de la etnomusicología urbana, se utilizan para analizar la relación de la tradición musical con su entorno y se cruzan deliberadamente con las nociones de historia, oralidad y performance.
Tradición
El concepto de tradición —junto al de performance— es el eje de esta investigación y el elemento teórico en torno al cual se articula su narrativa. Este concepto implica un acto de comunicación, como una conversación o una ejecución instrumental, que se comparte y repite en el tiempo dentro de un grupo o entre individuos (Blank y Glenn 2013: 1-6). Muchas veces se confunde con el concepto de folclor debido al uso preferente que este ha tenido en Latinoamérica desde la segunda mitad del siglo xx (Cfr. Fischman 2012). Para aclarar este punto propongo revisar la historia del concepto en la etnomusicología y mostrar su relación con las ideas de autenticidad, tecnología y generación que utilizaré más adelante.
El concepto de tradición comienza a hacerse común en los años ochenta, cuando reemplaza al de folclor, regularmente utilizado en el mundo angloparlante (Bohlman 1988: xiii-xx). Las primeras definiciones de tradición, de la primera mitad del siglo xx, enfatizan el hecho de que es un proceso de transmisión cara a cara en el que se establecen conexiones humanas con el pasado que son de algún modo representadas por medio de un acto performativo (Thompson en Blank y Glenn 2013: 2-3, Blank y Glenn 2013: 3). En los años sesenta, el folclorista Alan Dundes (1965: 2) redefinió el folclor como “cualquier grupo de personas que comparte al menos un elemento”, mientras que en los setenta Dan Ben-Amos lo explicó como un proceso comunicativo de carácter artístico que se hace en grupos pequeños (también cara a cara), definición que goza de buena salud hasta el día de hoy (Ben-Amos 1971: 13). Durante los años ochenta esta visión fue criticada por mirar el folclor de modo nostálgico o romántico (Blank y Glenn 2013: 3-4), lo que abrirá paso a otros estudios que ofrecen una perspectiva más sociológica, centrada en la producción cultural. Finalmente, en los noventa las ideas de folclor y tradición se consideran “permanentemente” en redefinición debido a la sistemática mutación de sus objetos de estudio y a la complicada relación entre tecnología y oralidad (Kirshenblatt-Gimblett 1998).
En 1984 Richard Handler y Jocelyn Linnekin definieron la tradición como un proceso abierto y hermenéutico. Según ellos, la tradición es una “construcción simbólica conformada por un corpus de cultura heredada que exige un proceso interpretativo que implica procesos de cambio y continuidad” (p. 273). Esta definición abrió el debate en dos direcciones: por un lado, se insistirá en que la tradición es un proceso que se da a lo largo del tiempo (diacrónico) en el que la búsqueda de identidad puede llegar a tener un papel fundamental (Philip Bohlman 1988b; Cfr. Waterman 1990b). Por otro, se reconocerá que es dialéctica y temporal, y que es además una medida del sentido de comunidad que un grupo posee de sí mismo, así como de los límites y valores que comparte o está dispuesto a compartir con otros (Philip Bohlman 1988). La tradición, por tanto, es modelada desde la autenticidad del pasado y los procesos de cambio que remodelan el presente (Bohlman 1988: 12-13); por eso, la memoria es crucial, pues alimenta el sentido colectivo de identidad basado en un pasado compartido (Bithell 2006: 6). En el caso de la cueca urbana, esta relación entre memoria y tradición es importante porque a partir de ella los jóvenes y viejos cultores interactúan y generan procesos de continuidad y cambio. La definición de la tradición como un proceso “de cambio y continuidad” es entonces pertinente para este libro, ya que permite relacionar los cambios de los conocimientos orales de las viejas y nuevas generaciones.
Tanto los estudios folclóricos como la etnomusicología coinciden en la importancia de la relación pasado-presente en la transformación de la tradición. Christopher Waterman (1990a: 7-8) argumenta que la tradición nunca es fija o rígida, sino más bien una práctica social inserta en un contexto cultural y social que la transforma y aporta un patrón de cambio inconsciente en el que “cada representación de la tradición abre a la tradición a la transformación misma”. Bronner, por su lado, piensa que las tradiciones “varían en la medida en que son adaptadas a distintos escenarios o son recordadas con cambios de contenido y significado, incluso si son estructuradas de modo similar a las tradiciones que le precedieron” (Bronner 2013: 195). Timothy Rice, por su parte, enfatiza el hecho de que la tradición es siempre “socialmente mantenida”, es decir, que “los individuos heredan y se apropian de la práctica musical junto con prácticas económicas, ideológicas y sociales, y entonces las recrean, reconstruyen y reinterpretan en cada momento del presente” (Rice 1994: 32). La tradición, en suma, es una característica de la modernidad y no una oposición a ella (Blank y Glenn 2013: 1-2), pues está siempre en tensión con el entorno donde se encuentra, reapropiándose de él y reinventándolo para ubicarlo en los tiempos que corren (Rice 1994: 14-15).
Señalé anteriormente que los conceptos de tradición y folclor no son homologables, aunque suelen aparecer como sinónimos sin “consecuencias cognitivas” mayores (Gelbart 2007: 153). No obstante, es importante entenderlos como conceptos distintos. En primer lugar, como señala Gelbart (2007: 154), el concepto de tradición surge en el siglo xviii debido a los efectos de la imprenta sobre la oralidad. Hasta ese momento, la tradición remitía a un conjunto de ritos religiosos (europeos) propios de la reforma católica instalada para diferenciar la palabra original de dios (impresa) de la oral, propia del evangelio de la misa. El concepto de folclor, en cambio, surge a mediados del siglo xix con el afán de rescatar aquello popular y antiguo que forma parte de ciertos grupos sociales. Ambos, no obstante, buscaban rescatar algo que se creía perdido (o en peligro de extinción) debido al avance de la modernidad y, como expresan Bendix y Hasan-Rokem (2012), se verán influenciados mutuamente cuando el folclor se defina como la “base social” de la cultura.
¿En qué se diferencian entonces folclor y tradición? Mientras el concepto de tradición representa un “modelo de pasado” que se reconstruye a partir de “registros escritos, sonoros o de fragmentos de memoria” (Castelo Branco 2010a: 887), el de folclor se asocia al patrimonio cultural transmitido oralmente que representa la ruralidad por medio de exhibiciones públicas de música, danza y trajes, todas relacionadas con las ideas de autenticidad y pueblo (Castelo Branco 2010b: 507). La tradición, en este sentido, parece ser un concepto más general o abstracto que el de folclor (más específico y material), y sirve comúnmente de base analítica para relacionar y comparar prácticas culturales, así como para derivar significados acerca de su uso, ambiente y contenido (Bronner 2013: 187, 192-193). Como expresa Bronner (2013: 187, 192-193), el folclor es un medio de comunicación concreto que “ofrece precedentes de un conocimiento y presencia de un producto expresable o reproducible en la práctica”. Vista así, la tradición es el sostén mental de la práctica musical (que puede convertirse en una acción concreta), mientras que el folclor estaría más ligado a los recursos técnicos para conseguirlo, a menos que sea entendido como patrimonio cultural o cultura expresiva. Algunos autores, como George Jones y Owen Jones, han buscado una definición conjunta de ambos conceptos. Según ellos, el folclor “son aquellas formas expresivas, procesos y conductas que habitualmente aprendemos, enseñamos y utilizamos en la interacción cara a cara”. Estas formas, dicen, las juzgamos tradicionales “por estar basadas en modelos precedentes conocidos” y por ser consistentes “con el pensamiento, las creencias y los sentimientos humanos a lo largo del tiempo y el espacio” (George y Owen Jones en Blank y Glenn, 2013: 5). De cualquier modo, como advierte Castelo Branco (2010a: 887-888), ambos conceptos deben ser evaluados “a la luz de los múltiples condicionantes ideológicos, institucionales, históricos y teóricos subyacentes”, de lo contrario se corre el riesgo de homologarlos de manera arbitraria.
En este libro entenderé folclor como una representación de la cultura rural o semirrural convertida en performance pública por medio de mecanismos de producción (Castelo Branco, 2010b: 507-508). La conversión del folclor en un fenómeno performativo y público está extrechamente vinculada —en el caso chileno— a las políticas culturales y nacionalistas del Estado, que comprende la cueca como un fenómeno folclórico representativo de la nación. La universidad pública chilena no está ajena a este proceso y durante su historia le ha adjudicado a la cueca esta condición rural y folclórica, favoreciéndola con sus políticas de extensión cultural desde mediados del siglo xx (Ramos 2012; Torres 2005; Donoso 2006, 2012). Esta noción de folclor que ofrezco es instrumental y está basada en el modo como los músicos, los estudiosos del folclor y los medios de comunicación comprenden la cueca, es decir, en lo que dicen (discursos) y graban (discos compactos, casetes). Se trata entonces de una visión deducida a partir del caso que estudio, no un intento de definición sustancial o enciclopédico del concepto mismo y siempre en relación con la tradición y la performance en tanto ejes del análisis.
Durante el período predictatorial y dictatorial la cueca chilena era comprendida como un fenómeno mayoritariamente folclórico, es decir, como una música “practicada en medios rurales, transmitida oralmente, creada colectivamente, tenida como auténtica, arcaica y representativa de la esencia de la nación” (Castelo Branco 2010a: 888). Este aspecto, que trataré en el cuarto capítulo, cambia al terminar la dictadura (1990), pues se inicia una recuperación de la cultura popular y la cueca cambia su estatus de género “rural” a práctica “urbana”, sin perder por ello su condición de oral y tradicional. Al producirse este cambio paradigmático, la cueca —antes considerada folclórica— queda atada al imaginario campesino y al arquetipo social del huaso, con lo que la cueca urbana queda en la vereda opuesta: música que responde a los procesos de modernización y complejidad de la vida capitalina. Por lo tanto, si bien ambas poseen una fuerte performatividad, después de 1990 la cueca folclórica mantiene su aire rural o semirrural asociado al huaso, mientras que la urbana se convierte únicamente en un referente de las experiencias tenidas en la ciudad.
Al ser un género inserto en los procesos de modernización del país, la cueca urbana no está desvinculada de la tecnología. Como señala Bohlman, las tradiciones contemporáneas hechas cara a cara se abren a la globalización, los medios y la tecnología porque refuerzan su oralidad con la tradición escrita (Bohlman 1988: 28) y, en algunos casos, la folclorizan (Blank y Glenn 2013: 18). Dicho de otro modo, la tecnología transmite, fija y transforma la música, pero al mismo tiempo permite su renovación en el tiempo, tal como ocurre con la escena de la cueca donde la tradición se registra y transmite masivamente. Esta mediatización, empero, no redunda en que la cueca pierda su carácter tradicional, sino más bien en que aumenten los discursos sobre ella entre las audiencias. El uso de medios electrónicos no afecta el contenido de la tradición, sino que cambia el modo como se transmite. Como señalan Blank y Glenn (2013: 9-10, 18), la tecnología puede ayudar a la difusión de contenidos e incluso folclorizarse para beneficio de la tradición misma, es decir, reconciliar lo viejo y lo nuevo como si fuera “una aliada de la tradición más que una fuerza contra ella” (Blank y Glenn 2013: 10). Por eso, aunque los discursos sobre la modernidad hagan ver la tradición como rígida, esta no se queda estática sino que se reinventa a cada generación para sobrevivir al ambiente de riesgo de las sociedades contemporáneas (Giddens 1990: 37, 54, Cfr. Gelbart 2007: 162).
Uno de los aspectos que fomenta esta “reconciliación” es la participación en la escena musical. En efecto, la cueca promueve la interacción entre los músicos y sus audiencias ya sea en la modalidad de encuentros cara a cara (oralidad) o por medio de las redes sociales (tecnología). Como señala Turino, existen “performances participativas” que poseen un tipo de práctica “donde las distinciones artista-audiencia no existen” (2008: 26). Lo que hay en realidad son solo “participantes y potenciales participantes que ejecutan distintos roles” con el objeto de involucrar a la mayor cantidad de gente en un rol dentro de dicha actividad (Turino 2008: 26). Gracias a esta participación, músicos y audiencias crean un sonido que fortalece el compromiso colectivo, que realza las relaciones sociales por medio de la música y supera las dicotomías que oponen el público a los músicos (Turino 2008, Finnegan 2003). En las “performances presentacionales”, en cambio, un grupo de gente —los artistas— ofrece música para otro grupo que no participa en el hacer de la música o en su baile —la audiencia—, sino que solo mira o escucha (Turino 2008: 26). La cueca urbana es una escena musical de carácter participativo, no presentacional.
Esto es relevante pues la creación de vínculos sociales (sociabilidad) y la participación o “tradición participativa” permiten definir la cueca como un género musical y al mismo tiempo como una práctica social. Los aspectos que la definen como género musical son su métrica, fraseología, estructura rítmica, performance e interpretación instrumental; y como práctica social las relaciones sociales que implica o, como detalla López Cano, “eventos o experiencias musicales de consumo musical; conductas corporales o sociales producidas en torno a la música, procesos subjetivos, relaciones interpersonales o participaciones colectivas” (2006: 2). Esta doble condición da a la cueca un valor sociológico, histórico y etnomusicológico que es plausible de analizar desde las ciencias sociales y las humanidades, y no solo desde la musicología. Este libro entiende la cueca urbana como una práctica social que impacta en la cultura urbana sin nunca abandonar su carácter de género musical abordable desde el sonido.
En tanto género inserto en una tradición, todos los músicos consideran la cueca una práctica auténtica. Es decir, los jóvenes cultores les asignan a los conocimientos y prácticas musicales de los viejos los valores de la sinceridad, la honestidad y la veracidad. Se trata de una ideología que busca mantener lo genuino —la tradición— como autoridad que valide su propia praxis. De este modo se pueden diferenciar de otros tipos de conocimiento, métodos, teorías o paradigmas que son ajenos a los límites de esa tradición o cultura (Bendix 1997: 5). Como recuerda Bendix, la autenticidad es un deseo existencialista de “escape de la modernidad” que mantiene un afán universalista por mostrar el carácter espurio de otros conocimientos, con lo que se crea una dicotomía genuino-no genuino que arrastra una nostalgia por la homogeneidad de la cultura (1997: 8-9). Entre los músicos de cueca esta ideología de la autenticidad existe y es el resultado de la ansiedad por la pérdida de una tradición que estuvo amenazada en todas las épocas en las cuales se desenvolvió, pero que ha conseguido sobrevivir y ser restaurada. El concepto de tradición, podemos concluir, está reforzado o “sostenido” por la idea de autenticidad que los músicos asignan a los conocimientos, prácticas y repertorios de los viejos. Por eso los discursos sobre cueca (de ambos) son un modo de crear y transmitir el valor social de la tradición haciendo a los músicos conscientes de la “experiencia de verdad” en la que participan (Ochoa 2002: 7).
La ideología de la autenticidad ayuda a establecer cuál es el repertorio considerado “verdadero” y, por extensión, aquel que no lo es. De este modo se establece un conjunto de piezas que son las más representativas o verdaderas, de donde saldrá el canon del género (Bendix 1997: 8-9, Beard y Gloag 2005: 17). Declarar algo auténtico, justamente, legitima el tema, autentica al declarador y le da visibilidad social al objeto artístico (Bendix 1997: 9). El cultor es la clave de este proceso, ya que es el depositario de una práctica musical anterior (que continúa) y es quien introduce el cambio en la comunidad, creando normas y patrones acerca de qué aceptar (o no) como límite de esa tradición. Así, el cultor posee la doble condición de portador de la tradición (autenticidad) y regulador del cambio y la estabilidad por medio de la performance (Bohlman 1988: 70-73).
La tradición legitimada se transmite entre generaciones. Este concepto es útil porque sirve de marco analítico para el estudio de una actividad en el mediano y largo plazo y porque conecta el presente con el pasado (Beard y Gloag 2005: 185, Bohlman 1988: 14, Handler y Linnekin 1984: 287). Una generación es una cohorte de personas que comparten estilos de vida, orientación social y cultura (habitus), y que es capaz de desarrollar una memoria colectiva que le brinda integración durante un período determinado (Eyerman y Turner 1998). Aunque no está definido cuántos años dura una generación, algunos estudios folclóricos señalan que son diez (Cfr. Elbourne 1975). Sin embargo, otros explican que es más importante el proceso de traspaso entre el grupo que recibe y el que proyecta la tradición que los años, pues el tiempo para que se decante el pasado en el presente es difícil de predecir (Gross en Bronner 2013: 201). La práctica de la cueca se realiza entre generaciones y es tradicional “porque se parece a algo que ocurrió antes y fue conocido en un grupo social”, no por el paso de las décadas (Bronner 2013: 201). Teniendo esto en consideración, en esta investigación utilizo el término generación en dos sentidos:
1. Para describir las décadas en que nacieron las antiguas generaciones de cuequeros (nacidas entre 1910 y 1950).6
2. Para describir el momento en que los nuevos músicos “entran” a la escena y se vuelven activos, sin importar la edad que tengan. Aquí distingo cuatro generaciones:
— Primera generación: grupos de cueca urbana nacidos entre 1997 y 2003. La producción discográfica y actuación en vivo de estos conjuntos se lleva a cabo entre 2000 y 2010, aproximadamente.7
— Segunda generación: conjuntos nacidos entre 2003 y 2007. Su producción y puesta en escena se desarrolla en el segundo lustro de la década.8
— Tercera generación: grupos formados entre 2007 y el Bicentenario de la República, en 2010.9
— Cuarta generación: grupos nacidos en la etapa inmediatamente posterior al Bicentenario (2010). Estos conjuntos no poseen conexión directa con los cultores antiguos, pero mantienen el estilo de la cueca urbana, con una inclinación hacia la cueca brava y, en algunos casos, hacia la cueca melódica o romántica.10
Las primeras tres generaciones tienen contacto directo con los viejos cultores, mientras que las siguientes poco o casi nada, pero aprenden de las generaciones anteriores a ellos. En este libro doy preferencia a las dos primeras generaciones, sobre todo a aquellos grupos a los que me vinculé, entrevisté u observé durante mi trabajo de campo. Me refiero a Los Trukeros, Los Chinganeros, Las Torcazas, Los Santiaguinos, Las Capitalinas, Los Tricolores, Los Porfiados de la Cueca, La Gallera, Las Niñas y Daniel Muñoz, Félix Llancafil y 3×7 Veintiuna.11 Considero la tercera generación una referencia para el análisis porque muestra la forma “final” que adopta la escena al llegar las celebraciones del Bicentenario. No obstante, esta generación está reflejada solo parcialmente en este texto pues el foco de esta investigación son los grupos de cueca brava, centrina o chilenera, que pertenecen a la primera y segunda generaciones.
Entre 2000 y 2010 la suma de estos grupos y solistas, casi veinticinco, realiza más de cincuenta registros fonográficos contando casetes, discos compactos y DVD.12 De estos, la mayor parte se grabó en formato de CD. Entre los grupos que más grabaron entre 1990 y 2010 destacan Altamar (5 CD y 1 DVD), Los Santiaguinos (6 CD), Los Trukeros (6 CD), Daniel Muñoz, Félix Llancafil y 3×7 Veintiuna (4 CD), Las Capitalinas (4 CD) y Las Torcazas (5 CD), estos dos últimos conjuntos femeninos. Los grupos dedicados a la cueca brava graban entre 2005 y 2010 más de veinticinco producciones, que constituyen el corpus discográfico principal para estudiar el sonido de la escena junto con las performances en vivo que he grabado, fotografiado y observado durante mi terreno.13
Performance
Uno de los principales ejes del enfoque de la etnomusicología urbana es el concepto de performance. Aunque los antropólogos comienzan a utilizarlo en la década de 1920, el concepto adquiere su forma actual en la década de 1970, cuando los estudios académicos abandonaron la perspectiva del folclor como objeto (ítem) para adoptar la del folclor como evento (doing) (Bauman 2012: 97-98). A partir de ese momento la performance se entiende como un principio organizador del habla y —posteriormente— de la práctica musical. El acto de performar produce un poder que emana de la organización y producción de las actividades, pero también del modo en que el “significado” de dicha interpretación es reivindicado, negociado o impugnado por quienes participan directa o indirectamente en ella (Bauman 2012: 102). Esta agencia del intérprete se consigue en conjunto con las audiencias, pues son estas las que conectan —más allá del escenario— la actividad musical con la vida social (Duranti y Brenneis en Bauman 2012: 101).
En esta investigación utilizo el concepto de performance como pivote teórico para comprender el funcionamiento de la cueca urbana desde un punto de vista social y musical. Entiendo la performance como una práctica que genera significado a través de dos dimensiones fundamentales:
a) El dominio teatral de la interpretación musical, en la cual hay recursos interpretativos en juego (lo que la música es o hace). Un ejemplo son las competencias técnicas que un músico tiene en un instrumento o voz.
b) Los aspectos derivados de lo que la música es o hace según su contexto (lo que la música permite hacer). Un ejemplo es la práctica de la cueca fuera del escenario, como en calles, plazas, casas particulares u otros sitios no vinculados al formato público-show.
Para realizar esta distinción me baso en la diferencia entre performaticidad (dominio teatral) y performatividad (uso social, discurso) propuesta por Diana Taylor en los estudios de performance (Taylor 2003) y desarrollada por Alejandro Madrid en la musicología (Madrid 2009). Según estos autores, el concepto de performaticidad intenta comprender qué y cómo ciertos procesos “nos ayudan a entender la música”, mientras que el concepto de performatividad permite conocer “prácticas sociales y culturales más amplias” a través de la música (Madrid 2009).
En una de las instancias en que se aprecia este doble valor performativo de la cueca es en el canto a la rueda, que desarrollaré en el capítulo 7. El canto a la rueda —o simplemente “la rueda”— es el estilo performativo que define el modo de cantar la cueca urbana de manera tradicional. Como tal, abarca una serie de conocimientos que exigen competencias performáticas acerca de la métrica, el ritmo, la fraseología, la armonía, la instrumentación, la puesta en escena y el baile (lo que la música hace). Estas habilidades, sin embargo, se practican solo cuando se dan ciertas condiciones sociales, como un espacio físico amplio (para lograr una posición circular o semicircular), la presencia de cantores experimentados (para cantar largo rato y conducir la rueda) y una audiencia activa (cuando hay escenario) (lo que la música permite hacer). Debido a la especificidad de estos requisitos, los lugares para cantar y las personas que participan son usualmente los mismos, con lo que se crea “sentido de pertenencia” de la escena a ciertos espacios, además de lazos humanos.14 En muchos de estos espacios suelen realizarse otras actividades como charlas, talleres, comidas o reuniones sobre cueca que reivindican la tradición que ella implica. Estas actividades son precisamente “prácticas sociales y culturales más amplias” que trascienden el escenario y demuestran que la música es capaz de crear vínculos con el tejido urbano desarrollando “topografías íntimamente ligadas a las personas”, usando la expresión de Simone Luci Pereira (2005: 214).
La performance de la cueca, sea rueda o no, se produce en el contexto de una escena musical. La escena es una relación de personas y grupos que está localizada en lugares destinados a la “producción, performance y recepción de prácticas musicales” vinculadas a la tradición que “interactúan y se diferencian entre sí en un contexto urbano” (Bennett y Peterson 2004: 3, Straw 1991: 373). Como señalé al inicio, en la escena confluyen los músicos que hacen cueca, las audiencias que asisten a los lugares de baile, los gestores culturales, los productores o managers (usualmente pocos), los encargados de sellos independientes o páginas webs, y los dueños o administradores de los lugares de baile (restaurantes, bares, centros culturales, clubes sociales y/o clubes deportivos). Todos ellos conforman una amplia red que opera dentro y fuera del escenario, de día y de noche, con un triple objetivo: ver, bailar, cantar o tocar cueca urbana, comunicar ideas y emociones sobre dicha experiencia y alcanzar algún grado de reconocimiento artístico (Cohen 1999: 240). De esta manera, la cueca provee “formas de pertenencia social” novedosas (Silver, Nichols y Navarro 2010: 2295) y produce “nuevas formas de intermediación cultural, emprendimientos a pequeña escala y colaboración en redes sociales y profesionales que toman forma en la periferia de la industria discográfica” (Straw 2004: 418).
La escena de la cueca urbana es local y al mismo tiempo virtual. Local porque establece una relación entre el hacer-música (music-making) y quienes participan en ella dentro de un entorno geográfico específico (Bennett y Peterson 2004: 6) y virtual porque articula a sus miembros desde Internet utilizando nodos informáticos (Bennett y Peterson 2004: 6-7).15 A partir de este despliegue, la escena conecta a los cultores con el resto de la sociedad, utiliza la tecnología para difundir la tradición y permite que la ciudad se beneficie de los productos de su actividad gracias a los lugares de encuentro que ofrece (Bennett 2004: 228).
El estudio de la cueca chilena
Existe una larga tradición académica de investigación sobre la cueca en Chile. Esta tradición, que llamaré “estudios de cueca chilena”, está compuesta por textos que describen, analizan o interpretan la cueca chilena en cualquiera de sus variantes, haciendo exégesis sobre su historia y desarrollo desde el siglo xix hasta hoy. Hasta ahora, los enfoques utilizados por los autores y autoras son de tres tipos:
a) Literario o narrativo: novelas y crónicas escritas en prosa periodística o literaria, además de artículos realizados desde la crítica literaria y musical.
b) Pedagógico: trabajos divulgativos, didácticos o formativos destinados a difundir aspectos generales de la cueca como su origen, historia o coreografía.
c) Científico social o humanista: estudios historiográficos, musicológicos o etnomusicológicos de orientación hermenéutica/interpretativista próxima a las ciencias sociales y las humanidades (incluyendo tesis académicas).
Estos textos conforman un corpus de más de cien documentos que dan cuenta de la nutrida historia de producción intelectual de este género y la dificultad que exige su abordaje. En la actualidad estos enfoques siguen siendo alimentados por nuevos trabajos (académicos o no), por lo que puede decirse que los “estudios de cueca chilena” no están cerrados; por el contrario: están en constante reelaboración y se acrecientan cada año que pasa. Prueba de ello es que desde el momento en que terminé el primer borrador de este libro, en 2011, se han publicado más de diez libros sobre cueca, sin contar los artículos.
Los textos que pertenecen al enfoque literario o narrativo son artículos descriptivos y periodísticos que aparecen desde la década de 1830. Se trata de informaciones breves o relatos cortos redactados por literatos locales o (en menos casos) extranjeros que atestiguan las transformaciones culturales modernizadoras que vive la sociedad chilena. Por haber sido escritos en una época en que el imaginario de lo nacional comenzaba a instalarse, estos textos están marcados por un tenor nacionalista y están imbuidos de la retórica de la prensa decimonónica (Spencer 2007a, Purcell 2007, Cfr. Subercaseaux 2005). Sin perjuicio de ello, describen la zamacueca como un producto cultural agitador o “subversivo” del orden social debido a su carácter erótico y perjurioso del orden moral (Salinas 2006, Torres 2008, Spencer 2009b).16 Además, refrendan su importancia en el plano corporal, festivo o carnavalesco y el entusiasmo que provoca en las audiencias, al punto de atentar contra el “ascetismo intramundano” de las clases ilustradas (Salinas 2006: 92 y 109).17 A pesar de su tono desacreditador, estos textos ofrecen una mirada valiosa tanto de la sociabilidad en la cual estaba inserta la cueca como de su significado en el contexto del siglo xix.
Junto a ellos figuran trabajos literarios o narrativos cuya mirada sobre la cueca posee elementos de ficción y exceden el ámbito académico. Se inician con la novela Durante la Reconquista, de Alberto Blest Gana (1830-1912) —que imagina una zamacueca bailada en 1814—, y se cierran con la crónica personal de Mario Rojas sobre la cueca brava, El que sae sae, de 2012. Entre esas fechas encontramos los pliegos de la lira popular (desde la década de 1860 hasta inicios del siglo xx), el libro de poesía histórica de Aris García (1866), la crónica cultural de José Zapiola (1872), los cuentos de Daniel Barros Grez (1890), la prosa literaria y musical de Clemente Barahona (1913), la novela social de Joaquín Edwards Bello (1920), la recopilación de canciones chilenas de Antonio Acevedo Hernández (1939), la serie de artículos publicados por la revista En Viaje (1940-1968),18 los trabajos editados por el músico Roberto Parra (1921-1995) y los versos e historias de Hernán Núñez (1914-2005), entre otros.19 Todos están redactados en un estilo que circula entre la historia, el periodismo, la poesía y la ficción, sacando partido a la estructura literaria de la cueca y asociándola con lo nacional y lo festivo para delinear un imaginario en torno a la identidad chilena (Spencer 2009a).
El segundo grupo de textos, compuesto por escritos provenientes del campo de la educación y la pedagogía de la música, data de la segunda mitad del siglo xx. Se trata de manuales (algunos abreviados) para difundir los rudimentos básicos de la danza, en especial su coreografía. A medida que avanza el siglo van aumentando en cantidad para llegar a su punto más alto durante la dictadura. Su proliferación se debe, por un lado, a la importancia que adquiere el movimiento de proyección folclórica activo entre las décadas de 1940 y 1970, que luego continúa durante el período autoritario. Este movimiento busca educar en torno a la música campesina o folclórica con el fin de recuperar o “restaurar” músicas en peligro de extinción y de contribuir al imaginario nacional desde la ruralidad (Cfr. Fuentes 2009, Ramos 2012a). Como recuerda Torres (2005: 9), la proyección folclórica intentó unir lo popular con lo nacional “bajo la categoría de folclor”, pero desde la mirada del Estado. Por otro lado, esto se debió a que el 6 de noviembre de 1979 el Ministerio Secretaría General de Gobierno de la dictadura declaró la cueca “danza nacional”. Esta norma, conocida como “Decreto 23”, obligaba a practicar la cueca en el nivel escolar básico o primario nacional, para así promover el baile en las comunas (Rojas 2009: 54) y fomentar su enseñanza en las clases de Educación Física (Guzmán 2007: 40). Aunque no todos estos textos están escritos pensando en la enseñanza, la mayoría se focaliza en la coreografía y alienta una visión deportiva de la cueca.
La cueca entendida como deporte se pone en práctica en los campeonatos de baile llevados a cabo en los años ochenta, cuando recibe el apoyo de clubes y asociaciones surgidas durante la dictadura o poco antes de ella. “Competir” al bailar es uno de los aspectos que los músicos de la escena de la cueca urbana rechazan por considerar que es una herencia de la dictadura y porque se resta importancia al canto para imponer una identidad no popular “por Decreto”. En efecto, una lectura crítica de estos textos muestra que en su brevedad y carácter teleológico tienden a adoctrinar acerca del valor de la cueca en la formación de la identidad, reproduciendo el ideal nacionalista decimonónico en el siglo xx.20 Entre los principales trabajos de este tipo encontramos los de Herrera (1980), Gajardo (1981), Cádiz y Alvarado (1982), Pérez (1983), Pradenas (c. 1986), los escritos del Ministerio de Educación (c.1981, c. 1982, 1987 y 1995), Parada (1998) y Gálvez (2001), este último el más completo de todos junto con el de Pérez.21 Al igual que en el enfoque literario, este tipo de textos sigue produciéndose y suele ser de utilidad para enseñar el baile.
Un tercer grupo de trabajos son los científicos sociales o humanistas, que incluyen estudios académicos, algunos de los cuales son de largo aliento. El primero es el de Benjamín Vicuña Mackenna, político, intendente y literato santiaguino que sacó a la luz en 1882 un sucinto trabajo titulado La zamacueca y la zanguaraña (publicado luego en 1909 por la revista Selecta y reimpreso en septiembre de 1922 por la Revista Chilena). Vicuña Mackenna se pregunta por cuestiones que serán el foco principal del estudio de la zamacueca y la cueca durante prácticamente todo el siglo xx, como su origen, su relación con la identidad de los pueblos peruano y chileno, su valor performativo, su carácter festivo y su vínculo con lo nacional.22
El trabajo de Vicuña Mackenna inaugura una tradición investigativa que es continuada cronológicamente por Clemente Barahona (1913), Pedro Humberto Allende (1930 y 1938), el argentino Carlos Vega (1936 y 1947), Eugenio Pereira Salas (1941), Pablo Garrido (1943), Exequiel Rodríguez (1950), Antonio Acevedo Hernández (1953), el mismo Carlos Vega (1953 y 1956), de nuevo Garrido (1979), Samuel Claro (1982, 1986, 1993) y Samuel Claro et al (1994). Más recientemente hallamos los textos de Rodrigo Torres (2001, 2003, 2008, 2010), Jaime Gálvez (2001), Margot Loyola (1997 y 2010), Juan Pablo González y Claudio Rolle (2005: 394-404), Araucaria Rojas (2009), Laura Jordán y Araucaria Rojas (2009), Karen Donoso y Micaela Navarrete (2010), Luis Castro, Karen Donoso y Araucaria Rojas (2011) y mi propio trabajo, escrito entre 2007 y 2017. La suma de estos textos ha formado un gigantesco corpus de ideas, definiciones y frases sobre la cueca que ha servido para crear intertextualidad, es decir, palabras, frases, narrativas o significados que son traspasados de texto en texto formando un canon discursivo (Spencer 2009a). El canon discursivo es un “repertorio escrito de textos” que representa literariamente los rasgos coreográficos, musicales y poético-literarios de la (zama)cueca “por medio de la construcción diacrónica de un discurso” (Spencer 2009a: “Introducción”).
Los “estudios de cueca chilena” están formados por los tres grupos de texto que he mencionado, literario, pedagógico y social/humanista. Muchos contienen fuentes valiosas como catálogos, cancioneros, fotografías, discografías, coreografías, pinturas o partituras. Otros contribuyen con opiniones, métodos de baile, análisis y cronologías que hoy son parte importante del estudio de la cueca y que son, por tanto, imposibles de soslayar. Su aporte es fundamental y constituye el punto de partida de cualquier investigación sobre esta práctica musical.23
Sin embargo, no todos los textos de este corpus han conseguido hacerse conocidos. El concepto de canon discursivo que he mencionado se refiere precisamente a la “lista de supervivientes” —usando la expresión de Harold Bloom (1995: 48)— que ha sido considerada relevante o representativa del género desde el punto de vista literario. En los “estudios de cueca chilena” este grupo está conformado por textos de carácter eminentemente académico, especialmente aquellos escritos entre 1882 (Vicuña Mackenna) y 1994 (Claro et al), lo cual explica el enfoque intelectual que se le ha dado a la interpretación de la cueca a lo largo de su historia. De todos ellos, la mayor parte proviene de los estudios musicales (musicología, etnomusicología, estudios de música popular), la historiografía, la didáctica o pedagogía musical y —parcialmente— de la crítica de música, en total un puñado de poco más de veinte textos que han esparcido las ideas que hoy tenemos sobre la cueca.
Los textos del canon discursivo sobre la cueca describen la historia de la cueca concentrándose en tres ejes principales: origen, raza y nación (Spencer 2013a). El primero se considera el “problema esencial”, capaz de desentrañar la historia del género y trazar la autenticidad de su repertorio (Pereira 1941: 268, Spencer 2009a). La discusión sobre cuál es el origen biológico-cultural de la cueca, en cambio, ha intentado demostrar que es un género predominantemente mestizo cuyo ascendente étnico es blanco e hispánico. Contrario a lo que podría esperarse, este debate no ha conducido a una discusión sobre la historiografía, sino hacia la búsqueda de una raza blanqueada que permita encajar la cueca dentro de los relatos de invención de la nación que escenifican la cultura durante el siglo xix (Subercaseaux 2005: 648-649). A través de estos tres ejes el canon discursivo de la cueca ha introducido los conceptos de autenticidad (origen), mestizaje (raza) y nacionalismo (nación) en el debate de la historia de la cueca, lo que ha contribuido a esencializar su significado y describirla como un género unitario e inmutable en el tiempo (Spencer 2013a: 414-415). Este libro dialoga con algunos de estos textos, pero no debate directamente su contenido, con la excepción de la idea de autenticidad propuesta por Claro et al (1994), que discutiré en el capítulo 7.
No obstante, un conjunto de autores que se ubica fuera del canon ha abandonado la visión esencialista para abordar la cueca desde una perspectiva monográfica o disciplinaria. Son trabajos publicados después de 1994, en los que se ofrece una visión alejada de la educación musical, la pedagogía, la crítica musical y la musicología histórica, más próxima a la etnomusicología y la historia social. Escritos en su mayor parte por historiadores, musicólogos o etnomusicólogos, estos textos hacen hincapié en el poder creador de identidad de la cueca, pero enfatizando su carácter festivo, diverso y popular, no nacional (Torres 2001 y 2003, Rojas 2010, Castro, Donoso y Rojas 2011, y Donoso y Navarrete 2010), así como el contexto social y urbano donde se encuentra inserta (Torres 2001, 2003 y 2010, Castro, Donoso y Rojas 2011). Además, identifican y analizan los cambios a los que ha estado sometida la cueca debido a las transformaciones políticas del país, especialmente aquellas derivadas de la dictadura. Algunos trabajos analizan la mediatización de la cueca en la industria de masas del siglo xx, considerando el consumo como aspecto central de su desarrollo histórico-performativo (González y Rolle 2005: 394-404, González, Ohlsen y Rolle 2009), mientras que otros estudian la influencia de la dictadura en la circulación de la cueca y su poder de adaptación y resistencia al contexto político represivo (Rojas 2009, Jordán y Rojas 2009).
El aporte de estos textos ha sido fundamental para el desarrollo de una nueva etapa de los “estudios de cueca chilena” y su escritura ha sido motivada —en varios casos— por el surgimiento de la escena que este libro aborda. Estos trabajos, que llamo “nuevos estudios de cueca chilena”, poseen en su mayor parte un enfoque historiográfico de orientación social, por lo que han aportado fuentes novedosas e importantes reconstituciones históricas del género. Además, han integrado las políticas culturales y los cambios de la industria discográfica, con lo que han acrecentado el conocimiento desde la perspectiva de la cultura de masas. La presente investigación se ubica en una línea similar a la de estos textos.
Ahora bien, a pesar de los aportes de los estudios “viejos” y “nuevos” de cueca chilena, no existe hasta ahora un estudio etnomusicológico que aborde la cueca urbana en el período posdictatorial chileno. La mayor parte de los textos publicados entre 2000 y 2014 abandona el enfoque pedagógico y literario para concentrarse en procesos históricos expuestos por medio de monografías disciplinarias que no ofrecen un estudio de caso cualitativo o etnográfico. Así, por ejemplo, Núñez (2005) y Rojas (2012) realizan una crónica poética y personal de la historia de la cueca brava; Muñoz y Padilla (2008) y Guzmán (2007) refrendan las conclusiones expresadas por Claro et al (1994), y Figueroa (2006) elabora un catálogo morfológico de la cueca analizando un corpus considerado representativo y folclórico. Algo similar ocurre con González (2001), Luzzi (2002), Luengo (2004), Jordán y Rojas (2009), Rojas (2009 y 2010), y Castro, Donoso y Rojas (2011), que hacen una historia social de la cueca (en ciertas zonas del país) explicando el modo como articula espacios, identidades y formas de resistencia política a la dictadura o la democracia de mercado. Si bien algunos de estos textos utilizan entrevistas en su trabajo, la experiencia de los sujetos que hacen la cueca no está integrada al eje de su análisis —centrado en la historia—, como tampoco las experiencias que los propios investigadores han tenido al estudiar esta danza. Los trabajos de Chandía (2013) y Carreño (2010) son una excepción a esta regla, pero son una crítica a la construcción del cuerpo, la memoria y la identidad en la cultura, y se sitúan en el campo de la crítica literaria y los estudios culturales más que en el de la música o los estudios musicales. La ausencia de etnografías de la cueca, en este sentido, es especialmente notoria en el período 1990-2010.
La investigación que aquí presento intenta complementar el trabajo de estos textos abordando temas que han sido dejados de lado o postergados debido a sus enfoques, métodos u objetivos. Como mencioné, este trabajo se centra en la relación entre tradición y performance de la cueca urbana al interior del contexto democrático chileno, desde el enfoque de la etnomusicología urbana. En un plano general, el libro dialoga con ambos estudios de cueca chilena integrando algunos textos del canon discursivo a la discusión (aquellos relativos a la autenticidad e historia del género) y dejando de lado otros que aluden a su coreografía. En un plano más específico, cito, dialogo o debato con los textos publicados durante el siglo xx por Allende (1930), Pereira (1941), Vega (1953), Garrido (1979), Claro (1982, 1986, 1993), Claro et al (1994), y los “estudios de cueca chilena” publicados durante el siglo xxi por González y Rolle (2005: 394-404), Rojas (2009), Castro, Donoso y Rojas (2011), y Jordán (2016). En menor medida, recurro a los trabajos publicados por Rojas (2010), Jordán y Rojas (2009), Loyola (2010), y Donoso y Navarrete (2010) para apoyar mis puntos de vista. Otros textos posteriores, como los de Collipal (2014), Martínez, Rivera y Zamora (2014), y Huenchuñir, Martínez y Oteiza (2017), no son mencionados en el análisis debido a que escapan a la perspectiva de este libro: el primero se ocupa del bajo fondo porteño y la relación del roto con la cueca, mientras que el segundo ofrece una reconstrucción de la cueca desde una mirada biográfica, también centrada en la V Región del país.
En este contexto tiene especial importancia la investigación del chileno Rodrigo Torres, cuyo trabajo etnomusicológico constituye el principal referente de este libro. A lo largo de casi veinte años, Torres ha analizado la cultura popular a partir de su propia experiencia con los viejos cultores de cueca urbana. Su trabajo inaugura una línea de investigación de cueca que va más allá de su valor coreográfico o histórico e intenta comprender su poder social corporal y festivo, su relación con la ciudad y la memoria colectiva, y su manera de interpelar al Estado y la nación entendidos como entidades en sempiterna crisis. Mi trabajo es deudor de la obra de Torres en toda su amplitud, pero particularmente de sus publicaciones dedicadas a la historia y lugar de la cueca urbana (Torres 2001 y 2003) y aquellas sobre el canon folclórico y discursivo del género (Torres 2005, 2008a, 2008b, 2010 y 2011).
Estructura y contenido del libro
Este libro estudia los cambios ocurridos en la tradición y performance de la cueca urbana en Santiago de Chile entre 1990 y 2010. Para cumplir con este objetivo, el texto está estructurado en torno a tres ejes analíticos centrados en los años señalados, pero con resonancia en períodos históricos anteriores:
1. Tradición, nostalgia y escena: aborda la recuperación nostálgica de la cueca urbana como género (1990-2000) y su conversión en escena musical (2000-2010), así como la recuperación de su tradición y la formación de un canon musical urbano (2000-2010).
2. Genealogía y espacialidad: explica la génesis de la categoría “cueca” como un género nacional, popular y folclórico (1940-2010) y aborda sus modos de sociabilidad y maneras de relacionarse con el espacio y la localidad (1930-1970 y 2000-2010).
3. Participación y performance: se enfoca en la manera en que la performance articula los conocimientos, prácticas y repertorio de la cueca urbana tanto desde el dominio técnico y teatral de la música (performaticidad) como desde las consecuencias sociales que esta implica (performatividad) (1990-2010). Aquí están también las conclusiones del libro, en las cuales se explica por qué la cueca es un modo de comprender el cambio social en Chile, y qué cambios son los que ella refleja a lo largo del período estudiado.
Cada uno de estos ejes corresponde a una parte del libro, compuesta por dos o tres capítulos. El capítulo 1, “Tradición, nostalgia y escena”, explica los cambios culturales que transcurren durante la dictadura y su efecto en la cueca entre 1990 y 2000. En esta parte centro el análisis en tres cambios:
a) La tensión provocada por la continuidad del sistema económico de la dictadura, caracterizado por una compulsión modernizadora y una mercantilización del espacio público;
b) El surgimiento de un sentimiento de nostalgia hacia la cultura del pasado; y
c) La búsqueda de un ideal de cultura popular alejado de la herencia musical e ideológica de la dictadura.
Estos tres factores favorecen el vínculo entre las nuevas y las viejas generaciones de cultores y permiten que nazcan los primeros grupos de cueca. El capítulo concluye señalando que uno de los efectos principales de la dictadura es la pérdida del modelo de sociabilidad sustentado en el vínculo social cara a cara, elemento que está presente en las prácticas musicales de los viejos cultores y que los músicos intentan recuperar de un modo que califico de nostálgico. El ideal de cultura popular que persiguen los músicos trae implícito un malestar con el modelo de desarrollo social de mercado de la democracia chilena, cuyo vínculo social está dominado por la mecánica del espectáculo y la añoranza de la ruralidad, simbolizada por la cueca huasa o de campeonato. Así, mientras la cueca huasa representa la hegemonía de la cueca campesina y la cultura impuesta por las elites durante la dictadura, la cueca urbana constituye la búsqueda de una cultura civil, urbana y ciudadana signada por la democracia y la transformación social.
En el capítulo 2 me refiero al proceso de gestación, consolidación y expansión de la escena musical de la cueca urbana entre 2000 y 2010. Tomando como punto de partida la actividad revivalista de Los Chileneros entre 2000 y 2001, propongo dividir la escena en cuatro variantes, cada una con su historia y desarrollo: cueca romántica (o melódica), cueca de fusión, cueca de autor o autora (o solista) y cueca brava, centrina o chilenera, esta última objeto principal del libro. Explico el perfil sociodemográfico de la escena a partir de la comparación de los datos obtenidos por un cuestionario, mis observaciones participantes y las estadísticas socioculturales publicadas durante la década. Por medio de la revisión del nivel educativo, la producción, distribución y difusión de discos y cuecazos, el uso de Internet y la grabación de discos de los grupos y solistas, construyo una estadística descriptiva acerca de los rasgos que explican la relación de la cueca urbana con la clase media santiaguina, lugar de donde esta se desprende. Cierro el capítulo detallando el impacto del fallecimiento de los viejos cultores, pues los jóvenes quedan expuestos a una nueva etapa en la que pasan de observadores a portadores de la tradición.
En el capítulo 3 describo el proceso de recuperación y estabilización de la tradición de la cueca urbana desde el punto de vista emic y etic, conceptos que explicaré en las páginas siguientes. En la primera parte detallo en qué consiste la tradición desde las distintas perspectivas emic que la configuran y cómo ocurre su transferencia entre generaciones de músicos. La tradición de la cueca, argumento, no es solo un conjunto de conocimientos, sino también una narrativa o discurso que combina elementos escritos y orales, y que posee su propia manera de gestionar y usar el sonido (auralidad). Esta narrativa es una performance del pasado que informa las creencias y principios que rigen la tradición en el presente, razón por la que enfatizo la noción de “tiempo” que subyace a ella y las transformaciones que sufre al ser adaptada al contexto pospinochetista. En la segunda parte pormenorizo la manera en que la tradición se estabiliza por medio de una revisión de dos cambios que son el eje sobre el cual se transforma y renueva la práctica musical:
a) El traspaso de la ideología de la autenticidad de los “viejos” a los “jóvenes” cultores, con la ya mencionada conversión en portadores de la tradición.
b) El establecimiento de un nuevo repertorio donde se transforma el canon folclórico y se crea un canon urbano de cuecas. En esta última parte describo detalladamente las cuecas que componen el canon urbano y explico la importancia del autor o autora en la individualización de la tradición.
El capítulo 4 abre la segunda parte del libro, “Genealogía y espacialidad”. En él explico el modo como los medios de comunicación, la industria de la música, el mundo académico y el Estado han construido la categoría “cueca” como género musical nacional, popular y folclórico. Estos cuatro entes han contribuido a entender y fijar el significado de la cueca, pero han ido cambiando el modo de entenderla según pasa el tiempo. Por este motivo, examino dichas categorías en tres etapas: desde el siglo xix hasta 1940, desde 1940 hasta 1973, y desde 1973 hasta 2010. En el período de 1940 a 1973 me detengo en el caso de la producción discográfica del sello emi Odeón y del conjunto Los Perlas, a quienes considero un antecedente indirecto de Los Chileneros.
En el capítulo 5 analizo los tres momentos fundacionales de la cueca urbana: su nacimiento o visibilización como género urbano (hacia la década de 1930), la publicación de su primera discografía histórica (a partir de la década de 1960), y su consolidación como escena musical entre fines de 1990 y el año 2010. Por medio de una revisión de conceptos emic —como “lote” o “canto gritado”— explico la práctica musical sobre la que se fundan los grupos y solistas actuales, momento en el que hago referencia al modelo de sociabilidad y performance que toman de la tradición y adaptan al contexto contemporáneo. El arraigo hacia los lugares de cueca crea un sentido de lugar que permite que los individuos o grupos se vinculen con el espacio por medio de elecciones personales y circunstancias particulares. Entonces, el carácter espacializado de la cueca es un elemento fundamental de mi análisis porque revela la existencia de mapas o “tejidos urbanos significativos” que conforman una memoria geográfica que se reproduce a través de la performance. De esta forma, la cueca crea localidad y produce socialmente el espacio con la música, recreando las “topografías vividas” por los “viejos” cultores (Spencer 2015a y 2016a). La “discografía histórica”, finalmente, reafirma el vínculo de la tradición con el espacio y consolida la relación barrio-música como lugar donde se territorializa la práctica social del sonido.
El capítulo 6, que inaugura la tercera parte, “Participación y performance”, se refiere a los fenómenos de performaticidad y performatividad entre 1990 y 2010. Para ello describo de modo general los siete aspectos que caracterizan el sonido y entorno social de la cueca a lo largo de la historia a partir del concepto de performance ya explicado: métrica, fraseología, ritmo, armonía, instrumentación, baile y puesta en escena. Analizados por separado, estos siete rasgos permiten describir de manera satisfactoria y sucinta la performance del género sin dejar de lado las transformaciones a las que se ha visto sometida desde el punto de vista social y musical, es decir, considerando la manera en que la música se hace y se usa. Utilizo en este último sentido el concepto de tradición participativa de Thomas Turino, según el cual ciertas tradiciones crean un tipo de sonido que promueve la participación de los músicos y el compromiso colectivo de las audiencias realzando los vínculos sociales. Concluyo el capítulo con una tabla que resume los siete aspectos performáticos (musicales) y performativos (sociales) de la escena de la cueca.
En el último capítulo, el séptimo, profundizo los conceptos de tradición, participación y performance por medio del análisis del estilo performativo característico de la cueca urbana: el canto a la rueda. Luego de una reconstrucción de los momentos clave de su historia, explico los dos tipos de cantos a la rueda que existen dentro de la escena: el canto a la rueda histórico (practicado por viejos cultores y a veces compartido con las generaciones actuales) y otro nuevo o contemporáneo, que suele llevar instrumentos. Complemento el análisis con las ideas expuestas en el libro Chilena o cueca tradicional, de Samuel Claro y Fernando González Marabolí, junto a las investigadoras ayudantes Carmen Peña y María Isabel Quevedo (1994), y con un ejemplo concreto de canto a la rueda grabado por el conjunto Los Chinganeros en un ensayo. Finalmente, explico el modo en que el canto a la rueda histórico ha influido en el canto escénico. A la inversa, analizo la manera como el formato de presentación de la rueda ha influenciado al canto histórico haciendo que se escenifique (folclorización).
Escritura polifónica
La presente investigación se llevó a cabo a través de una etnografía urbana sustentada en tres trabajos de campo de tres a seis meses realizados en Santiago de Chile en 2008, 2009 y 2010. Estos datos fueron complementados con dos subtrabajos de campo realizados en eventos de cueca no centrados en la cueca urbana.24 Su planificación, producción y ejecución se hizo siguiendo los preceptos metodológicos de la etnografía aplicada a la música, algunos de los cuales han sido mencionados en esta introducción (Seeger 1992, Myers 1992, Cohen 1993, Bohlman 1997, Kisliuk 1997, Cooley 1997, Finnegan 2002). Los datos y comentarios técnicos de la metodología que utilicé, así como del trabajo de campo desplegado, pueden leerse en Spencer (2015b).
Este libro está escrito en primera persona singular (“yo”), salvo algunas partes en que uso la tercera persona plural (“ellos”). El propósito es mostrar mi postura como investigador-músico (“yo”), pero también como observador-musicólogo (“ellos”), para ofrecer al lector una manera de distinguir mi voz (experiencia) de la de otros de un modo polifónico, al modo de una etnografía clásica. Como dice Timothy Cooley (1997: 5), los restos de nosotros que dejamos en el trabajo de campo se confunden con nuestra vida personal, por eso “se unen a las de otros en el pasado y el presente en una red de historias”. El trabajo de campo, en este sentido, es una forma de ser-en-el-mundo (Titon 2005) y está fuertemente determinado por las ficciones coherentes que construimos en el texto (Clifford 1986: 6), donde intentamos siempre objetivar lo subjetivo (Olabuénaga 1996: 32).
La trama de este libro está urdida a partir de distintas voces con las que he escrito una historia. Esta polifonía da voz al punto de vista de cuatro actores ya mencionados: los cultores, los medios de comunicación, el mundo académico y el Estado o Estado-Nación. Aunque en la descripción, exposición y análisis de su injerencia hay documentos que comprueban su participación, siempre está mi propia voz como mediadora de lo que ellos hicieron y el modo en que yo entiendo su importancia. Se trata, en suma, de actores que configuran el sentido y significado de la cueca urbana y representan su voz emic.
Llegado a este punto, es necesario aclarar el uso que haré de los conceptos emic y etic. Entenderé la perspectiva emic como la visión de los propios cultores, mientras que la mirada etic corresponderá a mi perspectiva de investigador. En el primer caso, el término se refiere al punto de vista intra e intercultural aceptado en el sistema cognitivo de la cultura investigada (Kubik 1996: 6) o lo que autores han denominado “cultura inherente” (Bauman 1993: 56-57). Como expresa Marcia Herndon, la perspectiva emic es un territorio de negociación multidimensional que no se rige por dicotomías sino por el dinamismo de la interacción social (Herndon 1993: 78-79). La mirada emic, en este sentido, no es una sola, sino que posee múltiples puntos de vista sobre el fenómeno cultural, es un sistema complementario de referencia donde existen visiones contrastantes que emanan de los propios entrevistados de la investigación (Bauman 1993: 35, Alvarez-Pereyre y Arom 1993). En el segundo caso, el concepto etic constituye un marco de referencia creado por el analista o investigador para realizar una comparación cultural (Kubik 1996: 5-6, Bauman 1993: 56), es decir, es una mirada transcultural o punto de entrada que tiene por objeto servir de herramienta analítica al observador para el estudio de un sistema cultural nativo (Herndon 1993: 64). Al respecto, no considero mi figura de investigador como insider o outsider del mundo de la cueca, sino que más bien me veo como un participante gradualmente integrado a una tradición que tiene forma de escena musical. Los conceptos emic y etic que utilizo, por tanto, no los traduzco como un binario sino como un modo de describir la diversidad de puntos de vista de un modo equilibrado.
Volviendo a los protagonistas de este libro, los primeros son los viejos y nuevos cultores de cueca urbana, que configuran la voz principal de esta investigación y abarcan más de la mitad del texto. Su opinión se hace presente por medio de entrevistas, imágenes, videos o discos en los que participan debido a mi intervención o la publicación de estos materiales en la industria discográfica o los medios de comunicación.
La segunda voz de este libro es la industria cultural, representada por la industria discográfica y los medios de comunicación, en particular la prensa escrita y electrónica. Mientras la prensa describe, categoriza y evalúa lo que hacen los músicos y sus audiencias, la industria del disco canoniza o excluye tipos de cueca por medio de la producción, grabación y distribución, decidiendo qué cueca es representativa del imaginario de lo “nacional” (o no) y de qué modo debe mostrarse. Ambos dialogan con la escena y al mismo tiempo median entre ella y el público general. En este trabajo abordo con mayor énfasis la voz de la prensa por ser la primera en llegar con las novedades de la escena y la que más aporta a su difusión. La televisión ha tenido una participación menor, por lo que la considero solo en casos puntuales. La prensa, en consecuencia, constituye una voz emic importante de la cueca urbana que actúa en respuesta a la actividad de la voz principal, que son los cultores.
En tercer lugar está la voz de los académicos e investigadores que analizan la cueca por medio de libros, artículos y notas de prensa. Estos textos, que conforman un corpus discursivo que funciona como una suerte de evaluación histórica, aparecen de vez en cuando en la prensa como referentes de autoridad o bien en otros textos (como referentes intertextuales) relacionando un texto con otro por medio del préstamo, la reelaboración, el parafraseo o la cita de frases, estilos o convenciones de contenido (Burkholder 2001). Su participación en este texto, no obstante, está supeditada a la opinión de los cultores de cueca y los contextos sociales de la escena, por lo que aquí la incluyo para reforzar o negar ciertas ideas y como fuente de legitimidad o autoridad para ciertos casos o hechos puntuales. Los discursos académicos de la cueca, puede decirse, son una voz emic de menor importancia que las dos anteriores, pero no por ello irrelevantes.
El cuarto actor es el Estado-Nación entendido en su sentido foucaultiano de sistema de poder que objetiva la cultura (Foucault 1982: 777). A través de la administración de sus políticas culturales y regulaciones legales, el Estado legisla y decide el carácter nacional, regional o local de la cueca, delimita su significado como símbolo o esencia y la promueve con recursos económicos (o no). Las contradicciones políticas que genera el Estado-Nación están especialmente presentes en esta investigación debido al cambio cultural que se produce entre la dictadura y su etapa posterior, la democracia. La cultura performativa que nace con la cueca durante la democracia ayuda a poner en evidencia las fisuras de la política cultural y las carencias de una ciudad destinada a su uso racional y no cultural. Por ello utilizo en concreto la idea de “resistencia” al poder que esgrime Foucault, según la cual resistir permite evitar la subsunción de la subjetividad de los sujetos a un Otro y distribuir de mejor manera los privilegios del conocimiento (Foucault 1982: 780-781). Los capítulos de apertura y cierre del libro (junto con las conclusiones) incluyen algunas de las principales críticas al Estado y la búsqueda de una voz para la ciudadanía desde la cueca. La voz del Estado es, así, una voz emic en diálogo con las primeras dos.
La interrelación o polisemia de estos cuatro actores da vida a la historia que aquí deseo contar: la historia etnográfica de la cueca urbana chilena desde 1990 hasta 2010. Las opiniones de estos cuatros actores, debo insistir, están mediadas por mi propia voz y experiencia, que a continuación revisaré en detalle.
Tocar, cantar, bailar: trabajo de campo 2008-2010
La investigación que aquí ofrezco está basada en mis experiencias entre 2005 y 2013 como investigador, auditor y músico de cueca urbana. Para escribir este texto etnográfico he adoptado tropos, figuras y alegorías que traducen la realidad a verdades que he ido descubriendo. Muchas de estas “verdades etnográficas” excluyen otros elementos y están mediadas por la narración e influidas por mis experiencias parciales, comprometidas e incompletas acerca de la cueca (Cfr. Clifford 1986: 6-8). Como recuerda Timothy Rice (1994:9), antes que intentar decir la verdad, el investigador busca alcanzar la parcialidad sabiendo que las relaciones humanas que se producen en el trabajo de campo implican “temas de representación y narrativas de autoridad que poseen dimensiones tanto políticas y éticas como epistemológicas”. Así, más que una interpretación hermenéutica, el etnógrafo enmarca su relato en una ficción coherente que es creada por un ambiente social que él mismo ayuda a producir debido a su posible autoridad política (Clifford 1986). La escritura del etnomusicólogo, por tanto, muestra las verdades que este conoce, no las “verdades objetivas”, y se sitúa entre la experiencia, la interpretación, el diálogo y la polifonía de los personajes que estructuran y pueblan su narración (Clifford en Rice 1994: 9-19).
Las experiencias que configuran mi “verdad etnográfica” son el resultado de más de siete años de trabajo académico en la ciudad en que nací y me eduqué, Santiago de Chile. Hacer una etnografía en este lugar ha sido un proceso extraordinario y complejo que ha significado una vivencia dual de la cueca: por un lado, una actividad académica constantemente guiada por la búsqueda de explicaciones y, por otro, una rutina del diario vivir, usando la expresión de Ferrándiz (2011), donde tocar, cantar y bailar se fue volviendo lentamente parte de lo ordinario y no de lo extraordinario de mi vida. A pesar de su dificultad, esta dualidad me permitió desarrollar un producto intelectual y al mismo tiempo insertarme en una cultura conocida que no había sido observada antes con una mirada etnográfica (Ferrándiz 2011: 10, 13; Myers 1992b; Spradley 1979: 21).
Mi historia personal con la cueca es similar a la de muchos amantes del género. La conocí en la etapa escolar primaria o básica (6 a 14 años), cuando fui obligado a bailarla para las clases de Educación Física de 1984, mientras cursaba mi educación secundaria en el Liceo B-42 “Mercedes Marín del Solar”, ubicado en la comuna de Providencia. Dado que la cueca había sido oficializada como baile nacional en 1979, su aprendizaje era parte del contenido obligatorio de preparación física, así que aprendí sus pasos básicos y me vi obligado a escuchar su canon folclórico. Sin embargo, luego me mantuve alejado de ella por considerarla difícil y costosa de implementar por sus trajes típicos. En ese momento, a mis once años, no entendía que esa música estaba relacionada con el nacionalismo y la dictadura de Pinochet, que ni mis familiares ni yo compartíamos, pero sí pensaba lo que todos mis amigos: que era mecánica y solo servía para entrenar el cuerpo de modo folclórico.
Veinte años después, en 2004, me llegó el rumor de que algunos jóvenes se juntaban a bailar cueca en locales del centro de la ciudad. Bailaban sin trajes folclóricos típicos y con instrumentos en mano. Cualquiera puede tocar y bailar, sin importar la ausencia de escenario, me dijeron. Partí entonces a ese lugar en enero de 2005 y me encontré con la sorpresa de que, en efecto, la gente cantaba y bailaba con guitarras y teclados sin ánimo escénico, de modo espontáneo. El conductor de esa reunión era Hernán “Nano” Núñez, uno de los cultores más importantes del siglo xx, que se paseaba por los pasillos de madera de una casona vieja convertida en restaurante. Ese mismo día comencé a bailar la cueca urbana y a interesarme en el lugar donde se produce el baile, un sitio que con el tiempo se convirtió en el espacio más conocido de cueca urbana en Santiago: El Huaso Enrique, ubicado en la calle Maipú 462, en pleno centro de la capital.
En 2005 inicié mi Doctorado en Musicología en la Universidad Complutense de Madrid, España, con la idea principal de realizar un trabajo sobre la cueca en la etapa nacionalista (1910-1940). Sin embargo, en el camino fui descubriendo nuevas fuentes que me hicieron notar que la discusión sobre la cueca se remonta más atrás, hacia la década de 1830. Se despertó entonces mi curiosidad histórica y me convencí de convertir la cueca en mi tema de investigación, pero separándola en dos etapas: siglo xix y siglo xx. Entre 2006 y 2007 escribí mi Diploma de Estudios Avanzados (DEA) sobre la zamacueca como representación de lo nacional durante el siglo romántico, y luego publiqué algunos artículos relacionados (Spencer, 2007, 2008, 2009a, 2009b y 2010). Al año siguiente entregué mi proyecto de tesis para comenzar a trabajar sobre la cueca urbana de la segunda mitad del siglo xx.
Una vez que inicié el proceso formal de mi tesis doctoral (2008) me fui dando cuenta de que el trabajo de campo y su escritura eran una experiencia de transformación personal. Aunque uno de los objetivos de mi tesis era comprender el concepto de tradición entre 1990 y 2010, me fui interesando cada vez más en conocer cómo viven las audiencias la experiencia de bailar y cantar cueca. Mi impresión inicial fue que había un modo de bailar y cantar que representaba una nueva cultura festiva y corporal liderada por una generación de jóvenes que tiene otra actitud frente a la música local. No son nacionalistas, pero respetan y utilizan el concepto de “patria”; rechazan al huaso por ser un arquetipo hegemónico, pero lo reemplazan por el roto; y poseen un compromiso tan profundo con la cultura popular que están dispuestos a llevar la misma vida que llevaron los viejos cultores con tal de sentirla en primera persona. Son los nuevos cuequeros de la Región Metropolitana y el puerto.
Mientras conocía a los protagonistas de la escena fui descubriendo que la transformación que ellos viven era la misma que estaba teniendo yo. Ese acto de autoconciencia fue tal vez uno de los momentos más importantes de mi experiencia como etnomusicólogo porque con él se derribó la barrera que separaba mi “objeto” de estudio de mi “yo” investigador. Cuando me di cuenta decidí llevar la vida que llevan los músicos (y sus audiencias), frecuentar los lugares que ellos frecuentan, escuchar la música que ellos escuchan y bailar y tocar siempre que se me presente la posibilidad. En definitiva, tomé participación activa en la tradición que estaba estudiando y la convertí en algo propio. Mi interés entonces ya no tenía que ver con los músicos de la escena, sino con mi propia fascinación por la práctica musical. De esta forma pasaron las semanas y los meses y así, en el largo proceso de conocer la cueca desde la gente, comprendí que el foco de mi trabajo no era el texto de la cueca —como hice con el siglo xix—, sino el significado de las experiencias vividas por los músicos en su proceso de adaptación y transformación de la tradición. Me di cuenta entonces de que las historias personales y académicas se funden y confunden como si fueran las sombras que unen el pasado y el presente —como recordaba Cooley— y comencé a hacerme preguntas que con el paso del tiempo se convirtieron en la guía de mi trabajo: ¿cómo entienden los músicos la tradición? ¿En qué se parece la idea de tradición de los jóvenes a la de los viejos? ¿En qué momento nace el deseo de recuperarla? ¿Qué relación hay entre la tradición y los cambios políticos y sociales del país? ¿Por qué los músicos se sienten protagonistas de un cambio de paradigma cultural? ¿Qué cambio es ese y en qué medida puedo aportar a él? ¿Cómo puedo convertirme yo en músico de cueca? ¿Cuál repertorio es tradicional y cuál no? ¿Debo escribir un texto para mí, para los músicos que conozco o para una universidad? ¿Qué van a pensar los músicos si escribo para instituciones y no para personas? Con estas preguntas en mente y luego de tres períodos de campo en Santiago, concluí que la cueca es un universo de sentidos que está unido a una práctica social que comporta elementos musicales, poéticos y bailables que son aprehensibles solo desde dentro.
En la primera etapa de mi investigación me concentré en bailar en prácticamente todos los sitios de cueca de Santiago y Valparaíso (2008-2009). Esa época está marcada por una estricta observación no participante (histórica), que se fue transformando gradualmente en observación participante (etnográfica). Recorría diariamente los espacios de baile de la ciudad y llevaba la vida y los horarios (nocturnos) de los músicos de cueca y sus audiencias. Entonces desarrollé la costumbre de caminar por el centro histórico de Santiago, práctica que reconfiguró totalmente mi visión de la ciudad como espacio aburrido, monótono y gris donde “no pasa nada”, para convertirla en una visión de la urbe como motor cultural, pleno de vida, y diversidad étnica y cultural. Convirtiendo la cueca en mi vida descubrí la ciudad en la que yo mismo había vivido más de treinta años.
La segunda etapa de mi trabajo de campo transcurrió ensayando textos y tratando de componer mis propias cuecas, sin conseguirlo del todo (2009-2010). Comencé a interpretar y cantar la cueca urbana de acuerdo con lo que había observado y, llevado por esa inquietud, entre 2009 y 2010 formé en Madrid un dúo cuequero con Andrés Pinto, músico chileno formado en la Universidad de Chile que hizo un posgrado en la misma ciudad y que llevaba algunos años cantando cueca. Con él canté y toqué tres veces a la semana durante casi un año en el bar chileno El Regreso del Winnipeg, teniendo como público regular a unas diez o quince personas de distintas nacionalidades. Esta experiencia me permite comprender técnicamente lo que significa cantar y —sobre todo— la importancia de avivar o animar a la gente. Una vez de vuelta en Chile, en 2011, repito esta experiencia durante algunos meses en el bar restaurante El Rincón de los Canallas con Gonzalo Contreras, ingeniero en sonido y músico coquimbano radicado en Santiago. Esta segunda experiencia me permitió aproximarme a la función que la cueca cumple en espacios urbanos dominados por la música en vivo, pero gestionados por sus propios dueños. Además, me mantuvo dentro del centro histórico de la ciudad, a donde me mudé a vivir ese mismo año hasta 2013. Hacia esa fecha mi transformación de observador a cuequero era absoluta.
En 2011 me integré al grupo de cueca urbana Los Príncipes, con quienes grabé dos discos (Los Príncipes, 2012 y Los Príncipes, Volumen II 2018) y participé activamente en presentaciones musicales en diversos puntos de Santiago. Este grupo pertenece a la cuarta generación, cuya práctica musical está casi desconectada de los antiguos cultores que este libro estudia. La experiencia de tocar con este grupo como compositor, guitarrista y cantor, sin embargo, completó mi formación al enseñarme códigos y detalles de la vida dentro de la escena, aunque en la etapa posterior al Bicentenario. Además de permitirme forjar una férrea amistad con Los Príncipes, este período me ayudó a conocer los condicionantes económicos de la escena, los métodos de producción de los cuecazos y la necesidad de encontrar lugares para tocar, editar discos y difundir el trabajo de los conjuntos. De esta forma comencé a entender qué lugar ocupo como intérprete en la tradición y en qué medida pertenezco (o no) a ella, entendiendo mejor qué rasgos son “bien tradicionales” y cuáles no, qué importancia tienen los viejos y quiénes son los jóvenes que ejercen liderazgo entre los nuevos grupos. De modo sorprendente, mi última participación musical se produjo en el mismo lugar donde inicié mi trabajo de campo: la Sala de Conciertos de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor (SCD), ubicada en el corazón del barrio Bellavista, en el centro de la capital.
En todo este proceso personal y académico tres momentos son especialmente significativos para mí. El primero es mi observación no participante de una sesión de canto a la rueda del grupo Los Chinganeros, en noviembre de 2008 (en un ensayo para el disco Cuecas de barrios populares) y otro en mayo de 2009 (en una presentación en el bar Casacián). Ambos momentos se produjeron gracias a la generosidad de René “Torito” Alfaro, miembro del grupo en ese momento y actual cantor solista de la escena. Al escuchar esa sesión comprendo la solemnidad de este estilo, su carácter masculino, las leyes de su funcionamiento y el halo místico que posee el hecho de cantar a capella textos de la tradición. Entiendo entonces que el canto a la rueda es el elemento más importante de la cueca urbana y el eje central para comprender su pensamiento, su tradición y la lógica de funcionamiento de su performance. El mismo día que observo este ensayo, el 7 de mayo de 2009, dejé el siguiente apunte en mi cuaderno de campo, que transcribo sin modificaciones de ningún tipo:
A capella realmente salen y se escuchan las voces como son, con su potencia. Al estar dentro del canto o la música se siente una fuerza telúrica, como de volcán, una energía gruesa y ancha que hace vibrar el aire, que emana sonidos como de lava ardiendo. Es el producto de la suma de las voces y sonidos que a uno le entran al cuerpo y esa cuestión se siente: los sonidos se meten en el organismo de uno. Es una inmensa sinergia que permite que al juntarse las voces resucite o aparezca un anillo de fuerza que une a los cantores. Pero no solo los une sino que también nos protege, nos abrasa y nos hace estar en un conglomerado que pareciera no poder disolverse sino hasta el final de la cueca. Cada una de estas partes se convierte en un bloque, en una muralla que avanza como cariñosa aplanadora. No tengo total inspiración ahora para describir esto pero es algo importante, estoy seguro. Tengo el recuerdo de esa energía potente, a ratos suprema, ritualesca. (Digamos las cosas como son: es increíble que yo haya vivido en esta misma ciudad más de 30 años y jamás me haya dado cuenta de la existencia de esto.)
Un segundo momento importante, hacia 2008, es el rechazo que recibí de parte de algunos músicos de la escena que consideraban que no tenía los conocimientos para hablar de la tradición. Por el contrario, me decían, era solamente una persona pasajera interesada en el baile, como tantas otras. Esa experiencia, agria en un comienzo, me hizo entender que existen distintos perfiles de músico que se corresponden con distintos tipos de cueca urbana, y que algunos músicos se desenvuelven dentro de estos toda su vida. A partir de ese momento decidí distinguir entre perfiles performáticos de cueca, que llamo variantes.
Finalmente, un tercer aspecto importante fue alcanzar a dominar el baile. Este grado de conocimiento coreográfico y la capacidad de improvisación me permitieron participar en cualquier sala de baile y espacio cuequero. Saber bailar implica muchas cosas en el mundo de la cueca, pero la más importante es la posibilidad de integrarse a las audiencias y construir redes sociales, llegando eventualmente a codearse con los músicos y, en varios casos, a convertirse en uno de ellos. Así, me di cuenta de que el observador que participa de la tradición lograr alcanzar un nivel de integración mucho mayor que el simple observador. Como dicen los músicos, una vez adentro de este mundo “no se sale más”. Esta integración ayuda a mantenerse informado, a tener confianza para cantar cuecas a viva voz, a tocar instrumentos mientras se escucha o se baila, a intercambiar discos, a tener contacto corporal con otros, a conocer a cultores, a establecer relaciones sociales o simplemente a opinar sobre el género en toda su dimensión. En pocas palabras, saber bailar genera recursos para el conocimiento de la tradición y para la vida cotidiana, ya sea dentro o fuera del escenario.
Ensayo del conjunto Los Príncipes.Mayo de 2012, Santiago.Imagen colección personal del autor. |
Chile entre 1990 y 2010. Delimitación temporal del período estudiado
La presente investigación se enmarca entre los años 1990 y 2010, un período de intenso cambio en la sociedad chilena. Aunque en varias partes aludo al período que va desde 1930 a 1970 (capítulos 2, 4, 5 y 7), el estudio de esta época tiene por objeto explicar procesos ocurridos posteriormente, no centrar la discusión en el pasado. Las fechas de 1990 y 2010 corresponden a hitos fundamentales para el país y en particular para la sociedad santiaguina, que en esos años vive transformaciones que no había tenido en medio siglo.
El año 1990 marca la llegada de la democracia, una nueva era social, política y cultural que cierra el fin de una dictadura de diecisiete años durante la cual la diversidad cultural fue intervenida y maniatada. Al instalarse el régimen militar, los lugares de baile y los horarios permitidos para la diversión pública fueron restringidos (por más de una década) y la institucionalidad cultural para el rescate, difusión y preservación de la música chilena fue cancelada en favor de una política cultural no consensuada. A partir de 1990 se flexibilizan los horarios de diversión, se crean estímulos a la creación (como el Fondo Nacional de las Artes, Fondart, creado en 1992), reaparecen o nacen algunos locales de baile, se desarrollan políticas de fomento de la mujer (ine y sernam 2004) y se implementan nuevas medidas de planificación urbana que reconfiguran socialmente el centro de la capital. Además, se crean centros culturales de gran dimensión (Mapocho, Balmaceda, Chimkowe) y nace la primera Comisión para la Cultura, encargada de proponer una institucionalidad cultural. Esto deriva en la creación de una nueva estructura cultural que rige a partir de 2004 (Garretón 2008) y que es el eje en torno al cual se desarrolla la cultura hoy. Es la época de la “democratización de la cultura”, cuyo rasgo principal es “eliminar los residuos más destacados de lo que fue la política cultural de la dictadura” y “responder a la naturaleza de un proceso de democratización política en el campo de la cultura” (Garretón 2008: 84).
Desde el punto de vista político, historiadores, sociólogos y antropólogos coinciden en referirse al período 2000-2010 como una época de intenso cambio y profundo malestar social. Si bien los años noventa son un período de ajuste y nostalgia por el pasado, varios aspectos fundamentales de la dictadura se mantienen casi intactos, como la Constitución Política, el modelo económico de libre mercado, el sistema electoral, la centralización del país en la capital y la hegemonía de una elite económica por sobre la ciudadanía (Garretón 2012). Como expresa el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón en 2007, lo que ocurre es que
estamos atados todavía a una cierta época, no hemos dado el salto que nos permita pensar en el país como un proyecto hacia el futuro que recoge la memoria del pasado. Estamos atados a las herencias y trampas del pasado, en lo que podríamos llamar la época postpinochetista (p. 208).
En el campo de la música la época pospinochetista es una etapa de cambio. En este período aumenta el consumo cultural de la población (INE 2006, Cfr. Torche y Catalán 2005), la tenencia de objetos culturales —incluyendo instrumentos (CNCA 2007)—, se crea el Premio Altazor de las Artes Nacionales (2000), resurgen los actos culturales públicos masivos (que derivan en la instalación de “carnavales culturales” desde 2001) y aparecen las primeras publicaciones que aluden a un canon de la música popular chilena (Advis y González 1994, Advis et al 1998).
En el ámbito de los “estudios de cueca chilena”, este período constituye el momento más fecundo de escritura de toda su historia: aparecen los “nuevos” estudios de cueca, se publican los primeros Cancioneros de largo aliento (como Claro et al 1994, Figueroa 2004 [aquí citado en su edición de 2006] y el sitio web Cuecachilena.cl) y se escribe la primera tesis de posgrado sobre la cueca urbana (Torres 2001).
El año 2010 constituye otro momento decisivo para la sociedad chilena. El año se inicia con el segundo terremoto más grande de la historia del país (27 de febrero), que es además el sexto sismo de mayor intensidad de la historia del planeta. Este hecho desastroso —que para algunos constituye solo un hito geográfico— es un aspecto propio de la identidad musical chilena, que se suele definir a partir de “su peculiar condición de aislamiento geográfico y circunstancias históricas” (Claro 1986: 255). Para los países que poseen una condición económica dependiente del mar y los minerales, como Chile, los terremotos son no solo una reconstrucción de la geografía sino también una redefinición de la economía y del paisaje, es decir, del desarrollo social del país. Si bien este hecho no tiene relación directa con la cueca, su presencia es parte fundamental de los discursos acerca de la identidad lejana y telúrica de la sociedad chilena (Larraín 2001), que se percibe a sí misma como solitaria, “desilusionada” y en constante búsqueda de una “utopía” social (Bengoa 2006: 24). El terremoto, en suma, nos recuerda nuestro carácter insular y efímero, nuestra perpetua necesidad (y deseo) de modernización, y la sensación traumática de estar desprotegidos frente a la naturaleza y la adversidad. La fuerza de la geografía en la identidad del país, por tanto, convierte a los terremotos y maremotos en marcos históricos delimitadores de la historia nacional y la cultura y, en cierto modo, en un momento de redefinición de su (aparentemente) fragmentada identidad (Duque 2011, Cfr. Bengoa 2009: 27).
Dos semanas después de este evento, el exsenador de Renovación Nacional Sebastián Piñera asumió el cargo de presidente de Chile para el período 2010-2014. Piñera fue el primer presidente de centroderecha democráticamente electo en más de medio siglo de historia. Su elección representa la superación hipotética del trauma de la dictadura, el fin de veinte años de políticas culturales de centroizquierda y la llegada de una cultura de derecha. Todo esto provocó un cambio radical en la escena cultural santiaguina, que se vio confirmado al año siguiente con el inicio de la mayor movilización estudiantil conocida desde los tiempos de la dictadura. Esta movilización es la misma que condujo a la derrota a la derecha en 2013 y al advenimiento del gobierno de izquierda más reformista de las últimas décadas, el de la doctora Michelle Bachelet.
Pero el evento más importante de 2010 fue la conmemoración del Bicentenario de la independencia de la República. Las celebraciones de este hito político encuentran a la escena de la cueca urbana totalmente consolidada. Aunque la mayor parte de los conjuntos de cueca no posee inclinaciones nacionalistas, prácticamente todos participan de esta gran efeméride e incluso se integran a las fiestas políticas, pues septiembre es el mes en que más trabajo hay para los músicos. Algunos grupos llegaron a participar en la inauguración de hitos urbanos que fueron apareciendo durante los años previos al Bicentenario, como monumentos, parques, centros culturales, rutas patrimoniales, remodelaciones urbanas o festivales nacionales y regionales. Muchos de estos sucesos tuvieron como artistas invitados a conjuntos importantes de la escena que eran considerados actores musicales relevantes de la ciudad. El conjunto de este proceso se vio coronado en septiembre de 2009 con un acto masivo frente al Palacio de Gobierno al cual asistieron más de quince mil personas y donde participaron algunos de los grupos de cueca más conocidos junto a consagradas bandas de rock.25
A pesar de la importancia de los veinte años estudiados en esta investigación (1990-2010), este libro se enfoca solo en ciertos momentos. La etapa que va desde 1990 a 1996 se estudia con mediana profundidad con el objeto de mostrar la recuperación de la cultura popular y el surgimiento de un sentimiento de nostalgia que luego configura la escena. El período de 1996 a 2000 es una etapa de gestación de este movimiento en Santiago y Valparaíso por lo que recibe más atención y profundidad. El tramo siguiente, de 2000 a 2005, constituye el momento de conformación definitiva de todos los rasgos de la escena. Del mismo modo, los cinco años siguientes se caracterizan por la efervescencia y alta difusión mediática, que culmina con el Bicentenario, por lo que estudio ambos también con detalle. Ahora, la mayor parte del análisis está centrada entre 2005 y 2010 por ser el momento en que la escena alcanza su apogeo —y se proyecta hacia la nueva década— y porque es cuando comienzo a relacionarme con la cueca de modo personal, mientras realizo mi propio trabajo de campo.
1 No existe hasta ahora un estudio detallado acerca de la relación entre ambos géneros. No obstante, los parecidos de forma, fraseología, armonía e instrumentación permiten inferir que la cueca es la continuación de la zamacueca. Para más información acerca de la zamacueca ver Spencer (2007a y 2010), y para un breve análisis de la relación entre ambas, Spencer (2011b).
2 Entiendo por “clase media” aquel grupo social urbano que posee un capital cultural y una fuerza de trabajo que se desenvuelve en ocupaciones de servicio dentro del contexto neoliberal posterior a la guerra fría (Espinoza y Barozet 2009). Siguiendo a Méndez (2007 y 2008) y a Espinoza y Barozet (2008 y 2009), se trata de un grupo más próximo a los sectores populares que a las clases altas, es decir, que no es “ni rica ni pobre” sino “esforzada, que invierte en capital educacional para construirse un espacio social (…) pero no parece alcanzar un horizonte de seguridad. En definitiva (…) sometida a altos niveles de precariedad, con una limitada protección social” (Espinoza y Barozet en Méndez 2010: 268).
3 Aunque es un concepto fuertemente emic, en este texto no utilizaré comillas para referirme a la tradición con el fin de no entorpecer la lectura. Me permito hacer esta salvedad a pesar de que dentro del mundo de la cueca existen otras tradiciones importantes como la “tradición del folclor” o la “tradición de la cueca campesina” (a veces llamada “cueca tradicional”). Para no sembrar dudas de ningún tipo, cada vez que la palabra tradición implique algo distinto a “tradición de la cueca urbana”, lo haré notar.
4 A menos que indique lo contrario, desde aquí en adelante uso la palabra “cueca” para referirme a la “cueca urbana”.
5 En 1966 el musicólogo argentino Carlos Vega publicó Mesomúsica. Un ensayo sobre la música de todos, donde usa el término “folclor” como sinónimo de “lo rural” y del “pueblo” (ver los comentarios de Coriún Aharonián en las notas al pie del mismo texto). Si bien serán utilizados por otros investigadores, estos intentos de definición no tendrán seguimiento sistemático por otros autores en el resto de Latinoamérica. Para algunos de sus usos, ver Peñín (2003) y Madoery (2000); y para su historización y análisis, Aharonian (1997), González (2008), Jordán y Smith (2011), y Domínguez (2011), entre otros.
6 Utilizo los términos “viejos cultores”, “cultores de antaño” o “viejos” para referirme a los nacidos en esta época, y “nuevos cultores”, “nuevos músicos”, “nueva generación”, “jóvenes músicos” o “jóvenes” para los nacidos desde 1970 en adelante, con algunas excepciones. El uso de esta periodificación obedece a las distinciones que hacen los mismos músicos, quienes, no obstante, no utilizan el término “generación” sino el de “viejos” y, de vez en cuando, “cultores”.
7 Se encuentran aquí Los Trukeros, nacidos en 1997; Las Torcazas, de 1998; Los Santiaguinos, de 1998 (considerados el “primer grupo” exclusivamente dedicado a la cueca urbana); Los Chinganeros, desde el año 2000; Las Capitalinas, nacidas en 2001 y disueltas en 2012; Los Tricolores, desde 2001; Los Porfiados de la Cueca, desde 2002; y Los Canallas de la Cueca, nacidos en 2002.
A esta generación le antecede otra formada entre los años ochenta y noventa, de la cual forman parte Los Pulentos de la Cueca, Los Afuerinos y Altamar, conjuntos que sirven de “puente” entre los años sesenta y los años noventa (además del trabajo de Héctor Pavez Pizarro, músico solista). En esta investigación he considerado la discografía, dirección y trayectoria de estos tres grupos, centrándome especialmente en Altamar por mantenerse activo durante todos los años noventa y dar origen a la variante romántica. Asimismo, he dejado de lado a Los Afuerinos y Los Pulentos de La Cueca, que son de Valparaíso, aunque hable de ellos indirectamente en mi análisis.
8 Aquí se sitúan Vendaval, nacido en 2005; Las Niñas, nacidas en 2006/2007; Las Peñascazo, que parten en 2006 y se disuelven en 2009; Daniel Muñoz, Félix Llancafil y 3x7 Veintiuna, que funciona entre 2006 y 2012; y La Gallera, de 2006. En este grupo considero como un referente regional a los conjuntos femeninos Las Joyas del Pacífico (c. 2007) y Las Lulús de Pancho Gancho (2007), ambos de Valparaíso. He elaborado con algo más de detalle el caso de estos grupos en Spencer (2011a).
9 Aquí se encuentran Arrabaleros (2008), Los del Lote (2008), De Caramba (2008), Los Republicanos de la Cueca (2009), Las Primas (2009) y El Parcito (2009). Algunos de estos grupos han desarrollado su producción discográfica y música en vivo (entre 2007 y 2010), pero se han terminado de consolidar después del Bicentenario. Aquí considero su trabajo hasta el año 2010, con algunas excepciones.
10 En el primer caso tenemos a Los Benjamines (2010), Voy y Vuelvo (2010) y Los Sinvergüenzas de la Cueca (2010), y en el segundo a Los Príncipes (2011). Un caso aparte lo constituye el conjunto Los Corrigüela (2011), por haber sido formado por antiguos miembros de grupos de primera generación, como Los Chinganeros, Los Canallas o Los Trukeros. Los conjuntos nacidos después de estas fechas tienden a seguir la línea de la cueca brava, aunque de modo menos estricto que las generaciones anteriores, como es el caso de Los Meta y Ponga (2011), San Cayetano, La Patota, Los Pasa Piola o Las Indignadas, entre muchos otros.
11 No existen grupos que pertenezcan a más de una generación, pero sí solistas o conjuntos que en sus inicios no tocaban cueca urbana y luego se fueron integrando al movimiento. Considero a los solistas de cueca según su filiación de repertorio o simpatía con ciertos grupos. Por ejemplo, el solista Mario Rojas grabó en sus inicios con Los Santiaguinos el disco Folklore Urbano (2002), dando muestras de simpatía con la fusión cuequera, por lo que se le puede considerar dentro de la primera generación de músicos. Lo mismo ocurre con Héctor Pavez, cuya figura es transversal, aunque se ha relacionado mayormente con grupos de tipo chilenero.
12 Esta cifra no considera los discos grabados antes de 2000 ni después de 2010, como tampoco su participación en antologías o discos de otros grupos. En total los discos excluidos suman más de diez.
13 Los discos chileneros van aumentando a medida que avanza la década: entre 2000 y 2003 se editan siete, entre 2004 y 2006 se publican ocho, y entre 2007 y 2010 salen a la luz catorce, lo que indica que esta última fue la fase más intensa de la escena en términos de producción discográfica.
14 Aproximadamente en 2012 surgieron algunas ruedas itinerantes, por lo cual los nexos entre personas se hicieron móviles. Si bien las relaciones sociales entabladas en este modo poseen menos espesor que los lazos establecidos en un mismo lugar, permiten profundizar las relaciones en el tiempo, lo que conduce a que los “lazos débiles” se hagan “fuertes”. Detallaré este concepto en el capítulo 5.
15 Utilizo como sinónimos de escena musical los términos “movimiento”, “movimiento urbano”, “escena urbana” o “escena”. Del mismo modo, uso las palabras “baile” y “danza” como términos homologables.
16 Ejemplos de ello hallamos en El Araucano, Santiago, 23 de enero de 1835, 20 de febrero de 1835 y 4 marzo de 1836; también en El Mercurio de Valparaíso, 4 de mayo de 1839 y 19 de febrero de 1842.
17 El Ferrocarril XV/4487, domingo 27 de marzo de 1870, p. 3; XV/4460, martes 22 de febrero de 1870, p. 3, y IV/1227, jueves 8 de diciembre de 1859, p. 3.
18 Me refiero a los siguientes textos, todos publicados en dicha revista: Salvador Pineda, “La cueca transmite el canto de la vida y el eco de la raza”, nº 255, enero de 1955, pp. 31-33; Óscar Castro, “La cueca”, nº 275, septiembre de 1956, p. 33; Luis Durand, “Interpretaciones de la cueca”, nº 251, septiembre de 1954, pp. 18-20; Joaquín Díaz Garcés, “Dieciocho de antaño”, nº 251, septiembre de 1954, pp. 22-24; Hernán Muñoz Garrido, “El Dieciocho”, nº 251, septiembre de 1953, pp. 93-103; Luis Durand, “Interpretación de la cueca”, nº 83, septiembre de 1940, pp. 6-8; Mariano Latorre, “La cueca y el vino”, nº 246, abril de 1954, pp. 13-15; Pablo Garrido, “La cueca”, nº 164, junio de 1947, p. 15; Luis Durand, “La cueca, típica danza chilena”, nº 153, julio de 1946, p. 2; Lucía Zamora, “La cueca se baila en setiembre”, nº 419, septiembre de 1968, pp. 19-20. Este número aparece publicitado en Las Últimas Noticias, 11 de septiembre de 1968, p. 11; “La juventud danza la cueca americana: El folklore se convierte en nueva vía integradora”, nº 408, octubre de 1967, pp. 15-17; Raúl Francisco Jiménez, “Interpretación de la cueca”, nº 359, septiembre de 1963, pp. 8-9; “La cueca, baile nacional”, nº 343, mayo de 1962, p. 53; M. F., “La agrupación folklórica chilena”, nº 349, noviembre de 1962, p. 31; Sady Zañartu, “El folklore chileno en la tradición oral”, nº 368, junio de 1964, pp. 47-48; “Club de Huasos Gil Letelier”, nº 368, junio de 1964, p. 49; Moisés Moreno, “La cueca, alma y nervio de Chile”, nº 299, septiembre de 1958, pp. 40-42; “La cueca y la tonada viven en el corazón del huaso”, nº 301, noviembre de 1958, pp. 36-37; “Reseña del Huaso de Tomás Lago”, nº 245, marzo de 1954, p. 51; “Marta Ubilla expresa tradición de familia y vocación de artista” (Sección “Candilejas Santiaguinas”), julio de 1954, p. 74.
19 Para una lista impresa de las publicaciones de este tipo en Chile, ver Spencer (2011b). Para una versión electrónica, consultar la web Cancionero discográfico de cuecas chilenas (desarrollada junto a Felipe Solís), sección “Cronología”, en http://cancionerodecuecas.fonotecanacional.cl
20 Varios textos muestran esta inclinación de modo fehaciente. Por ejemplo, Gálvez dice que la cueca representa “la expresión musical más identificatoria del pueblo chileno, de su carácter, de su raza, de su cultura y de su tradición libertaria” (2001: 7). Barril señala que es “la señal más notable de pertenencia a un mundo (…) que busca las claves de la autenticidad y la perpetuidad” (en Gálvez 2001: 61). Herrera, por su lado, afirma que el carácter nacional de la cueca la sitúa “en calidad de símbolo, junto a la bandera, el himno patrio, el escudo o el copihue” (1980: 7) y Parada espeta que “refleja ese orden inmutable, como una síntesis final y condensada de la interpretación de las leyes del universo” (1998: 6 y 14).
21 De los textos anteriores a estos, podemos mencionar los de Bari (1929) y Garnham (1961), que combinan este enfoque con una orientación histórica.
22 “¿Qué es la zamacueca como expresión de la índole social de un pueblo, como cuna y como tabladilla, como gracia, como voluptuosidad peculiar del clima y la mujer, como molde de costumbres, como gimnasia de la juventud, como símbolo de placer y bulliciosa alegría, como danza nacional en fin?” (Vicuña Mackenna 1882: 2).
23 Posteriormente al año de cierre de este trabajo (2010) se ha publicado una gran cantidad de textos sobre cueca. Entre los más relevantes cabe mencionar, en orden cronológico, El valiente chileno. Vida, canto y nación, de Leslie Becerra Reyes y Rodrigo Miranda Valle (Santiago: Andros Impresores, 2012); Soy zurdo de nacimiento. Las cuecas de Roberto Parra (Santiago: Lom, 2012); Cueca en Valparaíso. La vida de un cultor porteño, de Elías Zamora, Andrea Martínez y Yasna Rivera (Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2014); Flavio Salgado, La cueca sola: mujeres, memoria y lucha (ni perdón ni olvido) (Santiago: Ocean Sur, 2014); Óscar Collipal, Chinganeando (Valparaíso: Planeta de Papel e Ideas, 2014); Patricia Chavarría, La guitarra es la que alegra (Santiago: Cuarto Propio, 2015); Patricia Téllez, La historia tañada en cueca… al ritmo de los panderos (Santiago: Piélago, 2016); y la reedición de Acevedo (1953), de editorial Tácitas (2014).
24 El L Campeonato Nacional de Cueca (Arica, Región de Arica y Parinacota, junio de 2009) y el encuentro Abril Cuecas Mil (San Bernardo, Región Metropolitana, abril de 2009). En este último apliqué un cuestionario de treinta preguntas a cien grupos, lo que me permitió obtener un perfil sociodemográfico de los músicos y conjuntos de cueca (capítulo 2), y que luego completé aplicándolo de modo individual a varios grupos de cueca urbana. El conjunto de ambos terrenos arrojó más de setenta horas de grabación de video, que fueron revisadas para este trabajo y contrastadas con lecturas pertinentes.
25 Ver La Tercera, “Cueca, rock y 15 mil personas tuvo multitudinario show Bicentenario frente a La Moneda”, 18 de septiembre de 2009; Chile.com, “Los Trukeros y Camila Moreno en Olmué 2010”, enero de 2010; Cooperativa.cl, “Obertura de Viña 2010 estará a cargo de cantantes chilenos”, 15 de febrero de 2010.