Читать книгу Desafío al pasado - La niñera y el magnate - Christina Hollis - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеSorprendentemente, Aimi durmió mejor esa noche, tal vez por puro agotamiento. Cuando se había reunido con la familia en la terraza, Jonas no estaba allí. Aimi no había preguntado por él, había suspirado con alivio. El día amaneció tan caluroso como los precedentes.
Era domingo y la familia fue a la iglesia, pero Aimi prefirió quedarse en casa. Tras desayunar con ellos, fue con sus lápices y libretas a la biblioteca, a continuar con su investigación. Pero aun con las ventanas abiertas de par en par, faltaba el aire. Perseveró un rato, después dejó el lápiz y suspiró con frustración. Demasiado calor.
Pensó en el agua fresca de la piscina. Suponía que la familia tardaría una hora o dos en regresar, así que podía aprovechar para darse un baño en su ausencia. Subió a su habitación a ponerse el bañador bajo la falda y la blusa. Equipada con protección solar, una toalla y un libro, bajó y salió por la puerta trasera.
Dejó su ropa en una tumbona, baja una sombrilla y se introdujo en la deliciosa agua fresca, cerrando los ojos para incrementar su placer. Era maravilloso. Tarareó una melodía mientras flotaba de espaldas. Perdió la noción del tiempo hasta que oyó un intenso ruido a su derecha y una cascada de agua cayó sobre ella. Se frotó los ojos y volvió la cabeza.
En el otro extremo de la piscina emergió una cabeza morena y supo de inmediato que era Jonas. Lo observó nadar hasta la pared, girar y nadar hacia ella. Era impresionante verlo en el agua, parecía avanzar sin esfuerzo alguno. Jonas se detuvo a su lado, sonrió y se apartó el pelo de los ojos.
–Lo siento si te he molestado –se disculpó, con el habitual brillo de humor en los ojos.
–No sabía que habíais vuelto –contestó ella, intentando mantener la serenidad.
–¿Vuelto? –preguntó Jonas, enarcando una ceja y acercándose más.
–De la iglesia –se alejó más, hasta que el borde de la piscina impidió su huida. Maldiciendo para sí, Aimi alzó la barbilla y lo miró.
–Ah, yo no voy a la iglesia, excepto en ocasiones especiales –sonrió, captando su nerviosismo–. Por eso cuentas con el placer de mi compañía esta mañana –una de sus piernas rozó las de ellas.
Aimi sabía que lo había hecho a propósito, pero no por eso dejó de sentir una intensa sensación. Entreabrió los labios y tomó aire; por desgracia, una oleada de agua golpeó su rostro en ese instante y, atragantándose, empezó a toser. Jonas la rodeó con un brazo y enredó las piernas con las suyas, manteniéndola a flote.
–Tranquila. Te tengo –afirmó, tranquilizador. Aimi captó el tono divertido de su voz.
–¡Lo has hecho a propósito! –lo acusó, en cuanto pudo hablar.
–¿Haría yo algo así? –se burló él.
En ese momento Aimi se dio cuenta de que estaba agarrada a sus hombros y que su piel bronceada era tan suave y agradable que deseaba acariciarla. Sintió la fuerza del brazo que rodeaba su cintura y eso provocó un estallido de fuegos artificiales en sus nervios.
–¡Claro que sí! –escupió ella airada, intentando apartarlo. Era inamovible como una montaña, así que desistió para no hacer aún más el ridículo–. Ya puedes soltarme, estoy bien.
–No te preocupes. Estoy cómodo así –replicó él con una sonrisa.
Aimi no lo estaba en absoluto. La parte rebelde de sí misma, que había emergido esos últimos dos días, habría seguido así mucho tiempo, pero ésa no era la cuestión. No podía estar en sus brazos en ninguna circunstancia. Con las piernas enredadas en un nudo, su mente estaba conjurando imágenes eróticas que no iban a ayudarla a luchar contra su atracción por él. De repente, se le ocurrió cómo recuperar su libertad.
–Jonas –le dijo con el tono seductor que tan buenos resultados le había dado en otros tiempo. Él la miró a los ojos.
–Sí, Aimi, cariño.
–Puede que no te hayas dado cuenta, pero mi rodilla está estratégicamente situada –dijo ella con voz suave–. Si yo fuera tú, me soltaría.
–Tienes razón –Jonas dejó escapar una risita–. ¿Harías algo tan terrible? –al ver la amenaza de sus ojos, se rindió–. Tú ganas –la soltó y Aimi nadó rápidamente hacia los escalones.
Salió de la piscina con los nervios a flor de piel. Supo que él la contemplaba mientras iba a su tumbona y se secaba. No tenía ni idea de qué diablos hacer. Si se marchaba, Jonas sabría que la había afectado. La única opción era quedarse y capear el temporal.
Por eso se concentró en ponerse protección solar y luego se sentó a leer. Sin embargo, por encima del borde del libro, lo veía nadar de un lado a otro. Inconscientemente, bajó el libro, observando su poderoso cuerpo cortar el agua. Hipnotizada, no se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que él se detuvo; alzó el libro.
Minutos después vio, por el rabillo del ojo, que había salido de la piscina e iba hacia ella. La visión de su esbelto cuerpo masculino, bronceado y brillante por el agua, hizo que se le cerrara la garganta y se le secara la boca. Estaba para comérselo. El bañador negro dejaba poco a la imaginación y ella sintió cómo se derretía ante tanta virilidad. Todo lo que había de femenino en ella reaccionó a la visión.
–¿Es un buen libro? –preguntó Jonas, al pasar a su lado.
–Mucho –le contestó, aunque ni siquiera habría podido decirle de qué trataba.
Lo oyó moverse por ahí y después debió tumbarse, porque oyó un suspiro. Miró por encima del libro y lo vio sobre una tumbona, a unos metros de ella. Decidió que estando allí no le causaría problemas y volvió a la lectura. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que había empezado la misma página media docena de veces, por lo pendiente que estaba de él, cerró el libro y lo dejó a un lado.
Ajustó la tumbona en posición horizontal y se tumbó boca abajo, apoyando la cabeza en los brazos. El calor y el silencio hicieron que se adormilara. De repente, sintió unas manos en la espalda, subiendo hacia el cuello. Dio un gritito e intentó incorporarse; las manos lo impidieron.
–Estoy poniéndote crema protectora en la espalda –dijo Jonas con calma–. Vas a quemarte con este sol.
Aimi se mordió el labio mientras los dedos rozaban sus costillas, acercándose peligrosamente a sus pechos. Sintió una burbuja de histeria en la garganta, estaba ardiendo y el sol no tenía nada que ver. Deseó que se detuviera, el contacto de sus manos la estaba volviendo loca. Jonas, sin embargo, parecía dispuesto a tomarse su tiempo y cuando por fin acabó ella estuvo a punto de gruñir, no sabía si por alivio o desilusión.
–Creo que con eso valdrá –afirmó él–. ¿O quieres que te ponga también en las piernas?
–¡No! –rechazó ella con demasiada rapidez–. Ya me he puesto yo. Gracias –añadió con voz ronca, sin mirarlo.
–Vale. Ahora tú puedes ponerme a mí en la espalda –dijo él con toda tranquilidad.
–¿Qué? –entonces sí que se volvió hacia él.
Jonas la miró con expresión inocente como la de un niño, sin duda falsa.
–¿Puedes ponerme crema en la espalda? –repitió. Sin dudar que aceptaría, volvió a su tumbona y se tumbó boca abajo.
Aimi se incorporó y, con desgana, agarró el bote de crema. En su interior se libraba una batalla. Por un lado, sabía que lo sensato sería negarse, por otro, su parte sensual que, había conseguido escapar de su prisión de hielo, quería explorar los intrigantes planos de su cuerpo bronceado. Ésa fue la parte que ganó la batalla; fue hacia él.
Se arrodilló a su lado, echó un chorro de crema en el centro de su espalda, inspiró con fuerza y empezó a extenderla con las palmas de las manos. Había pretendido hacerlo de forma profesional, pero una vez lo tocó distanciarse se convirtió en un imposible. Tenía la piel firme pero sedosa, y la sensación era muy erótica. Perdió la noción del paso del tiempo, disfrutando del contacto.
–Mmm –suspiró Jonas con placer evidente–. Fantástico. Tienes unas manos maravillosas. Podría acostumbrarme a esto.
Fue poco más que un murmullo sensual, pero devolvió a Aimi a la realidad. «¿Qué estás haciendo?», se preguntó, horrorizada. Roja como la grana, acabó con su tarea y se apoyó en los talones.
–Ya está –dijo, preparándose para levantarse. Tenía que alejarse de él cuanto antes.
Jonas se apoyó en un codo, agarró su muñeca y tiró de ella, acercándola.
–Aún no te he dado las gracias –ronroneó.
–Para, Jonas –protestó Aimi, intentando mantener el equilibrio. Pero, en un parpadeo, él se tumbó de espaldas y no pudo evitar caer sobre su pecho.
Con ojos chispeantes de malicia, rodeó su cuello con la mano libre y atrajo su boca hacia la suya. Aimi intentó apartarse, pero él era demasiado fuerte. Sus labios capturaron los de ella con sensualidad impactante. Fue un beso largo que removió las brasas de su pasión mutua. La boca de él reclamaba la suya, exigiendo una respuesta que ella intentó negarle, sin éxito. Durante una eternidad, se perdió en el calor de sus labios y la caricia de su lengua. Cuanto más le daba, más deseaba ella; fue el graznido de un cuervo sobrevolando la piscina lo que la devolvió a la tierra de sopetón.
Apartándose, Aimi miró los ojos brillantes de humor y de algo más profundo. Se le revolvió el estómago de asco por haberse rendido de nuevo a los egoístas placeres que una vez habían regido su vida. Su sangre se convirtió en hielo.
–Creo que ése es agradecimiento más que suficiente –dijo, levantándose–. La próxima vez, limítate a decir «gracias».
–Eso no sería tan divertido –se rió Jonas, observándola volver a su tumbona y echarse boca arriba, mirando hacia otro lado–. Has disfrutado, Aimi. ¡No simules que no!
Ella lo ignoró y cerró los ojos. Era verdad que había disfrutado. Besar a Jonas había sido una experiencia increíble, que no olvidaría. Una y otra vez, revivió el momento. Todos sus sentidos se habían exacerbado por el aroma, tacto y sabor de él, tal y como había sabido que ocurriría. El hombre era irresistible, pero tenía que conseguir resistirse; a él sólo le interesaba la diversión de la caza. No podía convertirse en otro de sus trofeos.
Tenía que recordar las razones por las que había renunciado a la Aimi de años antes: para poder vivir consigo misma y con lo que había hecho. Por desgracia, la vieja Aimi se había liberado de sus cadenas un momento. Sin embargo, sólo había sido una escaramuza y ella recuperaría el control. Tendría que librar muchas más batallas y las ganaría todas.
Suspirando, ordenó a su cuerpo que dejara de reaccionar ante el hombre que había a unos metros. No se lanzaría a los brazos de Jonas, él sólo quería divertirse y ella valía más que eso. Mucho más. Se relajó y se quedó dormida.
Cuando despertó, un rato después, Jonas había desaparecido. Que tuviera que repetirse que se sentía aliviada demostró la ambivalencia de sus emociones. Recogió sus cosas y volvió a la casa, agradeciendo que la familia no hubiera regresado aún. Una ducha rápida borró el rastro de su estancia en la piscina, y deseó que fuera igual de sencillo volver a meter al genio dentro de la lámpara mágica. Por fuera parecía serena, por dentro era un torbellino. El beso de Jonas la había inquietado y eso le disgustaba. Para combatir la sensación se esforzaría para adoptar la apariencia habitual: cada mechón de cabello recogido en su sitio con horquillas. No era una gran armadura, pero era la única de la que disponía para la batalla.
Pasó el resto de la mañana en la biblioteca. Pudo concentrarse y borrar de su mente esos asombrosos ojos azules. Comió en la terraza con la familia. La sorprendió que Jonas no apareciera, pero así tendría más tiempo para recuperar la compostura.
Aimi trabajó hasta que llegó la hora de subir a su habitación y asearse y vestirse para la cena. Mientras examinaba su exiguo guardarropas, tuvo otra muestra de su ambivalencia al descubrirse deseando tener algo más que faldas y blusas. De inmediato, imaginó a Jonas sonriendo, pensando que se había arreglado por él, y su espalda se tensó. No iba a volver a sus antiguas costumbres, cuando vestirse para atraer a un hombre había sido tan normal como respirar. Era una persona distinta; mejor y por encima de esos trucos. Por eso, cuando salió de la ducha se puso la falda azul y la blusa de seda blanca sin mangas.
Con el cabello recogido y aspecto sereno y eficiente, su reflejo le devolvió la fuerza de voluntad. La mujer que veía en el espejo parecía capaz de enfrentarse a todo. Pero una vocecita traicionera cuestionó que fuera así. Aimi se había creído por encima de la tentación, y Jonas estaba probando que se había equivocado. Pensar en él era un error, porque le hacía recordar el beso y la tormenta que había desatado en su interior.
Gruñendo por su estupidez, Aimi dejó de mirarse e inspiró varias veces. «Puedes hacerlo, Aimi. Recuerda cuánto has trabajado para llegar donde estás. Piensa en Lori y en lo que le prometiste hacer para compensar lo ocurrido. Sé fuerte. Sé fuerte».
Unos minutos después, cuando se estaba poniendo los zapatos, llamaron a su puerta. Sorprendida, abrió y se encontró con Jonas. Llevaba una camisa blanca que resaltaba el intenso color de sus ojos y tenía las manos metidas en los bolsillos de un elegante pantalón oscuro. El conjunto era un regalo para la vista y ella rezongó para sí.
–Como Nick no está, he pensado que me correspondía escoltarte a cenar –explicó él con una de sus sonrisas traviesas–. ¿Estás lista?
–Creo que sabré bajar la escalera yo solita –dijo Aimi con ironía. Jonas no se inmutó.
–Estoy seguro, pero mis padres se esforzaron mucho para que tuviéramos buenos modales, así que deberías aceptar mi caballeroso gesto –contraatacó él con ojos chispeantes.
Consciente de lo ridículo de estar allí parada, discutiendo con él, Aimi salió y cerró la puerta.
–¡Y yo que creía que los tiempos de la caballerosidad se habían acabado! –se burló, yendo hacia la escalera a paso rápido. Jonas la siguió.
–Eres una mujer difícil de complacer –se quejó él.
–Lo cierto es que es muy fácil. Si te marcharas, me complacerías mucho –le devolvió, con sorna. Casi dio un bote cuando el puso la mano bajo su codo mientras empezaban a bajar la escalera. Aunque leve, el contacto le llegó muy adentro.
–Ambos sabemos que eso no es verdad, cariño. Tengo una idea bastante clara de qué te complacería, y no sería que me fuese –dijo él con voz sexy.
Los nervios de Aimi iniciaron una serie de volteretas. Era difícil mantener la compostura ante un ataque tan fuerte, pero lo consiguió.
–¿También te enseñaron tus padres a ser descarado? –preguntó, aguda.
–No, eso lo aprendí yo solito –rió él.
–Sí, no lo dudo –dijo ella, pensando que había aprendido de maravilla.
–Eso se te da muy bien –comentó Jonas. Aimi lo miró con el ceño fruncido.
–¿Qué?
–Mostrar desaprobación –aclaró él.
–Eso es porque te desapruebo –afirmó ella.
–Pero eso no te impide desearme, ¿verdad, Aimi? –la retó él, deteniéndose al llegar a la planta baja.
Negar que lo deseaba sería fútil, el hombre no era ningún tonto. Leía a las mujeres con facilidad diabólica.
–Me impedirá involucrarme contigo, Jonas.
–No –movió la cabeza con seguridad–. Añadirá sabor a nuestra aventura. Lo estoy deseando.
Irritada más allá de lo que creía posible, sobre todo porque parte de ella sabía que Jonas tenía razón, agitó un dedo con ira.
–Escúchame, Jonas Berkeley…
–Te pones guapísima cuando te enfadas –dijo él con una sonrisa que habría derretido el hielo.
–¡Para ya! –Aimi, impotente, casi dio una patada en el suelo de pura rabia.
–No lo haría, incluso si pudiera. Estoy embobado contigo, Aimi Carteret, y no pararé hasta apagar la fiebre que me quema.
Como declaración, era de órdago. A Aimi la dejó sin aire. Movió la cabeza, desconcertada.
–¿Y qué hay de lo que yo quiero?
–Eso es lo bonito. Ambos queremos lo mismo, ¿por qué no lo aceptas? Te prometo que no te arrepentirás.
Tenía una lengua de oro, no era extraño que las mujeres cayeran a sus pies. Pensar eso aguijoneó su orgullo lo bastante para resistirse.
–¡Eres el hombre más cabezota que he tenido la desgracia de conocer!
–No pensarás eso cuando me conozcas mejor –Jonas volvió a ponerse en marcha.
–Te conozco todo lo bien que pretendo conocerte –afirmó Aimi, seca. Fue un alivio entrar al comedor y encontrar a la familia ya reunida. Fue directa a hablar con Paula. Le temblaba el cuerpo y tenía el corazón acelerado. Se sentía acosada, atacada por todos los flancos y atónita por el rápido derrumbamiento de sus defensas.
Por suerte, Jonas no la siguió. Por desgracia, como Nick no estaba, habían sentado a Jonas a su lado, así que el respiro duró poco. Sin embargo, él se transformó en la viva imagen de la cordialidad y el ingenio, haciendo que la conversación fluyera por toda la mesa. No pudo por menos que admirar su capacidad para hacer que todos se sintieran a gusto; pero sabía que utilizaba ese mismo encanto para atravesar las defensas de una mujer. Mientras comía los deliciosos platos, Aimi tuvo que admitir, a su pesar, que había mucho que admirar en Jonas Berkeley, si se obviaba el que era un mujeriego y un conquistador.
Como era costumbre en la familia, tomaron el café en la terraza. Aimi le preguntó a Simone por la historia familiar y pronto estuvieron perdidas en las complejidades de su familia. A Aimi le pareció un tema tan fascinante que consiguió olvidar a Jonas, hasta que él habló.
–Deberías enseñarle a Aimi la Biblia de la familia –le dijo a su madre–. Seguro que le interesa. Tiene más de cien años.
–¿Te gustaría verla? –preguntó Simone.
–Desde luego –asintió Aimi–. En mi familia no hay nada similar.
–Lleva a Aimi a la biblioteca, Jonas –le pidió Simone a su hijo–. Sabes en qué estantería está.
–Será un placer –contestó él con una sonrisa. Se puso en pie y miró a Aimi, interrogante.
Eso no era lo que ella había pretendido al aceptar la oferta, pero no podía negarse, así que se levantó con expresión risueña y lo siguió. Parecía que todo estuviera conspirando para acercarla a Jonas. Se le había acelerado el corazón como si esperase algo; por ejemplo el contacto de sus labios en los suyos.
La biblioteca estaba poco más fresca que el resto de la casa, a pesar de dar al norte. Jonas le cedió el paso para que entrara, cerró la puerta y fue a abrir la cristalera que daba al jardín. Empezaba a oscurecer, así que encendió una lámpara con pantalla verde, que emitía un acogedor resplandor dorado.
Aimi lo observó desde el centro de la habitación, que parecía haber encogido. Jonas estaba junto a la ventana, pero lo sentía como si estuviera a su lado. La electricidad empezó a zumbar en el aire, a su alrededor. Aimi tuvo la sensación de que le faltaba oxígeno.
Jonas, entretanto, fue hacia una de las librerías que a Aimi le quedaban por explorar y sacó un voluminoso libro con tapas de cuero, que dejó sobre la mesa, junto a la lámpara. Alzó la vista y arqueó las cejas al verla tan lejos.
–Desde allí no podrás verla –señaló. Aimi fue a reunirse con él–. Ábrela tú –invitó, haciéndole sitio ante la mesa. En cuanto ella estuvo allí, se acercó para mirar por encima de su hombro.
Aimi hizo lo posible por concentrarse en la Biblia. En la primera página había inscrita una lista de nombres, con excelente caligrafía.
–El tercer nombre es interesante –comentó Jonas, estirando el brazo para señalarlo. Aimi apenas lo vio, porque sentir su cálido aliento en la nuca le provocó escalofríos–. ¿Puedes leerlo?
Aimi ni siquiera habría podido recordar el abecedario en ese momento, no estaba para leer. Sólo sabía que si giraba la cabeza, sus labios se tocarían.
–Pues no –mintió–. La letra es muy pequeña.
–Hay una lupa por aquí –murmuró él, mirando a su alrededor–. Ah, aquí está –se inclinó hacia delante y su mejilla rozó la de ella. Aimi soltó un gemido y Jonas se quedó inmóvil–. ¿Algo va mal? –preguntó, con voz suave. Pero el brillo de sus ojos indicaba que sabía bien lo que estaba haciendo y el efecto que tenía en ella.
–No, pero creo que deberíamos volver con los demás –consiguió decir ella, sintiendo un cosquilleo en los labios.
–Pero aún no has mirado la Biblia. Hay mucho que ver –añadió, persuasivo–. Sabes que en realidad no quieres marcharte.
La antigua Aimi, la que había vivido la vida al máximo y amado con entusiasmo, no quería marcharse. Pero la nueva, que sabía que había que pagar por los errores cometidos, intentaba mantener el control. Estaba requiriendo cada átomo de su fuerza de voluntad para no entregarse a sus brazos y dejarse llevar por la intensa atracción física que sentía. Nadie antes había conseguido hacerle sentir esa necesidad, esa urgencia. La atraía como una llama a una polilla; sabía que podía quemarse, pero seguía atrayéndola su calor.
–Tengo que irme –declaró Aimi. Alzó una mano para que se apartara–. Necesito aire fresco –sabía que sonaba desesperada, pero le dio igual. Allí dentro no podía respirar, él estaba absorbiendo todo el oxígeno. Con la poca fuerza que le quedaba, fue hacia la cristalera. Jonas la habría seguido, pero sonó el teléfono y tuvo que contestar. Aimi aprovechó para escapar.
Salió por la puerta de cristal y se encontró en un lateral de la casa, desde el que podía acortar entre los arbustos y bajar hacia el lago sin que nadie la viera. Se sentía como un animal huyendo, tenía el corazón desbocado. Sin embargo, mientras se alejaba, oía el canto de sirena que la instaba a regresar. Lo que quería estaba a su espalda, no ante ella.
Sin embargo, sabía que no todo lo que deseaba era bueno. Había comprobado los resultados de esa autoindulgencia y se había jurado que no se repetirían. Así que siguió hacia el bosque, buscando reposo para sus inquietos sentidos. Pero no encontró la paz, ni siquiera en el cenador cubierto por una rosaleda que había al otro extremo del lago, junto al agua.
Se agarró a una de las vigas de madera y cerró los ojos, admitiendo que estaba perdiendo la batalla. Su deseo por Jonas era un fuego que no se apagaba. La idea de no verlo de nuevo le oprimía el corazón. Desde el momento en que lo había visto por primera vez, había sabido que no podría alejarse sin cicatrices. Había resucitado a la mujer que había sido y por, más que luchara, no vencería a su propia naturaleza.
El ruido de pasos interrumpió sus pensamientos. Como en un sueño, se volvió hacia la entrada al cenador. Jonas estaba allí y a Aimi le pareció que el mundo suspiraba lentamente.
–Me has seguido –dijo, sin asomo de sorpresa.
–Sabías que lo haría –respondió él con voz ronca–. Me atraes hacia dondequiera que estás. Y a ti te ocurre lo mismo.
–¿Tú crees? –Aimi tomó aire.
–Es asombroso, ¿no? –Jonas dio un paso hacia ella–, esto que hay entre nosotros. Lo sentimos nada más vernos.
–¿Lo sentimos? –lo retó ella, alzando la mano para mantenerlo a distancia. Él siguió avanzando hasta que su pecho rozó la mano de ella. Entonces se detuvo y la miró a los ojos.
–Oh, sí. Sabes que tu piel grita por conocer la textura de la mía –susurró él–. A mí me ocurre lo mismo. No puedo apartarme de ti, Aimi. Aún no. Ni tú puedes huir de mí.
–No me conoces tan bien –musitó ella con voz entrecortada. Sentía el calor de su pecho bajo la palma de la mano. Instintivamente, alzó la otra para sentir la fuerza de su corazón latiendo.
–Pretendo conocerte mejor –respondió él con voz sedosa.
Aunque parte de ella sabía que debía detenerlo, no pudo. La necesidad de sentir la abrumaba. Su cerebro dejó de funcionar, dando paso al sentimiento. Temblando, alzó los ojos hacia los de él y el fuego que vio en ellos la hipnotizó. Después, cuando él bajó la cabeza, fue como si el mundo se detuviera. Sus bocas se encontraron y la tierra giró sobre su eje.
El contacto de sus labios firmes reverberó en todo su cuerpo. Fue increíble. Todos sus sentidos se exacerbaron en un instante. Las ascuas del deseo volvieron a llamear, abrasándola con su intensidad. No había vuelta atrás. Jonas reclamó su boca con un gruñido de macho satisfecho, y Aimi respondió abriendo los labios para aceptar la invasión de su lengua. Fue un encuentro salvaje y ardiente, un beso llevó a otro hasta que se fundieron en uno, sin principio ni fin.
Durante interminables minutos, ninguno de ellos pudo controlar la potente atracción física que sentían. Eran como marionetas cuyas cuerdas volvían a moverse tras días de cautividad. Habían abierto la caja de Pandora de la atracción y se ahogaban en sus delicias. No había barreras ni restricciones. Por fin se sentían libres para entregarse a los deseos que los impulsaban.
Tras vivir esa primera oleada de excitación, se apartaron, jadeando, y sus miradas revelaron la fuerza de lo que acababan de experimentar.
–¡Oh, Dios! –gimió Aimi suavemente, apoyando la frente en la barbilla de él–. Lo había olvidado –dijo. Hacía tanto tiempo que no se permitía sentir que era casi como la primera vez.
–¿Que podía ser así? –preguntó Jonas con voz espesa. La rodeó con un brazo, atrayéndola hacia sí; alzó la otra mano y empezó a sacar las horquillas de su cabello, hasta que cayó como un halo sobre sus hombros–. Que Dios me ayude, yo también lo había olvidado –sonó sorprendido, atónito casi.
Aimi apenas escuchaba. Con cada inspiración se llenaba de su aroma y la piel bronceada de su cuello estaba muy cerca. Sólo tuvo que girar la cabeza para que sus labios hicieran contacto. Se estremeció de arriba abajo. Sacó la lengua y la deslizó por su piel, el gemido de Jonas casi la volvió loca. Pero quería mucho más. Un instante después, sus dedos impacientes desabrochaban su camisa para poder apartarla y reclamar su presa.
No tuvo mucho tiempo para disfrutar con su sabor y su tacto; los dedos de Jonas se hundieron en su cabello y la obligaron a echar la cabeza atrás.
–Me estás volviendo loco –declaró con voz gutural. Atacó su cuello con labios ardientes.
Aimi se aferró a sus hombros y su cuerpo empezó a fundirse como un metal. No tenía fuerza en las piernas, pero Jonas soportaba su peso sin problemas e hizo que se arrodillara con él. Sintió sus manos desabotonarle la blusa y abrirla, revelando la seda color miel de su sujetador. Una mano de dedos largos reclamó su seno. Instintivamente, se arqueó hacia él, cerrando los ojos y disfrutando de la placentera sensación. Las manos de él se movieron, acariciándola y apartando la barrera de seda, trazando un camino de llamas que sus labios siguieron después, hasta que su boca se cerró sobre un pezón y lo succionó. Entonces ella perdió el control.
Ya no eran posibles cordura o sensatez para ninguno de ellos. Sólo cabían las sensaciones y, como piedras de la playa, no podían evitar el embate de las olas de placer que los ahogaban. Se libraron de la ropa, afanándose por acercarse y descubrirse. Cayeron al suelo, un amasijo de miembros entrelazados, envueltos en una pasión tan cálida y húmeda como la noche que los rodeaba.
La urgencia del deseo impidió que se hicieran el amor con calma. Los dominaba el impulso primario de alcanzar el objetivo que sus cuerpos exigían. Aimi sólo sabía que cada beso y cada caricia incrementaba su necesidad de sentirlo dentro de ella. Lo anhelaba tanto que, cuando Jonas finalmente se colocó entre sus piernas y la penetró, dejó escapar un grito.
–¿Aimi? –Jonas se quedó quieto–. ¿Te he hecho daño? –su voz sonó cargada de pasión.
–No. Estoy bien. Es sólo que… hacía mucho tiempo –susurró ella, sin ganas de hablar.
La miró como si quisiera decir algo, pero ella lo apretó entre sus brazos y clavó los dedos en su espalda. Él volvió a moverse y segundos después se perdieron en una carrera hacia la liberación. Llegó como una explosión de fuego blanco que hizo que ambos gritaran. Abrazados, cabalgaron juntos sobre el placer, hasta que acabó. Después, saciados, se quedaron dormidos.