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El agente de policía David Maratse dejó escapar un gruñido al sentir otra llamarada de dolor que le subía por las piernas y le llegaba hasta la parte baja de la espalda, formando lo que a él se le antojó un muro de fuego. Le sucedía lo mismo cada vez que levantaba el pie izquierdo, cuando recibía otra punzada de dolor candente que le presionaba los nervios al apoyar la planta en la cinta de correr. Se detuvo un momento para recuperar el aliento, aferrado con los nudillos blancos a las barandillas de la máquina mientras el fisioterapeuta escribía otra nota más en su cuaderno.

—No está mejorando, ¿verdad? —preguntó.

Eeqqi —respondió Maratse negando con la cabeza. Tomó aire y lo expulsó, una, dos, tres veces, hasta que el dolor fue cediendo—. Vamos otra vez —dijo al mismo tiempo que levantaba el pie izquierdo.

—¿Está seguro?

Iiji —contestó Maratse—. Sí, estoy seguro.

Sus nervios estallaron en llamas y se derrumbó, entre maldiciones, sobre la áspera superficie de caucho de la cinta. El fisioterapeuta desconectó la máquina y lo ayudó a incorporarse.

—Vamos a sentarnos —le dijo.

—Llevo una semana sentado.

—Y antes de eso, estuvo tumbado —replicó el fisioterapeuta al mismo tiempo que lo ayudaba a acomodarse en una silla— durante tres semanas. Está progresando. Tiene que tomárselo con calma.

—¿Progresando? —gruñó Maratse. Se palpó los bolsillos del pantalón de deporte y, de pronto, se acordó de que el tabaco lo tenía en el bolsillo del anorak, junto a la cama.

—Fumar no ayuda.

—A mí, sí.

—Lo digo en serio —dijo el fisioterapeuta—, con el daño que han sufrido ya sus nervios...

—Fumar me ayuda —insistió Maratse y retó al fisioterapeuta a que le sugiriera lo contrario. El joven se encogió de hombros y escribió más notas en su cuaderno.

Maratse reflexionó unos instantes sobre el daño sufrido por sus nervios; casi le parecía percibir el olor de su carne chamuscada, pues el Chino le había apretado los terminales de su improvisado instrumento de tortura contra el pecho, las piernas, los testículos. Apartó aquella imagen de su mente y calculó la distancia que había hasta la cama.

—Necesito echar un pitillo.

—Voy a llamar para que lo acompañen de vuelta hasta su pabellón —respondió el fisioterapeuta. Dejó el cuaderno y cruzó la sala de entrenamiento hasta alcanzar la silla de ruedas de Maratse, que estaba aparcada contra la pared. Empezó a empujarla, pero se detuvo porque de improviso se abrió la puerta. Sonrió a la mujer policía que entraba en la sala, soltó la silla de ruedas y le dijo—: Es todo suyo.

—¿Ya ha terminado? —preguntó ella, al mismo tiempo que se colocaba un largo mechón de pelo negro detrás de la oreja. Aquel gesto le recordó a Maratse otra mujer que hacía lo mismo: una policía danesa de la patrulla Sirius, la misma que lo había rescatado del Chino.

—Necesito fumarme un pitillo —dijo Maratse señalando la silla de ruedas—. Uno de vosotros tiene que ayudarme.

—Sigue igual de gruñón, ¿eh? —afirmó la policía. Con un suspiro, se guardó en el anorak el sobre que llevaba en la mano, agarró el manillar de la silla de ruedas y la situó a un costado de Maratse. El fisioterapeuta ayudó a la mujer a incorporar al paciente y, mientras ella lo sostenía, cambió una silla por otra. La policía sonrió y miró a Maratse a los ojos—. ¿Otra vez se te ha olvidado cómo me llamo?

—Hola, Piitalaat.

—Me llamo Petra —replicó ella—. Soy la agente Petra Jensen. —Maratse hizo una mueca de dolor al sentir que el fisioterapeuta empujaba el asiento de la silla contra la parte posterior de sus piernas. Petra lo ayudó a sentarse—. ¿Por qué insistes en llamarme así?

—Porque me gusta. —Maratse agarró las barras circulares que había a cada lado de las ruedas, se apartó de Petra y se dirigió hacia la puerta—. Necesito fumar, agente.

—Ya te he oído la primera vez —replicó ella—. Ah, y dentro de poco, ya no seré agente.

Maratse se volvió al llegar a la puerta.

—¿Te has presentado al examen para sargento?

—Sí —respondió Petra—, y he aprobado. Recibiré la confirmación oficial antes de que finalice esta semana.

—¿Es eso lo que hay dentro de ese sobre?

—No. —Petra apretó los labios y se retiró un imaginario mechón de pelo de la cara—. Es otra cosa.

—¿Para mí?

—Me temo que sí. —Petra abrió el sobre mientras acompañaba a Maratse hacia los ascensores—. ¿Quieres que te lo lea?

Iiji —contestó él, y dejó que el caucho de los neumáticos le raspara las palmas de las manos—, pero solo los puntos más importantes.

—Muy bien —dijo Petra. Fue pasando el dedo por el apretado texto—. Van a concederte la jubilación anticipada, cobrando la totalidad de la pensión. —Hizo una pausa al oír que Maratse emitía un gruñido—. Pero ya no volverás a ser oficial de policía nunca más. Lo siento.

—No pasa nada —replicó Maratse. Al llegar a los ascensores, se detuvo y pulsó el botón de llamada. Ya se esperaba algo así, y la sesión matinal de fisioterapia le había confirmado lo que sabía: que jamás volvería a ejercer de policía.

—¿Todavía piensas ir a Inussuk?

Iiji.

Petra dobló la carta al mismo tiempo que se abrían las puertas del ascensor.

—No entiendo por qué. Podrías irte a casa.

Maratse fue el primero en acceder al ascensor, se volvió y esperó a que entrara Petra y pulsara el botón de la primera planta.

—Seré policía siempre —afirmó—. Es mejor empezar de cero en un lugar distinto.

—Jubilado —apuntó Petra.

—Es lo mismo. Eso no va a cambiar nada.

—¿De modo que vas a abandonar las brillantes luces de la ciudad y me vas a dejar sola en Nuuk? —Petra se apoyó contra la pared del ascensor y compuso su mejor puchero. Maratse estuvo a punto de echarse a reír, y a ella le agradaron las arrugas que se le formaron al policía en torno a los ojos. Enderezó la espalda cuando el ascensor aminoró y se detuvo. Maratse aguardó a que saliera al pasillo y después salió él también.

—¿Y Gaba?

—No hablemos de él —respondió Petra.

—¿Desde cuándo?

—Desde el pasado sábado por la noche.

Petra se situó detrás de él y agarró el manillar de la silla de ruedas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Maratse soltando las ruedas. Percibió un olorcillo a gel de alcohol, procedente de un ordenanza que estaba desinfectándose las manos en la puerta del aseo de caballeros, pero enseguida desapareció en cuanto Petra apretó el paso.

—No me apetece hablar de ello.

—Está bien. —Maratse lanzó un suspiro. Petra giró la silla de ruedas y lo condujo de nuevo a su habitación. Lo dejó junto a la cama, y él alargó el brazo para coger su anorak. Petra fue hasta la ventana, se apoyó en ella, cruzó los brazos y miró a Maratse con gesto de enfado—. ¿Qué? —dijo él deteniéndose un momento en la operación de sacar el paquete de tabaco del bolsillo del anorak.

—No me has preguntado.

—Has dicho que no querías hablar de ello.

—Y no quiero. —Volvió el rostro, y después señaló la portada del periódico que descansaba sobre la mesilla de noche—. Eso no ayuda.

—No lo he leído.

—Ese idiota de Seqinnersoq ya está fanfarroneando otra vez. Utiliza el groenlandés como promesa electoral, a modo de arma arrojadiza. Es la única calificación que tiene. —Cogió el periódico.

—¿Cuándo son las elecciones?

—En el mes de mayo. —Petra frunció el ceño—. ¿Es que no ves las noticias?

Maratse se encogió de hombros.

—Yo no voto. —Extrajo un cigarrillo del paquete y se lo encajó en el espacio entre los dientes. Luego agarró el encendedor—. Me marcho afuera.

Petra volvió la portada del periódico en dirección a Maratse y señaló la foto con el dedo.

—Ella no era mucho mayor que esta.

—¿Quién?

—La chica con la que se acostó Gaba el sábado por la noche. —Petra sostuvo el periódico a un lado y observó la fotografía de Malik Uutaaq, de pie al lado de su esposa, con una joven al fondo con aspecto de adolescente—. La chica con la que se acostó Gaba tiene más o menos su misma edad, diecisiete o dieciocho.

Maratse soltó un gruñido y se encaminó con su silla de ruedas hacia la puerta. Cuando salió al pasillo y continuó en dirección a los ascensores, oyó el ruido que hacía el periódico al caer sobre la cama. Petra salió detrás de él. No pronunció una sola palabra hasta que estuvieron acurrucados en la caseta para fumadores que había en el exterior, junto a la entrada principal del hospital Dronning Ingrid. Esperó a que Maratse hubiera encendido su cigarrillo y luego le preguntó:

—¿Por qué no votas?

Maratse dio una profunda calada al pitillo y después le indicó con la cabeza la primera página del mismo periódico, que una paciente estaba leyendo mientras fumaba. Bajó la voz para responder:

—Porque no me fío de los políticos.

—Sin embargo, trabajas para el gobierno, un gobierno formado por políticos —repuso Petra—. Todavía gozamos de cierta autonomía. Deberías tener voz y voto sobre las personas que te dan trabajo.

—Se te olvida una cosa, Piitalaat —dijo Maratse. Petra frunció el ceño, pero él prosiguió—: La policía groenlandesa responde directamente ante Dinamarca. Ellos —añadió, señalando el periódico— no nos dicen lo que tenemos que hacer. Además, ya estoy jubilado.

Enarcó las cejas y le dio otra calada al cigarrillo. Imaginó que sus nervios se relajaban conforme el humo iba inundando sus pulmones. Por un momento, al menos, le pareció haber encontrado la paz.

—Odio que me llames así. Es como si tuvieras que recordarme que soy groenlandesa.

—Es que eres groenlandesa.

—Ya lo sé.

Maratse expulsó una nube de humo en dirección al techo de la caseta. Suspiró al darse cuenta de que se había dejado el anorak en la habitación, otra vez. Apoyó las manos en los muslos y cerró los ojos, y solo los abrió un momento cuando la paciente se levantó para marcharse. La saludó con un gesto de la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Petra se sentó en el banco, a su lado.

—¿Qué vas a hacer en Inussuk? —le preguntó.

—Cazar y pescar. —Maratse abrió un ojo cuando Petra le cogió la mano.

—Pero si ni siquiera puedes andar.

—Todavía —replicó él, y cerró los ojos de nuevo.

Petra le apretó la mano, y él cerró los dedos en torno a los suyos. Escuchó el murmullo del viento que barría el polvo de la calle, el graznido del cuervo que arañaba el techo del hospital y el tañido de la campana de una iglesia a lo lejos. Notó cómo el viento le erizaba el fino vello de los brazos y, de repente, se sintió agradecido de que el Chino tan solo le hubiera dejado cicatrices en la piel que no se veía y de que el dolor estuviera oculto en el interior de su cuerpo. Al pensarlo, estuvo a punto de echarse a reír, se extrañó de aquel repentino arrebato de vanidad y se preguntó si no tendría algo que ver con sus treinta y nueve años y con los veintitantos de la persona que le estaba agarrando la mano.

—A lo mejor, te hago una visita —dijo Petra, y volvió a apretarle la mano—, si me das permiso.

Iiji —respondió Maratse, y abrió los ojos.

—¿Estarás bien?

—Sí.

—¿Y procurarás no meterte en líos?

Maratse reflexionó unos instantes antes de contestar. Desde el punto de vista de su carrera profesional, había salido ileso de su relación con la agente Brongaard, así como de los daños colaterales provocados por esta a raíz de su guerra privada contra la comunidad internacional de inteligencia. Resultaba increíble que aún siguiera vivo, y se preguntó si ella también lo estaría. Admiraba sus agallas, su empuje y su código ético, y, al menos durante un tiempo, había disfrutado de la emoción, del chute de adrenalina que todo ello suponía, tan diferente de lo que experimentaba a diario en su trabajo de policía. Aquello estuvo a punto de acabar con su vida, un hecho del que era muy consciente, si bien mientras duró, en determinados momentos, le había colmado de alguna manera. Y ahora, lo único que tenía que hacer era no meterse en líos.

—Seré bueno —prometió, y se soltó de la mano de Petra.

—De acuerdo —dijo ella, y se levantó. Liberó un mechón de pelo que se le había adherido al velcro del cuello, luego se sacó del bolsillo del anorak el documento de despido de Maratse y se lo entregó—. Será mejor que me vaya.

—Gracias por venir.

—Cuando quieras.

—¿Mañana?

—Déjame adivinar... ¿Necesitas que te lleven al aeropuerto?

Maratse alzó las cejas. «Sí».

Petra asintió con la cabeza y miró la puerta.

—¿Podrás regresar tú solo?

—Descuida.

—De acuerdo.

Petra palmeó ligeramente a Maratse en el hombro, luego dio media vuelta y se marchó. Él aguardó a que hubiera doblado la esquina antes de meterse el sobre debajo de la pierna, salir de la caseta para fumadores y continuar por la pared del hospital en dirección al taller de ambulancias. Saludó con un movimiento de la cabeza al mecánico que estaba trabajando en una de las tres ambulancias que había en Nuuk y se detuvo junto a una larga barra cubierta de óxido, atornillada a la pared del garaje a la altura de las caderas. Aplicó los frenos de la silla de ruedas, se agarró a la barra e hizo fuerza para ponerse de pie. El mecánico levantó la vista cuando Maratse lanzó una maldición contra la barra, antes de maldecir sus propios pies, uno tras otro, mientras avanzaba muy despacio hasta el final de la pared y después daba media vuelta para regresar.

Cuando el dolor alcanzaba su punto álgido, cuando ya pensaba que iba a desmayarse, se imaginaba al Chino con sus palas de electrochoque, y escupía contra la pared y maldecía a aquel tipejo, enviándolo al otro lado del infierno que conocía el hombre blanco, al mundo escarchado de los espíritus más oscuros de Groenlandia, donde la piel quemada era una exquisitez y los ojos enrojecidos solo una molestia previa al comienzo del verdadero tormento.

Se detuvo un momento para limpiarse las limaduras de metal oxidado que se le habían adherido a las palmas de las manos y se las habían teñido de color naranja, y luego agarró la barra otra vez y tiró de sí mismo para ir siguiendo la pared, mientras escupía contra el Chino y maldecía la llamarada de dolor que recorría su columna vertebral, junto con los clavos de hierro candente que le atravesaban las plantas de los pies.

—Volveré a andar —se dijo, y dio otro paso más.

Oyó el estruendo metálico que hizo el mecánico al dejar caer las herramientas, y observó cómo se limpiaba las manos en un trapo grasiento y se encaminaba hasta el otro extremo del taller para ponerse detrás de la silla de ruedas.

Maratse apretó los dientes.

—Solo uno más —dijo.

El mecánico asintió con la cabeza y fue hacia la fila de taquillas que había al fondo. Regresó con una botella de vodka y dos vasos de chupitos sucios y los colocó encima de un barril puesto boca abajo al mismo tiempo que Maratse se abandonaba en la silla de ruedas. Llenó ambos vasos y le entregó uno a Maratse.

Skål —dijo, y acto seguido chocó su vaso con el de Maratse. Esperó hasta que este hubo apurado su vodka y después le quitó el vaso vacío y se lo cambió por el suyo, aún lleno.

Qujanaq —dijo Maratse, y a continuación se bebió el segundo vodka—. Gracias.

El mecánico cogió los vasos ya vacíos y los puso junto a la botella de vodka. Pero al ver que Maratse negaba con la cabeza, le puso el tapón a la botella.

—Te esfuerzas demasiado —comentó el mecánico.

—Puede ser.

—Sí, sin duda —El mecánico ladeó la cabeza y miró fijamente a Maratse—. ¿Por qué?

Maratse sacó el sobre que tenía debajo de la pierna y se lo dio al mecánico. Se limpió el sudor de la frente mientras el otro abría la carta y la leía.

—Ahí tienes el motivo —le dijo cuando el otro lanzó un silbido.

—Van a pagarte la totalidad de la pensión.

—No la quiero.

—No tienes necesidad de volver a trabajar. —El mecánico esperó mientras Maratse respiraba hondo. Cuando exhaló, aprovechó para decir—: ¿Quieres ser policía?

—Y tú, ¿quieres ser mecánico? —replicó Maratse recorriendo el taller con la mirada. Señaló con un gesto las manos del otro, manchadas de grasa, y olfateó el fuerte olor a gasóleo.

El mecánico se encogió de hombros.

—Se me da bien —respondió.

—A mí también —repuso Maratse. Indicó la botella—. ¿Me dejarás el vodka cuando te vayas?

—Claro.

Maratse asintió con la cabeza. Dio la espalda al mecánico, se agarró de la barra y se irguió para ponerse de pie. El dolor le recorrió la espina dorsal como si fuera una mecha de fuegos artificiales. Escupió y maldijo hasta que la llamarada se transformó en un hierro candente, pero continuó yendo y viniendo aferrado a aquella barra, hasta que el sol estuvo muy bajo en aquel cielo de finales de otoño y todo el vodka se hubo terminado.

Siete tumbas, un invierno

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