Читать книгу Siete tumbas, un invierno - Christoffer Petersen - Страница 8
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ОглавлениеCavaban las tumbas en la falda de la colina, en la dura tierra que se hallaba encajada entre grandes moles de granito. El cementerio no era muy grande, pero sí lo suficiente como para que en él encontraran acomodo las madres, los padres, los hijos y las hijas de Inussuk, desde los tiempos en que la primera tumba reemplazó al último túmulo de piedras y los recién nacidos que sucumbían al invierno dejaron de momificarse. Los inviernos eran igual de oscuros, los veranos igual de luminosos, pero las muertes habían disminuido y la comida, ya viniera del mar, ya de la tienda, resultaba más fácil de obtener. Aun así, seguían cavando tumbas durante el largo verano para adelantarse al oscuro invierno, cuando la tuberculosis tal vez se llevara consigo a un abuelo o a un nieto, una tormenta de invierno quizás acabase con un cazador o una depresión obligase a alguno de ellos a quitarse la vida. Cavaban dos tumbas para los suicidas, con la esperanza de que fueran demasiadas. Cavaban una para la pelea de borrachos, otra para el accidente de pesca, otra más para el niño que había nacido muerto y que sabían que estaba aguardando en el diminuto depósito de cadáveres del centro médico, situado en un lugar al que se llegaba en bote. Cavaban una sexta tumba para los ancianos. La séptima era para el cáncer. Incluso en el Ártico, siempre había cáncer.
Los hombres salieron de las fosas destinadas a los suicidas y descansaron unos instantes apoyados en las palas, contemplando los icebergs del fiordo. Desde el cementerio se disfrutaba de la mejor vista de las montañas que se elevaban a lo lejos y del asentamiento enclavado al pie de la colina, debajo de donde se encontraban ellos. Inussuk estaba atrapado entre dos playas: una negra y suave y la otra formada por guijarros, piedras y conchas. La playa negra daba al sur y al este, y en ella rompían las olas y era absorbida la energía de todas las tormentas porque estaba sembrada de centelleantes pedazos de hielo tan grandes como las manos, el corazón y la cabeza misma de los sepultureros. Los bloques más grandes, que eran icebergs sumergidos, tachonaban la playa y desviaban el agua que se escurría de la colina en dirección al mar. Entre dos pedazos de hielo flotantes iba a encontrarse el cuerpo de la joven a escasa distancia de la playa aquel mismo otoño, pero por el momento los sepultureros no sabían nada.
Apartaron la mirada de la playa y la fijaron en el asentamiento, donde contemplaron la maltrecha madera de las paredes rojas de la tienda de abastos y la casa recién pintada de verde, propiedad del Comité para la Naturaleza, que en aquel entonces estaba ocupada por dos artistas danesas y una niña pequeña. Uno de los hombres señaló con la cabeza en dirección a la casa, mientras la chiquilla jugaba en la arena y la tierra debajo del porche. Los cuarenta y tres residentes adultos de Inussuk estaban convencidos de que las dos artistas eran amantes. Los doce niños que había eran demasiado pequeños para preocuparse por algo así, y se alegraban de contar con una nueva compañera de juegos, una niña de cabello rubio.
—Cincuenta y ocho residentes —dijo el mayor de los dos sepultureros. Rebuscó en la bolsa que descansaba a sus pies y sacó un termo. Cuando desenroscó el tapón, una ráfaga de viento procedente del fiordo levantó un poco de vapor de la boca del recipiente. Sirvió café en una taza esmaltada para su compañero y, a continuación, llenó el tapón del termo para él.
—Aap —contestó el hombre joven mientras se llevaba la taza a la boca. Observó el asentamiento, se fijó un instante en la niña que jugaba en la arena y luego desvió la mirada hacia su hijo, que lo estaba saludando con la mano desde el embarcadero. El pequeño movió los labios y su pecho se agitó al mismo tiempo que gritaba algo; el hombre lo saludó a su vez y recordó, como hacía siempre que veía a Qaleraq, que su hijo era un niño sano, curioso, difícil a la hora de enseñarle cosas pero ansioso por aprender. Qaleraq, a diferencia del hijo de su hermana, vería muchos más inviernos. Cavarían la última tumba para su sobrino nacido muerto, hundirían el borde de la pala tan profundo como pudieran, hasta tocar la capa de permafrost si tenían la energía necesaria, para que el pequeño descansara en lo más hondo de la tierra.
Se terminó el café, tiró los posos a la fosa y volvió a guardar la taza en la bolsa de su compañero. A continuación, se metió en la fosa y empezó a cavar. El hombre mayor se sirvió otro medio tapón de café y lo bebió mientras paseaba la mirada por el cementerio. El mástil de la antena proyectaba una delgada sombra sobre las tumbas de sus padres, cuyas coronas de flores de plástico se veían ya marchitas por el sol del Polo. Se prometió a sí mismo poner otras nuevas, algo que ya se había prometido el verano anterior, cuando cavaron las siete tumbas, más una octava en septiembre, justo antes de que cayeran las primeras nieves del invierno. La neumonía había pillado por sorpresa a un matrimonio de ancianos: el varón, Aput, sucumbió solo una semana después de su mujer, Margrethe. El sepulturero dejó vagar la mirada por el camino, mientras recordaba cómo había ido cargando con los ataúdes, uno detrás del otro, desde la casa del matrimonio hasta el cementerio, antes de recuperar el aliento durante el breve servicio religioso, y cómo había depositado a quienes fueron amigos íntimos de sus padres en dos fosas contiguas. El sendero era empinado y él se conocía cada recodo, cada piedra y cada hoyo. Llevaba casi seis años junto a su compañero más joven, dándose golpes en los dedos de los pies contra las rocas, resbalando sobre las piedras sueltas y tallando escalones.
Seis años, con sus siete tumbas por año.
Inussuk iba encogiendo a medida que el cementerio iba expandiéndose. Los jóvenes y los que poseían estudios abandonaban el asentamiento y se marchaban a otros pueblos mayores y a las ciudades de la costa occidental de Groenlandia. Los niños se iban para acudir al colegio de Uummannaq, regresaban ya con quince y dieciséis años acabado el décimo curso, y se sentían cada vez más aburridos por la tranquila vida que se desplegaba entre aquellas dos playas, frustrados ante la falta de trabajo y dinero. Tan solo un chico había regresado para dedicarse a pescar en las mismas aguas que su padre, mientras que su hermana y una amiga de esta se habían marchado a cursar Estudios Superiores en Aasiaat, una localidad situada más adelante en la costa.
—Oye —dijo el hombre mayor tras terminarse el café.
—¿Qué?
—¿Te has enterado de lo del policía?
—¿Qué policía? —El hombre joven apoyó la pala contra la pared de tierra y salió de la fosa.
—Va a venir la semana que viene.
—¿Aquí?
—Aap —respondió el mayor, y señaló la casa de color azul oscuro que había detrás de la tienda de abastos—. Ha comprado la casa de Aput. —Guardó silencio—. ¿No lo sabías?
—Naamik —replicó el joven. Y después añadió—: Puede ser.
—Deberías escuchar a tu mujer, Edvard. A ella se lo contó mi esposa.
—Ya.
El hombre mayor miró a Edvard a los ojos.
—¿Ocurre algo?
Edvard se encogió de hombros.
—El niño —respondió, y volvió la vista hacia el lugar en el que estaba en aquel momento su hijo, jugando con la niña danesa—. Queremos tener otro hijo, pero a ella le preocupa que pueda sucederle lo mismo que a su hermana. Dice que podría ser por el agua.
—¿Por el agua?
—Contiene metales, de la mina. Los llevan dentro los peces.
—Estas aguas no contienen metales.
—Eso tú no lo sabes, Karl.
—No —aceptó Karl con un suspiro—, no lo sé. —Volvió a enroscar el tapón del termo y lo guardó en la bolsa.Acto seguido, cogió la pala y se dispuso a meterse de nuevo dentro de la fosa. Pero Edvard se lo impidió con una tosecilla—. ¿Qué pasa?
—¿Qué me estabas diciendo del policía?
—Aap, que viene hacia aquí.
—¿A trabajar?
—A vivir.
Edvard sacudió la cabeza y añadió:
—Eso ya lo has dicho, pero ¿va a trabajar aquí como policía?
—Nunca hemos tenido un policía en Inussuk.
—Por eso precisamente te lo pregunto.
Karl se echó a reír.
—¿Estás preocupado por tu licor de fabricación casera? Si lo descubre, posiblemente habrá más levadura en la tienda de abastos, y así podré comer pan recién hecho, para variar.
—Puede ser —respondió Edvard sonriendo—, aunque en ese caso, ¿dónde ibas a conseguir el alcohol, viejo?
—En Uummannaq, como todo el mundo.
—Tú mismo. —Edvard reflexionó unos instantes—. Pero ¿por qué viene aquí ese policía, si no es para trabajar?
—Buuti mencionó que piensa jubilarse, no sé qué de una jubilación anticipada.
—Debe de estar enfermo —dijo Edvard contemplando las dos tumbas que ya casi tenían terminadas.
—Débil e inválido —repuso Karl—. He oído que anda con una muleta, puede que con dos.
—¿Así que se muda aquí procedente de Nuuk?
—Naamik, es de Ittoqqortoormiit.
—¿Tunu? ¿Groenlandia oriental?
—Aap.
—¿Y por qué viene aquí?
—No lo sé. Se lo puedes preguntar tú la próxima semana.
Edvard lanzó un gruñido y saltó al interior de la fosa. Recogió su pala y empezó a cavar mientras Karl hacía lo mismo en la tumba de al lado. Estuvieron trabajando dos horas más y terminaron las tumbas a la vez, como siempre, aunque Karl sospechaba que Edvard aminoraba el ritmo siempre que estaba a punto de finalizar y se ponía a raspar los bordes en lugar de cavar, hasta que su compañero, mayor que él, hubiera terminado.
Karl fue el primero en salir de la fosa y le tendió la mano a Edvard para ayudarlo a subir, un pequeño gesto de agradecimiento a cambio del respeto mostrado hacia sus mayores. Fueron hasta el otro extremo del cementerio, situado más cerca de la cornisa que recorría la falda del cerro y también del oleaje que azotaba las rocas oscuras y húmedas que había allá abajo. Trazaron la forma de las dos tumbas que iban a cavar allí, tan cerca del borde como se atrevieron, y dentro de lo que se consideraba respetuoso, sin condenar a los ocupantes a sufrir vértigo durante toda la eternidad.
Edvard se detuvo un momento en el punto más alejado y contempló el mar. Tocó a Karl en el hombro y señaló una embarcación a motor de tamaño medio que llevaba un rayo dibujado en el casco y que se mecía a la sombra de un enorme iceberg, demasiado próxima a él como para escapar del oleaje y de los fragmentos sueltos si el bloque de hielo empezara a moverse o a partirse. Karl hizo un gesto de preocupación y Edvard se encogió de hombros. Ninguno de los dos reconoció la embarcación. Incluso a aquella distancia sería raro no identificar la forma de una lancha del pueblo o la curva que formaba su proa.
—¿Sabes tú quién es?
—Naamik —contestó Edvard—. Puede que sea alguien de la isla de Disco.
—Quizá.
Los dos sepultureros, apoyados en sendas palas, contemplaron cómo la embarcación se alejaba progresivamente del iceberg y se perdía de vista.Aguardaron hasta que la popa desapareció por detrás del iceberg, y solo entonces sacaron la primera paletada de tierra de las nuevas tumbas. Si pudieran ver a través de la masa del iceberg o por detrás de él, habrían visto a un hombre saliendo del camarote de la embarcación y arrastrando a una joven desnuda por su larga y negra melena. Lo habrían visto abofetearla dos veces. Si el viento hubiera estado soplando en la dirección adecuada, puede que incluso la hubieran oído gritar.
Era una mujer joven, con curvas suaves que definían su sexo. Tenía la piel más oscura que sus amigas europeas, pero más clara que los groenlandeses. Lucía varios hematomas y sangraba por la nariz. El hombre se limpió la mano manchada de sangre de la chica en el estómago de esta, después la arrastró por la cubierta y la arrojó al suelo. Ella agitaba las piernas al igual que un pez ensangrentado y él la abofeteó de nuevo, esta vez con el dorso de la mano, de forma que la nuca de la joven chocó contra la borda de la embarcación. El bote se meció de resultas del impacto. La chica dejó de agitar las piernas y se quedó con sus ojos castaños muy abiertos e inmóviles, fijos en su agresor. Su melena negra estaba esparcida sobre el asiento moldeado en el casco; el hombre apoyó la bota en el asiento, encima del pelo, para que la chica no pudiera moverse del sitio. Acto seguido, alargó un brazo por encima de ella, cogió una bolsa del asiento que había enfrente, abrió la cremallera y sacó varias prendas de ropa de invierno que fue tirándole encima.
—Vístete —le ordenó.
Arrojó la bolsa hacia el interior del camarote y apoyó el peso en la rodilla. La joven, peleando con el pantalón y los calcetines, aguantaba la respiración sin apartar los ojos del hombre. Este retiró el pie con el que le pisaba la melena y le dijo que se incorporase y se pusiera el forro polar y un gigantesco y grueso anorak Canada Goose. Mientras la chica se vestía, él posó la mirada en las aréolas oscuras de sus pechos. La obligó a ponerse de pie y la llevó a rastras por la cubierta.Agarró unas botas de senderismo que había debajo de la rueda del timón.
—Las botas —dijo al mismo tiempo que se las lanzaba.
A continuación, giró la silla situada frente a la rueda del timón y obligó a la chica a sentarse por la fuerza. Ella se mordió el labio y él la asió por el pelo para darle un tirón, un movimiento que le arrancó un sollozo. Esperó a que se pusiera las botas y se atara los cordones. Una vez calzada, tiró nuevamente de ella para ponerla de pie y la empujó hacia el lado de babor de la embarcación, el que estaba más cerca del iceberg.
La chica se agarró a la barandilla, temblando de arriba abajo y sollozando. El hombre la soltó y regresó al timón, y aplicó un poco de impulso para aproximarse más al iceberg. Entonces quitó la marcha y dejó el motor al ralentí. Una nube de humo gris alcanzó el rostro de la chica y la hizo toser.
—¿Cómo dices? —preguntó el hombre.
—He tosido —respondió la joven en danés. Notaba en los labios el sabor de las lágrimas, un sabor salado como el mar.
—¿Qué has dicho? —dijo el hombre al mismo tiempo que la agarraba por el pelo.
—¡No he dicho nada! —respondió ella. El hombre le giró la cara para obligarla a mirarlo—. Nada —dijo en un sollozo.
—Habla en groenlandés, puta —le dijo a la vez que le empujaba la cabeza hacia abajo y sonreía tras arrancarle otro sollozo.
—No sé.
—Exacto.
Entonces la empujó hacia la borda. La chica, llorando, se deslizó hacia el suelo hasta quedar de rodillas. Varias hebras de su pelo quedaron prendidas en el borde de piel de la capucha del anorak cuando el hombre dejó de agarrarla del pelo y le introdujo las manos por debajo de las axilas.
—Fuera de mi barco —le dijo, y la levantó en volandas.
La joven lanzó un chillido y manoteó buscando la barandilla, desesperada por aferrarse a ella, mientras el hombre la pasaba al otro lado de la borda y sus piernas tocaban el agua. Logró cerrar las manos en torno a la barandilla y se agarró con fuerza, lo cual hizo que su agresor, gruñendo por el súbito peso, resbalara sobre la cubierta.
El hombre se puso a propinarle patadas en los nudillos hasta que ella lanzó un chillido y se soltó. Las manos le fueron resbalando por el costado de la embarcación al mismo tiempo que el aire contenido en el interior del anorak se expandía al entrar en contacto con el agua. El frío la hizo expulsar el aire que tenía en los pulmones, y empezó a convulsionarse mientras luchaba por aspirar una última bocanada.
En cuanto la oyó caer al agua, el hombre regresó a la palanca del motor, metió la marcha y se alejó a toda prisa. La joven, con los ojos desorbitados, vio que un poco más allá viraba, rectificaba el rumbo y se asomaba por encima de la borda para observarla. El motor rugió cuando el hombre aumentó la potencia y se dirigió hacia ella a toda velocidad.
La chica, haciendo uso de las escasas fuerzas que le quedaban, palmoteó el agua con los dedos rígidos en su intento por huir del barco nadando. El hombre corrigió el rumbo y pasó tan cerca de la chica que la golpeó en la cara con el duro casco de la embarcación. La cabeza de la joven se hundió en el agua y su melena quedó flotando en la superficie a modo de una maraña de zarcillos y nervios, conectada a lo profundo del agua, en sintonía con su muerte, mientras el hombre frenaba de nuevo, daba media vuelta y aceleraba una vez más hacia ella. La quilla de la embarcación le golpeó la cabeza produciendo una vibración que resonó en todo el casco.
El hombre, sonriendo, describió lentamente un círculo alrededor de la última posición conocida que había ocupado la joven. Luego se acomodó en el asiento tras la rueda del timón y metió la mano en el bolsillo buscando un paquete de caramelos de menta, pero frunció el ceño cuando sus dedos se toparon con las bragas de color topacio de la chica. Volvió a guardárselas en el bolsillo y puso rumbo a la entrada del fiordo mientras los sepultureros cavaban hondo en el cerro que se elevaba por encima de Inussuk.