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1.2. Las Filípicas y la muerte de Cicerón

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Cinco días después de que el orador de Arpino pronunciara su último discurso conservado, el 26 de abril del 43 a. C., el Senado decretó quitarse la ropa militar, es decir, el restablecimiento del estado de paz, una vez conocida la liberación de Décimo Bruto y la huida de Antonio. Además, el propio Cicerón, en una carta a Marco Bruto (1, 3a) del 27 de abril, le indica que Marco Antonio ha sido declarado «enemigo público», la propuesta que había defendido desde la Filípica III. Por otra parte, a Décimo Bruto se le concedió el triunfo y fue nombrado jefe supremo de las tropas senatoriales; a Octavio, sin embargo, tan sólo una ouatio, una medida que suponía un agravio comparativo para el joven propretor y que, sin duda, influyó en los acontecimientos posteriores. Aunque el Senado intentó corregir su error nombrándole también comandante de las fuerzas senatoriales, sólo consiguió que Octavio, desde su posición de fuerza, exigiera su nombramiento como cónsul, que le fue otorgado el 19 de agosto. Aunque Octavio vetó la publicación de la correspondencia con Cicerón de esta época, sin embargo, parece que propuso al viejo senador ser su colega en el consulado, un cargo que tras muchas vacilaciones el orador no aceptó.

Poco tiempo después, a finales de octubre, los intereses políticos llevaron a Marco Antonio, Octavio y Lépido a formar el llamado Segundo Triunvirato y, entre otras medidas, acordaron una larga lista de proscripciones con trescientos senadores y dos mil caballeros; y en esa lista, pese a la inicial resistencia de Octavio, se encontraba Cicerón. Que las Filípicas fueron la causa inmediata de esta decisión lo reconoce Plutarco (Cic. 48, 6) al relatar la muerte de Cicerón, cuando el orador ofreció su cuello al centurión Herenio: «Le cortó [Herenio] la cabeza por orden de Antonio y las manos con las que había escrito las Filípicas» y, como se verá más adelante (cf. el apartado 3 de esta Introducción), la relación directa entre estos discursos y la muerte del orador será uno de los aspectos con mayor repercusión en la posteridad.

Cuando Cicerón pronunció su primera Filípica, intuía ya el riesgo que corría, pero no imaginaba el decisivo papel que iba a desarrollar en los meses siguientes y que le iba a costar la vida; así en este primer discurso dice (§ 10):

me apresuré a secundar a aquel [Lucio Pisón] a quien los presentes no secundaron, no para ser de ayuda en algo —pues yo ya no esperaba tal cosa ni podía ofrecerla—, sino para dejar, no obstante, mi voz en este día como testimonio ante la República de mi perpetua disposición hacia ella, en prevención de que algo me sucediera por mi condición humana, pues muchas cosas parecen ocurrir al margen de la naturaleza y al margen del destino.

Sin embargo, tras los dos primeros discursos y haberse ausentado de Roma desde mediados de octubre hasta el 10 de diciembre, era ya plenamente consciente de su papel y de su riesgo (Fil. III 33):

Yo, por mi parte, a la espera de este día he evitado las criminales armas de Marco Antonio, cuando él, atacándome en mi ausencia, no comprendía para qué ocasión me reservaba y reservaba mis fuerzas. En efecto, si hubiera querido responderle cuando pretendía empezar por mí la matanza, ahora no podría aconsejar a la República

y en la IV (§ 1):

Vuestra increíble asistencia, ciudadanos, y esta asamblea tan concurrida como no creo recordar despiertan en mí el máximo entusiasmo por defender la República y, además, la esperanza de recuperarla. Aunque nunca me faltó ánimo, me faltaron ocasiones. Y tan pronto como me pareció que éstas ofrecían un poco de luz, fui el primero en defender vuestra libertad. Pero si hubiera intentado hacerlo antes, ahora no podría hacerlo.

Pese a todo, se diría que fue una muerte de la que el propio orador se habría sentido satisfecho, pues en la Filípica I hace el elogio del abuelo de Marco Antonio, que sufrió en el 87 a. C. por orden de Cina una muerte similar: le cortaron la cabeza, que luego fue colocada en los Rostra del foro, y sobre ello dice el viejo orador (I 34): «Así pues, pasando por alto los éxitos de tu abuelo, preferiría yo su penosísimo último día a la tiranía de Lucio Cina, quien con toda crueldad lo asesinó». Meses después de su muerte, Bruto y Casio fueron vencidos en la batalla de Filipos y en el 27 a. C. la República dejó de existir. Las Filípicas son el último testimonio de la lucha por mantenerla.

Discursos VI. Filípicas

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