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INTRODUCCIÓN

1. Ambientación histórica

Durante una treintena de años el cristianismo disfrutó también de la paz que el gobierno romano otorgó al pueblo judío, no porque la libertad se hubiese concedido de una manera consciente, sino porque ni el gobierno ni el pueblo distinguían entre el cristianismo y el judaísmo. Al principio los adeptos continuaron observando la ley judía en Jerusalén; pero la Iglesia, según los Hechos de los Apóstoles, aumentó rápidamente, pues muchos judíos que visitaban Jerusalén por Pascua se convertían al cristianismo. Al ser perseguidos por los judíos, los dirigentes cristianos enseguida fueron arrojados de Jerusalén a las sinagogas de Samaría y Siria, adonde los siguieron varios de sus perseguidores, entre ellos Saulo1. Pronto se predicaría el Evangelio a los gentiles, y los conversos quedarían en libertad para abandonar la práctica del judaísmo. El apóstol de los gentiles podía ya predicar un Evangelio emancipado del judaísmo2, aunque la hostilidad de los «judaizantes» le entorpeciese todos los pasos.

Pablo viajaba por los caminos del comercio y las comunicaciones a los que la paz romana había dado seguridad. Visitaba primero las comunidades judías y después predicaba a los gentiles3, en el griego de aquel tiempo. Sus conversos pertenecían, por lo general, a las clases humildes4. Cuando su predicación promovía desórdenes, eran los judíos los que los provocaban5. Los funcionarios romanos lo protegían como a un sectario judío6.

Pero, si por entonces el gobierno de Roma no distinguía entre el judaísmo y el cristianismo, el pueblo no tardó en hacerlo, pues comprendió que había surgido algo más insolente y algo más peligroso que el judaísmo. Hacia el año 64 d. C., la fecha de la persecución de Nerón7, el gobierno se había al fin dado cuenta de esto, ya que, según sus enemigos, el cristianismo mereció que se le prestara vigilancia oficial, porque no satisfacía las condiciones en que Roma concedía la tolerancia8.

A algunos romanos de la época les parecía que los cristianos odiaban al género humano; esperaban el próximo advenimiento de Cristo cuando todos, salvo ellos mismos, serían destruidos. A partir del siglo II este modo de pensar se manifestó de una manera diferente; a los cristianos no les importaba provocar la enemistad con el fin de ganar la corona del martirio. Con la negativa a cooperar en los festivales religiosos, juegos de anfiteatro, espectáculos de teatro y circo, a manifestar los gestos de culto que impregnaban la vida ordinaria, ponían en tela de juicio la legislación y las instituciones de la ciudad. Defendían unos valores que no se identificaban con el Imperio romano. El mensaje de los cristianos es más vasto y más duradero que los imperios y las civilizaciones, que se construyen y se destruyen: esta actitud será calificada de indiferencia y de falta de civismo, porque la religión oficial forma una sola cosa con la ciudad9. De modo que una parte pensaba en términos políticos, la otra en términos religiosos; y, como la religión cristiana era absolutamente distinta de todas las demás por su rechazo de la consigna «vivir y dejar vivir», el conflicto fue inevitable. Ya desde la primera persecución, es decir, la de Nerón10, llevar el «nombre» de cristiano, que equivalía a ser cómplice en prácticas subversivas, fue suficiente para poder ser perseguido11. Por otra parte parece que en los dos primeros siglos no hubo un edicto «general» contra el cristianismo. La persecución era esporádica y local. Se producía principalmente como resultado de disturbios que hacían que el asunto llegase a oídos del magistrado provincial.

De todos modos, en el año 112 d. C., Plinio, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano, pidiéndole consejo: «¿Es punible el nombre o sólo los crímenes atribuidos al nombre?». Plinio ya había establecido la prueba del culto. Trajano contestó que no podía aplicarse una regla universal. No hay que andar a la caza de cristianos. Si se comprueba que alguien es cristiano, deberá ser castigado. No deben tenerse en consideración las denuncias anónimas12. Parece ser que Trajano, a pesar del gran número de cristianos que según Plinio había en Bitinia, no los consideraba como activamente peligrosos. Durante los reinados de Antonino Pío y de Marco Aurelio, la persecución era iniciada generalmente por la furia del populacho más que por iniciativa oficial13.

En los siglos III y IV la relación entre la Iglesia y el Estado sufrió cambios que estaban ligados a los vuelcos de circunstancias que ambos habían experimentado. La persecución ahora se hacía por edicto general del Emperador y no por el ejercicio local de la iniciativa judicial. La Iglesia había aumentado en número, poder y prestigio. «Apenas somos de ayer —dice Tertuliano a fines del siglo II en un famoso pasaje14—, y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: ciudades, islas, poblados, villas, aldeas, y también los campamentos, vuestras tribus, vuestros departamentos electorales, el palacio, el senado, los tribunales; lo único que os hemos dejado han sido vuestros templos». Además, el cristianismo se había definido tanto en su organización externa como en su doctrina con relación a los problemas de la vida humana en el Imperio. Era ya la religión de algunos de los hombres más competentes y cultos de la época.

Pero en este tiempo lo que más desesperadamente le importaba al Estado era la unidad. Esta nueva fase se caracteriza como una batalla abierta y general contra el cristianismo, con el objeto de destruirlo, por creerlo un peligro para el Estado. Se ve más claramente el cambio que se produjo en las relaciones entre el cristianismo y el gobierno, examinando las razones que provocaron la persecución. Septimio Severo, al principio, no se mostró hostil, y se sabe que entregó a su hijo Caracalla al cuidado de una nodriza cristiana, según escribe Tertuliano en su Apologeticum, 1615. Pero le alarmó el rápido aumento en el número de cristianos y prohibió el bautismo de los paganos, aunque esta prohibición caducó después de su muerte.

Las medidas de Decio, hombre de grandes cualidades como guerrero y gobernante, fueron más drásticas, y motivadas por los indicios cada vez más numerosos de que la Iglesia se estaba organizando como una sección exclusiva de la sociedad, por su pacifismo y la consecuente amenaza para la eficacia militar del Imperio, y por el deseo del Emperador de mantener buenas relaciones con el Senado. Por todo esto juzgó Decio al cristianismo, ya muy desarrollado, un obstáculo para sus planes, por lo cual se ordenó, mediante un edicto general contra ellos16, que todos los ciudadanos se presentaran ante el magistrado, hiciesen sacrificios a los dioses paganos y recibiesen un certificado acreditativo de haberlos efectuado. Durante un breve tiempo hubo una feroz persecución, con la intención original de hacer que se renunciase a la fe en masa. El edicto tuvo éxito porque, aunque hubo muchos mártires, también fueron muchos los lapsos, por el miedo ante el nuevo método y también, según Cipriano (De lapsis 5, 6), por la laxitud de muchos cristianos. Pero los propósitos imperiales fracasaron porque casi todos los lapsos, algunos incluso durante la misma persecución, pidieron ser admitidos nuevamente en la Iglesia. La admisión a la Iglesia de éstos provocó disputas, toda la llamada controversia de los lapsos, sobre la disciplina penitencial y sus fundamentos dogmáticos con ocasión de aquel conflicto: de ella hablamos más adelante.

En el año 257 d. C., Valeriano intentó imponer la tolerancia del cristianismo, que había sido negada durante dos siglos, ordenando que el alto clero hiciese sacrificios, pero permitiendo que en la vida privada se siguiese siendo cristiano17. En el Oriente se castigó a seglares y clérigos por profesar la fe cristiana, prescribiéndose castigos especialmente severos a los senadores y a los caballeros. De este modo se atacaba a la Iglesia como organización. En el año 257 publicó un edicto contra los clérigos y poco después otro contra todos los cristianos, aduciendo, al parecer, peligro político.

Pero fue bajo Diocleciano cuando se desencadenó la persecución más sangrienta. El emperador se había propuesto dar a Roma un esplendor extraordinario. En su esfuerzo desesperado para unir el Imperio, le preocuparon especialmente las influencias que tendían al separatismo, y, aunque al principio despreció la fuerza de los cristianos, hacia el año 303 d. C., bajo la presión de César Galerio, su asociado en el gobierno, había llegado a la conclusión de que en efecto existía otro Estado dentro del Estado. Las medidas que tomó fueron sin precedentes, puesto que ningún cristiano podría disfrutar de ciudadanía romana ni, por tanto, desempeñar puestos en los servicios imperial ni municipal y tampoco podía recurrir a la apelación en los veredictos judiciales. Ningún esclavo cristiano podría ser libre y se destruirían las iglesias y los libros sagrados; se encarcelaría al clero y se le obligaría a sacrificar a los dioses mediante la tortura. El propósito era privar a los fieles de sus dirigentes y a la organización de la Iglesia de sus principales defensores. Finalmente, este edicto fue aplicado a todos los cristianos18. El rigor con que se aplicaron estos edictos fue muy distinto en unas y otras zonas del Imperio. Hubo algunos lapsos —se llamó traditores a los que entregaron libros sagrados para que fueran destruidos— pero en número muy inferior a los que hubo en la persecución de Decio, y fueron muchos los mártires y confesores. Era la última batalla de la Iglesia con la Roma pagana, pues estaba ya próxima la libertad definitiva del cristianismo promulgada por Constantino en el Edicto de Milán, a principios del 313.

2. Vida de San Cipriano

San Jerónimo19 compendia así la vida del Obispo de Cartago: «Cipriano, nacido en África, fue primeramente un insigne maestro de retórica. Después, convertido al cristianismo por los buenos consejos del presbítero Cecilio20 de quien tomó el nombre, invirtió en la ayuda de los pobres toda su fortuna21. No mucho tiempo después fue ordenado presbítero y consagrado obispo de Cartago, sufriendo el martirio en tiempo de los emperadores Valeriano y Galieno, en la octava persecución, en el mismo día aunque no en el mismo año que el obispo Cornelio en Roma».

Esta breve noticia tiene para nosotros un gran valor porque es el único documento que habla de su vida anterior a la conversión. Las otras fuentes biográficas de san Cipriano son las siguientes:

1. La Vita Cypriani22, escrita por su diácono Poncio poco tiempo después de la muerte del gran obispo; su mérito literario ha sido exagerado por Harnack23; más un elogio que una historia, tiene todos los defectos de las primeras biografías y su autor más que explicar las obras del santo quiere mostrar la acción de la Providencia sobre él; por esta razón falta el estudio psicológico y el autor omite períodos enteros de la vida de Cipriano que considera poco interesantes, tales como su juventud y la polémica sobre la práctica de rebautizar a los herejes. Sobre todo tiene valor por ser prácticamente contemporánea y de un testigo ocular.

2. Los Acta proconsularia Cypriani son fuente segura para las circunstancias de su martirio. Narración sencilla y sin pretensiones literarias, pero detallada y precisa, escrita por un testigo presencial de los hechos que relata, consta de tres partes: a) el proceso del interrogatorio delante del procónsul Aspasio Paterno y la condena al exilio a Cúrubis, el día 10 de agosto del año 257; b) el proceso de su segundo interrogatorio, ante el procónsul Galerio Máximo y la condena a muerte, en el mes de septiembre del año 258; y c) la relación del martirio, llevado a término el día 14 de septiembre del mismo año, en Villa Sexti, cerca de Cartago24.

3. Sus obras constituyen el principal medio o fuente de que podemos servirnos para deducir los hechos de su vida y adivinar sus rasgos psicológicos: su prudencia, su gran caridad, su firmeza de carácter. Su fecunda producción literaria se limita a una serie de opúsculos, tratados más o menos extensos de apologética, polémica o moral, y a las cartas que escribió siendo ya obispo. Estas cartas no tienen indicación de la fecha, pero, gracias a su contenido, de casi todas ellas se puede deducir el año en que fueron escritas.

Desde los primeros opúsculos, que probablemente son anteriores a todas las cartas, especialmente desde el Ad Donatum, donde canta las maravillas de la gracia en el alma del novel cristiano y la felicidad de la que se siente poseído con las nuevas prácticas, hasta la carta 81, dirigida en el año 258 a su clero y pueblo para hacerles sabedores de su próximo martirio, todas sus obras forman una rica hilera de notas que, además de constituir una parte considerable de la historia eclesiástica de su siglo, tienen un extraordinario valor autobiográfico.

Cecilio Cipriano25, de sobrenombre Tascio26, era de la provincia proconsular de Africa27, quizás de la misma ciudad de Cartago28. La fecha de su nacimiento no se puede fijar exactamente: probablemente oscila entre el 200 y el 21029.

Tampoco sabemos nada de la fecha ni de las circunstancias de su conversión, si bien Monceaux supone que la época de su conversión debió de ser hacia el 245 o el 246. Poncio, que podía conocer bien la vida de su obispo, no dice nada de esta primera etapa de su vida. El hecho es que en la época vigorosa de su edad, alrededor de los cuarenta años, se sintió atraído hacia el cristianismo, siendo imponderable la actividad apostólica que entonces se despertó en aquel temperamento vivísimo, educado en la escuela del impetuoso Tertuliano, a quien él llamaba continuamente «el maestro»30.

Todavía era catecúmeno cuando ya hizo voto de continencia y vendió sus fincas para distribuir su importe entre los pobres; hacía poco que había sido bautizado cuando fue ordenado sacerdote y pronto, por aclamación de todo el pueblo, recibió la consagración episcopal que le llevaba a la metrópoli de África proconsular. Podemos deducir el año de su ascensión a la dignidad episcopal a través del contenido de la carta 59, escrita al papa Cornelio en el año 252, en la cual dice que éste es el año cuarto de su pontificado.

Una mezcla de energía —que, cuando se creía bien orientado, le hacía intransigente frente a cualquiera, por alto que fuese— y de dulce humildad —que le llevaba a consultar la opinión de sus subordinados, los obispos africanos y los clérigos e incluso de los fieles laicos— le hizo triunfar en la tarea nada fácil de regir la primera de las sedes episcopales de África31 en una época en que —como él mismo dice32— la antigua disciplina se había relajado hasta tal extremo que era general el afán de acumular riquezas, faltaba el celo y la pureza de fe en los ministros de Dios, no se practicaban las obras de misericordia, hombres y mujeres desfiguraban en sus cuerpos la obra de Dios con tintes postizos y artificios de toda clase, se engañaban los unos a los otros, se casaban cristianos con infieles, juraban sin necesidad y hasta con falsedad, menospreciaban soberbiamente la autoridad, maldecían y se odiaban, e incluso los obispos, quienes habrían tenido que dar buen ejemplo a los fieles con sus virtudes, vagabundeaban lejos de sus diócesis y de las almas que les habían sido encomendadas, convertidos en negociantes y acaparadores de caudales mal adquiridos33.

Muy pronto un nuevo estado de cosas vino a hacer todavía más difícil la actuación de san Cipriano: con la ascensión de Decio al trono imperial, vino la reacción romana contra el extranjerismo, que lo había invadido todo con los anteriores emperadores forasteros, y estalló una persecución furiosa de los cristianos a principios del año 250, cuando justamente hacía uno que Cipriano era obispo. Solamente huyendo pudo librarse de la muerte, que reclamaba tumultuosamente el pueblo gentil gritando que fuese tirado a los leones del circo34.

No era todavía la hora —dice su biógrafo— de que llegase a la cima de la gloria con el martirio; había de subir a ella por todos los escalones, de uno en uno, y los fieles necesitaban sus consejos y su auxilio en la horrible persecución que acababa de desatarse.

El clero romano, encargado del gobierno de la Iglesia por la vacante que dejó el martirio de san Fabián35, no aprobó la fuga del Obispo de Cartago36 y fue necesario que éste escribiese la carta 20 a fin de justificarse. En esta carta nos deja un bello fragmento de autobiografía, demostrando, con la simple elocuencia de una narración de hechos, que en nada fue negligente su celo apostólico en aquel refugio, que nos es desconocido —si bien no podía estar lejos de Cartago—, pues desde allí iba siguiendo el curso de los acontecimientos.

De esos quince meses de exilio son las cartas 5 a 8 y 10 a 19, a las que alude en la referida carta 20. También pertenecen a esta época la 9 y muchas de las posteriores hasta la 43.

La persecución de Decio37, aunque breve en el tiempo, trajo como consecuencia un gran número de apostasías. Todo el mundo era llamado a comparecer delante de los magistrados y obligado a sacrificar a los dioses de la religión oficial. Los que se sujetaban a estas condiciones recibían un certificado de cumplimiento y no eran molestados ya más.

Fueron muchos los cristianos que no resistieron. Unos cayeron ejecutando un sacrificio propiamente dicho —sacrificati— u ofreciendo unos granos de incienso sobre el altar —thurificati— mientras que otros fingieron una apostasía que no existía en realidad. La larga paz había producido cierta flojedad en muchos cristianos, y por esta razón algunos se procuraban de los empleados públicos un certificado con el testimonio de haber sacrificado a los dioses, y otros se hacían inscribir simplemente en las listas públicas y recibían el libellus en que esto constaba, por lo cual se les llamó libellatici. Todos ellos eran considerados por la Iglesia como lapsos o caídos, y obligados a la penitencia canónica si solicitaban su reintegración a la comunión de los fieles.

El respeto que se tenía a los santos confesores aprisionados y próximos al martirio hacía que los lapsos fuesen a pedirles cédulas de recomendación para las autoridades eclesiásticas, con la presentación de las cuales, llamadas libelli pacis, les era concedida la abreviación de los trámites penitenciales y muy a menudo el perdón total.

En esta ocasión, el Obispo de Cartago tuvo que mostrar toda su energía, su firmeza y su rectitud a fin de evitar que se hiciese un abuso de la benevolencia de los mártires para con los lapsos; a tal fin, Cipriano escribió desde su refugio las cartas 15, 16 y 18 dirigidas a los confesores, a los clérigos y al pueblo, respectivamente.

Las órdenes del obispo invitando a los lapsos a la penitencia y a la paciencia no fueron bien recibidas por todo el mundo, puesto que de entre los propios confesores aprisionados hubo quienes no quisieron aceptarlas. Luciano, un hombre de «fe intrépida y de virtud robusta, pero de pocos fundamentos teológicos»38, que había sido condenado a morir de hambre y de sed en la prisión, en nombre de otros confesores aprisionados dirigió a Cipriano una breve carta39 en la que le decía: «Debes saber que todos nosotros hemos otorgado la paz a aquellos que te hayan dado cuenta de su conducta después del pecado». El obispo se mantuvo inflexible. En una carta dirigida a sus clérigos40 les felicita por haber excomulgado al presbítero Gayo de Dida, quien admitía a los lapsos a la comunión, y les exhorta a obrar igualmente con todo el que siga la misma conducta, sea clérigo o laico.

Hacia principios del año 251, se apaciguó la persecución y Cipriano pensó volver a su iglesia; pero se lo impidió una nueva complicación. En efecto, el presbítero Novato y el laico Felicísimo, ya adversarios de san Cipriano desde que, en contra de su parecer, había sido promovido a la dignidad episcopal, secundados por otros ocho presbíteros, levantaron una tempestad de odio en contra de su obispo, tomando como pretexto la severidad, que ellos calificaban de excesiva intransigencia, con que eran tratados los apóstatas que se querían reconciliar.

San Cipriano excomulgó a los insubordinados41 y volvió a su metrópoli hacia los últimos días de marzo o primeros de abril del año 251, dispuesto a solucionar en un concilio el asunto de los lapsos, que había ocasionado estos lamentables acontecimientos. Como preparación de este concilio había escrito el opúsculo o tratado De lapsis, en donde se lamentaba de la defección de tantos hermanos y exhortaba a todos los caídos a penitencia. Fue entonces cuando se reunió el concilio de primavera del año 251, que aprobó toda la actuación del Obispo de Cartago. En él se decide recibir en la comunión eclesial sin previa penitencia pública a los libellatici. Los sacrificati y los thurificati debían hacer penitencia pública durante largo tiempo (diu).

Mientras tanto, otro cisma más serio amenazaba a la Iglesia. Tras el martirio del papa Fabián estuvo vacante la sede de Roma catorce meses. Al frente de la iglesia romana quedó el presbiterium; Cornelio y Novaciano42 eran los personajes más influyentes dentro del clero romano. En el 251 fue elegido Cornelio. Novaciano, herido, acusó a Cornelio de laxista por su benignidad con los apóstatas y se hizo consagrar por tres obispos rurales de Italia a toda prisa y con engaños, habiéndolos embriagado43. Desde ese momento, rodeado de un grupo de presbíteros, diáconos y admiradores, se declaró jefe frente a Cornelio. Aunque parece que el cisma se produjo por motivos personales más que dogmáticos o doctrinales, esta contra-iglesia sigue adelante —el sínodo romano excomulga a Novaciano el 251 — y sabemos por Cipriano44 que a la muerte de este hombre45 contaba con jerarquía, buena organización y florecientes comunidades, sobre todo en oriente. Después se fundirían los novacianistas con otras sectas rigoristas, como los montanistas.

San Cipriano actúa frente a este cisma enérgica y abundantemente, enviando primero delegados a Roma para cerciorarse de los hechos referentes a la ordenación de Cornelio y a la de Novaciano; escribe a Cornelio relatándole lo que sucede en África con motivo del cisma46; hace leer públicamente las cartas de Cornelio47 y expulsa a los emisarios que Novaciano había enviado a Cartago48; escribe a continuación a los confesores de Roma que habían seguido a Novaciano y los retorna a la Iglesia49; escribe también al obispo Antoniano que dudaba de la legalidad del Obispo de Roma y de la puridad de su fe50; vuelve a escribir a Cornelio y a los confesores de Roma51 y publica el breve pero admirable tratado De catholicae Ecclesiae unitate. Ahora bien, con todo eso se había agravado la situación de la Iglesia africana, puesto que a principios del año 252 Novato y los suyos nombraban obispo de Cartago a un tal Máximo y más tarde los secuaces de Felicísimo reunieron cuatro obispos depuestos en concilios anteriores e hicieron consagrar obispo de Cartago a Fortunato, uno de los más grandes enemigos del legítimo obispo, Cipriano. En la carta 59 resume toda la problemática para informar al obispo Cornelio, por lo que nos aporta un testimonio valioso para el conocimiento interno de la iglesia de África a mitades del siglo III.

El biógrafo Poncio no dice nada respecto a todos estos acontecimientos: desde el principio de la persecución de Decio —a principios del año 250— pasa a los días luctuosos de la epidemia del 252. Los estragos que causó esta epidemia fueron terribles: los enfermos eran abandonados por sus familiares, que huían del contagio; los muertos eran amontonados en medio de la calle y eran expoliados despiadadamente. El obispo cartaginés congregó al pueblo y le instruyó sobre el valor de las obras de misericordia y la práctica de la caridad cristiana. Fue entonces cuando publicó sus tratados De oratione dominica, bellísimo comentario del Padrenuestro; De opere et eleemosynis, motivación a la caridad; De mortalitate, sobre la esperanza en una vida futura; y Ad Demetrianum, magnífica apología del cristianismo dirigida a un gentil que se había hecho eco de la voz pública, que culpaba de la epidemia a los cristianos.

Otro triste acontecimiento dio todavía ocasión al obispo Cipriano de Cartago para manifestar su generosidad. Unas cuantas tribus de bárbaros, aprovechando la oportunidad de haber sido licenciada la legión III Augusta, hicieron irrupción en la Numidia y redujeron a cautividad a muchos cristianos, entre los cuales había algunas vírgenes consagradas al Señor. Los obispos númidas escribieron al de Cartago haciéndole saber la desgracia, y éste, haciendo inmediatamente una colecta para contribuir al rescate de los cautivos, les respondió con una carta52 a la vez que remitía lo recaudado.

Mientras tanto Cipriano había llegado a ser el más acreditado consejero no sólo de la iglesia africana, a la que presidía, sino incluso de todas las iglesias vecinas. Y así vemos que en el año 253 escribe a Cecilio, probablemente obispo de Bilta, una extensa carta, en la que combate la práctica, usual en algunas iglesias africanas, de consagrar agua en lugar de vino en la Eucaristía53; al año siguiente interviene en el asunto de los obispos españoles Basílides y Marcial54, quienes querían volver a la dignidad episcopal después de haber adquirido certificados de apostasía; en el mismo año escribe al obispo de Roma, Esteban55, para pedirle la excomunión de Marcial, obispo de Arlés, que seguía siendo novacianista.

Desde el año 255 al 257 se suscita la cuestión de la práctica de rebautizar a los herejes, a la cual se refieren las cartas que van de la 69 a la 75; en la iglesia africana así como en la del Asia Menor era costumbre volver a bautizar a quienes habían recibido este sacramento de manos de los herejes, cuando eran admitidos en la Iglesia católica. En Roma, en cambio, no se seguía esta práctica, limitándose a la imposición de las manos. Cipriano, obispo de Cartago, basándose en que los herejes y cismáticos al no tener la gracia no podían conferirla, desplegó una actividad extraordinaria en defensa de la aceptada doctrina africana; remitió cartas, respondiendo las consultas de Magno56, de Quinto, obispo de Mauritania57, de Jovino58 y de Pompeyo59; congregó en concilio a treinta y un obispos en el año 255, setenta y uno en el año 256 y ochenta y siete el primero de septiembre del mismo año, a fin de comunicar a los otros obispos y al mismo obispo de Roma60 su firme determinación de seguir la práctica tradicional. El obispo de Roma se mostró inflexible y amenazó con la excomunión a los obispos africanos; pero éstos se mantuvieron firmes apoyando el prestigio del metropolitano de Cartago y otros obispos ejemplares como Firmiliano de Capadocia. Nadie ha sabido nunca cuál fue el final de esta controversia. El hecho es que entonces empezó la persecución de Valeriano; los cristianos debieron de unirse todos en aquellos momentos de angustia y cada iglesia debió de seguir sus costumbres; por lo menos la de África parece que seguía la práctica de rebautizar hasta que en el año 314, en el concilio de Arlés, renunció a ella por propia voluntad. A la época de esta persecución pertenecen las últimas cartas, desde la 66.

El obispo de Cartago fue llamado el día 30 de agosto del año 257 ante la presencia del procónsul Aspasio Paterno y condenado al exilio en un pueblecito de la costa llamado Cúrubis61. En este refugio empezó el obispo Cipriano a prepararse para el martirio que veía inminente; desde allí escribió el tratado Ad Fortunatum, animando a los cristianos a sufrir la persecución, y también la carta 76, que escribió a quienes por su fe habían sido condenados a trabajar en las minas y en las canteras.

Las últimas epístolas de Cipriano, una dirigida al obispo Suceso62 y otra a los clérigos y seglares de su obispado63, nos dan a conocer casi todos los acontecimientos de su vida hasta la hora del apresamiento y del martirio, del que nos han dejado una detallada relación la Vita Cypriani y los Acta proconsularia.

El nuevo procónsul Galerio Máximo —dicen las Actas—dispuso que Cipriano volviese a Cartago, cuando hacía un año que estaba en el exilio. El procónsul, que entonces estaba en Útica, le envió a buscar, mas él, creyendo que el deber de un obispo era morir entre sus fieles, se escondió y no se dejó encontrar hasta que supo que Galerio Máximo estaba en Cartago.

El día 14 de septiembre del año 258 fue llevado al tribunal del procónsul y condenado a ser decapitado. Inmediatamente se cumplió la sentencia. Cipriano conservó hasta el último instante el mismo temple de espíritu que había mantenido en sus difíciles deberes como cabeza de la iglesia africana en aquellos tiempos calamitosos.

3. Producción literaria y estilo

El estilo literario del obispo Cipriano de Cartago está muy bien resumido en el elogio que de él hace Lactancio: «Tenía —dice— un ingenio fácil, abundante, suave y claro, y esto es la mejor cualidad de un escritor; no se podía decir qué era lo que más descollaba en él, si la elegancia del habla, la claridad de la explicación o la fuerza de la persuasión»64.

Labriolle65 compara estas palabras con las de san Jerónimo: «El bienaventurado Cipriano como una fuente purísima avanza suave y plácido»66, y con las de Casiodoro: «mana como el aceite con toda suavidad»67, y hace notar cómo los tres coinciden en la apreciación de esta suave elocuencia que se expande.

Por otro lado, es innegable la influencia que en él ejerció Tertuliano; hay fragmentos en sus obras que parecen literalmente inspirados en el impulsivo personaje cartaginés. Pero, sin embargo, las diferencias entre uno y otro son muy notables. Tertuliano es vehemente y agresivo hasta el punto de pasar a menudo los límites de la caridad e incluso los de la prudencia; Cipriano, al contrario, es mesurado y justo, no se deja doblegar, pero en su firmeza hay siempre una gran suavidad; en cuanto al lenguaje son también muy distintos: el de Tertuliano es más expresivo, más rico de imaginación, más original, de un léxico más abundante y de una propiedad tan grande que demuestra un perfecto dominio de la lengua; el de san Cipriano tiene más elegancia y distinción, incluso es gramaticalmente más correcto, pero menos brillante.

Muy lejos de ser Cipriano un imitador servil de su maestro venerado, tiene una manera tan característicamente propia de escribir que, por medio de ella —según San Agustín68—, se puede reconocer la autenticidad de sus obras.

Su estilo es ampuloso, redundante, casi siempre cargado de figuras retóricas; pero esta ornamentación excesiva no empaña nada la transparencia de su pensamiento, no entorpece en modo alguno la claridad de sus explicaciones ni la fuerza de su persuasión69.

Las cartas ponen de manifiesto el amplio y profundo conocimiento que tenía san Cipriano de la Biblia, que queda reflejado unas veces en citas directas y otras en paráfrasis, alusiones y referencias a textos bíblicos.

Respecto a la versión de la Biblia utilizada por el obispo de Cartago, parece claro que maneja al menos otra Vetus diferente de la Vulgata. En algunos pasajes el texto bíblico transmitido en las citas de san Cipriano contiene respecto al de la Vulgata diferencias muy notorias.

En la primitiva Iglesia occidental tuvieron que circular muchas versiones latinas de la Biblia. Las antiguas traducciones, anteriores a la que llevó a cabo san Jerónimo, conocida como Vulgata, reciben el nombre de Vetus. De ellas tenemos documentación, a la vez abundante y fragmentaria, pues se conocen especialmente a través de las citas bíblicas de autores latinos cristianos. Por los estudios realizados cabe decir que, al menos, hubo una antigua versión en el norte de África. Tertuliano (160-220) atestigua la existencia de un texto bíblico latino —en dos ocasiones se refiere a traducciones incorrectas70— y en los escritos de Cipriano aparece una versión de la Biblia ya tipificada, con texto fijo y uniforme, a la que se suele llamar Vetus Afra. Por otro lado, diferentes estudios muestran que en Roma se empleó un texto latino de la Biblia que no coincide con el africano: por ejemplo, en la traducción de la Epístola de san Clemente Romano, hecha probablemente en la primera mitad del siglo II, o en el texto bíblico contenido en los escritos de Novaciano, contemporáneo de san Cipriano. Se trataría de la Vetus Itala. También se puede hablar de una Vetus Hispana, como grupo de traducciones suficientemente caracterizadas71.

Estas primitivas versiones, denominadas Vetus —es decir «vieja», «antigua»— son traducciones hechas sobre el texto griego de los Setenta, y sobre buenos códices de la llamada forma occidental (o versión B). En cuanto a la traducción se caracterizan por ser extremadamente literales, resintiéndose constantemente, así las construcciones como el mismo vocabulario, del influjo griego. Este literalismo ha tenido la ventaja de hacer fácilmente legible el texto griego subyacente, con lo cual estas Vetus se han convertido en un elemento importante para la crítica textual griega de la Biblia. En cuanto a la lengua, usan un latín vulgar, pues los traductores se preocuparon, sobre todo, de hacer inteligible el texto bíblico al pueblo.

La multiplicidad de variantes textuales, debidas a las continuas correcciones, produjeron una gran confusión que hizo sentir la necesidad de una traducción nueva y uniforme de la Biblia para todo el Occidente cristiano. El Papa san Dámaso (366-384) encargó en el año 382 a san Jerónimo la revisión del texto latino de los Evangelios: así comenzó la larga tarea —primero, de revisión de las versiones latinas de textos griegos, y después, de traducción directa del hebreo al latín— que culminó en el año 404. A todo este trabajo de traducción al latín del texto bíblico es a lo que se denomina Biblia Vulgata.

La aparición de la Vulgata de san Jerónimo señaló el principio del ocaso de las antiguas traducciones, que siguieron, sin embargo, utilizándose simultáneamente hasta el siglo IX.

La producción literaria de san Cipriano, tal y como nos ha llegado, consta de trece opúsculos y de cincuenta y nueve cartas. De las veintidós cartas que quedan para completar las ochenta y una que forman el epistolario completo, dieciséis son dirigidas a él o relacionadas con los asuntos de su ministerio episcopal y las otras seis son sinodales colectivas de las cuales fue el principal o quizás el único redactor.

Los opúsculos son:

Quod idola dii non sint: Obra de los primeros años de su vida de cristiano, hacia el 246 probablemente, en la cual pone de manifiesto los errores mitológicos, prueba la existencia de un Dios único y se extiende en consideraciones sobre la vida, pasión y muerte de Jesucristo por quien son salvados los creyentes. Es notoria la brevedad, el dominio de toda la historia, la brillantez de estilo y de concepto con que Cipriano prueba la falsedad de los ídolos.

Testimoniorum libri tres aduersus Iudaeos: Recopilación de textos de la Sagrada Escritura para probar al destinatario del libro, Quirino, que el pueblo judío fue reprobado y el cristiano elegido, y ofrecerle una breve cristología y un salvoconducto de buen cristiano. Se cree que es del año 248.

Ad Donatum: Aunque este tratado, por su forma epistolar, pudiera parecer dirigido a esa persona concreta —ignoramos quién es ese Donato, ya que en el epistolario de Cipriano encontramos al menos cinco del mismo nombre— se admite más bien que tiene un carácter general. Cipriano, en efecto, quiere testimoniar el maravilloso cambio que se ha operado en él mediante el bautismo y con ello animar a los catecúmenos y paganos hacia la conversión. Incluso podría haber pretendido el obispo de Cartago apartar, con sus escritos, de la lectura de las obras de Tertuliano, un tanto peligrosas para sus lectores. Ahora bien, su originalidad consiste en que Cipriano expone sus estados de alma e inaugura con ello un género literario, en que se distinguirá como la máxima figura otro africano, Agustín de Hipona, en sus Confesiones. Corresponde al año 249.

De habitu uirginum: De finales del mismo año 249. Se trata de una exhortación contra el lujo de las mujeres y de un elogio de la virginidad. Es éste uno de los libros en que más se descubre la influencia literaria de Tertuliano, autor de las obras De cultu feminarum, De uelandis uirginibus y De habitu muliebri, de todas las cuales se valió Cipriano para este tratado.

De Catholicae Ecclesiae unitate: Escrito para combatir el cisma y recomendar a los fieles la perseverancia en la unidad de la Iglesia. Es el que ha dado más nombre a su autor, y fue escrito el año 251.

De lapsis: Este tratado del mismo año 251 se centra en el problema de los que habían apostatado durante la persecución.

De dominica oratione: Del año 252, cuando la epidemia que había invadido aquellas tierras hacía tan necesario el consuelo de levantar la mirada hacia lo alto, hacia el cielo. Es un tratado de la oración en general y, en especial, del Padrenuestro.

De opere et eleemosynis: Del mismo año 252 y para la misma ocasión de la peste, intentando estimular la caridad de los fieles para con los afectados.

De mortalitate: También escrito con ocasión de la peste del 252 a fin de animar a los fieles a esperar y desear la verdadera vida al otro lado del sepulcro.

Ad Demetrianum: Trata aún sobre la peste de aquel año 252, la cual el destinatario atribuía a la indignación de los dioses contra los cristianos y en contra de los que los toleraban. El autor aprovecha la oportunidad para hacer una apología muy viva de la religión cristiana.

De bono patientiae: Parece haber sido compuesto este tratado con ocasión de violentas discusiones, surgidas entre los cristianos de África, a propósito del bautismo de los herejes. Sin hablar explícitamente, el obispo quiere mantener a sus fieles en la unidad y en la caridad, predicando la paciencia, fuente de la unión y de la paz. Es del año 256.

Con Tertuliano y Agustín, Cipriano ha sido uno de los maestros del pensamiento y del estilo en la iglesia de África, y al mismo tiempo sus escritos son un testimonio del celo y de la caridad del pastor que conoció muchas pruebas: la persecución de Decio, la división de sus fieles, los ataques de los herejes, la terrible peste que asoló el Imperio romano, entre 252 y 254, y finalmente el martirio.

De zelo et liuore: Complemento del anterior y escrito poco tiempo después contra la envidia y la celosía, que son los vicios causantes de los cismas.

Ad Fortunatum: Colección de sentencias extraídas de las Sagradas Escrituras, con la intención de infundir valor a los cristianos en la nueva persecución promulgada por Valeriano. Este tratado es del 257.

Además han sido atribuidos a nuestro autor muchos otros opúsculos que hoy ya todo el mundo reconoce como espurios, entre los cuales son notables éstos:

De laude martyrii: Se encuentra en el catálogo anónimo del 35972 donde se recogen los libros canónicos de la Sagrada Escritura y las obras de san Cipriano; pero su estilo hinchado es evidentemente impropio del santo obispo de Cartago. Alguien lo atribuyó a Novaciano, pero parece que tampoco es suyo.

Aduersus Iudaeos: También figura en el catálogo del 359, pero tampoco se aviene con el estilo ciprianeo; anteriormente fue tenido por una traducción del griego, probándose posteriormente que tal opinión no es exacta. Este sí que podría ser de Novaciano.

De montibus Sina et Sion: De autor todavía no conocido, pero probablemente del tiempo de san Cipriano.

De spectaculis: Quizás de Novaciano.

De bono pudicitiae: Del mismo autor probablemente.

Ad Nouatianum: Alguien lo ha creído del papa Sixto II, mas del contenido y análisis del mismo texto parece deducirse que fue escrito unos cuantos años antes.

Aduersus aleatores: Harnack lo tomó por obra del papa Víctor II, pero ha de ser posterior, pues quien lo escribió tenía que conocer las obras de san Cipriano y de una forma especial el opúsculo Testimoniorum libri tres aduersus Iudaeos.

De baptismate: Es, efectivamente, del tiempo de san Cipriano y obra de un obispo, pero no de Cartago, sino de Mauritania o quizás de Italia. Está en relación con el bautismo conferido por los herejes.

4. El epistolario: manuscritos y ediciones

El corpus epistolar de Cipriano de Cartago, además de ser una fuente importante para la historia de la Iglesia y del Derecho canónico, es un monumento extraordinario del latín cristiano. Efectivamente, mientras sus tratados acusan la influencia de procedimientos estilísticos, sus cartas reproducen el latín hablado de los cristianos cultos del siglo III. Para encontrar al escritor eclesiástico y al antiguo profesor de retórica, familiarizado con la frase de Cicerón, tenemos que acudir a sus libros, donde le encontramos con el brillo de su estilo.

Pero las cartas de Cipriano constituyen, además, una fuente inagotable para el estudio de un período interesantísimo de la historia de la Iglesia, puesto que reflejan los problemas y las controversias con que tuvo que enfrentarse la administración eclesiástica a mediados del siglo III: nos traen el eco de las palabras de eminentes personalidades de la época, como el propio Cipriano, Novaciano, Cornelio, Esteban, Firmiliano de Cesarea y otros; nos revelan las esperanzas y los temores, la vida y la muerte de los cristianos en una de las provincias más importantes entonces de la cristiandad.

La colección de las cartas —tal como la poseemos hoy— se ha formado poco a poco. San Cipriano guardaba copia de las cartas que enviaba y les adjuntaba las respuestas a las que hacían referencia: así tenía siempre a mano, para poderlo comunicar a quienquiera que fuese, lo que había escrito a los otros. En diversas ocasiones él mismo dice en sus cartas que a ellas les adjunta otras, bien suyas, bien de las que había recibido. Junto con la carta 20 envió al clero de Roma, a fin de justificar su huida, las copias de trece cartas que había dirigido a los clérigos de Cartago, a los confesores, a los exiliados y a todos los fieles; con la 25 envió cinco a Caldonio explicando su actuación en el asunto de los lapsos; juntamente con la 32 envió a los clérigos de Cartago copias de las cartas dirigidas por él a los clérigos y a los confesores de Roma y de las respuestas que ellos le habían hecho.

De esta manera empezó él mismo a formar pequeñas colecciones parciales de cartas referentes al mismo tema73. Después de su muerte, sus discípulos fueron ampliando estas colecciones y las destinaron a la edificación e instrucción de los fieles74. De las ochenta y una piezas que comprende el corpus epistolar en las ediciones modernas, dieciséis fueron escritas a Cipriano o al clero de Cartago: este último grupo contiene cartas del clero de Roma, de Novaciano, del obispo Cornelio de Roma y otros.

La colección completa de las cartas no aparece conservada en manuscrito alguno, y casi todos ellos difieren en cuanto al número y orden de las mismas cartas. Han sido dos los sistemas fundamentales de agrupar las cartas: se basa el primero en la analogía de los sujetos, en tanto que el segundo reúne las cartas dirigidas a los mismos destinatarios. Curiosamente, algunos copistas han combinado los dos sistemas en las piezas de un mismo período, originando un sistema mixto que, en general, siguen nuestras ediciones modernas.

Si tenemos en cuenta el contenido de los manuscritos, la mayor parte de los grupos de cartas del obispo Cipriano debieron circular aisladamente durante el medioevo, siendo incluidos con frecuencia muchos de éstos a continuación de los tratados. Ahora bien, de la comparación de los manuscritos se deduce la no existencia, es decir, la falta de una edición completa antes de los tiempos modernos, puesto que ninguno de los manuscritos contiene la correspondencia toda ni concuerdan ellos en cuanto al orden ni en cuanto al número de cartas.

A Hartel75, que es, como veremos, el editor cuya obra sigue hoy siendo fundamental, los distintos investigadores y estudiosos le atribuyen en su edición de las obras ciprianeas el uso de pocos manuscritos —en realidad más de cuarenta—, el preferir una parte de la tradición manuscrita debida a una inadecuada valoración del material y sus relaciones, el no valorar excesivamente el codex Veronensis y algunos recentiores que proceden de una tradición antigua y el descuidar las variantes en las citas bíblicas que más se separan de la Vulgata. No obstante, mérito fundamental de Hartel es haberse planteado la cuestión y problema de la tradición manuscrita ciprianea sobre unas nuevas bases críticas, el reconocimiento de la contaminación y la individualización de algunos códices, considerados los mejores dentro de cada familia.

Cartas

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