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La aventura de la madurez ofrece la posibilidad de un «segundo tomo»

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Como la vida es movimiento y el movimiento —inevitablemente— es cambio, las experiencias del vivir nos presentan situaciones para las cuales siempre respondemos por «primera vez». Gran parte de la vida, por no decir casi toda, fue una sucesión de «primeras veces» y la edad de la madurez no escapa a la regla general. En esta ocasión en que somos distintas aunque sigamos siendo «nosotras», esta «primera vez» se presenta con gran contundencia.

Los cambios son por demás significativos y obligan —a gusto o a disgusto— a repensar la propia identidad, resignificar los deseos, reubicar los objetivos y decidir el empleo y la distribución de las energías disponibles. Vuelve a presentarse un clima de desconcierto comparable al que acompaña el final de la adolescencia cuando, consciente o inconscientemente, las personas se ven obligadas a proyectarse hacia un futuro no conocido. No es descabellado pensarlo como un momento de la vida que requiere, nuevamente, de una «orientación vocacional» frente a preguntas clave que surgen irresistibles como en el pasado: «¿Quién soy yo ahora? ¿Qué quiero? ¿Qué puedo? ¿Qué hago con todo el espacio-tiempo (infinito para la juventud y claramente finito para la madurez) que se me presenta de acá en más?»

Con la idea de reinstalar la aventura en la edad de la madurez podemos imaginarnos, y suponer, que entre muchas otras cosas, es posible comenzar a transitar un «segundo tomo» de la historia personal que esté mucho más orientado a satisfacer anhelos íntimos que al cumplimiento de los mandatos recibidos y de los imperativos de los proyectos juveniles.

Afortunadamente, este «segundo tomo» no cuenta con el manual de instrucciones que en la juventud venía adosado por default con la cultura y el tiempo que a cada cual le tocó vivir. En aquellos tiempos de iniciación, la vida empujaba hacia lo desconocido como lo más natural, irreversible e insoslayable. Los años juveniles son de puro aprendizaje forzado. En ellos, organizar proyectos que mantuvieran cierta estabilidad en medio de la turbulencia vital era todo un malabarismo. Suele ser una etapa bastante caótica y sin embargo no son pocos los adultos que terminan idealizándola porque, entre otras cosas, la enorme cantidad de desafíos —la mayoría de ellos inevitables— produce también un grado de efervescencia excitante y atractiva. En pocas palabras, y como ya lo vimos, lo que hace de la aventura una experiencia atractiva y vigorizante reside en la efervescencia y excitación que promueven sus desafíos.

En los años de madurez, los desafíos son otros. Ya no se trata de responder a los mandatos recibidos ni tampoco de rebelarse abiertamente para demostrar que la vida y el mundo pueden —o deberían— ser diferentes. Es una etapa de culminaciones y la efervescencia ya no es producto de las luchas vitales, sean estas individuales o colectivas, sino de una construcción laboriosa que en esta edad tiene otros objetivos. Los desafíos excitantes de las edades maduras respiran otros aires, tienen otras fuentes de inspiración, requieren otras habilidades y se plantean otros destinos. En algún sentido es un «volver a empezar». No se trata de reproducir un pasado pretendiendo actualizarlo con la cosmética de los nuevos tiempos. La vida sigue su curso y ello requiere transitar nuevas y distintas experiencias porque ahora —para bien o para mal— ya no somos las de ayer. Son épocas diferentes que no invalidan la pretensión de seguir disfrutando de la efervescencia y excitación que promueven los desafíos porque la efervescencia no desaparece con la edad sino con la falta de proyectos.

A pesar de la mala prensa que suele tener lo desconocido, es justamente la ausencia del «manual de instrucciones» lo que ofrece la oportunidad de experiencias nuevas y diferentes que impriman un sello más personal y menos condicionado por los mandatos y expectativas del entorno. Es aquí donde comienza a vislumbrarse la posibilidad de transitar la edad de la madurez como un «segundo tomo» que incluya desafíos que estén insertados en un devenir que, en lo posible, haga todo lo que esté al alcance para jerarquizar lo lúdico.

Aventuras en la edad de la madurez

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