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¿Es menos violento ceder que negociar?

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Es frecuente comprobar que muchas mujeres prefieren ceder antes que negociar para mantener lo que ellas llaman la «armonía del hogar». El mantenimiento de esa armonía suele consistir en evitar discusiones, en tolerar estoicamente el disgusto del cónyuge o simplemente en soportar el cansancio que produce el infructuoso intento de establecer un diálogo con un compañero permanentemente esquivo.

Mirado desde este ángulo, el hecho de ceder les resulta mucho menos violento, porque se convencen de que postergar o evitar el malestar es hacerlo desaparecer. Sin embargo, esa «no violencia» es sólo aparente, porque es el resultado de amordazar permanentes desacuerdos.

Se les oye decir:

No lo voy a contradecir para que no se enoje.

Mejor me callo, si no terminaremos peleando.

Prefiero renunciar a lo que me gustaría con tal de mantener la armonía del hogar.

En estos casos se trata de un ceder aplacatorio por temor a las reacciones o los castigos de aquel con quien desacuerdan. El ceder aplacatorio es muy distinto del ceder estratégico, por el que se acepta renunciar a una parte de los propios intereses para hacer posible un acuerdo que finalmente resuelva los diferendos. El ceder aplacatorio abre la puerta a las condescendencias que terminan convirtiéndose en sumisiones. Es resultado de múltiples violencias invisibles. Violencias que, por ser tan habituales, terminan naturalizándose y pasan inadvertidas. Todo el mundo sabe —aunque no siempre lo tengamos presente— que la violencia no reside sólo en la actitud desenmascaradamente hostil, el gesto atemorizante o la palabra mordaz. La violencia ocupa espacios que no siempre son evidentes. Y su forma más encubierta no es la menos dañina.

Hay infinidad de violencias que son «invisibles» para nuestros ojos simplemente porque no estamos acostumbradas a considerarlas como tales. Muchas de ellas se ocultan y escudan detrás de hábitos nunca cuestionados, prescripciones sociales e inercias personales. Algunas de las más frecuentes son el silencio autoimpuesto, las autopostergaciones y la sacralización de los roles femeninos. Veamos a qué me refiero.

El silencio autoimpuesto es el que resulta de ahogar emociones, disimular actitudes o encubrir pensamientos por temor a provocar disgusto, malestar o incomodidad. Es un silencio que bloquea y desdibuja la presencia de la persona como sujeto al reducir sus deseos y opiniones a una acomodación condescendiente en calidad de satélite del otro. Lo que «no se puede decir» queda aprisionado en algún espacio virtual, y ese aprisionamiento se convierte en espacio de violencia invisible. Y nos preguntamos, junto con el poeta: «¿Adónde van las palabras que no se dijeron?»1 ¿Adónde van los anhelos abortados, los silencios forzados y las renuncias autoimpuestas? Seguramente van a parar a una cuenta interminable de facturas incobrables que se cubren con la herrumbre del resentimiento.

La autopostergación, sobre todo dentro del grupo familiar, pone en evidencia que existe un reparto poco equitativo de las oportunidades. Suele pasar inadvertida porque se apoya en justificaciones legitimadas por el orden social como es, por ejemplo, decir que «toda autopostergación femenina está justificada cuando se hace en aras de la felicidad de aquellos a quienes ama». No deja de llamar la atención una concepción tan particular del amor que se basa en la abnegación y la falta de reciprocidad. Dicho de otra manera, en un aprovechamiento unilateral. Una mujer comentaba que en la época de su noviazgo, la tía de quien sería su marido cuestionaba su relación sosteniendo: «Esta chica es demasiado ambiciosa para ser buena esposa de un médico», con lo cual daba por sentado que su sobrino necesitaba una mujer que estuviera a su servicio y dedicara sus mejores energías a consolidar su carrera profesional, al margen de cualquier ambición personal. Esta tía (mujer seguramente tradicional y celosa custodio de los valores conservadores) prefería para su sobrino a una mujer capaz de vivir para otro y a través de otro, que se olvidara de sí misma y se sintiera halagada por estar destinada a desempeñar un rol no protagónico. No son poco frecuentes las mujeres que, convencidas de que ese rol de acompañante constituye un privilegio, dedicaron la vida a sostener y consolidar la carrera de sus esposos.

La sacralización de los roles femeninos es otra forma de la violencia invisible doméstica. La mujer como «la reina del hogar» es un eufemismo y una de las bromas más brillantes que inventó la sociedad patriarcal. Sin entrar en detalles, todos sabemos que las reinas de verdad son atendidas, servidas, complacidas, vestidas, alimentadas, homenajeadas, paseadas, protegidas, educadas, etcétera, mientras que las amas de casa, aspirantes a reinas hogareñas, deben dedicar sus energías —para seguir siendo merecedoras del pedestal al que aspiran— a atender a otros, servir a otros, limpiar para otros, sostener afectivamente a otros, curar a otros, proteger a otros, educar a otros, etcétera. Hay que tener mucha imaginación para llegar a creer que ambos reinados son equivalentes. La sacralización de los roles hogareños disfraza con ropaje sagrado lo que es simplemente servidumbre. Y aquí nos encontramos con una doble violencia: la de la servidumbre y la del engaño.

Otra de las situaciones cotidianas más frecuentes de violencia invisible es la que plantean los estados de dependencia no «naturales»2. Una de las más evidentes y más naturalizadas es la dependencia económica de las mujeres en el matrimonio cuando el ingreso de recursos económicos es producido exclusivamente por el varón3. Recuerdo el comentario de un varón que se consideraba «progresista» que, en rueda de amigos afirmó con orgullo que aunque era él quien proveía el dinero en su casa, su mujer no era dependiente «porque ella no tiene ningún problema en usar mi dinero como propio». Este comentario, además de ser un lapsus, era la expresión cabal inconsciente de su concepción sobre el dinero, y por ende, de la dependencia de su esposa. En esta dependencia está instalado un espacio de violencia invisible sostenido por un marido que ostenta una equidad inexistente y una esposa que probablemente avale esas afirmaciones como ciertas. En estas condiciones, resulta poco probable que a ella se le ocurra negociar una autonomía de la que supuestamente ya dispone.

A partir del análisis de estas diversas situaciones cotidianas es posible afirmar que ceder por temor concentra mucho mayor violencia que afrontar negociaciones. El miedo está en la raíz del ceder aplacatorio. Por miedo muchas mujeres ceden espacios, postergan proyectos, hacen concesiones innecesarias, toleran dependencias, silencian opiniones y asumen unilateralmente la responsabilidad de la «armonía familiar». Con todos esos cederes aplacatorios, muchas mujeres se convierten en cómplices no voluntarias de la violencia de un sistema discriminador y poco solidario. Por miedo, muchas mujeres «se hacen a un costado» quedándose al margen de sí mismas. Prefieren ceder para no negociar, con tal de que los otros «no se enojen».

El ceder aplacatorio no es inocuo. En apariencia, resulta ser —para quienes así actúan— la mejor alternativa antes que abordar una negociación a la que vivencian como intrínsecamente violenta. Sin embargo, a medida que se acumulan cederes aplacatorios, se van acumulando también resentimientos. Y estos dan nacimiento a nuevas violencias, generalmente también «invisibles». Con lo cual el ceder aplacatorio —producto de muchas violencias invisibles— se convierte a su vez en generador de violencias que aparecen disfrazadas. Un ejemplo son los reclamos de reconocimiento que hacen muchas mujeres por todas las actitudes de abnegación que fueron acumulando a lo largo de la vida con cada autopostergación. Muchos rostros de mujeres son desafortunadas evidencias de los efectos devastadores de la violencia invisible ejercida contra ellas y de la contraviolencia actuada por ellas como reacción defensiva. Rictus desolados, miradas desvitalizadas, expresiones rígidas son mucho más envejecedores que cientos de arrugas provocadas por haberse reído mucho.

Podríamos sintetizar diciendo que el ceder aplacatorio junto con la imposición forman parte de una conocida díada. Imponer y ceder son dos caras de una misma moneda, que tiene por eje a la violencia. Quienes imponen, ejercen violencia sobre otros porque invaden espacios ajenos, acallan opiniones y descalifican sentires. Quienes ceden, sufren la violencia ajena y, a la vez, la vuelven contra sí mismos al tolerar la autopostergación. Ambas violencias se perpetúan y se potencian con la carga de resentimientos que generan los sometimientos.

Las negociaciones nuestras de cada día

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