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Capítulo 2

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Sharon cruzó medio Londres en diez minutos con su escarabajo naranja, entre improperios de conductores y sirenas de policía que pudo esquivar como una auténtica Ángel de Charlie. Era una conductora temeraria pero eficaz. Tocó el timbre de mi casa a las diez en punto de la mañana. Preparó el té por mí, y trajo mis galletas favoritas en una parada exprés que hizo en Marks and Spencer.

Yo estaba sentada en el sofá, mirando la prueba de embarazo, en estado catatónico.

—¡Por el amor de Dios, Olivia, tira eso a la basura de una vez! Tiene pis…

Al no reaccionar, ella lo hizo por mí y vio que en el cubo de la basura había tres pruebas más. La basura estaba a rebosar, y apestaba. Algo inusual en mi impoluto hogar. Sharon sacó la putrefacta bolsa de basura al patio y puso una bolsa nueva en el cubo.

—Van dos en cada caja. Son cuatro. Cuatro es muy seguro, Sharon.

Me tapé la cara con ambas manos.

—¿Por qué me tiene que pasar esto a mí, Sharon? Justo ahora que empezaba a levantar cabeza. ¿Por qué no consigo tener un poco de paz en esta vida?

Sharon sacó un cigarro y suspiró.

—Aún es pronto para que el humo moleste al… feto, bebé, ¿no? Será como una alubia, más o menos.

Yo me eché a reír por culpa de los nervios.

—Puedes fumar, Sharon. No vas a matarme ni a mí ni a la alubia.

Mi amiga encendió el cigarro y dio una fuerte calada mientras yo le pasaba el cenicero, que solo usaba ella, y que además había sido un regalo para mí, o para ella en tal caso, ya que yo no fumaba.

—No habrás vuelto a acostarte con Daniel, ¿verdad?

La sutileza en momentos delicados no era su fuerte. Sharon sabía que estaba prohibido decir aquel nombre en mi presencia. Las heridas aún eran recientes. Habían pasado ya dos años, pero yo seguía de luto.

—¿Con Daniel? ¿Crees que he perdido la chaveta, Sharon? ¡Me engañó con una lactante! ¡Y ahora seguramente están follando en una cabaña de lujo en Tailandia con el dinero que me sacó en el divorcio!

La lactante era Susan, una alumna suya de Derecho a la que Sharon había apodado como Britney Spears, por lo de “virginal calienta braguetas”.

Tras la ruptura Daniel me había llamado una vez para hablar y zanjar las cosas, quedar como amigos. Sharon me previno de que no era buena idea, pero no le hice caso —por esa época yo vivía con ella temporalmente—. Habían pasado dos meses desde la ruptura y me creía ya lo bastante fuerte para enfrentarme a él cara a cara. Pero al tocar el timbre me flaquearon las piernas. Y, por supuesto, tras una civilizada conversación en el salón, con té y pastas como buenos británicos, al final lo hicimos.

La intimidad de haber estado ocho años juntos y el deseo que aún sentíamos el uno por el otro fueron los culpables. Creía que era una despedida por los viejos tiempos, pero se repitió una vez y otra y otra… Siempre había alguna excusa. “Te has dejado unos pendientes aquí”. “El libro de Grandes Esperanzas es tuyo” y cosas por el estilo. Eran encuentros breves y desesperados donde nos quitábamos la ropa en el rellano y hacíamos el amor como si no hubiera mañana. En los últimos meses de nuestro matrimonio había menos sexo que en un monasterio, pero entonces tuve los mayores orgasmos de mi vida, supongo que sabía que iban a ser los últimos. Él había cambiado, era más apasionado y atrevido. Incluso llegué a pensar que volveríamos a estar juntos.

Hasta que un día, después de que él me hiciera un cunnilingus que me dejó en trance cinco minutos, le agarré la cabeza y le miré fijamente. “¿Dónde has aprendido a hacer eso, Daniel Larkin?”. Entonces lo supe. Aquel cambio radical se debía a otra persona, a otra mujer. Su silencio le delató. Le propiné tal puñetazo en la cara que lo tiré de la cama.

Mi marido, el profesor admirado y carismático de Cambridge, engañándome con una alumna. Mi vida era un cliché andante. El divorcio fue una pesadilla. Yo estaba en estado de shock, y mi abogado, Jason Lewis, amigo mío desde la infancia, me apoyó en todo lo que pudo. Pero no era lo bastante bueno para ganar a la vampiresa de Daniel, licenciada en Harvard, que basó su argumentación sobre todo en “la agresión sufrida por mi cliente a manos de la parte contraria”. El puñetazo que bien se merecía.

—No fue culpa tuya —me consoló Sharon—. El muy cabrón tenía una abogada que cobraba quinientas libras la hora, más lista y con las piernas más largas que Ally McBeal. Si hubierais ido a juicio se habría camelado al juez con esas pintas de Lolita. No tenías muchas opciones de ganar la batalla, amiga.

—Lo sé. Pero seguía enamorada de él y no fui lo bastante dura. Debí ser más egoísta y haber ido a por él con toda la munición. Pero soy una cobarde.

—Si hubieras hecho eso no serías tú, Olivia. Eres más buena que el pan.

—¿Eso es un halago o un insulto?

Sharon sonrió, me dio un beso en la mejilla y apoyó su cabeza en mi hombro. Las dos éramos hijas únicas, así que Sharon era como mi hermana. O más que mi hermana, porque normalmente las hermanas se llevan a matar, o si no, en el fondo sienten celos la una de la otra y siempre hay una competencia silenciosa entre ambas. Sharon y yo no teníamos ese problema. Por eso jamás discutíamos. Al menos no de verdad, solo pequeñeces sin importancia. Como cuando ella se pasaba media hora metida en los probadores de las tiendas mientras yo la esperaba aburrida y muerta de hambre o cuando conducía como una loca por la ciudad y yo le reñía diciendo que iba a conseguir matarnos a las dos. Pero nada más.

—No vas a decirme quién es el padre, ¿verdad?

—Colin, mi vecino de enfrente —respondí con una amplia sonrisa.

—De acuerdo, ya me callo.

Colin tenía setenta y dos años. Era viudo desde hacía poco y todos sus hijos vivían fuera de Londres. Los dos teníamos el corazón roto, aunque por distintos motivos. Él solía arreglarme los desperfectos de la casa y yo le ayudaba con las bolsas de la compra o iba a la farmacia a por su medicación.

Me sentía culpable por no sincerarme con Sharon. Era mi mejor amiga y aun así no sabía nada de lo que llevaba ocurriendo en mi vida sentimental desde hacía varios meses. Siempre quise contárselo, pero aquel idilio era tan perfecto que no quería gafarlo, y cuanto más tiempo pasaba más culpable me sentía por no contárselo, así que al final no le dije nada. Supongo que pensaba que aquella aventura, o lo que fuera, no podía durar, porque no tenía sentido que ÉL sintiera algo por mí. De todas formas, no tenía excusa, porque Sharon jamás me juzgaría, aunque el padre de la criatura bastarda fuera el mismísimo obispo de Canterbury.

—Lo siento, no quiero atosigarte, Oli. Es tu vida, no la mía. Ya sabes que soy un poco bruta.

Sharon sirvió el té y trajo una bandeja con las galletas de Marks and Spencer.

—¿No será un alumno tuyo?

—¡Sharon!

—¿Qué pasa? Uno de ellos va a mi clase de Antropología y no está nada mal… Ese bomboncito pelirrojo que se sienta en primera fila.

El bomboncito pelirrojo era Jimmy Donovan. El rarito de la clase. Veintiún años, tímido, brillante, y con un talento innato para la escritura. Estaba segura de que llegaría lejos. Ya veía a Sharon coqueteando con él en la recepción de mañana. Claro que Sharon coqueteaba con todo el mundo, fuera hombre o mujer.

—Lo siento, lo siento… —dijo mi amiga al ver mi cara—. Es que no sabía que… ha sido toda una sorpresa… entiéndeme.

—¿Que me acostaba con alguien? ¡Pues sí! ¡Me acuesto con alguien o me acostaba! Da igual, porque ya se ha acabado —refunfuñé en voz baja.

—Y apuesto a que le has dejado tú, ¿verdad? Joder, Oli… —dijo, mientras engullía otra delicia de chocolate y naranja.

Mi amiga me leía como un libro abierto.

Yo casi no hacía vida social. Entre la universidad y la escritura apenas tenía tiempo de conocer hombres. Mi reciente divorcio me había dejado bastante tocada. Durante meses los hombres fueron para mí como plantas o farolas, apenas les prestaba atención, solo para no chocar con ellos por la calle. Hasta que apareció él, tan cortés, tan tierno… En definitiva, tan distinto al ególatra de Daniel.

Sharon iba a adivinarlo. Siempre que yo salía de marcha iba con ella. Si hubiera conocido a alguien ella lo sabría. Y el único sitio donde yo podía conocer hombres era en el trabajo.

—¡Es alguien de la universidad! —exclamó.

Me levanté en el acto y fui a la cocina a fregar los platos de la noche anterior. Mi casa estaba hecha una pocilga. Hasta Sharon se había dado cuenta, ya que yo era una maniática del orden y la limpieza. Sacó unas bragas mías de debajo de su trasero y las dejó en el suelo con la nariz arrugada.

—Tu asistenta tiene el día libre, por lo que veo…

—No estoy para ironías, Sharon.

Pero tenía razón. En mi baño la ropa sucia se amontonaba en el bidé y había platos con restos de comida y vasos por toda la casa.

Apreté con fuerza el estropajo imaginando que era la cara de Daniel.

—¡Se acabó! ¡No pienso decirte nada! Daniel, El Innombrable a partir de ahora, es tema tabú. ¿Estamos? Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

—De acuerdo. Pero no lo pagues con los platos de porcelana ¿quieres? Fueron el regalo de bodas que os hizo mi madre.

La fulminé con una mirada de Medusa.

Como decía, la sutileza no iba con Sharon.

Aun así, había sido mi mejor amiga desde que éramos unas crías. Ella era de Lacock, un bucólico pueblecito del condado rural de Wiltshire. Cuando Diana, su madre, se quedó embarazada con tan solo dieciséis años —un auténtico bombazo en los setenta en un pueblo de tan solo mil habitantes—, se trajo a Sharon con ella a Londres al cumplir la mayoría de edad. No por lo que dijeran de ella, eso le traía sin cuidado. Era valiente y podía defenderse de cualquiera. De hecho, la mayoría de la gente la temía y no tenía muchos pretendientes a pesar de que era inteligente y muy hermosa. Los hombres la evitaban por ser madre soltera, las mujeres, por celos, y la gente mayor, por llevar escrito en la frente: “oveja descarriada”.

Se marchó de Lacock porque siempre había odiado aquel pueblo y no quería criar a su pequeña Sharon en ese ambiente tan mezquino.

Diana Fielding era joven y ansiaba el ambiente burbujeante de una gran ciudad. ¡Incluso podría probar suerte como actriz! Su gran sueño. Pero Diana y su hija tardaron un tiempo en encontrar su sitio. Londres, Liverpool, Birmingham…

Tras muchos empleos temporales, rupturas amorosas y decepciones en numerosos cástines, Diana olvidó su gran sueño y pensó en lo mejor para su hija de tres años. Sharon necesitaba un hogar estable. Las dos lo necesitaban. La seguridad y tranquilidad de un ambiente rural era lo mejor para las dos. Pero no volvería a Lacock. Empezaron de nuevo en un pueblo del condado de Surrey, donde yo vivía con mis padres.

Diana empezó a trabajar de limpiadora en el colegio donde yo iba. Algunos niños se metían con ella porque su madre era la que limpiaba los váteres y vaciaba las papeleras; menos los adolescentes que estaban enamorados en secreto de aquella joven de sensual melena rojiza que su hija había heredado junto con su carácter tempestuoso. Pero cada vez que algún niño se burlaba de ella por la profesión “indigna” de su madre, ella se peleaba con uñas y dientes con quien hiciera falta. En una de esas peleas nos conocimos, cuando yo intentaba separarla de Brandon Farrelly, el mayor bruto de todo Reino Unido, ladrón de bocadillos, bufón de la clase y terror personal de la directora, la dulce señorita Grey.

A pesar de tener ambas la misma edad Sharon siempre pareció mayor que yo. A los trece ya se había desarrollado y se hizo muy popular entre el género masculino; lo cual la agradó e incluso dejó que algún chico palpara sus pequeños pechos como melocotones —por supuesto, sin quitarse el sujetador—. Siempre llegaba tarde a su casa por hacer travesuras con su nuevo novio en los vestuarios del colegio. Pero por desgracia para ellos, aquellos momentos de lascivia adolescente duraron poco, pues cuando Sharon cumplió quince años descubrió que la razón por la que compraba la Cosmopolitan no era por los profundos reportajes sobre “Cómo conquistar a un Sagitario” sino por las seductoras fotos de Kate Winslet o Julia Roberts.

Un día pasó en bicicleta por un colegio religioso de chicas e intentó convencer a su madre de que se había vuelto católica y que quería estudiar en Santa Ana. Pero Diana —que, a pesar de ser atea, no tenía problemas con que su hija fuera católica, budista o titiritera— le dijo que no podía permitirse pagar aquel colegio, así que Sharon tuvo que resignarse, hasta que en la universidad conocer chicas ya no fue un problema.

Tuvo muchas relaciones, unas más serias que otras. Enlazaba una novia con otra y faltaba mucho a clase por culpa de las peleas bíblicas con la novia de turno. Mientras, yo me pasaba horas estudiando en el cuarto de la residencia de Oxford hasta las dos de la madrugada, cuando ella llegaba entusiasmada con una nueva conquista.

—Mañana tenemos examen de Historia del Arte, lo sabes, ¿verdad?

—A quién puede preocuparle el David existiendo una diosa como Emma Potter… Estoy enamorada —decía tumbándose en la cama.

—¿Otra vez? —le respondía yo—. Creía que ya lo estabas la semana pasada, de Amanda Ferguson.

—¡Esa es historia!

* * *

Cuando terminé de fregar los platos, Sharon había acabado con todas las existencias de la caja de galletas.

—Lo siento —dijo señalando las últimas tres galletas que quedaban en la caja—. Tengo una resaca de campeonato. Anoche fui a un concierto y luego estuve en un local nuevo de Shoreditch con Jason y sus compañeros del bufete. Solo te diré tres palabras: cadenas, cuero y jaulas.

—Muy interesante… No te pierdes una, ¿eh?

—“Hasta que el cuerpo aguante”. Ese es mi lema, ya lo sabes.

Yo lo sabía, y todo Londres lo sabía.

Sharon iba con una minifalda vaquera, pese a que estábamos en pleno diciembre. Y siempre llevaba collares y pulseritas de colores. Prácticamente se vestía con la misma ropa que cuando teníamos veinte años. De hecho, como era tan delgada todavía le cabían sus antiguas prendas. Hoy se había puesto una camiseta con la portada del disco Like a Virgin, de Madonna. Su cantante favorita y amor platónico.

—¿Cómo le va a Ingrid en su nuevo trabajo?

Quería por todos los medios cambiar de tema, y aunque me dolía admitirlo, ansiaba que se marchara ya para poder regodearme en mi miseria, a solas y sin público.

—Bien. Está decorando la casa de una cantante de jazz que acaba de comprarse un loft en Camden.

Ingrid Larsson era la novia de Sharon y amiga mía también. Era sueca, rubia, alta y esbelta como una vikinga. Irónicamente se había educado en el colegio católico de Santa Ana. Así que Sharon solía decir que siempre estuvieron destinadas a encontrarse. Eran la pareja perfecta. Ingrid era pulcra, ordenada y discreta, y enseguida se sintió atraída por el temperamento espontáneo y el cabello rojizo e indómito de Sharon. Eran inseparables.

Darcy se acercó a Sharon enrollándose entre sus piernas. Ella lo cogió y lo acarició. Yo seguía fregando la torre de Pisa del fregadero.

—¿Por qué te has vuelto tan reservada, Oli? Antes no eras así. Bueno, siempre has sido bastante comedida, pero soy tu mejor amiga. ¿Ya no confías en mí? ¿He hecho algo que te haya molestado?

—No has hecho nada, Sharon.

Intenté calmarme y pensar que dentro de poco estaría sola en mi apartamento con Darcy y ella se habría ido. No quería enfadarme con Sharon, pero llevaba diez días durmiendo cuatro horas desde que tuve el retraso en el período —nunca se me retrasaba—, comiendo de mala manera y con los nervios de punta. Se me olvidaba cambiarle la arena a Darcy, recoger la ropa de la tintorería e iba a dar clase con combinaciones que rayaban lo horripilante. Por suerte, mis alumnos estaban más concentrados en las ironías del señor Rochester que en mis pantalones rojos y camisa verde pistacho.

—Yo siempre te he contado todos los detalles escabrosos de mi vida sexual… —continuó para hacerme reír.

Me quité el cursi delantal de gatos y flores, regalo de mi madre, y me acerqué a ella. Darcy saltó de su regazo. Podía percibir mi ira a kilómetros.

—Pues tal vez no deberías hacerlo, Sharon. No todos tenemos la necesidad imperiosa de contar nuestras intimidades a todo el mundo como haces tú. Conoces a alguien en un pub y a los cinco minutos ya les has contado cuándo tuviste tu primera regla.

En el mismo instante en que terminé aquella frase me arrepentí. Sharon se levantó del sofá y cogió su bolso de flecos y su llamativo abrigo de pelo sintético de color rosa.

—Tengo que irme. Ingrid me espera para una cena romántica —dijo mientras abría la puerta. Luego se giró—. Perdón, había olvidado que mi vida personal te importa un pimiento.

Y cerró de un portazo.

Mi amiga era tan despreocupada que a veces olvidaba que tenía sentimientos. La había ofendido. Me odiaba a mí misma. Estuve a punto de salir corriendo tras ella, pero no lo hice. “Mañana le haré un plum cake y se lo llevaré a primera hora”. Y con ello, olvidé el tema.

A pesar de que no era ni mediodía abrí una botella de vino blanco y me serví una copa. La miré durante unos segundos y finalmente tiré el contenido al fregadero. Aún no había decidido lo que iba a hacer con… bueno… con la alubia, como la había llamado Sharon.

Intenté escribir, pero no pude. Seis años atrás había publicado una novela de gran éxito, El pelo de la Barbie no crece. Mi primera y única novela hasta la fecha. Unas memorias adolescentes más o menos autobiográficas que habían sido número uno en las críticas del Times y The Guardian, y sorprendentemente para mí había sido un gran éxito de ventas tanto en el público joven como en el adulto. Lo escribí cuando aún estaba casada. Con las ganancias de los primeros años compré la casa de Notting Hill para Daniel y para mí.

Aquel verano yo paseaba por el barrio después de hacer unas compras. Bajé por Ladbroke Road. Los cantos góspel de la pequeña parroquia que había en la esquina se escuchaban desde la calle. La comunidad que allí se reunía era mayoritariamente negra. Las mujeres se vestían con ropas muy elegantes y coloridas, y por las noches iluminaban la fachada de violeta, dándole un aspecto muy neoyorkino. Más abajo me encontré con un albergue para estudiantes y mochileros, la mayoría jóvenes recién llegados a Londres que vienen a buscarse la vida. Eso era lo más que gustaba de Notting Hill, que vivía mucha gente diversa.

Caminé hasta el final de la calle, donde descubrí el coqueto pub Ladbroke Arms, cuya terraza siempre estaba abarrotada a esas horas —y que más adelante se convirtió en un segundo hogar para mi grupo de amigos— y crucé hasta llegar a una zona muy tranquila de casas elegantes con cuidados jardines y gatos caseros bien alimentados. La calle estaba en pendiente, por lo que aquella exclusiva zona residencial pasaba desapercibida a simple vista. Apenas se oía el ruido del tráfico de Holland Park porque los jardines privados amortiguaban el sonido. Era un pequeño pueblecito en mitad de Londres.

En cuanto vi el letrero de Se vende me enamoré. Una encantadora casa victoriana de tres plantas, con enredaderas, buhardilla y jardín. Hyde Park estaba solo a diez minutos a pie —donde podríamos ir con los niños—, había varias guarderías y la zona comercial estaba muy cerca. ¡Dios mío! ¡Si hasta teníamos una comisaría de policía al lado! Concluí que era el sitio ideal para vivir. Entré e hice una oferta al dueño, aunque sabía que era un arrebato que lamentaría al llegar a casa. Era el lugar perfecto para formar una familia. Los niños jugarían en el jardín, yo escribiría en la buhardilla y Daniel podría tener su guarida masculina en el sótano para ver el fútbol con sus amigos. Necesitaba algunas reformas, pero no importaba. En el fondo compré esa casa en un intento desesperado por salvar mi matrimonio. Me aferré a la idea de que un precioso y cálido hogar resolvería los problemas que ya teníamos como pareja.

A Daniel no le sentó nada bien aquella sorpresa. El que yo hubiera pagado la entrada de la casa sin su permiso y con mi dinero era una ofensa para su masculinidad. Pero acabó aceptando a regañadientes. Mientras los obreros hacían las reformas en la casa y arreglaban tuberías y goteras, las auténticas goteras de mi matrimonio crecían, hasta que la casa quedó perfecta y mi matrimonio en ruinas.

Cuando una relación no funciona, no funciona. Aunque te vayas de viaje a París o compres una casa de cuento de hadas.

Pero es muy fácil engañarse a una misma.

Acabé pagando yo sola la hipoteca. Ya que la idea de comprar la casa fue mía, la abogada de Daniel se mostró inflexible en eso. Tras las reformas la casa quedó preciosa y me dio pena ponerla a la venta. Así que acabé mudándome sola allí, sin marido y sin hijos. Con mis plantas, mi máquina de escribir y un armario y una cama de matrimonio demasiado grandes para una soltera.

Desde entonces había intentado escribir varias cosas, pero no terminaba ninguna. Ahora llevaba unas doscientas páginas de una nueva novela que sabía que terminaría abandonando.

Sé que lo de escritora suena muy romántico y bohemio. ¿Qué escritor no ha oído alguna vez “¡A ver cuándo me pasas algo tuyo! ¡Me encantaría leerlo!”? En todos los años que llevo escribiendo no recuerdo una sola vez que alguien se haya leído una sola página de algo que le haya enviado. Bueno, quizás una página. Pero oye, que no pasa nada. Con el tiempo dejas de sentirte herida en tu ego de artista.

Como escribir me daba vértigo decidí limpiar la casa. Restregué con tanto ahínco una mancha de vino tinto del parqué del salón que dejé un círculo más claro que el resto. Por suerte tenía varias alfombras —regalos de mi madre, todas en distintos tonos fucsias— con las que tapar aquel desastre. Esa noche necesitaba tranquilidad por encima de todo. Una lasaña casera y una buena película. Desconectaría el teléfono y me tumbaría en el sofá. Como decía Escarlata O´Hara: “Después de todo, mañana será otro día”.

Dame un respiro

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