Читать книгу Dame un respiro - Clara Núñez - Страница 8

Capítulo 3

Оглавление

A pesar de que llovía tuve que salir a la calle a comprar los ingredientes para la lasaña. Mi nevera estaba vacía. Solo había medio cartón de leche, dos yogures y un trozo de queso gruyer con pinta sospechosa. En la despensa: un paquete de porridge y un bote de Marmite que compré cuando mis padres me visitaron la primera vez y que jamás había vuelto a abrirse. Mi padre era uno de esos ingleses de pura cepa que siempre se toman una tostada con Marmite por las mañanas. Yo jamás he entendido cómo hay gente a la que le gusta ese engrudo con sabor a alquitrán. Pero los ingleses somos un poco así. Una peculiar mezcla entre lo rancio y tradicional y lo ultramoderno. Y Londres era igual. Pasabas de los rascacielos de La City y jóvenes trajeados a toparte con una viejísima pero entrañable cottage donde un señor de ochenta años cuida su jardín.

Hice una parada en la tienda paquistaní del final de la calle y le compré un par de latitas gourmet a Darcy. Tal y como lo había ignorado durante más de una semana debido a mi constante estado de pánico se merecía los mayores mimos. Aquella iba a ser nuestra noche, los dos solos disfrutando de una sesión larga de manta y la serie de Orgullo y Prejuicio de la BBC, donde rebobinaría doscientas veces para ver a Colin Firth salir empapado del lago.

Agarré las llaves antes de salir de casa y mi segunda reacción fue abrir el cajón de la cómoda del salón y sacar mis guantes y mi gorro de lana de color turquesa. Pero entonces recordé lo que había también en ese cajón y mi estómago se llenó de una especie de líquido espeso y grisáceo, como cemento. Fui a mi dormitorio y agarré otro juego de guantes y gorro que me había comprado mi madre la Navidad anterior. No me gustaban porque eran terriblemente infantiles, con lazos adornados con diamantes de imitación. Pero me los puse a regañadientes.

El primer sentimiento que a uno le viene a la mente cuando le hablan de un divorcio es la tristeza. Pero no es eso. Es algo mucho peor. Es el sentimiento del más absoluto fracaso. Tu mente no puede asimilar que has pasado diez o quince años de tu vida con alguien que estaba destinado a ser un agujero en tu álbum de fotos. Y lo que más te duele es que esa persona forma parte de tu vida, de momentos muy importantes, y los recuerdos no se pueden borrar. Entonces te encuentras frente a un dilema. ¿Era feliz de verdad o era solo una quimera? ¿Viví todos esos años una mentira? ¿Era yo la única enamorada en esa relación? Y lo más corrosivo de todo, la pregunta que se repite en tu cerebro noche tras noche tras noche al meterte en la cama: ¿Cómo pude estar tan ciega? ¿Cómo soy tan lista para unas cosas y tan estúpida para otras?

Lo primero que hice cuando me separé del Innombrable fue algo infantil y universal: tirar todas sus cosas. Estaba atravesando la fase uno: la ira. Pero no solo eso, también decidí deshacerme de todas las cosas que me recordaban a él, que me di cuenta de que eran casi todas. Incluido un feo imán con forma de nutria de una gasolinera que le dieron a Daniel por repostar allí y que yo le robé de la guantera para recordar nuestra primera cita. Yo tenía veintiocho años y él treinta y cuatro. Su aspecto algo descuidado, de chico rebelde, su risa y lengua mordaz me cautivaron enseguida. Daniel era un seductor nato. Pero lo hacía sin descaro, con pequeños detalles, para que casi no te dieras cuenta de que ibas cayendo en sus redes. Y que hubiera puesto sus ojos en mí, teniendo una fila de veinteañeras suspirando por él, le dio un chute a mi autoestima de antigua adolescente gordita.

Aquel día no fuimos a ningún lugar bonito ni romántico. Pero yo estaba tan atontada mirando sus ojos negros que no me importaba ver pandillas de adolescentes pasándose porros o caminar por túneles subterráneos llenos de grafitis, porque Daniel sujetaba mi mano con fuerza. Hice unas cuantas fotografías con mi Polaroid y luego fuimos a por unos kebabs. Los comimos en el coche y Daniel puso una emisora nostálgica para treintañeros. Se quitó la chupa de cuero y me inundó su olor, masculino e intenso. Entonces, me atrajo hacia él. Yo noté la calidez de su cuello y su barba de dos días me hacía cosquillas en la mejilla. Fue el mejor beso que me habían dado en toda mi vida. Y ese fue el momento. Justo ese momento. Dejé de pensar con claridad y todo mi mundo empezó a girar en torno a Daniel Larkin.

Al poco de mudarme a Notting Hill, Sharon me visitaba con regularidad. Tenía miedo de que no me alimentara bien. Siempre venía con exquisiteces de Marks and Spencer y alguna estrafalaria prenda de ropa de Camden para animarme. Ropa que yo jamás me ponía, por supuesto.

Una tarde me tocaba colocar los libros en las estanterías del salón y Sharon me ayudó, sin parar de pedirme libros prestados, cuanto más profundos y gordos, mejor —que nunca se leía, pero yo siempre se los dejaba—. Al cabo de dos horas de trabajo mecánico Sharon sugirió ir a cenar al pub del Soho, con Jason, Ingrid y los demás. En el bolso rosa de peluche llevaba dos libros míos y el hombro derecho se le caía hacia abajo por el peso. Mi amiga era muy menuda y el novelón de dos tomos de Los Miserables pesaba mucho más que ella.

—Oli, sabes que estamos a menos ocho grados, ¿verdad? —me preguntó mi mejor amiga al verme salir sin guantes y sin gorro. Algo que yo jamás haría.

Ella llevaba su minifalda de quinceañera, esta vez una de cuadros escoceses, pero unos gruesos guantes de lana y un gracioso gorro de lana de colores con una borla en la punta.

—¿Y tu gorro y tus guantes? —dijo con esa mirada maternal que últimamente me dedicaba.

—No puedo cogerlos —respondí sin mirarla.

Sharon se cruzó de brazos.

—Están guardados en un cajón que no puedo abrir, ¿de acuerdo?

Mi amiga me miró con interés.

—¿Por qué? ¿Está roto?

—No, simplemente no puedo abrirlo —le respondí entre dientes y a punto de mandarla a hacer puñetas. Pero me obligué a no enfadarme porque me había estado ayudando a quitarles el polvo a los libros toda la tarde de aquel domingo lluvioso en lugar de estar en el sofá con su novia viendo películas bajo la misma manta.

—Entiendo… —dijo con una sonrisa irónica.

Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Darcy enseguida apareció, bostezando, intuyendo que yo no me encontraba bien. Sharon se sentó al lado y mi gato se subió sobre ella, buscando atención.

—Hay algo en él que no quiero ver y cada vez que lo abro me hace sentir mal. Es un libro y una pulsera que me regaló Daniel en nuestra luna de miel. Los guardé allí el día de la mudanza y no los he vuelto a sacar. Están dentro de una bolsa, pero aun así no puedo ni mirar la bolsa. Debes pensar que estoy loca.

—Para nada. Tiene mucho sentido —dijo mi amiga encendiendo un cigarro.

La lluvia se hizo más intensa y se veía a varias personas pasar por la calle tapándose con periódicos o refugiándose en los portales. Los domingos lluviosos Daniel y yo solíamos ver películas antiguas y pedir comida china.

Hice un gran esfuerzo por no llorar.

—Sé que debería sacar la bolsa y tirarla o regalarla. Pero el día que la mire y no sienta que me quedo sin aire significará que lo he superado. Es como la prueba de oro definitiva.

Sharon dio una gran calada al cigarro y se cruzó de piernas. Llevaba una pequeña carrera en las medias verdes.

—Yo tiré una aspiradora de cuatrocientas libras. Mi novia por esa época, Carmen, la pintora exheroinómana portuguesa, me acompañó a comprarla cuando vino a Londres a verme, porque yo no entiendo mucho de aparatos, ya lo sabes. La llevó a mi casa en coche. Y esa noche fue la primera noche que… bueno… Ya sabes.

La mirada de mi mejor amiga se perdió en un lugar remoto de su mente. Entonces supe que las relaciones pasadas se superan, pero jamás se olvidan. Yo superaría mi divorcio, pero de vez en cuando el recuerdo del Innombrable me seguiría afectando.

Carmen había sido el primer amor de Sharon. Se conocieron en Italia, cuando Sharon estaba allí estudiando de Erasmus en último curso de Antropología. Carmen era la anfitriona de una rave en una casa de campo, tenía diez años más que Sharon y mucha más experiencia que ella. No era guapa, pero sí muy sensual, de piel morena y cuello esbelto, con el pelito corto y rizado, y nunca llevaba sujetador. Siempre llevaba los labios pintados de rojo, así como las uñas, y un collar de perlas auténticas decoraba su pecho moreno. Fue la primera mujer con la que se acostó. Estaba locamente enamorada de Carmen, tanto, que se mudó a vivir con ella a Roma cuando solo llevaban saliendo un mes. Pero una vez allí la atracción de Carmen hacia ella se esfumó. La dejaba sola muchos días y más que su novia se comportaba como si fueran compañeras de piso. Invitaba a amigos a casa sin avisarla y se comía toda la comida sin comprar más. Sharon se sintió sola y triste en un país que no era el suyo y se maldijo a sí misma por ser tan ingenua. Una noche Carmen se llevó a una chica a casa y le propuso a su novia hacer un trío. Sharon estaba agotada de trabajar en un andrajoso restaurante todo el día y de ocuparse de las tareas domésticas porque Carmen se pasaba el día pintando o de juerga.

—Una mañana me miré al espejo y no reconocí a la persona que tenía delante. Entonces hice la maleta y volví a Inglaterra. Pensé que todas las relaciones serían así. Cuando conocí a Ingrid tenía miedo de dejar de ser yo misma, de volver a pasar por lo mismo, pero la vida con Ingrid es tan sencilla, Oli… Yo soy muy independiente, ya lo sabes. Cuando nos fuimos a vivir juntas pensé que se iría todo a la mierda, pero no fue así. Fue todo tan natural… Ingrid es tan genial… Sé que a veces da miedo con esas pintas de “reina del hielo” que tiene, pero es un encanto, nunca se enfada por nada y tiene pequeños detalles como dejarme pósit con mensajitos por toda la casa o golosinas dentro de mi bolso. Es tan mona.

Le dediqué a mi amiga la mejor sonrisa que encontré.

—Lo siento, Oli. Tú estás fatal por lo de Daniel y yo presumiendo de novia.

—No seas tonta.

Agarré a Sharon de la mano.

—Ayer llené una bolsa de basura entera con cosas que me recordaban a Daniel y las guardé en el trastero. Libros que me regaló, toda la ropa que me puse en nuestras primeras citas, película que vimos juntos, platos y copas en los que él había comido, la manta del sofá y un osito Teddy porque la primera vez que vino a mi piso de soltera lo puso delante de su cara y empezó a poner voces graciosas. Mi madre me dijo “¡Olivia! ¿Han entrado a robar en tu casa?”. Y yo pensé, sí. Me han robado la dignidad y la ilusión de vivir.

Tras unos segundos más de silencio, Sharon se levantó del sofá y me ofreció la mano. Yo casi había olvidado que mi amiga estaba allí.

—Venga, vamos a emborracharnos.

* * *

Ya estaban abiertos los puestos del mercado de Portobello Road y aproveché para comprar naranjas y tomates. Llevaba puesto un feo chubasquero azul oscuro y unas botas de caucho verdes. Mi madre me habría matado al verme de esa guisa, pero la capucha me tapaba el pelo sucio —y el feo gorro fucsia—, lo que me recordó que también debía comprar champú. Además, cuando llueve la gente se fija menos en los demás y yo no tenía ganas de entablar conversación con nadie.

—¿Olivia?

Me giré con tal fuerza al reconocer aquella voz que casi me disloqué el cuello, y tiré varias manzanas del puesto de Mark y Julie, que me disculparon sin problema, pues les compraba tanto género y hablaba tanto con ellos de mi vida que eran prácticamente mis segundos padres.

Henry O´Donnell, profesor de Historia de mi universidad, en mi barrio, a las once de la mañana. Con su cabello azabache, sus gafas de pasta, su chaqueta de pana y su bandolera cruzada, era la imagen andante del típico guaperas intelectual. Solo que él era auténtico, no impostado, como todos esos jóvenes modernos que pululan por el Soho, con gafas sin graduar, pajaritas de colores y patillas al estilo The Beatles. Tenía treinta y dos años. Era de Dublín y prácticamente acababa de aterrizar en Londres.

—Henry, ¿qué haces tú por aquí?

Esto no podía estar pasando…

—Perdido. No encuentro una librería que me han recomendado y necesito el libro para una de mis clases. No paro de dar vueltas y vueltas, se me ha roto el paraguas y encima estoy empapado.

“Pero guapo”, pensé. Yo parecía la superviviente de un naufragio.

—Más de un año viviendo en Londres y sigo perdiéndome por todos sitios. Es muy patético. Pero nunca había vivido en una gran ciudad. Y tengo un pésimo sentido de la orientación.

“Patético no, encantador”, me dije. “¡No lo hagas, ni se te ocurra invitarlo a tu casa con la excusa de un secador y un té caliente, no! ¡No lo hagas, Olivia! Juraste que…”.

—Mi casa está ahí enfrente. Tengo secador y toallas.

Demasiado tarde, allí estaba él, mirándome con sus ojazos verdes, como un cachorrillo, y no pude resistirme.

—Ya sé dónde vives, Olivia —dijo con dulzura. Y me sostuvo la mirada.

Claro que lo sabía. Qué estúpido comentario.

—Pero no quiero molestar. Iré a alguna cafetería y esperaré a que cese la lluvia.

—No es molestia —me apresuré a decir.

Él dudo unos segundos, pero finalmente aceptó.

—De acuerdo.

Sin preguntarme, cogió mis bolsas de la compra y con la otra mano libre abrió su paraguas que, como había dicho, estaba roto.

—Permíteme. Sé que está hecho un asco, pero al menos te cubrirá un poco.

Era el colmo de la galantería, ya que yo llevaba capucha y él no y lo había colocado justo encima de mi cabeza. Nuestros hombros se rozaban y no nos miramos durante todo el camino. Mi casa estaba cerca, menos mal. Al abrir la puerta las llaves se me cayeron al suelo debido a que tenía las manos chorreando. Henry las cogió y me las dio. Al levantarse casi se le caen las gafas al suelo.

—Gracias.

—De nada —dijo con una sonrisa, y se limpió los cristales de las gafas con la camisa. Era tan educado, torpe y bello como Clark Kent, solo que sin poderes ocultos.

Mientras Henry O´Donnell estaba en mi baño secándose el pelo con mi secador puse la tetera a hervir e intenté adecentarme un poco. Me recogí el pelo en una coleta y me puse ropa seca. Coloqué su camisa junto al radiador y asegurándome de que él no salía del baño, la agarré un momento y me perdí en su aroma. Definitivamente, no estaba en mis cabales. Falta de sueño, embarazada —aunque no confirmado por mi ginecóloga, era casi una certeza— y todavía con cicatrices por mi divorcio.

Al cabo de un rato Henry apareció en el salón en camiseta blanca interior, inconsciente de su enorme atractivo. Rápidamente le pasé una manta del sofá. La tentación era demasiado fuerte.

—¿Cómo te va todo? —preguntó, dando un sorbo a la taza de té.

—Bien, mucho trabajo. Además, la nueva novela me tiene ocupada los fines de semana —mentí, apenas escribía.

—Lo sé, ya no vienes por el pub. ¿Me dejarás leerla?

—Por supuesto. Serás el primero en leerla.

Cuando la acabe el próximo siglo…

Henry se inclinó hacia mi lado del sofá y se me paró el corazón pensando que tal vez… quizás…Entonces, se agachó y agarró su bandolera del suelo.

—Por cierto, feliz cumpleaños. —Henry sacó un pequeño paquete rectangular—. Pensaba dártelo en el festival, pero ya que nos hemos encontrado… Si te parece inoportuno o fuera de lugar no tienes por qué abrirlo.

—Es mi primer regalo. Cómo no aceptarlo. Gracias.

Henry me sonrió, un poco avergonzado por el gesto del regalo. A pesar de su carácter serio sabía que por dentro su corazoncito estaba emocionado, aunque no lo expresara.

Abrí el paquete hecha un manojo de nervios. Era una primera edición de El jardín secreto, mi libro favorito de niña, con dibujos originales. Lo había nombrado hace más de un año en el pub y él se había acordado.

—Cielos santo, Henry, ¿dónde lo has encontrado?

—En una antigua librería que hay cerca de Portobello. Lo bueno de perderse por una ciudad es que encuentras rincones llenos de encanto.

Enseguida me vino a la mente una imagen. Henry sentado a los pies de una pequeña cama leyéndole el cuento a una niña, con sus ojos verdes y mi cabello rubio… Emma, o Claire, o tal vez… ¡Para! ¡Para!

—¿Cómo pudiste acordarte?

—Te conozco —dijo sin sonar presuntuoso.

Agachó la cabeza, y noté que se había sonrojado. Entonces me miró.

—Sé que no te gusta que te hablen por la mañana, al menos hasta que has tomado tu segunda taza de té. También sé que te gusta darte una ducha bien caliente antes de dormir porque te relaja, que siempre llevas algo de calderilla suelta en los bolsillos del abrigo por si ves a alguien pidiendo en la calle y que el chocolate hace que te salga un pequeño sarpullido en la frente.

Rozó mi frente con sus dedos y me estremecí. Todo era cierto. Y sí, anoche me había comido dos Toblerone intentando calmar mi ansiedad. Me levanté del sofá conmocionada. En el patio aún seguía la bolsa de basura que había sacado Sharon con las pruebas de embarazo. Las cuatro. Eran demasiadas emociones para no ser ni medio día.

—Olivia, ¿te encuentras bien?

Me giré temblando.

—Henry, yo… Tengo que decirte algo —mascullé casi sin voz.

—¿Qué sucede? Estás pálida. ¿Llamo a un médico? —Rápidamente sacó su móvil.

—No. Estoy bien, es solo que…

Entonces sonó el teléfono, una vez, y otra y otra hasta que tuve que ir a la cocina.

—¿Diga? —respondí con el corazón desbocado.

—¡Cielo, soy yo!

Sin duda este prometía ser el fin de semana más largo y terrible de toda mi miserable existencia.

—He conseguido el traje de Betty. Claro que ella tiene el trasero del tamaño de Norteamérica… Pero me servirá.

—Es estupendo, mamá. Pero me pillas en un mal momento.

—¡Darcy! Ven aquí, campeón. ¿Cómo te va la vida, granujilla?

Vi como Henry le hacía mimos a mi gato y mi corazón se llenó de ternura.

—Olivia, ¿quién hay en tu casa?

—Nadie.

—Olivia Marie Bennet, ¿hay un hombre en tu casa a estas horas?

—Es Colin. Ha venido a arreglar la ducha.

—Ah, bueno… —dijo decepcionada.

—Mamá, tengo que dejarte. Henry, digo, Colin, necesita que le ayude con el… destornillador.

Escuché una risita ahogada de Henry.

Volví a sentarme en el sofá.

—Nunca has arreglado una ducha, ¿verdad? —me preguntó.

—No. De hecho, ni siquiera tengo destornillador. Por eso siempre llamo a Colin, mi vecino, cuando se estropea algo. A veces son tonterías, cosas que podría arreglar yo misma. No sale mucho de casa desde que murió su esposa. Solemos tomar un té, ponemos verde al primer ministro y cosas así…

—Suena bien.

—Sí, es muy inteligente y divertido, te caería bien.

—Bueno, ya me lo presentarás algún día.

—Claro —dije sin mucha convicción.

Hubo unos segundos de incómodo silencio.

—Por cierto… ¿Qué querías decirme antes?

—¿Qué? —Me puse roja como un tomate.

—Antes. Decías que tenías que decirme o preguntarme algo. Parecía importante.

—Ah… sí, nada, solo quería saber si mañana ibas a llevar acompañante a la recepción.

—¿Te refieres como pareja?

—Supongo.

Henry jugueteó con la taza de té y miró hacia el suelo.

—No lo sé. Es posible. ¿Y tú?

—Puede que vaya con un amigo —dije con fingida despreocupación.

—Ah, pues ya nos veremos allí entonces —contestó de forma cordial.

Eso era lo que siempre me había puesto nerviosa de nuestra relación, que la mayor parte del tiempo Henry era tan rematadamente formal que muchas veces era incapaz de saber qué pensaba o sentía. Sobre todo, qué sentía. Por mí.

Yo era escritora y para mí las palabras eran algo muy importante en mi vida. Y con Henry O´Donnell le di demasiada importancia a las palabras y acabé fijándome más en lo que no me expresaba verbalmente que en lo que siempre me demostró con su comportamiento. Pero ahora ya era demasiado tarde. Porque cuando por fin obtuve palabras, no supe estar a la altura.

Y ahí quedó todo. Permanecimos en silencio tomando el té y mirándonos de vez en cuando con una timidez impropia de dos adultos. Los perros de mi vecino ladraron exigiendo su segundo paseo matutino y Henry se levantó.

—Creo que mi camisa ya estará seca.

—Te la traigo.

Mi antiguo amante se puso la camisa y agarró su bandolera de piel marrón. Parecía un estudiante de secundaria. Había ido a visitar a su familia hacía poco a Dublín. Y el par de kilos de más que había conseguido con la buena comida casera le habían sentado muy bien. El cabello le había crecido un poco y algunos mechones de la coronilla los tenía de punta. Tenía un aspecto un poco más desenfadado desde la última vez que nos vimos, más informal.

Me tomé cierta licencia y acerqué mis dedos a su flequillo, apartándolo de la frente hacia un lado. Algo que siempre me gustó hacer. Su frente seguía tan suave como la recordaba.

Henry sonrió con cierta timidez.

—Ya me toca cortarlo.

—¿Sigues yendo al mismo peluquero de siempre?

—Sí. Se cambió de barrio, pero sigo yendo al mismo sitio.

Así era Henry O´Donnell, un hombre de costumbres. Organizado, metódico y responsable. Se alimentaba como Dios manda y jamás se le acumulaban facturas sin pagar. Todo lo opuesto a mí, que era el caos personificado. Pero eso es lo que dicen, ¿no? Que los polos opuestos se atraen.

Henry podía tirarse una hora para hacer la compra. Leía con meticulosidad los ingredientes y buscaba en Wikipedia —le encantaba la Wikipedia— cualquier cosa que le hiciera sospechar que el producto no era muy sano. Yo le escuchaba con la misma expresión de una madre ante el recital de poesía de su hijo. Era uno de sus encantos, hipnotizarte con sus palabras, hablara de lo que hablara, fuera Física Cuántica o la perca de río. Otra mujer le habría metido prisa, resoplando y lanzando miradas el reloj. Yo no. Yo lo que hice fue enamorarme de él. Ahí, en mitad del pasillo de los congelados de Waitrose.

Creo que es lo que hacemos todos, ¿no? Enamorarnos de las rarezas del otro. De lo que hace que esa persona sea diferente al resto de los mortales. Yo me enamoré de las rarezas de Henry O´Donnell. Doblaba su ropa con un famoso método japonés, ocupando el mínimo espacio, hablaba consigo mismo en la ducha, y se reía justo antes de quedarse dormido. Ya lo dijo Edgar Allan Poe: “There is not beauty without strangeness”.

—Olivia.

—¿Sí? —Henry estaba tan cerca de mí que noté su dulce y cálido aliento.

—Deberías descansar, se te ve agotada. Y nos espera un intenso fin de semana.

—Lo intentaré.

Henry me dedicó una afectuosa sonrisa antes de marcharse. Noté que quería darme un abrazo, pero se contuvo. Yo tampoco lo intenté. Y mejor así. Mi olor corporal actual no era precisamente el de un bebé recién bañado. No podía permitirme ahora pensar en Henry O´Donnell. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme con él. Pero eso sería tras el fin de semana. Estos días necesitaba poner el automático y hacer las cosas que tenía pendientes. El domingo por la noche, cuando acabara toda esta pesadilla, me derrumbaría y me regodearía en todos mis problemas, y aullaría en el sofá como una loba solitaria hasta que Colin tuviera que llamar a Scotland Yard. Pero ahora no.

En cuanto se hubo cerrado la puerta me acordé de que tenía que ir a la facultad. ¡Mierda! Había olvidado en mi despacho los relatos de mis alumnos del taller de escritura avanzada. Aún no había leído ninguno y debía escoger cuál de ellos sería el que leería su historia en voz alta en el auditorio principal. Sospeché que sería el de Jimmy Donovan. Pero no sería muy ético por mi parte escoger ese sin leer los demás. Agarré las llaves de mi Mini color turquesa —que había sido mi pequeño y gran capricho postdivorcio del Innombrable— y me puse de nuevo el horrendo chubasquero azul.

La lasaña y la cita con Colin Firth las iba a tener que posponer. Darcy se acurrucó de nuevo junto al radiador y deseé por un momento ser él. Una gatita casera, bien alimentada y querida, sin más preocupaciones que dormir, comer y recibir mimos. ¡Qué complicada era la vida de los humanos! ¿O éramos nosotros quiénes la hacíamos complicada? No lo sabía…

No recordaba dónde había aparcado el Mini y tuve que caminar bastante. Iba con la mirada fija en el suelo, rezando por no cruzarme con nadie. Porque es una verdad universalmente conocida que cuando peor te van las cosas, te encuentras con la persona a la que querrías restregarle tú éxito en la cara. Y siempre vas hecha un adefesio, por supuesto.

—¡Olivia!

Me obligué a levantar la cabeza y sonreír. Este día no podía empeorar… Si no estuviera embarazada fijo que me venía la regla también.

—¿Qué tal, Caitriona? —dije arrastrando las palabras.

—Bien. ¿Y tú?

—Bien, todo bien. ¿Sigues dando clase en la universidad?

—Sí. Ahí sigo, como siempre.

Caitriona Primrose Peters había sido compañera mía en el instituto y durante un tiempo pensé que podríamos llegar a ser amigas. Pero al salir con ella un par de veces cambié de parecer. Sharon la había apodado C.S.I porque hacía más preguntas que los policías de la televisión. Yo la llamaba la Comadreja, por su cuerpo menudo y rotunda cabeza, y ese brillo desquiciado que aparecía en sus ojos cuando estaba frente a una de sus víctimas.

Era una persona muy competitiva y siempre quería enterarse de cómo nos iban las cosas a las demás mujeres de nuestra generación para saber en qué puesto la dejaba eso a ella. En la residencia de la universidad se levantaba a las cinco y media de la mañana —incluidos los domingos— para ir a correr. Traía frita a su compañera de cuarto, estudiante de Medicina, que le suplicó a la directora que por favor sacaran a esa chiflada de su habitación. Y, por supuesto, siempre estaba a dieta. Cuando peor te iban las cosas ella más se alegraba. Para Caitriona Peters llevar una conversación adulta se resumía en interrogar a la otra persona. Era maestra de primaria. Tenía una hermana, más joven, guapa y exitosa que ella, y estaba bastante tocada por este tema. No era mala persona, simplemente porque no era un ser humano. Ingrid decía que era extraterrestre. Durante un tiempo Ingrid bromeó con la hipótesis de que la Comadreja fuera gay, pero Sharon la atajó enseguida:

—¿La Comadreja lesbiana? Imposible. Esa tía es directamente asexual. Ni siquiera ha llegado a la pubertad. Sigue llevando sujetadores deportivos como a los once años y jamás se pone unas bragas sin salva slip. Y sé de lo que hablo. He compartido baño con ella en un viaje.

Caitriona era mucho más bajita que yo y totalmente plana de pecho. Si no fuera por la falda de lana —todas sus prendas eran de lana, las típicas prendas que venden en las tiendas de comercio justo, tipo Intermón Oxfam— podría pasar por un chico de catorce años. Llevaba el pelo muy corto, algo que no le favorecía en absoluto, y se echaba toneladas de maquillaje intentando infructuosamente disimular su acné. Sus pendientes de plata con forma de espiral se movían a un lado y a otro mientras movía la cabeza de forma pizpireta. Su cara siempre era la de una abeja que acaba de aterrizar en el país multicolor de las hadas y los arcoíris. Si no supiera que es imposible, diría que ponía LSD a sus batidos matutinos.

—Alquilaste un estudio en Sheperd´s Bush, ¿no? ¿Sigues allí? —preguntó con suspicacia.

—Notting Hill, en realidad. Compré una casa. Mía del todo —dije triunfal.

¡Chúpate esa!

—¡Excelente! A nuestra edad es mejor ir teniendo una residencia estable. Por lo que pueda pasar.

Caitriona siempre decía “a nuestra edad” como si tuviésemos una prótesis de cadera y siete nietos.

—Pero debe de ser un poquito estresante vivir ahí, ¿no? Tantos turistas y el Carnaval… ¡Yo me volvería loca!

—Para nada. Es de lo más tranquilo —dije desatinadamente.

La Comadreja soltó una risita.

—Mi hermana y su marido acaban de comprarse una casa en Holland Park. Tienen un jardín privado enorme. Una vez hasta les pidieron la casa para grabar un anuncio. Y han reformado una habitación en exclusiva para mí, con baño y todo.

—Debes de estar muy contenta. Me alegro por ti. —Intenté mostrar mi mejor cara de entusiasmo.

Nos guarecimos de la lluvia en el portal de un restaurante. La gente me daba codazos al entrar y salir. El vapor con olor a comino que salía del mostrador donde los transeúntes recogían la comida me estaba empezando a dar náuseas. Me pregunté si ya me estarían asaltando los efectos secundarios del embarazo. Alguien había dejado atado en la puerta a un perrito, que no paraba de ladrar. Estuve tentada de entrar a regañarle a sus dueños, pero me contuve. No quería proporcionarle a la Comadreja más material sobre la loca de Olivia Bennet. Pero Caitriona notó mi preocupación. No se le escapaba una.

—Olivia, no le pasará nada. Es un perro… —comentó con una sonrisa torcida—. Por cierto, no he vuelto a ver ninguna novela tuya en las librerías. ¿Ya no escribes?

Apreté los labios y vi como los ojos le brillaban. La Comadreja llevaba un horrible paraguas de florecillas y mariposas. Observé sus zapatos con hebilla de Camper color mostaza. Era la repera. Llevaba ropa pseudohippy e iba a conciertos de cuerda y mercados medievales, pero cuando veía a alguien pedir por la calle y tú le dabas dinero decía: “Olivia, nos seas ingenua, esta gente no trabaja porque no quiere”.

—Sí, claro que escribo, pero las clases me quitan mucho tiempo.

Una familia india pasó por nuestro lado. El padre iba pegando voces con un paraguas gigante bajo el que se cobijaba toda la familia. La madre me golpeó con cien bolsas de Primark y se disculpó de forma muy respetuosa. Deseaba largarme de allí, pero no quería ser grosera. Claro que a Caitriona no le importaba serlo sometiéndome el tercer grado. Entonces entornó los ojos y puso morritos. El toque de gracia final.

—¿Y qué tal llevas… lo de tu divorcio? —preguntó con carita inocente.

Mi párpado derecho empezó a temblar. Esta era siempre la guinda final. La pregunta incómoda a la que nunca sabía qué responder. Otra persona, alguien mucho más valiente que yo, y con gran dosis de amor propio le habría dicho. “¿Sabes qué, Caitriona? ¿Por qué no te conectas a internet, a uno de esos chats para frikis y perdedores, buscas un tío tan soso y feo como tú y metes tus narices en sus calzoncillos en lugar de meterla en la vida de los demás?”.

Pero no lo hice. Ante todo, yo era una buena chica. Siempre iba a ser una buena chica y era mejor aceptarlo.

—Bien. ¡Entre el trabajo y las novelas apenas tengo tiempo de pensar! —Fingí una risita muy patética.

—Claro… claro… —respondió ella con condescendencia.

Pude ver al lado de su cabeza cómo se dibujaba un gráfico con nombres de mujeres que yo conocía. Olivia Marie Bennet estaba abajo del todo con un enorme cero como una casa y el pósit de una carita triste, indicando que era la mayor perdedora de toda Inglaterra.

—Me alegro de verte, Olivia. Y acostúmbrate a llevar paraguas con este tiempo, mujer. ¡Esto es Londres! Bye, bye! —dijo mirando mi lamentable aspecto y perdiéndose entre la multitud con su horrible paraguas.

¿Cómo es posible que yo, que soy una mujer adulta, inteligente y con un buen empleo, me deje avasallar por esta idiota?

Llena de rabia y avergonzada de mí misma continué mi camino imaginando a Caitriona Primrose Peters devorada por los zombis de The Walking Dead.

Dame un respiro

Подняться наверх