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Capítulo 4

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Un enorme cartel en la entrada de la facultad rezaba: Festival de las Letras 2016. Jane Ormond, la jefa de las limpiadoras, me abrió la puerta y, como buena ama de llaves que había sido en su juventud, no me hizo ninguna pregunta, ni miró descaradamente mi aspecto de refugiada de guerra. Hoy no había clases. Por motivo del festival todo el mundo tenía cosas que preparar. Las chicas de la limpieza estaban colocando mesas redondas donde el domingo pondrían centros de flores, ya que en ellas los escritores invitados firmarían sus ejemplares y los editores charlarían con los alumnos sobre sus manuscritos.

Este año, con motivo del festival, el tradicional árbol navideño había sido decorado con fotos, dibujos, citas y poemas que habían hecho los alumnos de sus autores predilectos. Había quedado muy original. Me sentí tan orgullosa de mis pequeños polluelos… Las hormonas del embarazo y el ambiente navideño hicieron que me emocionara un poco.

Jane Ormond se acercó a mí con gravedad en su rostro y, a pesar de que estábamos solas, me habló en susurros:

—En algunos han escrito cosas indecentes… —dijo en voz baja y mirando a ambos lados.

Me aguanté la risa. Jane era ya toda una institución en la universidad. Llevaba casi toda su vida trabajando aquí. Algunos alumnos la temían y todo el profesorado la respetaba. Seguro que tras su muerte su fantasma seguiría vagando por los pasillos, velando por la respetabilidad y el honor de la universidad.

Traté de calmarla. Le dije que no eran más que bromas inocentes, eran jóvenes y era Navidad. No era para tanto. Pero cuando me marché la vi junto al árbol recolocando algunos adornos y poniendo los pecaminosos bien escondidos.

Simon Curley, el joven jardinero, estaba recortando los setos, con la cabeza rapada bajo un gorro de lana negro, escuchando rap con sus cascos. Me llegó un ligero aroma a marihuana.

—¡Buenas tardes, profesora Bennet! —gritó, quitándose los cascos y esbozando una gran sonrisa.

Lo que daría por una calada… Pero colocarme con Simon en los jardines de la facultad era lo peor que podía hacer en estos momentos. Aunque estaba segura de que él aceptaría encantado, y que incluso me tiraría los tejos, pues lo había hecho en más de una ocasión.

El viejo y eficiente Owen estaba encerando el suelo y me previno antes de que resbalara. Pasé con cuidado por el enorme corredor principal. En las paredes de madera colgaban los retratos de todos y cada uno de los rectores y rectoras de la Universidad desde sus inicios. Había elegantes vitrinas con trofeos, medallas y fotografías de la graduación de los alumnos. Al entrar allí me sentía como en casa. Llegué hasta mi despacho y abrí el cajón donde estaban los relatos de mis alumnos. Eran siete. Fui a la sala de profesores a por un café bien cargado y un sándwich de rosbif de la máquina expendedora. Eran las dos de la tarde y la barriga me hacía ruidos. Ya que no quería comer por mí, al menos tenía que alimentarme por el bien de la alubia.

Me senté en el sillón de mi despacho cerca del enorme radiador y cogí el primer relato. Era de la dulce y preciosa Emily Greenleaf. Escrito en tercera persona cercana, ni una falta de ortografía, y argumentalmente perfecto. Pero carente de emoción. Era como un cóctel de autores que ella idolatraba: Jane Austen, las Brontë, E.M Forster… Y no tenía nada nuevo, nada que lo hiciera especial. La mayoría de los relatos eran iguales, llenos de palabras rimbombantes y frases cultas y profundas pero anodinos. Demasiado intelectuales para mi gusto. Debía ser objetiva y justa, pero estaba demasiado cansada, así que pasé los demás relatos sin mirar ni siquiera el título hasta dar con el nombre de Jimmy Donovan.

Nada más leer la primera frase me enganché. Parecía imposible que alguien como Jimmy hubiera escrito semejante historia, tan recatado, tan silencioso… Era excitante. La escritura era natural, espontánea, y sin esa pedantería que intentaban demostrar la mayoría de los alumnos, con enormes parrafadas llenas de detalles y descripciones innecesarias. Jimmy era auténtico. ¿A quién me recordaba? A mí. A mi primera novela. La que publiqué con treinta y cuatro años.

Tal vez no era perfecto, tal vez si un editor la leyera sacaría miles de fallos, pero apostaría por la historia, porque era honesta, llena de pasión y escrita con humildad, y sobre todo sin autocensura, sin tabúes. Sentí una oleada de celos hacia el joven Jimmy y me puse más nerviosa al pensar que mi talento se había esfumado, que jamás volvería a escribir como antes. Mis días de gloria habían pasado y ahora le tocaba el turno a la juventud. Yo era ya una cuarentona, una antigualla, como esos retratos y trofeos del pasillo llenos de polvo en los que ya nadie se fija. Agarré mi bolso enfurecida conmigo misma, guardé el relato de Jimmy en una carpeta y dejé el resto sin leer en el cajón. Entré al baño de profesoras y me tropecé con Simon. Estaba vaciando las papeleras y escondió el porro en cuanto me vio entrar.

—¿Me das una calada? —pregunté. Mi descaro me sorprendió. Olivia Marie Bennet, “la buena chica”, jamás habría hecho algo así.

Él parecía desconcertado. ¿Era una trampa?

—¿Simon?

—Por supuesto, profesora Bennet, es todo suyo. —Y me lo entregó sin reservas.

Me subí al borde de la ventana mirando los hermosos jardines y le di una calada al porro de Simon. Instantáneamente me sentí más calmada. No fumaba hierba desde los noventa. Luego se lo devolví y él me sonrió. Yo balanceaba las piernas y eché la cabeza hacia atrás, suspirando. Una calada no iba a matar a la alubia. Además, seguramente no lo tendría. ¿Cómo iba a tenerlo? Seguramente acabaría dejándome al bebé olvidado en Tesco o en el metro. Apenas podía cuidar de mí misma, ¿cómo demonios iba a cuidar de otro ser humano? Yo, que había sido el colmo de la perfección, mi vida ahora era un caos. No lo tendré, decidí, y Simon me pasó de nuevo el porro.

—¿Un mal día?

—Empieza a mejorar… —Le dediqué a Simon una sonrisa coqueta.

¿Qué me pasaba? Estaba flirteando con el jardinero de veintisiete años. ¡Con Simon! Simon, que aún jugaba a la Nintendo y creía que El Quijote era un cantante de flamenco.

—Esto es muy surrealista. Usted aquí en el baño, compartiendo un peta conmigo.

—No me llames de usted, me hace sentir vieja. Llámame Olivia.

—No tiene nada de vieja. Perdón, no tienes nada de vieja, Olivia…

Uy, uy, uy…

Dejé el porro sobre el borde de la ventana y eché el pestillo del baño. Simon me levantó la falda hasta las caderas. Yo estaba mareada y excitada por el consumo de droga, pero quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Simon no paraba de suspirar y decir mi nombre.

—Joder, Olivia, llevo años fantaseando con este momento… Eres tan sexy.

Al menos no puedo quedarme embarazada porque ya lo estoy, pensé. Parecía que él estaba en el limbo. Me sentía poderosa, deseada. Necesitaba recuperar mi autoestima, aunque fuera durante cinco minutos. No esperaba que durara más. Él subió las manos por mis muslos y me acarició el pubis suavemente. Pero yo no necesitaba tantos preliminares, así que le aparté la mano.

—¿Tienes un condón? —dije de manera lacónica.

Él sacó un preservativo de sus apretados vaqueros y se lo puso en dos segundos. Me quité el suéter y el sujetador, mostrando mis generosos y turgentes pechos, que lo dejaron con la boca abierta. Los acarició y me mordió ligeramente los pezones, que se pusieron duros como rocas. Aún era atractiva. Aún podía excitar a un hombre. Daniel me había dejado por una lactante, pero yo aún atraía a hombres jóvenes y atractivos.

Ya no recordaba lo que era acostarse con un veinteañero. Estaban obsesionados con los pechos, pero no le paré. Entonces le agarré la nuca y aplasté su miembro erecto contra mi pubis. Él comprendió. Me pegó contra la pared, clavé mis manos en su culito de acero y me penetró lentamente sin apartar los ojos de mí. No paraba de decir “¿te gusta? ¿Te gusta?” como si yo fuera a ponerle nota final: aprobado, bien, notable… Le tapé la boca con las manos y él aumentó el movimiento mientras hundía la cara en mis pechos. Notaba cómo se esforzaba para durar lo máximo posible. Me acarició suavemente el clítoris con los dedos. Estaba segura de que lo había leído en alguna revista femenina… Pero funcionó. Dos veces.

Al final los dos nos dejamos caer al suelo agotados y sudorosos y nos terminamos el porro en silencio.

—Ha sido alucinante —dijo, y me besó en los labios y en el cuello, donde me había dejado alguna marca.

Bueno, alucinante no era la palabra más indicada, pero era justo lo que necesitaba, descargar toda esa ira, nervios y estrés acumulado. ¿No era eso lo que hacían los hombres? ¡Pues por qué no iba a hacerlo yo! Un polvo salvaje con un jovencito en un baño público.

—¿Volveré a verte? —preguntó.

—Supongo, trabajamos en el mismo sitio.

Me vestí y salí del baño. Él parecía orgulloso de su hazaña, pero yo sabía que no diría nada de aquel encuentro. Nadie le iba a creer.

—Ha sido un placer —dije, mientras agarraba mi bolso.

—Cuando quieras —contestó.

Salí de la facultad sin creerme lo que acababa de suceder. Eso no era propio de mí. Para nada.

Subí al coche y puse la calefacción a tope. En la calle estaba helando, y había una fina capa de escarcha en las ventanas de mi Mini. Apoyé la cabeza en el volante. Todo me daba vueltas. Arranqué y fui a casa. Al llegar me di una ducha caliente, le di de comer a Darcy y descongelé un trozo de pavo relleno que comí frente al televisor sin enterarme de lo que veía. Hacían una maratón de capítulos repetidos de EastEnders en Channel 4. Pero todo eran sonidos y colores sin sentido para mí. De repente, mis ojos se nublaron y todo se amontonó en mi cabeza: el festival, la discusión con Sharon, la Comadreja, Henry, la alubia, Daniel, el polvo con Simon, otra vez Henry, otra vez la alubia…Y todo ello envuelto en una nube turbia por la marihuana que aún permanecía en mi cuerpo. Ya no aguanté más y caí rendida en el sofá como si pesara trescientos kilos. No eran ni las cuatro de la tarde cuando me sumí en un sueño muy muy profundo.

Dame un respiro

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