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2. Autonegación, memoria y espacio en el cine de Kijû Yoshida1

Ferran de Vargas

La historia es una invención y la realidad suministra los elementos de esa invención. Pero no es una invención arbitraria. El interés que suscita se basa en los intereses de quienes la cuentan; quienes la escuchan pueden reconocer y definir con mayor precisión sus propios intereses y el de sus enemigos. […] Solo el verdadero ser de la historia proyecta una sombra. Y la proyecta en forma de ficción colectiva. (Enzensberger, 2018, p. 14)

Introducción

Durante las primeras tres décadas tras el final de la Segunda Guerra Mundial se fue desarrollando en el seno de la izquierda japonesa una corriente política cuyo paradigma de pensamiento se articulaba a través de una valorización de la subjetividad (shutaisei) entendida en términos existencialistas. Se trataba de una subjetividad basada en el autocuestionamiento del sujeto, en la acción por encima de los grandes relatos ideológicos, y en un escepticismo respecto a la modernidad y la concepción acrítica del progreso histórico.

Durante los diez primeros años de posguerra, el desarrollo de esta corriente se fraguó tenuemente en el seno del Partido Comunista de Japón (PCJ), en oposición al autoritarismo de su dirección, y acabó desembocando en la ruptura del partido a mediados de la década de 1950, dando nacimiento a lo que se conocería como Nueva Izquierda japonesa2. A partir de entonces, la conciencia subjetiva y existencialista en el ámbito del activismo político se fortaleció hasta llegar a su apogeo entre 1966 y 1971 durante la conocida como “época de la política” (Furuhata, 2013), cristalizando en la significación del concepto de “autonegación” (jiko hitei), ampliamente utilizado en los sectores más libertarios del movimiento estudiantil y del movimiento contra la Guerra de Vietnam para expresar la necesidad de luchar, en cierto sentido, contra uno mismo en tanto parte integrante del sistema, como forma de luchar contra el sistema en su conjunto.

Esta transformación cognitiva del activismo político tuvo su reflejo en las producciones culturales, especialmente en el mundo del cine a través de los directores de la denominada Nûberu Bâgu3. Uno de los realizadores más destacados de esta corriente fílmica de finales de la década de 1960 fue Kijû Yoshida, quien desarrolló su propia teoría de la autonegación aplicada al cine. En sus películas de esa época Yoshida cuestionaba radicalmente la legitimidad de transmitir a través del cine relatos aparentemente objetivos y mensajes conclusivos. Pretendía dar rienda suelta a la subjetividad del espectador, negándose a sí mismo como sujeto racional que expresa una verdad interna.

Parafraseando a Standish (2011), se trataba de un tipo de cine que, en lugar de limitarse a reconstruir unos hechos, tendía a centrarse más en la conciencia individual de los hechos mismos. En este sentido, uno de los recursos más empleados por Yoshida era la utilización de escenarios y enfoques antirrealistas, advirtiendo de esta forma al espectador que estaba observando una construcción subjetiva y artificial mediada por los recursos cinematográficos4, la percepción y los recuerdos, y no una reproducción de los hechos. A la luz de estas consideraciones, en este capítulo analizaré uno de los filmes más destacados de este director: Erosu purasu gyakusatsu (Eros + Masacre, 1969).

La capacidad contestataria de una película como Eros + Masacre, basada en la negación de las formas discursivas e ideológicas de expresión cinematográfica, está en duda en un contexto histórico como el actual, en el que la hegemonía global del neoliberalismo desde la caída del bloque socialista ha dejado paso a la no menos neoliberal proclamación del fin de las ideologías. Cabe decir que una ideología está compuesta por “significantes flotantes” (Laclau, 1977) que cobran todo su significado en función de su relación con la hegemonía imperante en un momento determinado. Así pues, un discurso como el que subyace al cine de Yoshida, paradójicamente opuesto a representaciones ideológicas de la realidad, puede resultar contrahegemónico en una época histórica como la década de 1960, en que la Unión Soviética ejercía una gran presión ideológica sobre la izquierda japonesa, y en cambio puede no resultarlo en una época como la nuestra, en que esa presión ha desaparecido (De Vargas, 2019).

Es por este motivo que Yomota (2010) plantea la necesidad de comprender en profundidad el contexto epistemológico en que fue concebido este filme, a fin de evitar su condena en abstracto. Y es que autores como McDonald (1983), Desser (1988), el propio Yomota (2010) o Standish (2011) han tratado con cierta profundidad Eros + Masacre partiendo del análisis cinematográfico, pero no del contexto ideológico o epistemológico, como pretendo en este capítulo.

Subjetividad y autonegación en la Nueva Izquierda

Durante los años inmediatamente posteriores a la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, a buena parte de los japoneses les invadió el sentimiento de haber sido víctimas del engaño y la traición del Estado fascista. Esto resultó ser en un primer momento funcional al desarrollo del sistema democrático liberal, ya que tuvo el efecto de separar a la sociedad del Estado tras años de encaje totalitario y, en este sentido, fue el primer paso para el desarrollo de la sociedad civil (Orr, 2001). Además, ya el príncipe Naruhiko Higashikuni, quien fue el primero de los primeros ministros de la posguerra, enfatizó la necesidad de que toda la población hiciese penitencia respecto al pasado, lo cual escondía la intención de difuminar las responsabilidades de guerra de los dirigentes del país (Miyoshi, 2010, p. 90), y provocó que la izquierda reaccionase de forma contraria focalizando sus energías precisamente en dirimir esas responsabilidades.

Por otra parte, durante la inmediata posguerra el Partido Comunista de Japón (PCJ) detentó la hegemonía cultural gracias a la legitimidad que le daba el haber tenido a varios de sus miembros en prisión durante los años de totalitarismo5, así como el hecho de ser la única fuerza política con un relato suficientemente coherente que ofrecía respuestas al porqué de la catástrofe en la que había sucumbido el pueblo japonés. Según la línea oficial del PCJ, concebida en base al materialismo histórico marxista, el ascenso del fascismo en Japón fue propiciado por el carácter “semi-burgués” de la Restauración Meiji del siglo XIX, que no había erradicado todas las estructuras feudales, gracias a las cuales la oligarquía había logrado imponer sus intereses a través de la militarización del país y la ideología imperial durante la década de 1930 sin apenas oposición por parte de una clase obrera subdesarrollada. A partir de este relato, el partido propugnó la teoría de la “revolución en dos etapas”, según la cual primero era necesario suprimir los remanentes feudales (premodernos) y desarrollar plenamente las estructuras del sistema capitalista (modernidad) para poder, a continuación, llevar a cabo la revolución socialista.

Contrarrestando esta visión determinista surgió un conjunto de intelectuales que consideraban peligroso achacar únicamente al Estado o a las circunstancias estructurales las causas del fascismo. Según su punto de vista, si los japoneses no asumían su parte de la culpa en lo ocurrido, entonces no despertarían su subjetividad (shutaisei) ni, por tanto, su capacidad de decidir autónomamente frente al Estado, y de esta forma Japón no podría desarrollar una sociedad civil fuerte capaz de afianzar el sistema democrático y enfrentarse eventualmente al fascismo. Este conjunto de intelectuales progresistas ganó más influencia una vez dirimidas oficialmente en los Juicios de Tokio las responsabilidades por crímenes de guerra y constituyó una especie de “comunidad de contrición” (Koschmann, 1993, p. 396), de la cual el miembro más destacado fue Masao Maruyama, un pensador influido por el marxismo pero que no se consideraba a sí mismo marxista.

Las investigaciones de Maruyama sobre los años de fascismo en Japón constituyen una especie de nihonjinron (teoría sobre los japoneses)6, en la cual se concluye que la cultura japonesa de esa época era esencialmente irracional y falta de subjetividad individual, tejida por un sistema de irresponsabilidades que abarcaba toda la sociedad y el Estado. Haciendo una comparativa con el nazismo, Maruyama afirmaba que ni siquiera los líderes fascistas japoneses, a diferencia de los alemanes, eran plenamente conscientes de la responsabilidad de sus actos, que consideraban derivados de una autoridad superior a ellos. Pero incluso el líder más alto en la jerarquía del poder, el emperador, carecía de la conciencia de una responsabilidad final, ya que respondía ante la autoridad de la sucesión ancestral (Miyoshi, 2010, p. 94). Desde este punto de vista, Maruyama consideraba que los intelectuales debían cambiar durante la posguerra esa cultura propiamente japonesa, transmitiéndole a la sociedad valores modernos y humanistas y nutriendo la subjetividad individual de la ciudadanía.

A grandes rasgos se puede considerar que la postura de Maruyama tuvo su correspondencia en el cine de la mano de los llamados “humanistas de posguerra”: directores como Akira Kurosawa, Keisuke Kinoshita, Kon Ichikawa o Masaki Kobayashi. Por ejemplo, en su análisis de la aclamada trilogía de Kobayashi La condición humana (Ningen no jôken, 1959, 1959, 1961), Orr (2001) afirma que esta obra transmite la imagen de una sociedad japonesa víctima de sus propias circunstancias. Según Orr (2001), el filme transmite la visión de que ningún japonés era totalmente inocente de los horrores que tuvieron lugar, pero que paradójicamente las condiciones de la época del fascismo no habían permitido la inocencia de nadie: todo el mundo había estado atrapado en una jerarquía opresiva en la que incluso las personas de buena voluntad eran empujadas irremediablemente a la culpa (sobre el análisis de La condición humana y el cine de Kobayashi en general, ver el capítulo de Andrew De Lise en este volumen).

A mediados de la década de 1950 a los debates sobre el fascismo japonés y la subjetividad se sumó la voz de Takaaki Yoshimoto, considerado el ideólogo que más influencia tuvo en la Nueva Izquierda y que irrumpiría en la escena pública pocos años después. Según él, tanto el paradigma de pensamiento del PCJ como el de los intelectuales progresistas como Maruyama limitaban la acción subjetiva de la sociedad japonesa, ya que desde prismas esencialistas la consideraban subdesarrollada en términos de modernidad y además se erigían en vanguardia para ilustrar al pueblo. No veían a las masas tal y como eran, sino que pensaban en ellas en función de lo que deberían ser, tratándolas no como un sujeto activo sino como un objeto al que insuflar ideología. En este sentido, solo defendiendo la autonomía (jiritsu) de las masas respecto de cualquier intelectualidad orgánica se potenciaría su subjetividad, lo cual debía pasar necesariamente por el autocuestionamiento de la postura del propio intelectual.

Para Yoshimoto, tanto el PCJ como los intelectuales progresistas propugnaban una visión simplista de la historia dividida esquemáticamente en premodernidad y modernidad, y abrazaban acríticamente el segundo elemento de esta dualidad como bien supremo. Tal y como apunta Nygren (2007), en el Japón de la inmediata posguerra se había impuesto una concepción de la historia que mitificaba negativamente todo el pasado nacional bajo el término de “feudalismo”, imaginándolo de forma unitaria y sin contradicciones internas. Al mismo tiempo, el término “humanismo” se había convertido en la contraparte que no solo actuaba como un medio para el cambio social, sino que también tenía ese efecto de unificar míticamente el pasado.

El sentimiento de culpa promovido por la “comunidad de contrición” de la izquierda de posguerra convertía en última instancia a los japoneses en víctimas de sus reminiscencias feudales. En cambio, Yoshimoto proponía sustituir la culpa por la responsabilidad que suponía entender la realidad concreta de los japoneses para no caer en los mismos errores del pasado, no impugnando la supuesta naturaleza premoderna de las masas sino haciendo un esfuerzo por comprender más allá de los grandes relatos sus relaciones inmanentes, su experiencia cotidiana, sus deseos, miedos y pensamientos. Para él, que durante la guerra había sido un ferviente seguidor de lo que después llamaría “fantasía colectiva” imperial, precisamente el brusco desarrollo de elementos del capitalismo en Japón había traído de la mano una alienación social que había hecho aflorar en la población un anhelo de comunitarismo mal canalizado por el ultranacionalismo, lo cual contradecía las teorías que achacaban a los remanentes feudales la causa del fascismo.

Desde el punto de vista de Yoshimoto, incluso los intelectuales más íntegros e insobornables de la izquierda japonesa de preguerra debían reflexionar sobre su propia responsabilidad de haber vivido ajenos a la realidad de las masas autóctonas y haber basado su política en una visión abstracta e idealista de lo que estas debían ser, pretendiendo aplicar directamente en Japón parámetros concebidos en el contexto europeo y tratando a la población como a un recipiente vacío sobre el que verter su ideología en lugar de considerarlo un sujeto del que aprender. Asimismo, los intelectuales de la izquierda de posguerra debían basar su acción política en esa responsabilidad y no caer en el mismo error del pasado.

A este cambio de paradigma que conduciría a la irrupción y desarrollo de la Nueva Izquierda japonesa contribuyeron también tres puntos de inflexión históricos, el primero de los cuales tuvo lugar en 1955. El PCJ, forzado por Moscú y Pekín, llevaba cinco años enviando guerrillas de estudiantes a las zonas rurales para hacer estallar una revolución socialista en lo que se conoce como “era del cóctel molotov” (Matsunami, 1970, p. 55)7. Pero en 1955, cuando Kruschev inició la nueva política de coexistencia pacífica tras la muerte de Stalin, el PCJ se vio de nuevo forzado por las presiones externas a cambiar de estrategia, esta vez sustituyendo ya definitivamente las armas por las urnas. En este contexto, cientos de jóvenes comunistas a los que se les había dado un fusil y se les había exhortado a dejarlo todo atrás para hacer la revolución, sintieron que el partido los había sacrificado en vano. Como consecuencia, muchos abandonaron para siempre la radicalidad política. Sin embargo, hubo algunos jóvenes que, a pesar de sentirse utilizados, no se arrepentían de lo que habían hecho, asumían la responsabilidad de sus actos en lugar de presentarse como víctimas del partido y decidieron no abandonar la acción radical. Estos fueron el germen de una ruptura definitiva con el PCJ que daría nacimiento al movimiento de la Nueva Izquierda japonesa a finales de la década (De Vargas, 2019), promovido en un primer momento por la Liga Comunista Revolucionaria (Kakukyodo), fundada en 1957, y sobre todo por la Liga Comunista (Kyosando), más conocida como Bund, fundada en 19588.

El segundo punto de inflexión en la historia política del Japón de posguerra que propició el cambio de paradigma en la izquierda se produjo en 1960 durante la campaña contra la reforma del Anpo9. El espíritu general de las protestas se basó en el miedo a que el gobierno devolviese a Japón a un pasado antidemocrático y premoderno, y empujase de nuevo a sus ciudadanos a una guerra. La izquierda institucional y los intelectuales progresistas basaron su discurso en esa misma postura defensiva. El PCJ incluso mantenía que el riesgo de retroceso se debía a que Japón era una semicolonia de Estados Unidos, víctima de sus intereses imperialistas.

En cambio, la Nueva Izquierda10 consideraba que en el Japón de la posguerra no había existido en ningún momento nada similar a un sistema de paz y democracia reales. En lugar de enfocar la campaña contra el Anpo desde el miedo a un pasado premoderno y al peligro de una guerra que afectase directamente a los japoneses, se lanzó a la ofensiva contra la democracia liberal como nueva forma de opresión y contra lo que consideraba complicidad, y no sometimiento, de la nación nipona con el imperialismo estadounidense. Pero, pese a que la Nueva Izquierda irrumpió con fuerza en la escena pública durante la campaña contra el Anpo y en cierta medida llegó a liderar las protestas, su vocación ofensiva fue minoritaria en relación al conjunto del movimiento.

Según Maruyama, los valores humanistas de paz y democracia fomentados por los intelectuales progresistas habían logrado que una sociedad civil japonesa cada vez más racional y moderna escenificase las protestas masivas que tuvieron lugar durante 1960, y consideraba que la alienación de todos aquellos que no se habían movilizado era un lastre de la premodernidad. En cambio, Yoshimoto, que fue de los pocos intelectuales que apoyó a la Nueva Izquierda durante la campaña contra la renovación del Anpo, hizo una lectura opuesta de los acontecimientos, concluyendo que la alienación era precisamente la raíz de esas movilizaciones y no la “ilusión” que Maruyama y otros albergaban respecto a la democracia liberal y el progreso de la modernidad.

El tercer punto de inflexión en el seno de la izquierda japonesa se produjo cinco años después de la reforma del Anpo, cuando Estados Unidos inició los bombardeos aéreos sobre Vietnam11. El enfrentamiento entre la potencia más poderosa del mundo y un pueblo como el vietnamita, con la determinación de resistir en inferioridad de condiciones, imbuyó a muchos activistas de un espíritu que superponía la voluntad subjetiva a las circunstancias objetivas. Además, Japón servía como base de operaciones para los ataques estadounidenses a Vietnam, por lo que muchos japoneses se sintieron responsables como ciudadanos de un país cómplice de las agresiones.

Nunca antes este sentimiento había arraigado tanto en la sociedad japonesa. Cuando durante la lucha contra el Anpo de 1960 la Nueva Izquierda condenaba la complicidad de Japón con la opresión de otros pueblos asiáticos, la gran mayoría de la población percibía ese mensaje en un plano meramente teórico y abstracto, pero Vietnam lo convirtió en una realidad tangible. Aun así, pese a tratarse de un conflicto bélico en el que Japón estaba implicado, no damnificaba directamente a sus ciudadanos, por lo que el compromiso contra la guerra debía basarse en un ejercicio de responsabilización y concienciación subjetivas; en este sentido, la expresión “interiorizar Vietnam” (Muto e Inoue, 1985, p. 58) se convirtió en una idea clave del movimiento.

Por otra parte, cabe decir que el “milagro económico” que estaba experimentando la sociedad japonesa en esa época era en parte consecuencia de la posición geoestratégica de Japón como aliado de Estados Unidos en el marco de la contención del comunismo en la región, así como de guerras que se libraban dentro de dicho marco, como la de Vietnam, que generaban grandes beneficios para el capital industrial japonés, repercutiendo en el PIB del país. El espectacular crecimiento económico, que convirtió a Japón en una de las mayores potencias del mundo, y el hecho de que semejante fenómeno estuviese relacionado con los beneficios extraídos de una guerra, contribuyó decisivamente al fortalecimiento de una conciencia victimaria y al debilitamiento de la conciencia victimista de posguerra.

Asimismo, a este cambio de mentalidad contribuyeron al menos dos factores más. Por un lado, la creciente abundancia material que estaba convirtiendo a la japonesa en una sociedad de consumo difuminaba superficialmente las diferencias de clase y, dado que las formas de opresión eran menos directas y los “enemigos” de la izquierda menos palpables, el foco se centró cada vez más en la alienación como forma de opresión, así como en el rol de la autotransformación del propio sujeto como vía para la transformación social. Y, por otro lado, cabe mencionar que la memoria de la Segunda Guerra Mundial, del fascismo y de la miseria de posguerra se iba desvaneciendo de generación en generación, y durante la segunda mitad de la década de 1960 la actitud defensiva basada en el miedo a un pasado premoderno y a la devastación de un conflicto bélico en suelo japonés era más débil que años atrás.

El afloramiento en la sociedad japonesa de este cambio de mentalidad, que ya estaba en los genes de la Nueva Izquierda, hizo que dicho movimiento político dispusiese desde mediados de la década de 1960 de un campo más fértil para propagar sus planteamientos. Imbuido de esta nueva conciencia, en 1965 nació un nuevo sujeto político que influiría decisivamente en el desarrollo de la Nueva Izquierda japonesa en su conjunto: la Alianza Ciudadana por la Paz en Vietnam, o Beheiren12. No se trataba de un partido sino de una plataforma abierta a la participación no militante, surgida con una vocación claramente antivanguardista que daba la máxima importancia a la espontaneidad y libre voluntad de las masas, y evitaba articular motivaciones ideológicas más allá de frenar la guerra imperialista, potenciar en la sociedad japonesa el sentido de la autonomía individual y producir una transformación interna de las personas que condujese a cambios políticos de calado (Fukashiro, 1970; Y. Tsurumi, 1969).

Pero fueron las enérgicas acciones radicales lideradas por los militantes de distintas organizaciones estudiantiles de la Nueva Izquierda entre finales de 1967 y principios de 1968 lo que realmente hizo de la Guerra de Vietnam uno de los asuntos de mayor resonancia en la opinión pública japonesa. Cabe decir que, hasta entonces y desde la renovación del Anpo en 1960, la Nueva Izquierda había estado inmersa en una lucha defensiva contra la represión y por primera vez en siete años empezó a situarse en una posición ofensiva. La espectacularidad de la acción directa desplegada por el movimiento estudiantil en los Incidentes de Haneda de octubre y noviembre de 1967, en la Lucha de Sasebo de enero de 1968 y en la Lucha de Oji de febrero y marzo de ese mismo año, acontecimientos marcados por la entrega física de la juventud en combates cuerpo a cuerpo contra la policía antidisturbios, inspiró el estallido de las revueltas que tendrían lugar en el seno de los campus universitarios justo a continuación.

En la Universidad de Tokio, la más importante de Japón, se encendió a mediados de 1968 la chispa que se convertiría rápidamente en una revuelta estudiantil que paralizaría casi por completo el sistema universitario del país hasta bien entrado 1969. El conflicto se inició a pequeña escala en la Facultad de Medicina con las protestas contra las prácticas mal remuneradas, pero con la creación de los llamados Zenkyôtô (Consejos de Lucha Unitaria), asambleas estudiantiles inspiradas en los principios organizativos de la Beheiren, se acabó convirtiendo en un movimiento que cuestionaba el sentido mismo de la institución universitaria.

Cabe destacar que los estudiantes de Medicina movilizados en la Universidad de Tokio no se limitaban a protestar por lo que consideraban un agravio directo hacia su colectivo, sino que, en consonancia con el cambio de mentalidad que se venía produciendo en el activismo de la época, fueron pioneros en el ámbito universitario en cuestionarse su propia posición como sujetos. Desarrollaron una conciencia crítica de sus privilegios respecto a otros profesionales del ámbito de la salud como, por ejemplo, los enfermeros, y en relación a la mayor parte de la sociedad. De esta forma empezó a resonar con fuerza el concepto de “autonegación” tal y como lo utilizaba un estudiante de esa época para expresar lo siguiente:

Las personas trabajadoras que venían a visitarnos como pacientes en el hospital sufrían tanto como nosotros como víctimas del sistema médico imperante en Japón. Entonces se nos ocurrió, tanto a estudiantes de Medicina como a jóvenes doctores, que habíamos sido victimarios más que víctimas por haber ocupado complacientemente una posición pequeñoburguesa a expensas del pueblo. Este reconocimiento marcó un gran punto de inflexión en nuestro movimiento. […] Finalmente llegamos a la autocrítica y la autonegación, a través de las cuales anticipamos claramente la posibilidad de una alianza con el pueblo trabajador. (K. Tsurumi, 1975, p. 215)13

Desde el punto de vista de la autonegación, criticar la universidad por ser una institución cuya función era la reproducción de las élites, la mercantilización del saber y la colaboración con el capital industrial que se aprovechaba del imperialismo (y, por lo tanto, de la Guerra de Vietnam), requería una autocrítica por parte de los propios estudiantes como miembros integrantes de la universidad misma. Así como “interiorizar Vietnam” se había convertido en una consigna de la Nueva Izquierda, también lo hicieron lemas como “la Todai en nuestro interior” (Kelman, 2001, p. 270)14. Por otro lado, como se desprende de las palabras de una activista estudiantil de la época, esta conciencia chocaba con la mentalidad de los militantes del PCJ ya que estos:

“luchaban” desde un punto de vista absolutamente objetivo y se separaban de sus propios conflictos internos. No entendían que la mentalidad producida en la historia de los movimientos revolucionarios japoneses —los movimientos que asumen que solo ellos son “buenas personas” mientras que el mal es el Estado— es arrogante. (En Ando, 2014, p. 67)15

El concepto de autonegación era la cristalización del espíritu que se había ido desarrollando en los sectores más libertarios de la Nueva Izquierda. Basada en el cuestionamiento de la posición que uno mismo ocupa en la red de relaciones de dominación, la autonegación del sujeto debía llevar a la plena manifestación de su subjetividad, en oposición a la noción liberal de la subjetividad como exteriorización racional del yo interno. Se trataba, por decirlo de algún modo, de una subjetividad intersubjetiva, ya que se basaba en la subjetivización de los sujetos externos al propio yo, en la renuncia a ejercer autoridad sobre ellos. En este sentido, la praxis y no el discurso ideológico era la forma adecuada de expresar el yo. Lo que contaba no era la búsqueda de una verdad objetiva, sino la autotransformación a través de la acción. Asimismo, era a los medios con los que se llevaba a cabo esa acción, más que a los fines estratégicos o teóricos, a lo que se le daba un valor revolucionario.

La violencia física se convertía a menudo en la máxima expresión de ese tipo de subjetividad, ya que implicaba una renuncia extrema a la articulación racional de un discurso propio y así pues se manifestaba como acción pura. Es más, Yamamoto Yoshitaka, un estudiante de Física que lideraría la lucha de la Universidad de Tokio en su momento más álgido, rechazaba el concepto de violencia como autodefensa, ya que consideraba que ese tipo de argumentación era victimista y lo utilizaban tanto los liberales como los comunistas y las fuerzas del orden como excusa para legitimar sus agresiones (Yasko, 1997, p. 327).

Las revueltas estudiantiles de 1968-1969 fueron la culminación de un proceso de ruptura con el progresismo de posguerra cuya brecha ya se había abierto durante la lucha contra el Anpo de 1960. Maruyama, que en 1968 y 1969 era profesor en la Universidad de Tokio, se convirtió en el blanco de los estudiantes de la Nueva Izquierda. Para ellos, él era la personificación del elitismo intelectual y de los valores contra los que luchaban. Cuando Maruyama llegó a comparar con el fascismo las revueltas que estaban teniendo lugar en los campus, Yoshimoto fue de nuevo de los pocos intelectuales que dieron su apoyo (crítico) a la Nueva Izquierda.

En palabras de Kersten (2009, p. 235), “si el progresismo fue llevado a juicio en 1960, fue condenado en 1968”. Fue justo en esa época, en la que el espíritu de la Nueva Izquierda más libertaria alcanzaba su máxima plenitud, que se filmó Eros + Masacre, un filme que reflejaba en buena medida el mismo paradigma político de pensamiento y a través de él Yoshida materializó en la gran pantalla su propia teoría de la subjetividad como autonegación.

Subjetividad y autonegación en la teoría fílmica de Yoshida

Ya a finales de la década de 1950 un conjunto de cineastas japoneses empezó a debatir sobre la noción de “subjetividad” aplicada al rol del director de cine documental, y sus debates dieron pie a la teorización de este concepto en el mundo del cine de ficción. Fue en dicho contexto que Yoshida elaboró durante la década de 1960 su propia teoría cinematográfica de la subjetividad, que bajo su punto de vista debía adoptar la forma de una permanente autonegación del director.

Para Yoshida, el director debe expresar su subjetividad a través de sus películas, pero paradójicamente dicha expresión ha de pasar por negarse a plasmar la supuesta esencia de un yo interno. Desde este punto de vista, no existe un yo abstracto, estable y coherente que exteriorizar, sino uno para cada situación y para cada interacción con otros sujetos o con los objetos, un yo existencial cuya ontología no la constituyen la razón o las ideas, sino el aquí y ahora de la interacción. De ese modo, pues, el yo al que se refiere Yoshida solo se puede concebir de forma dialéctica, es decir, en función de la relación que se establece en el cine entre la subjetividad del director y la del espectador, así como entre la subjetividad del director y el objeto a filmar.

El director, desde la perspectiva de Yoshida, no debe comunicar su mensaje a la audiencia. No debe expresar algo con las imágenes, sino que ha de asumir que las imágenes mismas son la expresión. Su función no ha de consistir en crear significados o proporcionar respuestas, ni en sugerir al espectador qué pensar o sentir, sino en presentarle unas imágenes que ha de interpretar y completar con su propia imaginación y reflexión subjetivas. Una película ha de ser un espacio anticomunicativo en el que el emisor renuncia a ejercer poder sobre un espectador pasivo, a manipularlo a través del discurso. Esta preocupación la expresaba Yoshida al afirmar que temía que el espectador se convirtiese en su propiedad privada (Noonan, 2010, p. 119). Es mediante esta renuncia al discurso, mediante esta autonegación del sujeto, que se dan las condiciones para la plena subjetividad del espectador. Cabe destacar aquí el claro paralelismo entre esta noción de la relación entre el director de cine y la audiencia, y la teoría política de Yoshimoto sobre la relación entre el intelectual y las masas.

Yoshida compara esta forma de filmar con el acto de ver. Para él, usar la cámara como un ojo significa simplemente mirar a través de ella, sin proyectar ninguna idea propia ni imponer un orden al mundo. Esta noción de la mirada se basa en la convicción de que el sujeto que mira no es transparente a sí mismo, no es un ente omnisciente ni absolutamente coherente o cognoscible. Por lo tanto, no está legitimado para proyectar imágenes desde una perspectiva pretendidamente panóptica, coherente o infalible, es decir, realista. Se trata de la paradoja de ver y, al mismo tiempo, asumir la imposibilidad última de ver. Es a esta asunción a lo que se refiere Derrida (1993) al afirmar que la mirada borrosa es lo que nos acerca justamente a la verdad de los ojos, y que lo visual se debe elaborar sobre la ruina de lo visible.

Esta paradoja está muy presente en la filosofía del budismo zen, en la cual encontramos el concepto de “articulación de la no-articulación”, esto es, la capacidad del lenguaje de expresar el hecho de que el propio lenguaje no es capaz, en última instancia, de expresar la realidad16. De forma similar, según Capel (2011), en el cine de Yoshida las palabras se utilizan para desarticular, precisamente, el significado de sí mismas, del lenguaje. Pero esta afirmación se puede extrapolar más allá del lenguaje, se puede aplicar al discurso en general y, en particular, al cine. Es en este sentido que Yoshida (2011, pp. 127-128) habla de “la paradoja de intentar negar el cine estando en la posición de poder hacer películas”, así como de “la pasión contradictoria de distanciarse del cine lo más que se pueda estando en su centro al mismo tiempo”.

Durante la segunda mitad de la década de 1960, coincidiendo con su independencia respecto a Shôchiku, así como con el periodo histórico de pleno apogeo de la Nueva Izquierda japonesa, Yoshida aplica cada vez más en su cine su teoría de la autonegación para tratar el pasado. Desarrolla una forma de filmar en la que se señala constantemente que la percepción del tiempo, de los recuerdos, de la historia, no puede ser objetiva ni colectiva, sino siempre subjetiva e individual. Yoshida (en Noonan, 2010, p. 116) afirma:

La cosa que aparece ante nosotros existe como un objeto sobre el que opera nuestra subjetividad; es el resultado, el fin de nuestra acción subjetiva. […] El sujeto y el objeto no existen aislados; el objeto muestra su rostro en relación a la subjetividad. 17

Por lo tanto, el pasado como objeto no es simplemente pasado, no está concluido, sino que es el resultado de la acción presente que el sujeto aplica sobre él. Así pues, Yoshida se niega a decirle al espectador: “Esto sucedió realmente así, no de otro modo”. Esto es a lo que Pãrãu (2015, p. 359), relacionándolo con el concepto de “mirada borrosa” de Derrida, denomina “recuerdo ciego”.

En este sentido, los filmes de Yoshida son durante la segunda mitad de la década de 1960 cada vez más ahistoricistas, lo cual no significa que no traten la historia como tema, sino que la tratan a través de la percepción y los recuerdos subjetivos. A estas películas no subyacen afirmaciones implícitas tales como “este es el pasado de Japón”, ya que semejante premisa se basa en asumir una memoria colectiva, pretendidamente objetiva, destinada a imponerse sobre el espectador del mismo modo que el colectivo (ya sea la comunidad, la nación, el partido o el movimiento político) se impone sobre el individuo. Transmitir a través del cine el mensaje preconcebido de que “esta es nuestra historia” es, para Yoshida, una forma de ejercer poder desde el discurso, desde los grandes relatos ideológicos, limitando la subjetividad de la audiencia.

Esta concepción ahistoricista del cine, opuesta a la de los directores humanistas de posguerra18, va en la misma línea de la crítica que intelectuales tan influyentes en la Nueva Izquierda como Yoshimoto hacían de la teoría política de intelectuales progresistas como Maruyama, al considerar que estos fomentaban de forma esencialista la “fantasía colectiva” de un Japón determinado por su historia premoderna, y que partiendo de dicha fantasía prescribían desde la posición de poder de la vanguardia intelectual, sin autocuestionarse como sujetos, cómo debían percibir la realidad los japoneses para modernizarse.

La teoría fílmica de la autonegación de Yoshida se ve reflejada en múltiples facetas de sus películas. Sin embargo, en este capítulo haré énfasis en cómo se ve aplicada en el tratamiento del espacio, de la forma más paradigmática, en el filme Eros + Masacre.

Memoria y espacio en Eros + Masacre

Pese a que ya a partir de 1965 Yoshida produjo sus propias películas y, por lo tanto, pudo experimentar cada vez más con el medio cinematográfico, fue a partir de 1968, con el rodaje de Eros + Masacre, que alcanzó plena autonomía para llevar su experimentación al extremo, ya que sus obras pasaron de distribuirse en los cines de las grandes compañías comerciales a exhibirse solo en el circuito de la productora de cine independiente Art Theatre Guild (ATG).

El filme, evitando cualquier trazo de totalización, no tiene un eje claro en cuanto a argumento o personaje protagonista. Sin embargo, se puede interpretar que, dentro de la caótica fragmentación general de la película, el personaje de Eiko es el que se acerca más al centro de una compleja red de interrelaciones dispersas. Eiko es una joven cuya vida transcurre a finales de la década de 1960. Sumida en un estado de profunda alienación, es incapaz de tener una vida sexual satisfactoria con otras personas, pero tiene un deseo insaciable que no logra apaciguar más que mediante la masturbación, lo cual la lleva a prostituirse en su afán de experimentar el despertar de su cuerpo. Ante su impotencia, que representa simbólicamente la incapacidad de encauzar verdaderamente la acción, Eiko busca soluciones en la historia de los mártires anarquistas Ôsugi Sakae (1885-1923) e Itô Noe (1895-1923) y su puesta en práctica del amor libre.

Existen similitudes entre la teoría del amor libre de Ôsugi o el feminismo de Itô y las ideas de los sectores más libertarios de la Nueva Izquierda de finales de la década de 1960, en tanto que en ambos casos la acción revolucionaria pretendía basarse en la noción de que lo personal es político, y que por lo tanto la autotransformación de las personas en sus relaciones inmediatas puede conducir a transformaciones sociales más amplias. Yoshida (2011, p. 134) afirmó que con Eros + Masacre no pretendía narrar unos hechos históricos concretos, sino establecer una especie de discusión con los espectadores sobre la libertad y la conexión entre su época y la de los anarquistas de las décadas de 1910 y 1920.

Más allá de su contenido, el filme trata sobre todo de constituir una indagación sobre la percepción subjetiva de la historia y de la realidad en general, sobre la relación no lineal entre el presente y el pasado, entre el sexo como espacio político revolucionario en el presente del filme (finales de la década de 1960) y en el periodo Taishô (1912-1926), y sobre la función dialéctica de la propia representación cinematográfica. Yoshida, mediante la experimentación con el espacio, desarrolla su indagación fundamentalmente a través de tres recursos: la teatralización o artificialización de los escenarios, la mezcla temporal de ambientaciones, y la descentralización e inestabilidad del punto de vista.

La primera escena de la película es toda una declaración de intenciones por parte de Yoshida. En pantalla aparece un escenario artificioso: una sala oscura al fondo de la cual se encuentra una mujer sentada en una silla, de frente, iluminada por un foco. Una voz femenina cuya presencia es en un primer momento invisible, pero que más adelante se revela como la voz de la joven Eiko, se dirige a la mujer sentada para averiguar si se trata de Mako, la hija de la histórica activista Itô Noe, y qué recuerdos conserva de su madre. La sala a oscuras representa el espacio impreciso de la memoria e imaginación de Eiko, y la supuesta hija de Itô es el objeto de esa memoria e imaginación: es, en otras palabras, el lazo entre el presente y el pasado que Eiko trata de reconstruir.

Pero la mujer sentada permanece callada, sin responder a las preguntas. Entonces la voz inquisitiva de Eiko adopta el tono autoritario de un interrogatorio, más que el de una entrevista. El creciente autoritarismo con el que plantea las preguntas alude a la relación de poder que genera la figura del director en el cine convencional al tratar de fijar imaginarios definidos y cerrados a través de la representación, así como a la otra cara de la moneda de esa relación: el espectador que reclama un mensaje inequívoco por parte del director. Por otra parte, la negativa a contestar las preguntas por parte de la interrogada sugiere el hecho de que la función del filme no es ofrecer respuestas, sino que se limita a plantear preguntas.

Durante el interrogatorio, el enfoque de la cámara es totalmente inestable, cambia cada ciertos segundos de ángulo, de estructura compositiva y también de distancia respecto a la interrogada, lo cual sucederá en muchas escenas a lo largo del filme. De esta forma, se transmite la negación de una visión infalible, coherente y unívoca de la realidad representada, y se subraya constantemente la existencia de la cámara como artefacto mediador. Es decir, se niega la objetividad del yo y la naturalidad de la representación. Además de la inestabilidad del punto de vista, cabe mencionar también el empleo en varios planos de esta escena y de tantas otras a lo largo de la película, de una composición descentrada en que los personajes ocupan un espacio secundario, a veces incluso marginal, entre el conjunto de elementos del encuadre19. De esta forma se desestabiliza la autoridad de los personajes, rompiendo la centralidad humanista del individuo y sustituyéndola por el conjunto de relaciones del que este forma parte. Por otra parte, en este tipo de planos en los que reina la entropía no se le señala al espectador en qué fijar la atención o qué significado compositivo deducir, sino que se fomenta su duda e incomodidad ante la imagen.

En un momento determinado de la primera escena del filme, la pantalla se divide en dos mitades. A la izquierda aparece por primera vez la figura de Eiko en una sala iluminada, de frente, hablando a través de un micrófono. A la derecha aparece también de frente la presunta hija de Itô en la misma sala a oscuras de antes, esta vez tapándose la cara con ambas manos. Se trata de un plano de connotaciones marcadamente dialécticas. La figura de la izquierda le pregunta a la de la derecha cómo se llama. Esta responde que se llama Eiko, cuya pronunciación se obtiene también de la suma de la vocal inglesa “a” y la sílaba “ko”: A-Ko. Pero la interrogadora replica que Eiko es ella. La figura de la derecha dice entonces que se llama Biko, es decir: B-Ko. Se deduce, pues, que ambas mujeres son a la vez la misma y dos distintas, ya que sus nombres son complementos de una misma raíz. Es decir, el objeto de la memoria y de la imaginación de Eiko es, en última instancia, Eiko misma. O, dicho de otra forma, la memoria y la imaginación solo pueden ser subjetivas.

A continuación, la supuesta hija de Itô se pone a hablar: “Todo esto no me atañe. Si te refieres a mi madre, no tengo madre. Si te refieres a la madre de mi madre, no existe ninguna madre de mi madre. Si te refieres a la madre de la madre de mi madre… Eres tú”. La última frase la afirma mirando y señalando con un dedo hacia la cámara, en un primer plano de su busto, esta vez con el fondo iluminado. Por un lado, este plano desnaturaliza la forma en que se plantea el filme al establecer una relación explícita con el espectador. Por otro lado, no está claro si la mirada, las palabras y el dedo se dirigen hacia el espectador, hacia el propio director o hacia el personaje de Eiko. En cualquier caso, la escena sugiere que las imágenes del pasado son en realidad el sujeto que las imagina y que indagar en la memoria es indagar en uno mismo. Al final de esta primera escena, la pantalla se ilumina tanto que cuesta distinguir los rasgos de la mujer que nos sigue mirando y señalando con el dedo, lo cual se puede interpretar como un signo de la falibilidad de la representación; en otras palabras, de la noción de la mirada borrosa, o recuerdo ciego.

El recuerdo ciego se manifiesta en otras escenas a través de medios similares, pero también mediante otro recurso: la fusión de elementos pasados y elementos actuales. Por ejemplo, en una de las primeras escenas en las que se representa la vida de Itô en el periodo Taishô, esta aparece con un vestido de época en el interior de un tren bala. Al bajarse se encuentra dentro de la moderna Estación de Tokio, tal y como es arquitectónicamente en el momento del rodaje, y camina entre gente vestida con ropa de finales de los sesenta. Al salir de la estación, se dirige hacia un rickshaw y se monta en él para dirigirse a su destino. Esta escena es el resultado de un complejo juego de espejos: es la representación de un recuerdo de la propia Itô como personaje concebido dentro de la imaginación de Eiko (es decir, cómo imagina Eiko el recuerdo de Itô), que a su vez es fruto de la imaginación del propio Yoshida como director de la película (es decir, cómo imagina Yoshida que Eiko imagina el recuerdo de Itô). La combinación de elementos anacrónicos es signo de la imposibilidad de imaginar y representar el pasado con exactitud, de la influencia del presente y la subjetividad en la imperfecta construcción del imaginario histórico.

Hay más escenas con las características de la anterior. Por ejemplo, cuando en un momento del filme dos personajes del periodo Taishô discuten mientras pasean por el interior del Palace Side Building, un edificio inaugurado en 1966. O cuando Itô imagina el asesinato de su amante, Ôsugi, a manos de unos secuaces; la escena, filmada con una sobreexposición de luz que dificulta la visión de los detalles, se ambienta en las calles de finales de los sesenta, con el telón de fondo de edificios de líneas rectas de hormigón y tráfico de coches. Cabe mencionar también una escena en la que se va un paso más allá al mostrar cómo Eiko entrevista a Itô frente al moderno Odakyu Department Store en la Estación de Shinjuku, lo cual se presupone imposible por el hecho de que son personajes de épocas distintas interaccionando en un paisaje al que uno de los dos no puede pertenecer desde un punto de vista racional.

Hacia la mitad de la película Eiko y su amigo Wada, un chico de su edad que sufre de impotencia, aparecen en el interior del estudio de cine de un director de unos cuarenta años llamado Unema, amante de la joven. En la estancia hay un proyector y una pantalla. La oscuridad del lugar recuerda a la de la sala de la primera escena del filme; es como si el espacio que simbolizaba la imaginación de Eiko y el que se utiliza aquí para proyectar y montar imágenes fuese de la misma naturaleza.

Eiko se pone a pasar diapositivas que muestran el caos producido por el gran terremoto de Kantô de 1923, durante el cual las autoridades aprovecharon para asesinar a Ôsugi e Itô. Mientras, Wada encuentra un libro sobre los hechos y lo lee en voz alta. En un momento dado, en lugar de proyectarse fotografías de la catástrofe, se recrea cinematográficamente el asesinato. Se trata, más bien, de una proyección deliberadamente subjetiva de la imaginación sobre el asesinato, con ambientación y actuaciones teatrales, y con cambios repentinos de vestuario que la dotan de un marcado tono surrealista. Tras unos minutos de imágenes en movimiento, la proyección vuelve al formato fotográfico, pero esta vez sin el realismo de las fotografías tomadas en 1923, sino manteniendo la teatralización. A continuación, Wada cierra el libro, y se dirige a Eiko: “¿Qué esperabas encontrar en la oscuridad de la librería? ¿El pasado? ¿La historia? ¿Documentación? ¿Polvo? ¿Cultura? Si fuese por mí, lo tiraría. No sé lo que hice ayer ni por qué. Sabes mucho sobre nada”. Acto seguido, Wada tira el libro al suelo. Eiko coloca entonces su cuerpo en medio de la pantalla y las fotografías de 1923 se proyectan sobre ella.

Las fotografías del terremoto de Kantô y la narración textual del libro son elementos asociados a una presunta objetividad documental, pero las imágenes teatrales en movimiento a las que dejan paso se muestran como una representación deliberadamente subjetiva de los hechos y, al convertirse de nuevo en instantáneas estáticas y sin perder la artificiosidad de su ambientación, cierran un círculo de paradojas a través del cual se cuestionan los límites entre lo considerado real y lo imaginario. Las fotografías proyectadas en el cuerpo de Eiko constituyen una síntesis simbólica de esa contradicción, en la que el sujeto es el centro de la representación.

Siguiendo la misma línea, la secuencia más importante del filme, que ocupa prácticamente la última hora de metraje, también constituye una relativización de los límites entre lo real y lo imaginario. La secuencia muestra tres versiones totalmente distintas de un mismo suceso histórico: el conocido como Incidente Hikagejaya (o Incidente Hayama) del 7 de noviembre de 1916, en el que, según la historia oficial, una amante de Ôsugi llamada Kamichika Ichiko (1888-1981), cuyo nombre en el filme se cambió a Masaoka Ichiko, lo hirió con una daga movida por los celos hacia su otra amante, Itô.

En la primera versión, Masaoka y Ôsugi se encuentran en una sala y se enzarzan en una discusión acerca de su triángulo amoroso. Masaoka acaba exclamando con rostro severo: “Yo nunca seré una víctima”. Y, poco después, mientras Ôsugi duerme, lo hiere con una daga. A continuación, ambos forcejean por toda la casa con movimientos cada vez más teatrales. El punto álgido de la teatralización de la escena se produce cuando las shôji —o puertas corredizas de papel— se derrumban solas una tras otra al paso de Ôsugi hasta que este yace inmóvil en el suelo. De esta forma se le señala al espectador que la escena que ha estado presenciando es una representación con elementos de fantasía y no una reconstrucción objetiva de los hechos. Metafóricamente, el derrumbe de las shôji es el derrumbe de los mecanismos cinematográficos usados para convertir una película en una construcción inexplícita, sin texturas, tras la cual se hayan ocultos un director y su equipo.

En la segunda versión es Ôsugi quien, tras declarar que “la revolución no es otra cosa que autonegación” acaba forzando a Masaoka a culminar el apuñalamiento. Es como si con este ataque autoinfringido Ôsugi reconociese que la eliminación del propio yo a través de la acción subjetiva y la asunción del error (en este caso, el error en la puesta en práctica del amor libre), y no la mera reivindicación racional de las propias ideas (en este caso, de la propia teoría del amor libre), fuese la única vía válida de la praxis revolucionaria. Esta escena recuerda a las siguientes palabras del propio Yoshida (2011) en su ensayo Mi teoría del cine. La lógica de la autonegación (1969):

Nuestra educación nos dice que crear es equivalente a narrar o retratar algo y, habiendo sido entrenados de esta manera, en el proceso de destrucción nos encontramos accidentalmente con nuestro Yo conservador que le informa a nuestro subconsciente. El arma que escogí para mi oposición se convierte en un cuchillo afilado que apunta hacia las partes de mí que todavía no se han despertado. (p. 130)

Por último, en la tercera versión del incidente Itô aparece en la casa en el momento en que Masaoka y Ôsugi forcejean con la daga. A partir de entonces, cada mujer ve la presencia de Ôsugi a través de realidades distintas pese a compartir el mismo espacio físico. Ambas describen lo que observan en un tono lírico y los tres personajes se comportan de forma teatral. Finalmente es Itô, y no Masaoka, quien acaba apuñalando con la daga a Ôsugi. Este yace en el suelo tras el apuñalamiento, pero habla impasible sin muestras de dolor. Cuando ya parece estar definitivamente muerto, Itô le habla en voz baja: “No había otra forma de ir más allá de ti. Un día, me atravesaste como el viento. Con esa herida, entendí la libertad. Pero supe que un día u otro me convertiría en tu prisionera. Es por eso que necesitaba mi oportunidad para atravesarte. Quería más libertad”. La escena, pues, parece sugerir que, a diferencia de Masaoka en la primera versión del incidente, Itô no mata a Ôsugi por celos, sino que para no sentirse atada por un hombre en particular y alcanzar así la verdadera consecución del amor libre.

Estas tres representaciones del Incidente Hikagejaya están intercaladas por escenas en las que Eiko y Wada, personajes pertenecientes a finales de los sesenta, como sabemos, se encuentran en el estudio de Unema (el mismo en el que se proyectaban en otro momento del filme imágenes de los sucesos del terremoto de Kantô y del asesinato de Ôsugi e Itô en 1923) experimentando con el proyector y una cámara, lo cual da a entender que las tres distintas versiones son al fin y al cabo creaciones imaginarias de los hechos de 1916, mediadas por el cine. Por otra parte, dichas escenas intercaladas ayudan a interpretar cada una de esas tres versiones del incidente.

La primera versión no viene precedida por ninguna escena en el estudio cinematográfico. Se trata, de hecho, de la representación que más se ajusta a la historia oficial y el espectador tiene la sensación de estar presenciando una narración objetiva de los hechos, hasta el momento en que las actuaciones se vuelven más teatrales y las shôji se derrumban como un decorado. Justo cuando finaliza la escena, aparece Eiko frente a la pantalla en blanco del estudio, y Wada filmándola y declarando que a él no le interesa el pasado. De esta declaración y del hecho de que está filmando el cuerpo de la joven se deduce que lo que le interesa es, en realidad, el sujeto que imagina el pasado. Así pues, se puede interpretar que la primera versión del Incidente Hikagejaya ha sido la imaginación de Eiko (influida por la historia oficial), registrada por Wada con la cámara, o la representación cinematográfica de Wada influida por la imaginación de Eiko. Sin embargo, dado que quien filma también es un sujeto con su propia subjetividad, en realidad es difícil de establecer la división entre la imaginación de uno y de otro.

Al final de esta escena posterior a la primera versión, es Wada quien se coloca frente a la pantalla en blanco. Hace entonces una apología de la muerte y simula su ahorcamiento. Justo a continuación es cuando se muestra la segunda versión del Incidente Hikagejaya, en la que Ôsugi fuerza su propio apuñalamiento. Y cuando finaliza, Wada sigue simulando su ahorcamiento en el estudio mientras Eiko lo graba con la cámara. Dada la concordancia entre las tendencias suicidas emanadas de las dos escenas consecutivas, cabe deducir que esta vez la segunda versión se trata de la imaginación necrofílica de Wada registrada por Eiko con la cámara, o la representación cinematográfica de Eiko influida por la imaginación de Wada.

Acto seguido, Eiko deja de filmar y reta a Wada a quemarla. Él saca su mechero, ambos se ponen frente a la pantalla en blanco y ella esparce gasolina por la estancia. Es cuando se prenden fuego a sí mismos y al estudio de cine, junto con todos los medios cinematográficos, que por primera vez vencen su impotencia y parecen ser capaces de mantener relaciones sexuales plenas. Es cuando renuncian a filmar, cuando aceptan la imposibilidad de la representación, que alcanzan la plenitud de la acción.

Se puede interpretar que la autoría de la tercera versión del Incidente Hikagejaya, la que se muestra justo después de que Eiko y Wada se prendan fuego, corresponde a Unema, el director de cine a quien pertenece el estudio y que podría considerarse el alter ego del propio Yoshida. Casi al final del filme, Unema aparece en su estudio, pasa por delante de la pantalla, improvisa una soga con la cinta de la película, se sube a un montón de cajas de filmes y se ahorca.

Este suicidio sintetiza la postura de Yoshida a lo largo de todo el filme, simboliza su concepción del cine como autonegación, la convicción de que solo un discurso que se niega a sí mismo potencia una verdadera subjetividad20. Dada esta concepción a partir de la cual está filmada Eros + Masacre, la obra constituye una ventana a través de la cual el espectador de cualquier época tiene la oportunidad de comprender mejor el espíritu de los movimientos revolucionarios que marcaron la segunda mitad de la década de 1960 y los primeros años de la de 1970 en Japón, y especialmente de entender su noción subjetiva de la realidad, si bien el filme en sí no se comprendería en su complejidad sin profundizar en su contexto histórico e ideológico.

1 Este capítulo forma parte de mi investigación La Nûberu Bâgu como correlato artístico de la Nueva Izquierda japonesa en el Programa de Doctorado en Traducción y Estudios Interculturales de la Universitat Autònoma de Barcelona, y ha contado con el apoyo del Grupo de Investigación GREGAL (2017 SGR 1596) como becario FI (Generalitat de Catalunya) en el Departamento de Traducción e Interpretación y de Estudios de Asia Oriental de la citada institución.

2 Cabe decir que el término “Nueva Izquierda” es utilizado en retrospectiva, ya que no fue hasta 1969 que se empezó a emplear ampliamente por parte de la prensa (Andrews, 2016, p. 92).

3 A partir de 1959 la compañía Shôchiku empezó a producir películas dirigidas por jóvenes directores y las publicitó bajo el nombre de Nûberu Bâgu, la transcripción de Nouvelle Vague. Durante los siguientes años esos cineastas fueron abandonando la productora para dirigir sus propias películas, y a finales de la década de 1960 varios directores coprodujeron sus filmes con compañías como Art Theatre Guild (ATG). Las películas de esa etapa adoptaron las características más paradigmáticas de lo que se ha clasificado como Nûberu Bâgu. Así, pues, conviene diferenciar entre la Shôchiku Nûberu Bâgu, que abarca las producciones de la campaña de Shôchiku, y el cine independiente de la Nûberu Bâgu que se desarrolló a continuación; el hecho de que pierda el término “Shôchiku” resalta su independencia, pero al mismo tiempo el hecho de que conserve el término “Nûberu Bâgu” da constancia de sus orígenes.

4 A este tipo de enfoque se lo suele denominar “cine materialista” (Trenzado, 2000, p. 65).

5 Lo cual no significa que la mayoría de los comunistas hubiesen resistido activamente el fascismo antes de 1945. De hecho, la mayoría habían guardado un silencio cómplice con el régimen o, directamente, habían experimentado una conversión (tenkô) al fascismo (Yang, 2008, pp. 159-160).

6 Para profundizar en el concepto de nihonjinron, ver Guarné (2017).

7 La línea oficial del PCJ de la “revolución en dos etapas” tuvo un paréntesis en la era del cóctel molotov. Sin embargo, este cambio de criterio fue debido a presiones externas más que a un proceso de reflexión dentro del partido.

8 En cierto sentido, la Bund supuso el punto de partida definitivo de la Nueva Izquierda japonesa por su naturaleza antiautoritaria, su ataque al dogmatismo y su priorización de la acción.

9 “Anpo” es la abreviatura con la que se conoce popularmente en Japón al Tratado de Seguridad Japón-Estados Unidos de 1952, que ponía a disposición de las fuerzas militares estadounidenses el territorio japonés con el objetivo de proteger los intereses del bloque capitalista en el contexto de la Guerra Fría.

10 En aquel momento la Nueva Izquierda estaba constituida fundamentalmente por la Kakukyodo y la Bund. Fue la segunda de estas organizaciones la que más protagonizó la lucha contra el tratado de seguridad a través de su brazo estudiantil: la Liga Estudiantil Socialista (Shagakudo).

11 Sin embargo, no fue hasta finales de 1967 que la Nueva Izquierda se convertiría definitivamente en protagonista de los movimientos de protesta en Japón, ingresando entonces de pleno en una época de radicalidad sin precedentes.

12 Sería sobre todo a partir de 1969 que, según Apter y Sawa (1984), la Beheiren se podría considerar plenamente un sujeto político integrado en la Nueva Izquierda japonesa (p. 124).

13 Traducción del autor.

14 “Todai” es la abreviatura con la que se conoce popularmente a la Universidad de Tokio.

15 Traducción del autor.

16 De hecho, Yoshida utiliza el término budista kûmu, “vacío”, para referirse al hecho de que el sujeto no posee una identidad esencial o fija (Noonan, 2010, p. 129). En el budismo zen, el vacío constituye la verdadera ontología del sujeto en tanto que todo es un flujo constante y cambiante de relaciones.

17 Traducción del autor.

18 Cabe matizar que los filmes de los llamados directores humanistas de posguerra no constituyen un bloque monolítico en cuanto a sus características. Por ejemplo, hay películas de Kurosawa, como Rashômon (1950) o Ikiru (1952), que se pueden considerar en cierto sentido precursoras de la Nûberu Bâgu, debido a su escepticismo y a algunos aspectos narrativos de la dimensión temporal.

19 Según Burch (1979), la composición descentrada se inspira en el arte tradicional japonés (p. 348).

20 Aunque esta me parece una interpretación plausible de las versiones del Incidente Hikagejaya, la ambigüedad del filme permite otras especulaciones. Por ejemplo, se puede interpretar que las tres versiones son fruto de la imaginación de Eiko, la primera condicionada por la historia oficial de los hechos, la segunda por las ideas de Wada y la tercera mediada por Yoshida, el director del filme (o su alter ego Unema).

Memoria y paisaje en el cine japonés de posguerra

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