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3. Memoria y marginalidad en CERDOS Y ACORAZADOS de Shôhei Imamura

Pedro Iacobelli

Este trabajo versa sobre el estilo y la mirada al Japón de su época que ofrece Shôhei Imamura (1926-2006), director, productor, escritor y maestro de cine por cerca de medio siglo entre 1958 y 2002. Imamura es uno de los cineastas más reconocidos de la Nueva Ola japonesa. Obtuvo nominaciones y premios en su país desde su película debut Nusumareta yukojô (Deseo robado) en 1958, y en el extranjero su obra tardía recibió los elogios más elevados, como en Cannes, competencia en la que ganó la Palma de Oro en dos oportunidades: en 1983 por Narayama bushikô (Balada de Narayama) y en 1997 por Unagi (Anguila) (Sharp, 2011, p. 93). Es por la ubicuidad del trabajo de Imamura que se torna sorprendente que el afamado teórico Noël Burch no le dedique ni una sola línea en su estudio sobre los modos de representación en el cine japonés, To the Distant Observer: Form and Meaning in the Japanese Cinema (1979). Es tal vez por esta omisión en su análisis que Burch, a través de un lente analítico marxista, considera al cine japonés de posguerra como una continuación de la ingeniería de la ocupación estadounidense, incapaz de retratar las diferencias (luchas) de clase y decidido —como en el caso de Ozu— a “escapar de la sociedad”, la cual era vista “solo desde la distancia, como un paisaje natural y en que las personas son solo accesorios” (Burch, 1979, pp. 279-80)1.

En este capítulo, por el contrario, propongo un análisis de la obra de Imamura a partir de la memoria de la guerra y sus consecuencias. El cine de este director es representativo del cine japonés que se emplaza sobre el recuerdo de la destrucción y miseria causadas por la guerra. Grandes maestros, como Akira Kurosawa en Nora Inu (Perro Rabioso 1949), Mikio Naruse en Ukigumo (Nubes flotantes) de 1955, Kon Ichikawa en Nobi (Fuego en la llanura) de 1959, y Masaki Kobayashi en Ningen no jôken (La condición humana) (1959-61), han desarrollado temáticas que se desprenden de la crisis moral y material de la guerra durante los primeros años de la posguerra. Pero Shôhei Imamura es singular en su metódico y preferencial acercamiento a los segmentos más desposeídos de la escala social, quienes deben extremar sus sacrificios y astucias para sobrevivir, lo que podemos leer como una antropología de la supervivencia que pone de relieve la resiliencia humana, dando igual importancia a lo social que a lo sexual, vinculando “la parte baja de la sociedad con la parte inferior del cuerpo humano”, gestando así una estética que resalta los rasgos más primitivos y vitales del reino animal. El comportamiento antisocial y las fronteras de la sociedad son parte de sus tropos preferidos, los que desarrolla en un estilo que vuelve borrosos los márgenes entre las técnicas del cine documental y las del de ficción, aliñando su narrativa con acentos mágicos o absurdos. En el ámbito político, en su obra se reconoce una marcada agenda antiestatal, dando claros indicios de su mirada crítica a la modernidad japonesa de posguerra, lo que lo lleva a invisibilizar al Estado japonés, o bien, a subrayar el dominio estadounidense en la vida política de Japón. En definitiva, Imamura cuestiona los fundamentos de la autonomía japonesa y las bases de su desarrollo económico, temas que explora con mayor profundidad en su obra propiamente documental (Mihalopoulos, 2018).

La visión de Imamura sobre los conflictos sociales, en un marco de penurias de posguerra —examinados desde “abajo” (y de cerca), ciertamente lejos de los cánones temáticos hollywoodenses que Burch ve en el cine japonés—, la hallamos con claridad en Buta to gunkan (Cerdos y Acorazados) reconocida con el premio del círculo de críticos a mejor película de Japón en 1961. Esta será introducida y utilizada para ejemplificar algunas de las tendencias del cine de Imamura. En primer lugar, se emplazará la obra de este cineasta en la vanguardia japonesa de los años cincuenta y sesenta, para luego analizar la situación histórica de Japón en el filme mencionado.

Imamura y el cine japonés de las décadas de 1950 y 1960

Durante los años de la ocupación estadounidense se impuso una serie de estrictos códigos de censura a la producción cinematográfica. Este sistema —siguiendo a Richie— favoreció cintas narrativamente críticas del pasado japonés y políticamente de izquierda, que reflejaran la crudeza de la realidad de la vida de posguerra (Richie, 2001, p. 116)2. El neorrealismo japonés se centró en la vida de personas comunes (shomingeki). En este contexto brillaron los trabajos de la segunda edad dorada de los grandes maestros, como Ozu, Naruse y Mizoguchi (Bock, 1978, pp. 11-15). Ozu, en particular, enfatiza un estilo de introspección —la actuación es reducida— y da cuenta de la hegemonía de una mirada tradicional sobre la estructura social japonesa, “en reposo”, como él mismo la describe (Richie, 2001, p. 123). En el periodo de las décadas de los cincuenta y sesenta, emerge y se consolida un cine “de humanistas”, según se le ha llamado (Bock, 1978, pp. 11-15), que da cuenta del fenómeno mencionado en la introducción, el de la explotación de los valores éticos en una sociedad en rápido cambio. Como Andrew De Lisle indica en el capítulo 4 de este libro, Kurosawa, Kon Ichikawa, Keisuke Kinoshita, Masaki Kobayashi son algunos de sus más conocidos exponentes y se les destaca por su “postura de compromiso con la representación verídica”. Sin embargo, es a este grupo de realisateurs que Noël Burch critica, apoyado en el trabajo teórico de Taihei Imamura. Para Burch la mentalidad de la generación de directores de preguerra sobreexplota la idea de ser “victimizado” y da cuenta de una diégesis que provee una nueva “ideología al individuo” (en oposición a un relato amplio de clase).

Shôhei Imamura pertenece a una generación de pensadores y artistas que fueron lo suficientemente jóvenes para no tener que tomar las armas durante la guerra, y a la vez maduros para reconocer críticamente las falencias de su sociedad y las imposturas de los líderes de posguerra. Desde una perspectiva global, Imamura, Jürgen Habermas y otros levantaron con fuerza una visión original y crítica hacia la sociedad de su tiempo. Es precisamente esta sociedad de posguerra la que le despierta profundo interés al director japonés. Imamura completó estudios de historia occidental en la Facultad de Letras de la Universidad de Waseda al tiempo que desarrolló su pasión por el teatro (llegó a escribir y dirigir varias obras) y la literatura. Como él mismo declaró, su interés por el cine despertó luego de ver Yoidore tenshi (Ángel ebrio) de Kurosawa, motivándolo a iniciarse en la industria cinematográfica japonesa luego de su graduación (Misumi, 2007, p. 232). Su primer trabajo fue como asistente de dirección en el estudio Shôchiku, siguiendo así el tradicional camino para entrenarse como director. En Shôchiku fue asistente de Ozu en varias películas, notablemente en Tokyo Monogatari, mas —como declararía— nunca se identificó con el estilo directoral de Ozu. Su maestro en este periodo fue el director de comedias Yûzo Kawashima, quien, al igual que Imamura, compartía el interés por un cine realista del bajo mundo japonés (Bock, 1978, p. 285).

Una vez finalizada la ocupación militar, la industria cinematográfica alcanzó un cenit en cuanto a número de producciones e impacto en la audiencia (quinientas películas en cerca de tres mil teatros); sin embargo, en ella ya rezumaban los síntomas del estancamiento en número de espectadores y de producciones que vendría en las décadas siguientes, principalmente por la emergencia de la televisión como su principal competidor (Richie, 2001, p. 177). Los principales estudios (Shôchiku, Daiei, Toho, Tohei y Shin Toho) adquirieron una creciente dependencia financiera de temas y actores de moda (Bock, 1978, p. 265). Esto llevó a que se promovieran menos asistentes a cargos de dirección y a que varios, como Shôhei Imamura, no se sintieran cómodos con su casi (escuela) fílmica y buscaran nuevos espacios. En la década de 1950, la reinauguración de Nikkatsu (1954) ofreció una oportunidad para jóvenes directores, pertenecientes a lo que se denominó “nueva Ola” japonesa, interesados en explotar temas sobre la realidad de Japón y a la vez mantenerse independientes de las convenciones técnicas de los grandes estudios (Bock, 1978, p. 265). Oshima, Shimoda y el mismo Imamura son destacados ejemplos de esta generación. Sin embargo, en los años cincuenta y sesenta la industria fílmica se organizó en torno a producciones “rápidas de hacer, baratas y lucrativas”, lo que significó que muchas veces los directores fueron contratados para encabezar proyectos sobre los cuales tenían poco que decir. Las opciones artísticas eran reducidas y la narrativa debía mantenerse encadenada a la dinámica de expectación-resolución con fines comerciales.

En Nikkatsu, en un marco industrial angosto, Shôhei Imamura inició su carrera como director, desarrollando con dificultad temáticas sociales del bajo mundo de posguerra en las cuales expresaba una visión antropológica que destaca la vitalidad humana frente a una condición de adversidad trágica. En 1958 debuta con Nusumareta yokujô (Deseo robado) —que le merece ser distinguido como autor de mejor opera prima— y dirige otros dos filmes Nishi Ginza ekimae (Estación Nishi Ginza) y Hateshinaki yokubô (Deseo perpetuo). Esta última película, una comedia negra, genera una serie de puentes de la memoria con la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de EE.UU. al retratar a un grupo de bandidos que durante esa guerra robaron un barril con cápsulas de morfina y que, años después, luego de la ocupación estadounidense, deberán cavar un túnel para llegar al lugar donde lo escondieron, luchando y eventualmente eliminándose uno al otro hasta que el/la superviviente se hiciera con el botín. Su siguiente filme, Nianchan (Mi segundo hermano) (1959), narra la historia de exclusión de una familia de descendientes coreanos zainichi en Japón; encarnando el imperialismo nipón y representando las dificultades de la sociedad para reconciliarse con este pasado colonial.

Imamura dirigió otras tres películas en Nikkatsu, incluyendo Buta to gunkan (Cerdos y acorazados) y Nippon Konchûki (Mujer insecto), en la que, a través de metáforas con animales, desnuda la condición humana del japonés de posguerra, la cual es vitalista a pesar de su marginalidad (Sharp, 2011, p. 130). También tendió a buscar la innovación tecnológica y artística. Por ejemplo, grabó numerosas escenas en el exterior, en contraposición al desembozado hábito de su época de hacer grabaciones en un set para economizar fondos, e incorporó avances tecnológicos, como micrófonos inalámbricos. Además, buscó mayor realismo en sus películas, prescindiendo de los afamados actores del medio local y prefiriendo actores amateurs, sin mayor experiencia (Mihalopoulos, 2018). Sin embargo, Imamura termina por renunciar a Nikkatsu al constatar el giro más comercial que este estudio había adoptado (óbice para el desarrollo de sus proyectos, generalmente dispendiosos y de dudoso retorno económico). Luego de este quiebre y, al igual que otros grandes directores japoneses de la época, como Oshima, persigue diferentes vías para seguir haciendo películas de forma independiente a los grandes estudios. Así, inicia su propia productora (1965) para gestionar sus filmes a fines de los años sesenta y tiempo después abre una de las primeras escuelas de cine de Japón, el Instituto fílmico de Yokohama, con el cual pudo profundizar sus tópicos de interés y desarrollar con mayor libertad su estilo cinematográfico, cada vez más cerca del cine documental.

Memoria y sociedad: el caso de Cerdos y Acorazados

La singularidad del cine de Imamura en relación con la memoria histórica, la guerra y la posguerra se ve expresada en el filme Buta to gunkan (1961). Este es el primer largometraje de Imamura en que la presencia militar estadounidense es ubicua, pues el militarismo es parte del paisaje tanto física como emocionalmente. Además, es el primer filme que desarrolla de forma clara y con aplomo su teoría antropológica de supervivencia. Es una estética que tendrá su punto cúlmine en su primera obra como productor independiente, “Erogotoshitachi” yori Jinruigaku nyûmon (Una introducción a la antropología: los pornógrafos, conocida simplemente como Los pornógrafos, 1966).

Es importante notar que para Imamura —como él lo ha destacado— la guerra significó en el plano personal la pérdida en combate de su hermano mayor y el regreso del frente de batalla de su segundo hermano mayor con profundas secuelas psicológicas (Misumi, 2007, p. 230). Vivió su juventud en las calles de un Tokio destruido y, en particular, fue asiduo visitante de los mercados negros, reductos gobernados por bandas de gánsteres (yakuza). El interés de Imamura por los vínculos humanos procede de esta sociedad de posguerra, en la que se “sumergió”3 (Shôhei, 2010, p. 2) y en la que pudo apreciar la particular capacidad de supervivencia de las mujeres en los estratos más bajos (Shôhei, 2010, p. 2). A partir de lo cual en su teoría artística dio cuenta de que, sin importar la edad o rango de una persona, la sociedad en su conjunto mantiene un espíritu de supervivencia.

En Buta to gunkan se retratan estos elementos emplazados en las inmediaciones de la base naval estadounidense de Yokosuka, en un cordón de viviendas producto de la “economía de base”, es decir, dependiente de la interacción económica con el personal que sale en franco. Como John Dower lo ha estudiado, los cordones urbanos de entretención alrededor de bases militares son una práctica común; los habitantes de esos distritos se benefician económicamente y, a la vez, sirven de contención a la avanzada extranjera fuera de ese primer perímetro (Dower, 1999). La película se inicia con una cámara continua que recoge la panorámica de las bases militares y termina sumergiéndose en las calles del bajo mundo. La sociedad de estos cordones es retratada de forma binaria por Imamura. Por un lado, está la gente común que se las ingenia para beneficiarse de la “economía de base” realizando diversos oficios —como, en el caso de las mujeres, la prostitución— y están también los yakuza, quienes explotan —como cerdos— a los grupos marginales de la sociedad.

El filme narra la historia de una joven pareja y su proceso de maduración individual en un contexto de cambio y adversidad. Kinta (Hiroyuki Nagano) es un muchacho que es atraído por una vida de juego y acción, la cual encuentra como joven miembro de la banda de yakuza local, en la cual espera ascender y recibir prontamente un pago por la venta de un cargamento de cerdos de contrabando. Haruko (Jitsuko Yoshimura), por su parte, sueña con casarse y establecerse con Kinta, a quien presiona para que abandone la banda criminal, de manera que ambos puedan, en definitiva, llevar una vida segura con oficios ordinarios (ver Imagen 3.1). Ella es una figura que, al igual que el resto de las mujeres en los largometrajes de Imamura, lleva sobre sus hombros la carga narrativa y desempeña el rol de heroína trágica. La familia de Haruko constantemente insiste en que debe dejar su trabajo de mesera, y aprovechar su juventud y dedicarse al más lucrativo trabajo de concubina de algún oficial estadounidense. El filme trata de la tragedia de una pareja joven, casi adolescente, que sostiene dos proyectos de vida disonantes: un Romeo y Julieta separados no por sus familias, sino por sus ambiciones personales.


Imagen 3.1. Kinta y Haruko.

La miseria del Japón de posguerra y las claves musicales de jazz, un eco al antiguo cine hollywoodense, son el telón de fondo a una historia en la que la yuxtaposición de planes de vida y espíritu de supervivencia alcanzan un primer clímax cuando Haruko, desesperanzada por no haber disuadido a Kinta de que renuncie a la banda para que ambos se establezcan como pareja, participa por primera vez de una fiesta con personal estadounidense, terminando la noche en una habitación con tres hombres que abusan de ella. Esta escena, en la cual la cámara asciende y se coloca en el centro del cielo cubriendo todo lo que sucede en la habitación —un ojo divino que observa el ultraje—, incluye movimientos y giros para reforzar la impresión de torbellino que sufre la protagonista y, metonímicamente, Japón. En este punto debemos realzar el vínculo con la historia política de este país que, luego de ser derrotado y ocupado, continuó albergando gran contingente militar estadounidense. A fines de los años sesenta, cuando Imamura escribe el guion, se vivió una gran efervescencia política que movilizó a la población contra la firma de la renovación del tratado de seguridad entre Japón y Estados Unidos. Fue tal el nivel de protestas que el presidente Dwight D. Eisenhower tuvo que cancelar una visita a ese país, estando ya en vuelo, mientras el primer ministro Nobusuke Kishi tuvo que abdicar (Hando, 2009, Chapter XIII). Cerdos y acorazados es un manifiesto sobre la posición abusiva que posee EE.UU. en Japón, pero no lo hace su tema central. Imamura prefiere internarse en los cambios que esa coyuntura histórica, deudora del pasado de guerra imperialista, tiene sobre la población. Haruko pierde su inocencia, cae en una sima depresiva en la que termina por aceptar la oferta de concubinato con un norteamericano.

El segundo clímax del filme lo protagoniza Kinta. A lo largo de la historia, él ha soportado los abusos de sus compañeros yakuza, quienes, debido a su codicia se dividen en dos bandos, que lo llevan a defraudarse de este estilo de vida. Lo único que lo mantiene con la banda es la promesa de cobrar un bono por la venta de los cerdos que le encomiendan cuidar. Renace la posibilidad de reencontrarse con Haruko e iniciar una vida juntos en Kawasaki; empero, acepta como última misión, necesaria para cobrar su bono, concretar la venta de estos cerdos, los cuales son transportados en caravana de camiones. En un confuso incidente, en el que dos de estas bandas de trúhanes compiten por hacerse de los cerdos en una carrera que termina en el centro del pueblo, Kinta queda al medio de la disputa entre yakuzas y es dejado al margen de cualquier retribución por sus servicios, además de herido a bala. En un momento de éxtasis y desesperación, libera a los cerdos, que inundan las calles del pueblo, golpeando como una ola a los principales yakuzas, que mueren aplastados. Kinta, por su parte, fallece desangrado en el baño de un burdel.

La película sigue a Haruko, quien, habiendo abandonado su vida en el concubinato y luego de la muerte de Kinta, despliega su sentido de supervivencia para engañar a su familia y huir. La escena final une el inicio del viaje de Haruko con la recepción de un grupo de prostitutas a la barcaza que acerca a los marinos estadounidenses a la costa japonesa.

Ideas finales

El cine de Imamura es expresión original de una crítica social y política a la modernización capitalista del Japón de posguerra. En ella, el desarrollo y crecimiento económico del país se hallan enclavados en la codicia personal y la búsqueda por la gratificación instantánea. En el sistema antropológico que desarrolla Imamura son las mujeres quienes poseen la capacidad crítica y las agallas para identificar oportunidades de supervivencia y proseguirlas. En este sentido, el feminismo que se presenta, más que buscar nivelar u homologar roles en la sociedad, despierta admiración por las mujeres.

El Estado japonés de posguerra desaparece, indistinguible de una sociedad anárquica bajo la fuerte presencia militar foránea. Visto a contraluz del idealismo de Kurosawa en Ikiru, Imamura presenta el “no-Estado”, la inexistencia de una autonomía estatal frente al legado militar estadounidense en el país. La sociedad civil encarna una fauna en la que el darwinismo social de supervivencia del más apto (no necesariamente, el más fuerte) es ley. Pero es una fauna del bajo mundo. Ahí Imamura marca el punto, como Susan Sontang ya lo ha interpretado, de que la vida de los japoneses no es muy distinta a la de unos cerdos, parásitos de la sociedad.

Pero japoneses y estadounidenses no son los únicos elementos del paisaje antropológico de Imamura. Las cenizas de la guerra siguen presentes en una sociedad japonesa que intenta darles la espalda. El conflicto de la memoria histórica en Japón —esa responsabilidad por la ocupación y dominio brutal en Asia, nunca plenamente articulada—emerge en la figura secundaria de la mafia china, o bien en personajes coreanos. Imamura recuerda que en el medio de su sociedad conviven, como espectros de un legado no reconocido, las víctimas de la colonización japonesa que acaba de terminar. Si Japón es abusado por EE.UU., coreanos y chinos son/fueron víctimas de Japón. La paradoja víctima/victimario en el mundo japonés de posguerra se ve reflejada en el filme analizado y provoca reflexiones en ese sentido.

Finalmente, el lenguaje de Imamura utiliza una paleta de tomas con cortes rápidos, intercalando planos amplios y primeros planos que le dan dinamismo a la historia, acentuando la radicalidad de la sociedad que se recrea. El dramatismo y velocidad del argumento se apoya en el uso de picados y contrapicados dependiendo del rol del actor, acompañados de una composición musical representativa del jazz moderno y ágil de la década del cuarenta. Es un filme realizado casi íntegramente fuera de los estudios de grabación y a gran costo. En una época en la que se privilegia el éxito en la taquilla, Buta to gunkan constituye un experimento ambicioso, bien logrado pero oneroso, tanto como para que Imamura fuera castigado por el estudio que lo contrató, Nikkatsu, a dos años sin trabajos directorales.

1 Y, sin embargo, como desarrollan en este libro De Vargas y de Lisle, la profundidad teórica y contracultural de un grupo de cineastas japoneses se confronta con la idea de accesorio.

2 A la vez, como apunta Vargas en su capítulo en este volumen, se fomentaron códigos narrativos proclives a la autoridad de ocupación.

3 En particular, en el inframundo de Ikebukuro y Shibuya.

Memoria y paisaje en el cine japonés de posguerra

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