Читать книгу La lección de los peces - Claudio García - Страница 10
ОглавлениеEn un campo de la pampa vivía un caballo que se llamaba Rayo. Le habían puesto ese nombre porque era muy rápido. Rayo se sentía orgulloso de esa cualidad y estaba convencido de ser el animal más veloz del mundo.
Desde que nació solo conocía otros caballos, vacas, chanchos, patos y otros animales propios de una zona rural. Y ninguno era más rápido. Mucho menos las personas que, podrán ser muy inteligentes, pero jamás lo alcanzarían si se propusiera no dejarse agarrar.
Rayo nunca había visto un auto, una camioneta o alguno de esos aparatos que creó el hombre por celos de los caballos.
Un día llegaron muchos trabajadores al campo y con picos y palas tendieron las vías por donde pasaría un tren. Rayo se sintió asombrado de ver a los camiones que llegaban cargados con piedras y tirantes de hierro. Consideró al camión como otro animal que no conocía y en un primer momento sintió preocupación o temor de que pudiera correr más rápido que él. Pero luego fue recuperando la tranquilidad. Esas moles llegaban despacio y se iban despacio también. Cuando entraban al campo él corría a sus costados y se daba cuenta de que podía ser más veloz. No sabía en realidad que era al revés, que podían correr muy rápido, pero que, por el peso de la carga y los desniveles y pozos de la tierra del campo, circulaban con precaución.
A los pocos meses los trabajadores se fueron y Rayo se preguntaba para qué servía esa rara senda que habían hecho los hombres que cruzaba el campo y se perdía a uno y otro lado de las tierras vecinas.
Un día se sobresaltó por un sonido que desconocía. Ya antes había empezado a sentir un pequeño temblor de la tierra y luego paró las orejas para escuchar un ¡¡chu, chu, chu!! cada vez más fuerte y sin pausa. Luego vio el humo y a un animal extraño que no conocía, pero que venía a mucha velocidad y en pocos segundos atravesó el campo.
Rayo pensó que era como un gusano gigante, que echaba humo por la boca, y se sintió molesto por el desafío de hacer pensar al resto de los animales que podía ser tan rápido como él.
“Yo soy Rayo, se decía, el más rápido del mundo, y no puede ser que ese gusano corra más veloz que yo”, rumiaba en su cabeza.
A los pocos días comenzó a sentir otra vez el temblor y el ¡¡chu, chu, chu!! que se acercaba. Rayo corrió hasta la entrada de las vías en el campo y esperó a que el gusano gigante ingresara en el predio para enseñarle que él era más rápido. Cuando el tren entró al campo, el caballo comenzó a galopar a un costado y puso todo su esfuerzo para demostrar que en materia de velocidad no tenía rival. Sin embargo, el tren lo superó, lo dejó veinte o treinta metros atrás.
“¿Cómo puede ser que yo no sea el animal más rápido del mundo?”, se reprochaba.
Después se consoló pensando que, a lo mejor, el gusano gigante lo había agarrado cansado y la próxima vez iba a poder demostrar que no por nada tenía el nombre que tenía.
Sin embargo, a los pocos días, el tren lo aventajó con mayor facilidad.
Rayo se quedó muy triste, convencido que de ahora en más los otros animales no lo iban a respetar. Se burlarían al saber que él era rápido, pero no el más veloz.
Avergonzado por su derrota, se decidió a pelear con el gusano gigante. Pensó que ya que no podía correr más rápido, por lo menos demostraría que era más fuerte. Sabía que ese rival inesperado lo superaba en tamaño, pero no se le ocurrió otra idea para recuperar el respeto del resto de los animales.
Así llegó el día en que volvió a sentir el temblor en la tierra y escuchar el ¡¡chu, chu, chu!!
Rayo se paró sobre las vías, alertando con su relincho al gusano gigante, que asomaba a lo lejos, que no lo dejaría pasar por su campo. El maquinista se dio cuenta de que un caballo estaba sobre las vías, por lo que hizo sonar el silbato del tren para que el animal se corriera. Rayo, por el contrario, se preparó con más bríos a enfrentar al gusano, pensando que ese sonido agudo era la aceptación del desafío.
El conductor del convoy se dio cuenta de que el caballo no saldría de las vías y, como quería mucho a los animales, aplicó los frenos. No sabía si alcanzaría a parar antes de atropellar al caballo, pero lo intentaría.
El tren bajó poco a poco la velocidad y así se fueron acortando los metros que los separaba: cien metros, cincuenta metros, treinta metros, veinte metros... Parecía que el choque era inevitable. Pero por suerte para Rayo la máquina se detuvo dos metros antes de atropellarlo.
El caballo esperó un tiempo más delante del gusano gigante, esperando que se animara a cruzar fuerzas con él. Pero esto no pasó. El maquinista comenzó a hacer sonar su silbato nuevamente para que el caballo saliera de las vías y ese sonido fue tomado por Rayo como reconocimiento de disculpas. “El gusano puede ser muy grande, pero no se anima a enfrentarme”, pensó con orgullo.
Contento con su triunfo, Rayo salió de las vías y dejó que el tren siguiera su viaje. Luego se acercó a los otros animales y empezó a alardear: “Quizá no soy el animal más rápido, pero sí el más temido”.