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III
DOS CAMINOS

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SOBRECOGIDOS por aquel suceso tan extraordinario, y a la vez tan natural, volvieron el poeta y la niña a entrelazar la mirada y las confidencias; pero entrambos sentían arder en sus ojos y en sus frases la llama divina del monstruoso incendio amaneciente, como si con la tierra y el cielo se hubiesen inflamado también los corazones.

Rogelio Terán al sentarse ahora, había ocupado un sitio al lado de Florinda, y se inclinaba muy afanoso, derramando la efusión de su verbo en el absorto oído de la moza. Ella, un poco alarmada, tendió la vista alrededor del coche, lleno de sol dorado y frío, y se encontró con los ojos de la abuela, que, destocada en parte, inmóvil y triste, no parecía sentir curiosidad ninguna por la insuperable pompa de la mañana ni por la galante actitud del caballero intruso.

Siguiendo Terán el camino a la sonrisa de la joven, hallóse también con la anciana despierta, y trató a su vez de sonreirla. Mas se quedó el intento extraviado en aquel semblante impasible, todo arado de arrugas, turbio y doloroso como el crepúsculo de una raza.

Intervino graciosa Mariflor entre la buena voluntad del artista y el entorpecimiento de la vieja, explicando con mucho donaire:

—Abuela: este caballero ya es amigo mío; ha viajado con nosotras toda la noche...

Pero la maragata no entendió aquellas razones elocuentes o no la convencieron, porque después de un murmullo, entre palabra y suspiro, permaneció muda y pasiva, como si se le importase un ardite del amigo viajero. El cual preguntó callandito a la muchacha:

—¿Está sorda?

—Está triste—murmuró ella por toda explicación, temblando igual que si la hubiera estremecido el roce de unas alas sombrías.

El rubio sol, que sin calentar iluminaba el coche, hizo relucir en los ojos melados de la viajera dos lágrimas fugaces. Y pasó tan lúgubre el silencio de aquel minuto sobre la voz quejosa, que la marcha del tren, recia y veloz, parecía una fuga trágica en la desolación del llano.

Rogelio Terán, cada vez más encendido en la admiración que Florinda le inspiraba, quiso probar la dulzura de su ingenio en el propósito de amistarse con la vieja y merecer la solicitud de la moza.

Ya la curiosidad del viajero estaba servida: mediante la franca elocuencia de Mariflor, y auxiliado por la clave del sentimiento que los poetas conocen, había leído en aquellas dos almas, arredrada y hermética la una, abierta la otra y confidente en toda la plenitud de la esperanza y de las ilusiones. Y con el deseo generoso de pagar en hidalga moneda aquella sorprendida revelación, inclinóse de nuevo el artista, devoto y vehemente hacia la niña maragata, y le dijo su historia, sus anhelos, sus peregrinaciones y aventuras: habló con urgencia, con inquietud, mirando a menudo el reloj, consultando con avidez los contornos del camino, avaro del momento fugaz que ya no volvería sintiendo que se apresuraba, en cada ciego avance del convoy, la hora oscura de separarse de aquella vida nueva y rara, llena de sugestión para el poeta.

Escuchó Mariflor el fogoso relato crédula y maravillada, con los ojos vendados de fe y acelerado el corazón por la sorpresa: aquel señor rubio y fino, tan amable y tan elocuente, que sabía mirar con una fuerza irresistible y extraña hasta el fondo de los pensamientos; que elaboraba libros y periódicos; que conocía del mar y de la tierra sirtes y derroteros, borrascas y rumbos, placeres y dolores, quería ser amigo de Mariflor; quería escribirle muchas cartas, hacer para ella muchos versos, ir a Valdecruces... ¡Válgame Dios, las cosas que la niña estaba oyendo y contestando sin saber cómo!

En el apacible rincón del coche había estallado una nube de promesas y de ruegos, una lluvia de confesiones y de propósitos: la fuente de la emoción había roto cálida y borbollante en el florido campo de dos almas juveniles, y el murmullo de las espumas sonaba a la vez con lastimosas querellas de elegía y alegres modulaciones de epitalamio.

En medio de aquella ardiente prisa por saber y por contar; en aquel arrebato confuso de sentimientos y de palabras, alzóse de improviso la figura torpe de la abuela, preguntando con timidez a Mariflor:

—¿Tienes hambre?

—¿Hambre?...

La muchacha tardó en traducir a la realidad este «sustantivo común» que había sacudido el letargo de la anciana, y al cabo de una sonrisa y de un esfuerzo, contestó ruborosa:

—No, abuela.

Pero la maragata dijo—no sin algunas dificultades, cohibida por la presencia del caballero—que «era mejor» desayunar antes de la llegada a Astorga, para emprender desde allí, en seguida, el camino a Valdecruces.

—¿Es muy largo?—interrogó el poeta, ganoso de trabar conversación con la anciana. Ella, indiferente al interés del desconocido, tanteaba su bagaje en busca de alguna cosa. Y respondió Florinda, turbada otra vez por la visión del misterioso porvenir:

—Es muy largo... Al paso de los mulos, llegaremos a la puesta del sol.

Aquel tono doliente sugirió al artista, con lástima desgarradora, la imagen de una pobre caravana discurriendo con lentitud en la soledad gris del páramo...

Ya la silenciosa abuelita había rescatado, al través de envoltorios y atadijos, unas viandas, que ofreció con finura y cortedad al caballero; y él, entonces se levantó con mucha diligencia a buscar en su equipaje otros regalos: eran cosas delicadas, exquisitos fiambres en muy parcas raciones, dulces envueltos en rutilantes papeles, y una botella cerrada a tornillo, de la cual vertió café en un vaso, presentándoselo a la anciana:

—Está caliente, abuelita; bebe un poco—dijo Mariflor.

—¿Caliente?—repitió con asombro, mirando muy recelosa el humo que exhalaba la confortable bebida—. Y ¿quién lo ha calentado?

—Se conserva así en esa botella, que se llama termo; ¿no lo sabías?

La maragata movió la cabeza con incredulidad, y tomó el vasito en la mano lentamente.

—Bembibre—leyó a este punto la muchacha, mientras el tren se detenía.

Y ambos jóvenes, olvidando a la abuela y al desayuno, se asomaron a contemplar el frondoso vergel del Vierzo, plácido como un oasis, en el austero y noble solar de León.

—¡Bravo país de poesía y de leyenda, de amor y de piedad!—exclamó el artista casi en soliloquio, desbocados en su imaginación membranzas y pensamientos.

—Yo he leído—murmuró Florinda, también evocadora—una novela que sucede aquí.

¿El señor de Bembibre?

—Justamente. Es un libro muy hermoso y lastimero, ¿verdad?

—¡No hay hermosura sin lástima!—repuso el mozo, dolorido, contemplando a su amiga con beatitud.

El tren, que hacía rato se engolfaba entre admirables lindes, lanzóse otra vez a descubrir mieses y quebraduras, vegas y bosques, maravillas de paisaje y de vegetación, bajo el cielo cobalto, henchido de luz.

Iba Florinda enlazando con sus propias emociones, memorias tristes de la bella y desgraciada doña Beatriz de Ossorio, y de su prometido, don Alvaro Yáñez, tan sin ventura y sin consuelo como la que de amarle murió, desposada y doncella, en una hora tardía de felicidad... Huyen las márgenes sinuosas, los castaños y los nogales vides y olivos, plantas y viveros del Mediodía que este privilegiado rincón leonés acoge y fecunda delante de las nieves perpetuas. Y a Florinda le parece escuchar cómo galopa el corcel fogoso donde el señor de Bembibre lleva en sus brazos a Beatriz, desmayada: las monjas, los abades, los caballeros del Temple, los religiosos del Cister, la enseña de la Cruz desplegada al viento en torres y en almenas; todas las imágenes de pasión, de bravura y de fe que han arraigado los historiadores y los artistas en el eremítico país del Vierzo, derramaban su romántico perfume en la imaginación vagabunda de la viajera.

El mismo aroma legendario y bravío sacudió los nervios de Terán, mientras la corriente de su alma fluía en tumulto, loca y triste como la quejumbre del viento en noche de tormenta. También el mozo sintió que en el paisaje se idealizaba toda la fortaleza augusta de los monasterios insignes y los castillos bizarros, de las mansiones feudales y las abadías belicosas. Erectas las alas de la fantasía, el poeta salva puentes y fosos; discurre con peregrinos y frailes, con reinas penitentes y obispos ermitaños; oye el clamor de las salmodias anacoretas y de los señoríos en pugna, y asiste, en un minuto, al reflorecimiento católico y viril de la región dominada por el báculo monacal y las encomiendas de los Templarios...

Así, al través de una tierra tan propicia al ensueño y al amor, aquellas dos almas fervorosas, contagiadas de lirismos y de ternuras, cayeron en la embriaguez de idénticas evocaciones...

Resbalándose bajo la velocidad del convoy, se deslizaba el Vierzo empapado en bellezas y memorias, fugitivo y rebelde como una ilusión; y la vieja maragata, con el vaso en la mano todavía, contemplaba muy confusa al compañero de viaje, después de apurar en furtivos sorbos hasta la última gota de café. Una mezcla de admiración y de recelo ponía en el apagado semblante de la anciana, pálida vislumbre de curiosidad, mientras que en sus labios temblones iniciábase humilde una frase cortés.

Y así estuvo, paciente, insinuando el ademán de volver el vasito a manos de su dueño... El dueño y Mariflor, cerrando con mutua mirada, dulce y honda, el paréntesis de sus fantasías, hablaban en el foco de luz de las vidrieras, ajenos ya al paisaje y al mundo extendido fuera de sus corazones. En aquel momento la conversación era trivial; tornaron a ella con azorante prisa, codiciosos de los minutos que faltaban para que su camino se dividiese en dos, pero sintiendo la necesidad de poner un discreto disimulo ante sí mismos en el ardor de aquella simpatía tan nueva y tan ansiosa: por eso las palabras no tenían el solo significado de su acepción, y férvidas, vibrantes, teñíanse en matices y fulgores del oculto sentimiento.

—¿Le gustan a usted las novelas?—preguntaba Terán.

—Las novelas y las historias; me gusta mucho leer.

—Yo le mandaré libros.

—¿Los que usted escribe?

—Y otros mejores... ¿Cómo los prefiere?

—De viajes y aventuras; me encanta que en los libros sucedan muchas cosas: acciones de guerra, lances de mar, procesos...

—¿Y amoríos?

—Sí; pero que terminen en boda—dijo Florinda, y se puso encarnada.

—Desde anoche—murmuró rendido el poeta—vivo yo una hermosa aventura «de peregrinaje y de amor...» ¿cómo terminará?

La encendida llama de los corazones calentó las mejillas de la muchacha y los acentos del mozo. Y el quebrantado discurso, halagador y ardiente, volvió a rodar entre el estrépito fragoroso del tren. Cuando éste se detuvo en la estación de Torre, quedó rota de nuevo aquella intimidad, imperativa y fuerte, que a sus mismos mantenedores causaba confusión y asombro.

Entonces, la pobre abuela, perseverante en su actitud de cortesía, pudo colocar las palabras y el vaso.

—Muchas gracias—pronunció quedamente, dando al fin vida y rumbo a la frase y al movimiento que hacía un buen rato preparaba.

Mariflor y su galán sintieron un poco de vergüenza al volverse hacia la abandonada abuelita, y en prueba de sumisión y desagravio fueron a sentarse al lado suyo.

El inflamable caballero no había sido tan celoso para amigarse con la vieja como para conquistar a la niña. Y ahora, impaciente, lamentando la premura del tiempo, sacudido por un alto impulso de cordialidad hacia aquella mujer triste y anciana, hubiera deseado poseer algún don muy valioso para tributárselo en ofrenda devota.

Pródigo y conciliador, no halla dones, ni siquiera palabras, para abrirse el camino de aquel inválido corazón de abuela, premioso en dar noticias de sus sensaciones.

En tal incertidumbre quédase el muchacho pensativo y mudo, con el vaso de aluminio entre los dedos. Y se alza otra vez auxiliadora la voz amable de Florinda, que repite como un eco del discurso anterior:

—«Abuela, este caballero ya es amigo mío: ha viajado con nosotras toda la noche...»

El mozo sonríe y la anciana también. Por lo cual, Mariflor, muy satisfecha, apoya un brazo con mimo en el hombro de la abuelita, y continúa:

—Este señor es un poeta; hace libros... los escribe, ¿comprendes?

—Ya... ya...—susurra la anciana, y sus ojos, grises y mansos, tienen para el hazañoso doncel un lejano fulgor de admiraciones.

—Nos va a mandar algunos—promete Florinda insinuante—, y yo te los leeré para divertirte un poco... Este señor—sigue diciendo—anda solo por el mundo... También su madre se le ha muerto, lo mismo que a mí; también su padre está en América...

—Será usted de León—asegura con respeto la abuelita, que no concibe una patria más ilustre.

—Soy montañés, señora; de Villanoble, a la orilla del mar.

Y con grande sorpresa de Florinda, la abuela se estremece y exclama:

—¡Villanoble!... Ya conozco ese pueblo; tiene un seminario muy rico, una playa muy grande, unas casas muy hermosas... ¡Qué lejos está!

El poeta se entristece, como si al conjuro de la extraña exclamación el evocado pueblo se alejara, remoto, inabordable. Y la niña pregunta absorta:

—¿Pero has estado allí?

—Estuve.

—¿Cuándo, abuela?... Yo no lo sabía.

—Hace ya mucho tiempo; no habías nacido tú; un hermano de tu padre, seminarista, adoleció en Villanoble; ya estaba yo viuda y los otros hijos ausentes... Tuve que ir por él.

—¿Era uno que se murió del pecho?

—Ese era.

Bajo la pesadumbre de aquella historia, inclinó la anciana su frente, pálida como la ceniza, y quedóse tan mustia, que ambos jóvenes guardaron un silencio piadoso, hasta que la muchacha quiso justificar aquel grave dolor, explicando:

—La abuela tuvo trece hijos y no le quedan más que dos.

—¡Pobre!—compadeció Terán, que adivinaba un mundo oscuro y sublime en el alma silenciosa de la infeliz mujer.

Una estación, desierta y soleada, quedó tendida frente al coche; abrióse de improviso la portezuela, y una pareja de la Guardia civil se asomó en el vano. Irresolutos, misteriosos, los guardias cerraron sin subir: eran los únicos viajeros que habían tratado de acompañar al poeta y a las maragatas en todo el camino.

Se lanzó el caballero a registrar su Guía con una precipitación algo alarmante, y advirtió pesaroso:

—Faltan dos estaciones para Astorga.

Entreabierta en la consulta la escarcela del peregrino, desbordáronse postales, cartapacios y libretines, toda la bizarra filiación moral de una juventud errante y laboriosa. Y mientras tanto, Mariflor, apretándose lagotera contra la abuelita, musitaba:

—Este amigo nos escribirá; irá a visitarnos... ¿oyes, abuela?... ¿quieres?

El amigo posó en el regazo de la anciana un montón de postales, diciendo:

—Hágame el favor de llevarlas, señora, como un recuerdo mío.

Sorprendida por aquellos halagos, no supo ella qué responder, y sonrió, dejándose engañar como una niña, entre frases conquistadoras y dádivas pueriles. Parecía feliz en aquel instante; desplegaron sus manos desmañadas las tarjetas sobre el delantal, y apareciéronse allí copias de mil tesoros: cuadros y estofas de Toledo, tapices de El Escorial, fuentes de La Granja, palacios salmantinos, joyas árabes y platerescas, fragura de paisajes montañeses, delicia de jardines andaluces... un tumulto de arte y de poderío español. A la maragata le sedujeron, entre las admirables cartulinas, dos de origen mejicano, iluminadas en colores, reproduciendo la avenida de Juárez y el palacio de Hernán Cortés: alzólas en los dedos con admiración preferente, y en seguida, azorada, vergonzosa, lamentó:

—¡Es lástima; yo no gasto esquelas!... ¡no sé escribir!

—Pero yo sé—dijo, arrulladora, Mariflor, deseando aceptar el recuerdo.

—Guárdalas tú, si el señor se empeña—consintió la abuelita—; y dale las gracias.

Con los ojos adoradores y solícitos, obedeció la moza, mientras la vieja logró forzar la dura timidez de su palabra, para decirle al caballero:

—Si va por Valdecruces, ya sabe que allí tiene una servidora...

—Iré, de seguro—respondió el poeta, deslumbrado por la mirada de Florinda. En aquellos ojos, dulces y resplandecientes, fulgía la incertidumbre con interrogación muda.

Cuando iba a despedirse de aquel hombre extraño y amigo para ella, sentía la muchacha el vago temor de perder la felicidad y la duda de haberla encontrado.

El mozo, por su parte, se engolfaba en la emoción de aquella hora, sin detenerse a descifrar misterios, soñando muy de prisa, a sabiendas de que iba a despertarse pronto.

Y la pobre anciana, tras un senil desbarajuste de ideas en fuga, volvió a oprimirse el corazón en los rígidos muros de su vida cruel.

Isócrono, maquinal, el tren corría insensible a las inquietudes de los tres viajeros, y Florinda tuvo que ayudar a su abuela en los preparativos de la llegada. Al través de los fardos toscos de aquel equipaje campesino, las manos ágiles de la niña pusieron su gracia y su finura en arpilleras y capachos, en los múltiples bultos donde la vieja se llevaba los más vulgares utensilios del hogar fracasado en La Coruña: cuanto no había podido venderse por usado y maltrecho.

La abuelita contaba, meticulosa y torpe:—Uno, dos, tres—tocando con la punta del índice cada barjuleta y cada zurrón; y la moza suspiró con fatiga, como si le abrumara el peso de aquella carga miserable, delatora de inclemente pobreza.

Se estremecía de compasión Rogelio Terán en el atisbo de aquellos pormenores: meditándolos estuvo sin saber si admirarse o condolerse de la rara hermosura de la niña, sin darse cuenta de que no le prestaba auxilio en el rudo trasiego de alforjas y envoltorios. Cuando acertó a disculparse, ya Mariflor había terminado su trajín y se colgaba a la bandolera, sobre el pañuelo floreado y vistoso, un bolsillo elegante que, entreabierto, exhaló delicadísimo perfume.

—Es de mi traje de señora—dijo la mocita, respondiendo a la visible extrañeza de Terán—, de mi equipo de paisana—subrayó graciosa y triste.

—Así—le replicó el poeta entusiasmado—parece que el dios ciego ha ofrecido su carcaj simbólico a la reina de Maragatería...

Y la abuela, en un repente inesperado y brusco, manifestó augural:

—En nuestro país no se admiten reinas. Allí todas las mujeres somos esclavas.

Volvió Florinda el rostro con angustia hacia el camino, y le pareció que temblaba el paisaje con un doloroso estremecimiento.

Entraron en la estación de Astorga: los pregones de las clásicas mantecadas, alguna muestra humilde del traje regional y algún indicio de tráfico mercantil, daban al andén un poco de carácter y de vida.

En medio de este cuadro indeciso y mediocre, puso Mariflor, con su belleza original y su lujoso vestido, la nota resonante: detrás de la abuelita, que ya tenía en torno sus bártulos de arriero, saltó la moza al andén, apoyada en la mano que le ofrecía Terán con trémula solicitud; y a pleno sol resplandecieron tanto los colores de su traje y las dulzuras de su rostro, que en todas las ventanillas del tren y en todo el recinto de la estación inicióse un movimiento de curiosidad. No tardó este asombro interrogante en romper las fronteras de la contemplación muda, estallando en requiebros y alabanzas, del lado del ferrocarril, al borde de estribos y vidrieras, donde la anónima condición de «viajeros» suele dar a los hombres mucha osadía y harta libertad.

Como un incienso de apoteosis, envolvió a la gentil maragata la nube de piropos; y el poeta hubiera deseado coronar el homenaje con un vítor atronador y lanzar luego por el vasto mundo los ecos de su audacia.

Pero a la vera de Florinda, triunfante y proclamada hermosa, otra mujer vieja y triste, con igual traje, con igual destino que la joven, se sumerge en tribulaciones y cuidados en medio de su equipaje ruín. Y a Terán se le reproduce la visión desoladora del páramo, donde el viajero no parece hallar término ni alivio a la dureza de la ruta, como si por ella la vida cruzase extraviada, como si la civilización se detuviera cobarde y perezosa delante de la tierra hostil, a cuyas entrañas inclementes sólo manos heroicas de mujer han podido llegar, en acecho de un fruto esquivo y tardo...

Las arrogancias de la galantería arden en lumbres de misericordia cuando el poeta se despide de su amiga con suspiradas frases: una campana y un silbato le devuelven al tren, ya en movimiento, mientras Mariflor sonríe con la dócil inmovilidad de un retrato alegre.

Y los ojos azules, que ya no reflejan la figura ideal de la maragata, se tornan añorantes hacia el coche, mudo y vacío como la fábrica de un sueño...


La Esfinge Maragata: Novela

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