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IV
¡PUEBLOS OLVIDADOS!

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Índice


UNA maragata de edad indefinible, a quien la abuela llamó Chosca, había conducido tres cabalgaduras hasta la misma estación. Cargóse en una de ellas lo más voluminoso del bagaje, y aun pudo hallar la Chosca un punto de asiento y equilibrio en la cima de aquella balumba, cuyo difícil acomodo entretuvo a la pobre caravana dos horas largas de talle. Y aunque la abuela se encaramó también sobre los repliegues de otro monte de fardos, todavía las menudencias de más fuste hubieron de refugiarse en las alforjas del mulo cebadero, el mejor de la recua, cedido por agasajo a Mariflor.

Todo lo miraba la moza fijamente, con una muda actitud, en que al tenaz recuerdo de las cosas pasadas se sobreponía el propósito firme de aprender y gustar las cosas nuevas; mujer y curiosa, joven y perspicaz por añadidura, sintió, a despecho de sus íntimas inquietudes, una ansiedad respetuosa y fuerte, que la empujaba hacia la tierra madre, incógnita y callada como un secreto de lo porvenir. ¡Qué ejemplo más hermoso para cualquier agudo observador, la bizarría y compostura, la gravedad y ceremonia con que Florinda Salvadores se allanó, sin melindres ni repulgos, a todas las veleidades de la suerte, y cambiando de nombre, de traje y de sendero, montó en un mulo, por primera vez en su vida, con tanta gentileza y señorío como si la tosca jamuga fuese el blando cojín de un automóvil! Conformidad y audacia dieron alegre resolución a la moza; y aun fueron parte a erguirla, serena y apacible en el misterioso rumbo, cierto soplo sutil de fatalismo que sentía en el alma y un deseo inconsciente de aventura que se le impacientaba en la imaginación.

El paso por Astorga tuvo para Florinda rara solemnidad. Quiso la abuela dar allí algunos recados, hacer algunas compras y cobranzas mediante papelucos escondidos con minuciosas precauciones en un «cornejal» de la faltriquera, al amparo de sayales y manteos; a todos estos menesteres asistía la muchacha desde lo alto de sus jamugas, atisbadora y vigilante, reflejando en sus pupilas el asombro de la vieja urbe, tan pobre y tan triste ahora, que ni siquiera guarda los vestigios de su glorioso ayer.

¡Cuán desolada y yerta la ciudad Magnífica y Augusta! ¿Quién dirá que fué palenque y tribunal de astures, imperial colonia, centro de vías romanas y baluarte de sus legiones, botín después del bárbaro y del moro, joya del terrible Almanzor, pleito y disputa de castellanos y leoneses? Ya no conserva ni las ruinas de los antiguos monumentos; hasta aquella robusta fortaleza de sus marqueses y señores, aquel soberbio castillo que presumía de inmortal, cayó también con los sillares de las rotas murallas; la recia divisa de Alvar Pérez Ossorio, que a tantas duras generaciones gritó desde el frontis nobiliario con orgullosas letras:

Do mis armas se posieron

movellas jamás podieron,

vino a dar en ingrata sepultura bajo los residuos de cubos y de almenas, de capiteles godos y lápidas latinas. ¿Qué rangos, qué voluntades, qué hierros, piedras y raíces no moverá en el mundo el ímpetu de los siglos empujando la rueda de la fortuna?

Así, esta tierra misteriosa, de cuyos primitivos moradores sólo se sabe el apellido—amacos—, o «excelentes guerreros»; este pueblo viril que grabó en su escudo, como símbolo heroico, una rama de poderosa encina; este solar privilegiado por cónsules, santos y reyes, guarnecido de altivas torres y ferradas puertas, ahora vive en el silencio de las mortales pesadumbres, ahora padece el abandono de los históricos infortunios. Y, como un fallo de singular predestinación, acude sobre Astorga el recuerdo de aquellas pretéritas edades, en que la capital de la región y sus alfoces se llamaron «Asturias»: ¡Pueblos olvidados!

Una ráfaga de tales penas y de tales memorias aguzó en la fantasía de Mariflor el ansia ardiente de evocar imágenes y perseguirlas al través de las silenciosas rúas, sobre el empedrado hostil, entre el caserío de adobes, simétrico y vulgar. Pero todos los recuerdos heroicos, todas las evocaciones bizarras, huyen ante el semblante lastimoso de la Augusta y Magnífica, Muy Noble, Leal y Benemérita, que, parda, muda, triste y pobre, languidece de añoranzas y pesares a la sombra de su ilustre catedral, sobre las pálidas favilas de la historia. Y cuando a fuerza de imaginación y voluntad quiso la viajera reconstruir en su mente hechos y figuras familiares a la patria nativa, ya la visión de Astorga, yerma y desamparada, se había extinguido en el término raso y adusto del horizonte.

Como fuesen grandes la calma y el regateo con que las compañeras de Florinda ajustaron sus compras en la plaza de los cachos y en los soportales de la Plaza Mayor, y no menos prolijos los demás negocios que la abuela trataba, llegó la media tarde cuando las tres amazonas salieron por el arrabal de Rectivía para seguir la carretera en busca de su pueblo.

De la calmosa estada en la ciudad llevóse Mariflor, campo adelante, el recuerdo de los dos maragatos que en el reloj del Concejo cuentan con sendos martillos las mustias horas de aquella vida gris; la pareja simbólica y paciente se hizo un lugar en la memoria de la niña, sobre la impresión de aquel grave edificio, fuerte reliquia de la pasada opulencia asturicense. Había preguntado la muchacha por un jardín ameno que, según sus noticias, era lugar de fiestas estivales y de otros alicientes para la juventud; aunque la abuela señaló «hacia allí», sólo pudo Florinda columbrar una mancha verde y risueña, tendida en la mayor altura de la muralla, sobre el mismo solar que siglos antes ocupó la Sinagoga, cuando una rica aljama se aposentó en el arrabal de San Andrés. El perfil airoso de la Catedral y la nobleza de algunas portadas parroquiales, impresionaron también a la curiosa. Y el bosquejo heráldico de unos lobos, unas bandas de azur, el león rampante de gules, coronado de oro, la monteladura de plata, cimeras, escudetes, lemas y coronas, rezagos de insigne alcurnia sorprendidos al azar en unos pocos edificios, alumbraron en la mente de Florinda, con pálido reguero de luz, la nómina confusa y lejana de Ossorios y Escobares, Turienzos y Pimenteles, Benavides y Juncos, Gagos, Hormazas, Rojas, Pernías, Manriques... El íntimo vigor de estos recuerdos rehogaba con orgullosa lumbre las fantasías de la joven, cuando sus ojos se posaron en el abierto muro, indemne a las cóleras de Witiza y Almanzor...

Acostumbrada Florinda a escuchar de su padre los frecuentes relatos de sus aventuras infantiles por los arrabales de la capital, casi a tientas hallaría rumbo en el camino astorgano que cruzaba por primera vez.

Allí a la izquierda, dejando atrás el rasgado cinturón de las fortificaciones, brota la viejísima Fuente Encalada, de tan henchido seno, que ni en su estiaje paró nunca de cantar con su rumor sonoro las penas y las glorias del país.

Cunde el manantial en aquel punto desde los tiempos fabulosos, y le alberga un edificio notable, con armas, inscripciones y perfiles de varios siglos y grande pulcritud. Con abundancia sempiterna ha prodigado la Fuente sus fidelísimos dones, lo mismo a los aureros imperiales que a los devotos del Camino francés y a los trajineros maragatos... Vive apenas la memoria de los primeros poseídos por «la maldita sed de oro», que, bárbaros de codicia y de furor, vinieron de todos los confines de la tierra a enriquecerse en nuestras minas peninsulares: pasaron por aquí los explotadores de las médulas famosas, y también los cruzados, que en el siglo IX abrieron desde Francia una difícil ruta para ofrecer homenaje en Compostela al cuerpo del Apóstol; se han borrado «la vía de la plata» y la de «los peregrinos» bajo la anchura de una carretera española del siglo XVIII, en la cual la arriería se extingue impotente contra el raudo ferrocarril; pasaron y cayeron centurias y generaciones, cetros y coronas, y al través de las vidas caducas y de las cosas perecederas, esta fontana dió su latido fecundo y su perenne caricia a todos los sedientos del camino...

Mariflor tuvo sed al pasar por aquí. Despertóse en ella el recuerdo de los años que la fuente contó, rezadora y humilde en la mansa llanura de los «pueblos olvidados», y quiso gustar del agua fiel; bebió ansiosa, obsesionada por la inconsciente ilusión de saciarse en frescuras y deleites de eternidad.

Al seguir el camino, en tanto que las otras maragatas parecían insensibles al paisaje y a las emociones, descubrió la moza a la derecha del manantial cierto prado muelle y jugoso hundido en el terreno; debía ser el lugar llamado Era-Gudina, donde el feudo del Marqués tuvo un estanque, una barca, una isleta y un bosque.

A leyenda le supo a Mariflor el supuesto de que allí existiesen jamás esquife, lago y fronda; pero consultada la abuelita acerca de tales dudas, dijo con mucha fe que «en tiempo de los moros» aquel paraje se nombró La Corona, y era una hermosura de aguas corrientes, barquichuelos, árboles y flores...

Cuando se borraron a extramuros de Astorga aquellas tenues sonrisas de la vegetación, extendióse la carretera sobre la llanura sin accidentes ni perfiles, en un horizonte a cuyo fin remoto se cerraban entre nubes las sierras de la Cepeda y los puertos bravos de Manzanal, Foncebadón y el Teleno. Si a la vera de un puebluco estancado algún castro ondulaba, todo su vestido consistía en bajos matorrales y encinas bordes.

En este cuadro ascético se dibujó el relieve de las tres amazonas, largo rato, por la amplia carretera, y cuando ya tomaron otro rumbo al través de una calzada empedernida, la feniciente luz ablandó la dureza del paisaje, convirtiendo la línea fuerte y sobria en mancha rubia y dulce, en la cual se alejaron los senderos con misteriosa estela.

Quedó entonces piadosamente velada la aridez del camino, que al aventurarse tierra adentro en ingratos recodos, hubiese mostrado a Florinda más de cerca su desolación; la santa beatitud del anochecer quiso desceñir su velo romántico sobre la tristeza del erial: una muselina blanca y rota se arrastraba por el campo en jirones de niebla, y la serenidad del cielo, pálidamente azul, parecía remansar en la llanura con infinita mansedumbre.

Mariflor, cansada y soñolienta, aturdida por las emociones y los sentimientos, se dejó mecer, se dejó llevar entre aquellos cendales de sombras y de membranzas. El balanceo rítmico de la cabalgadura, algo semejante al de una embarcación en mar serena, y la plenitud del llano, sin orillas visibles, nubloso, insondable como un abismo, pusieron a la amazona en punto de soñar que iba embarcada hacia un quimérico país. Aquel vaivén de cuna, aquella ilusión de barco aventurero, tenían, para mayor halago, un cantar peregrino en el eco de dulcísimas frases lisonjeras que la moza guardaba en su corazón; de tan cordial tesoro iba ella urdiendo con diligente prisa futuros lances de amor y de felicidad, solemnes acontecimientos de bodas y placeres que parecían tener realización positiva y dichosa en la ardiente vida de una estrella, según lo que la niña se extasiaba, rostro al cielo, absorta y palpitante.

Desde el divino espacio cayó de pronto a tierra la evagación de Florinda, porque una voz había dicho:

—Ya llegamos...

Entre el encaje de las sombras, cada vez más espeso, se agazapaban, abocetados, desvaídos, barruntos de una aldea muy pobre, a juzgar por los umbrales. Y a Mariflor le acometió de súbito una triste cobardía, en la cual se mezclaban las inquietudes con inexplicable acidez; aquella zambullida brusca en otro pueblo, en otra casa, entre personas desconocidas, rompiendo definitivamente todos los vínculos de su vida anterior, daba frío y espanto a la muchacha; en un instante recordó con lucidez lastimosa la dicha que perdió al otro lado de la llanura maragata, y sintióse tan pequeña, tan incapaz y débil ante el enigma de su nuevo camino, que anheló no llegar a Valdecruces y quedarse para siempre mecida en aquel mar firme y silencioso, de tierras y de sombras.

Los dulcísimos ojos registraron el cielo con una mirada de angustia, pero ausente la luna veladora, esquivas las estrellas y pálido el celaje, el amplio dosel de la noche se mostró cerrado a la muda plegaria de la moza; hasta la estrellita ardiente donde ella prendió un momento antes la hoguera de sus ensueños, se había escondido, casquivana, detrás de un banco de nubes.

Y estaba allí el pueblo maragato, inmoble y yacente en la penumbra, como un difunto; y ya la recua se detenía delante de una sombra más alongada y grave que las del contorno.

Sonó el chirrido de una puerta, y dos mujeres avanzaron en un foco macilento de luz. Descabalgó Florinda, trémula y cobarde; sintióse agasajada por unos besos húmedos y fuertes, por unos brazos recios y acogedores. Ofrecían a la forastera este recibimiento cordial, Ramona, nuera y sobrina de la anciana, y Olaya, hija de aquélla, que con sus cuatro hermanos más pequeños constituyen hogar y familia cerca de la tía Dolores, protectora también de su nietecilla Mariflor.

Ya estaban reposando los niños, Marinela, Pedro, Carmen y Tomás; y mientras Olaya hacía los honores a su prima con más cariño que garbo, Ramona y las otras dos viajeras se afanaban en descargar el equipaje. Fué la tarea tan minuciosa, que ya la noche había crecido mucho cuando logró acostarse Mariflor, rendida y enervada.

A la luz vacilante del candil pudo la muchacha aprender que era su dormitorio el mejor de la casa, «el cuarto de respeto», donde solían posar los principales huéspedes; y al culminarse en el lecho altísimo y pomposo, oyó la voz humilde con que su prima la deseó buena noche, dejando la habitación oscura y cerrada, y advirtiendo:

—Madre y yo dormimos dambas aquí cerca; no pases cuidado.

Poco después sintió la muchacha crujir la corvadura de las vigas muy próximas a su cabeza; andaban pesadamente encima del aposento, hablando en voces cautelosas. Por debajo de aquel ruido perseguía a Mariflor entre penumbras de sueño y vislumbres de realidad, la expresión vaga y triste de un rostro ojizarco, que tan pronto era el de Terán como el de Olalla. De aquel semblante amigo no quedaron, al fin, más que los ojos delante de la moza; brillaban azules como las flores del aciano, como los ojos celtas de la maragata rubia, como los ojos pensativos del novelista viajero; una clara niebla, que fué espesándose, oscurecíalos poco a poco... ¿Era un velo de lágrimas?... ¿El cristal de unos lentes?... Mariflor se había dormido.

Después de un sueño largo y juvenil, Florinda despierta y escucha: escucha la soledad y el silencio, porque todo a su alrededor parece abandonado y mudo.

¿Qué hora será? Entra un rayo de sol por la ventanuca, tan alta y pequeña como la de un camarote; por allí se descubre un pedacito de cielo cuajado de luz. En la casa, grande y misteriosa, nadie pisa, nadie levanta la voz, ningún ruido se advierte, y fuera, en aquel espacio luminoso, abierto quizás al campo, a la calle o al corral, es la vida un secreto, sin duda, porque ni vuela un ave, ni canta un río, ni gime una carreta; los rumores aldeanos que Florinda conoce de otros pueblos, parecen extinguidos aquí. ¿Se habrá quedado ella sola en el mundo con el sol?

Pasea por el cuarto los bellos ojos dormilones, un poco ensombrecidos de vaga pesadumbre: mira su equipaje desparramado en confusión de cajas y de ropas, y encima del baúl, cruzado todavía de cordeles, sus arreos de maragata, desceñidos la víspera con laxitud de sueño y de cansancio. Se asoman los zapatos por debajo de la colcha, muy escandaloso el escote y algo arrugada la plantilla: parecen asustados, uno delante de otro, como si quisieran echar a correr; el bolsillo señoril, colgado del boliche de la cama, con la boca abierta, tiene un aire de expectación y de asombro, y la filigrana de corales, tendida al borde de un marco a la cabecera del lecho, corona la figura de una Virgen ancestral, bajo cuya traza primitiva dice, en letras muy grandes: Nuestra Señora la Blanca. Al volver los ojos hacia ella, hace Florinda maquinalmente la señal de la cruz. Luego prosigue su viaje curioso en torno al aposento: es reducido y bajo, con paredes combas, lamidas de cal, desnudo el tosco viguetaje del techo y pintado de amarillo, como la puerta y la ventana. Entre un recio arcón de interesante moldura y un mueble arcaico de alta cajonería, descuella el lecho, amplio y elevadísimo, duro de entrañas y abrumado de cobertores: luce colcha tejida a mano, floqueada, con muchos sobrepuestos, un poco macilenta de blancura, quizá por haber estado largo tiempo en desuso. Dos sillitas humildes parece que se agachan bajo la pesadumbre de los equipajes, y algunos clavos suben perdidos por las paredes, sosteniendo con negligencia varias cosas inútiles: un refajo roto, un cencerro mudo, una rosa mustia de papel... Ya no hay más utensilios ni más adornos en el nuevo camarín de Mariflor.

Ella busca, solícita, un espejo, un lavabo, una alfombra, cualquiera blanda señal de compostura y deleite, y como nada encuentra parecido a lo que necesita, vuelve la atención a los recuerdos de su llegada, confusos entre las emociones del viaje y la sorpresa de este peregrino amanecer.

Al cabo, como persiste en torno suyo un silencio de inmensidad, y el sol penetra al aposento por el angosto ventanillo, semejante a la lucera de un camarote, piensa la infeliz, acunada todavía en su memoria por el balanceo del mulo y las ilusiones de su navegación por la llanura, que su bajel ha encallado en una costa salvaje, en una playa desierta... Pero no: la mar gime, reza, escupe, solloza; tiene lágrimas y voces y suspiros; es pasión y hermosura, es inquietud y poder, es dolor y gozo. Y aquí, ¡ni un acento, ni una palpitación, ni un indicio de que la vida cunda y vibre como en las olas varias de la mar!...

Cuando empieza la niña a sentir ciertas ansiedades muy parecidas al miedo, un rumor oscuro, entre queja y gruñido, se percibe en la quietud silenciosa de la casa.

—¡Abuela!—grita Mariflor con espanto.

Nadie la responde.

—¡Abuela!—repite, loca de terror. Y luego, despavorida, prorrumpe:

—¡Olalla!

Al punto, cautamente, se entreabre la maciza puerta y asoma el rostro, asombrado y grave, de Olalla Salvadores.

Ante el resplandor bondadoso de aquellos ojos claros, Florinda se encalma, sonríe y confiesa:

—Tuve miedo; creí que estaba sola en Valdecruces, y después oí una especie de quejido como una voz del otro mundo.

—El gato, que miagó—dice la moza, admirada de los temores de su prima. Y penetrando en el aposento, le ofrece el desayuno y le pregunta, con mucha cortesía, cómo ha pasado la noche.

—Demasiado bien; de un tirón—responde la dormilona, escandalizándose al saber que son las nueve, que su abuela y su tía andan ya de trajín fuera de casa, y que los niños se fueron a la escuela muy temprano.

Mientras se viste Mariflor, explica Olalla que la escuela está a tres kilómetros, en Piedralbina, y también el médico y el boticario. Los rapaces llevan la comida en una fardela, y no vuelven hasta las seis.

—¿Y en el invierno?—interroga Florinda.

Lo mismo: salen de noche y tornan de noche; algunas veces, Tomasín, no va.

—¿Cuántos años tiene?

—Cinco; pero está mayo y robusto.

—¡Pobre!, ¡dará lástima verle por esas llanadas!

—Más se fatiga Marinela.

—Sí; ya sé que está un poco débil. ¿Cómo la dejáis ir?

—Aquí se aborrece, se pone triste, llora... Y como tanto gusta de bordar y hacer labores finas, y la maestra la quiere mucho, madre consiente.

—Y el médico, ¿qué dice?

Olalla se encoge de hombros.

—Dice—murmura—que son males de la edad. Pero para mí la pobre está entrepechada.

—¿Cómo?

—Picada de la tisis, igual que mi padre, igual que tantos de la familia...

—¡Calla, mujer!

A medio ceñir el pesado manteo en torno a la cintura, Mariflor finge que busca alguna cosa, se mira las manos lentamente, con mucho interés, y al fin balbuce en imprevisto ruego:

—¡Quisiera lavarme!

Olalla, que tiene fija la mirada en una siniestra meditación, se turba, enrojece, y luego de reflexionar, afirma:

—Te traeré ahora mismo un cacho con agua.

—No, yo voy por él; enséñame dónde hallaré lo que necesite.

Porfían azoradas al lado de la puerta con empeño un poco artificioso, y ya traspasado el umbral, repara Florinda en su media desnudez, y pregunta:

—¿Estamos solas?

—Solas; yo anduve a modín para no despertarte.

Desaparece Olalla pisando quedo, como si todavía alguien durmiese; y la forastera, abocada al corredor, cruza los brazos desnudos para abrigarse contra un frío sutil que desde la oscuridad la acosa. De pronto, allí a sus pies, en la masa de sombra y de silencio, el gruñido y la queja que antes alarmaron a la niña, se juntan y emergen en una voz que parece humana, que se desgañe y evoca, igual que la de una criatura.

Florinda retrocede, presa otra vez de irreflexivo espanto, y para distraer sus complejas inquietudes, remueve el equipaje, trastea y alborota, hasta que vuelve su prima trayendo agua en un lebrillo y colgando en el hombro una toalla de áspera urdimbre, dorada por los años, olorosa a romero.

Perpleja Mariflor ante aquel rudimentario servicio, aplaza el lavatorio y pide ayuda para abrir el baúl; pero Olalla no necesita más que de sus recios brazos para darle vueltas y dejarle desligado y útil, con la tapa cómodamente sostenida en la pared. Inclínanse las dos mozas sobre las túmidas entrañas del cofre, y la viajera desliza su mano en el fondo, revuelve, palpa atinadora y sonríe levantando en el puño una cosa menuda y suave que acerca a la nariz de Olalla.

—¿Huele bien?—pregunta.

—¡Ah, jabón!... Yo también tuve una pastilla...

A juzgar por la expresión lejana de los ojos azules, se pierden en un pasado remoto el aroma y la suavidad de la pastilla que tuvo la maragata.

—Ve sacándolo todo—dice la prima con gracia más ligera y alegre—; después que yo me lave lo arreglaremos juntas y te daré algunos regalitos para ti y para los nenes.

En tanto que Florinda se chapuza con fruición, Olalla va cogiendo las prendas del baúl y colocándolas encima del lecho, tibio todavía y desdoblado. Se mueve la joven con mucha calma y trata con esmero aquellas cosas sutiles de la forastera, pero no se detiene a contemplarlas con excesiva curiosidad.

Casi todo el lujo del pequeño equipaje consiste en ropa interior; camisas y pantalones con lazos, sin estrenar, con papeles de colores que crujen, sedosos, bajo los encajes, como en los equipos de las novias burguesas: medias caladas, pañolitos bordados y menudos, enaguas finas, dos peinadores de manga corta, dos blusas áureas, elegantes, y un solo vestido de luto, modesto, falda y cuerpo ajustado, sin adornos. Algunos estuches con bagatelas casi infantiles, algunas cajas con enseres de costura, libros, retratos, envoltorios frágiles y una bolsa blanca, con puntillas, de cuya boca abierta acaba de salir el perfumado jabón.

—Aquí lo tienes todo—dice Olalla, mientras Florinda duda cómo acabará de vestirse, temiendo estropear el lujoso pañuelo de su traje de fiesta.

Tras una breve indecisión, que le es habitual, ofrece la prima buscarle otro; sirve para diario y ella no le usa. Pero debe ser muy difícil hallarle, porque cuando vuelve con él, ya Mariflor se ha peinado y ha puesto en orden el dormitorio.

—Hay uno de cerras, pero no le encuentro—dice Olalla, desplegando un pañuelo pajizo, de muselina, con orla estampada en vivos colores.

—Es precioso; ¿por qué no le pones tú?

—Entre semana, está bueno éste—sonríe la moza, señalando el suyo de percal, también con florida guirnalda—. Y en la cabeza, ¿no llevas uno?—interroga.

—¡Ah, no le quiero... no me gusta!—responde Florinda con tales bríos, que se avergüenza al punto, y disimula su turbación poniendo en las manos de Olalla unos envoltorios, a medida que dice:

—Para Pedro un libro, para Marinela un costurero, para Carmen una muñeca y para Tomasín un trompo...

Busca algo en el bolsillo colgado de la cama, y con cierta emoción, concluye:

—Para ti mi reloj; toma.

Sentóse la favorecida ofreciendo lugar en el regazo a los paquetes, y puso en la palma de su mano morena el relojito de oro y acero, chiquitín, lustroso y palpitante; le acercó al oído, rió con expresión de niña, dulcificando la gravedad un poco triste de su semblante, y por todo comentario dijo:

—¡Tan pequeño y anda!

Después miró a su prima suavemente, lamentando:

—¡Te vas a quedar sin él!

—Tengo el de mamá, ¿sabes?... Está parado, pero me sirve de recuerdo.

—¿Se ha roto?

—No; mi padre quiso tenerle en la hora que ella murió: las tres de la tarde.

—¡La hora del Señor!—balbuce Olalla estremecida—. Y con el respeto y la ternura que en Maragatería se consagra a los muertos, bendice al uso del país la memoria evocada, pronunciando ferviente:

—¡Biendichosa!

Una ráfaga de tristeza suspende el íntimo coloquio y flota en la humedad de las pupilas, que se inclinan al suelo apesaradas; la muñeca de Carmen, rompiendo el papel que la envuelve, muestra un brazo rígido, vestido de rojo, en trágica actitud; en la rústica mano de Olalla Salvadores, el pulido reloj suena indiferente: tic-tac, tic-tac...

Y aquel hálito sonoro y maquinal, aquel firme latido de un industrioso corazón de acero, lleva extrañamente a las dos muchachas a escuchar el pulso acelerado de los propios corazones, buenos y juveniles, regados por una misma sangre generosa.

Alzase Olalla con ímpetu raro en su naturaleza esquiva y grave, y las dos mozas se miran en los ojos; los de Florinda, profundos, inquietantes, de color de miel y de café tostado, en vano provocan una confidencia trascendente con las aguas serenas y tristes de los ojos azules; pero el impulso cordial prevalece por debajo del vuelo de las almas y un pacto de amor se firma con el estallido de un largo beso.


La Esfinge Maragata: Novela

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