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V
VALDECRUCES

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ALENTADA Mariflor después de tan gentil alianza, se despierta con alegres ánimos a las realidades de la vida y quiere verlo todo, registrar su nuevo albergue, asomarse a Valdecruces.

Aunque pone el pie con alguna medrosa inseguridad en el corredor oscuro, camina sonriente, como jugando «a la gallina ciega», palpando la pared con una mano y asiéndose con la otra al vestido de su prima.

—Avísame; no veo nada—murmura—. ¿Hay que bajar?... ¿Hay que subir?... ¡Avísame!

—Hasta que te acostumbres. Yo atino por todos los rincones a cierra ojos... Ahora sube un pasal... otro... sigue subiendo... ¡ya se ve luz!

La rendija de una puerta proyectó en los altos escalones una raya de tenue claridad; chirrió una llave, gimieron unas bisagras y hallóse Florinda a pleno sol, deslumbrada por el torrente de resplandores esparcidos en la salita con anchura, mediante los dos amplios huecos de la solana.

—¡Qué alegre, qué alegre!—gritó la forastera con encanto—. ¿Y qué se ve por aquí?—añadió lanzándose curiosa al colgadizo.

De pronto no vió nada. La luz cruda y fuerte esfumaba el paisaje como una niebla. Después, dando sombra a los ojos con las dos manos, vió surgir débilmente el diseño barroso del humilde caserío, techado con haces secas de paja amortecida, confundiéndose con la tierra en un mismo color, agachándose como si el peso de la macilenta cobertura le hiciese caer de hinojos a pedir gracia o misericordia. En aquella actitud de sumisión y pesadumbre, las casucas agobiadas, reverentes, exhalaban un humo blanco y fino que parecía el incienso de sus votos y oraciones.

Mariflor, admirada por la novedad de aquel espectáculo, imaginado muchas veces al través de referencias y lecturas, exclamó conmovida:

—¡Valdecruces!... ¡Parece un Nacimiento! Y la iglesia ¿dónde está?—preguntó.

—Allende. ¿Ves esta hila de casas? Pues en acabando la ringuilinera, ¿ves un chipitel con una cruz?... Eiquí.

—¿Aquéllo?—lamentó la exploradora con desilusión.

—La techumbre es de teja—ponderó Olalla—y por dentro nuestra parroquia es mejor que la de Piedralbina, es tan buena como la de Valdespino; hay un Resucitado muy precioso y la Virgen tiene la cara de marfil.

—Pero la torre se va a caer, es monstruosa; un montón informe y la cruz ladeada, ¡qué cosa más singular!

—¡Si lo que tú dices—protestó Olalla riendo—es el nido de la cigüeña!

—¡Ah, el nido!... Un nido enorme, ¿verdad?... Un nido tremendo... ¡Qué ganas tenía de verle!... Mi padre no me había dicho que le tuvierais aquí.

—Yera de Lagobia, pero el año de la truena se les cayó la torre, y cuando los pájaros volvieron portaron el nido a Valdecruces.

—¿Ellos?... ¿Ellos solos?

—Solicos empezaron, pero la gente les dió ayuda. De primeras el nido no era tan grande, nada más lo justo para gurar la pájara; después, cada año atropan dello y ya tanto pesa que hubo de caerse.

—¿Entonces?...

—El señor cura, el tío Chosco y el tío Rosendín le apuntalaron.

—¡Ah, qué bien! Y ahora ¿hay crías?

—Todavía no está gurona la cigüeña: saca los hijuelos allá para el mes de junio... ¡Mira, mira el macho!

Un ave zancuda y blanca, con las puntas de las alas negras, largo el cuello, las patas y el pico rojos, pasó crotorante y magnífica, con alado rumbo hacia la torre.

—¡Qué mansa! ¿Ves? Casi tocó el alar—dijo Olalla, devota.

Y Mariflor quedóse atenta y muda ante el ave sagrada para los labradores de Castilla, el ave tutelar de los sembrados, la reina de los aires campesinos en la madre llanura de la patria.

—Iré a visitar el nido regio—murmuró ferviente—. Luego lanzó la vista al horizonte inflamado de luz, llano y calmoso, semejante a una extensa bahía que se adormeciese inmóvil y sin respiración en el estío.

Olalla advirtió:

—Embajo está el huerto.

—¿Hay flores?

—De agavanzo y de tomillana, y dos rosales nuevos con ruchos.

—¿Bajamos?

—¿No quieres ver primero el palomar?

—Sí, sí; ya lo creo.

Ocupaba el carasol la fachada entera del edificio: tenía el suelo jiboso y crujiente, como todo el piso alto de la casa, trémulo el carcomido barandaje y cobijadores los aleros, donde anidaban golondrinas; algunas prendas lacias de ropa pendían a lo largo de él, y decoraban sus agrietados muros sendos manojos de hierbas medicinales puestas a secar y «espigos» de legumbres envueltos, con mucha cautela, para que la simiente en sazón quedase recogida.

Todos estos detalles sorprendieron los ojos inquiridores que, después, se posaron con cierta ansiedad en la saluca.

La cual era espaciosa, baja de techo, con rudo viguetaje pintado de amarillo, igual que el camarín de Mariflor; las paredes, de anémica palidez, se hundían en muchos sitios, entre mal blanquete y hondas arrugas, como la faz de viejas presuntuosas en las ciudades festivas. Un sofá de anea con almohadones de satén, floreados y henchidos, se extendía en el testero principal, y, encima, elevado y turbio, inclinábase un espejito, con el alinde picado y el marco negro, en reverencia inútil ante una visita que jamás llegaba; alrededor de aquella luna triste y a lo largo de las otras paredes, sendos cromos con patética historia memoraban la vida de una santa mártir, moza y gentil; fotografías pálidas, casi incognoscibles, prisioneras en listones de un dorado remoto, ceñidas por cristales heridos, trepaban en desordenada ascensión, en una verdadera república de colgajos, desde las decoraciones viejas de almanaques y el ramo seco de laurel, hasta las pieles corderinas abiertas en cruz, a medio curtir. Entre las sillas, muy numerosas, juntas y apretadas en hilera como aguerrida hueste, delataban, algunas, otros tiempos de más prosperidad para la familia Salvadores: aquellas de reps y de caoba con el pelote del asiento mal contenido por desmañadas costuras, con la color verde convertida en marchitez dorada, como el follaje de otoño; aquellos dos sillones de gutapercha, despellejados y hundidos, con respaldares profundos y solícitos brazos; la clásica consola y el amigable velador, cuentan las abundancias de unos desposorios en que la abuela y su primo Juan unieron con sus manos las más pudientes fortunas de Valdecruces, en gran porción de «arrotos» y centenales, «cortinas» y recuas...

En estas reflexiones se para Mariflor, que por su aguda sensibilidad tiene el privilegio exquisito y amargo de evocar y sufrir el fuyente roce de las cosas, prestándoles la ternura de su propio sentimiento.

Inconsciente de este raro don, que preside las existencias escogidas con la facultad doble de gozar y padecer en grado sumo, la muchacha reconstruye en un momento la dura cuesta de dolores por la cual los años, los hijos y la miseria torva del país, han derrumbado casa y heredad en torno de la abuela envejecida. Y una lástima aguda empaña aquellos ojos, aún sonrientes a la orgía de luz cuajada en el páramo.

—La vida de Santa Genoveva, ¿la sabes?—dice Olalla con beatitud, señalando los historiados cromos que circundan las paredes—. Y viendo que la prima no da señales de conocer el ejemplar relato, apunta sobre una imagen de pergeño bravío, y añade con edificadora gracia:

—Este era el traidor Golo... Aquí—indica en otro cuadro—está la cierva que criaba en el desierto al niño...

El dedo bronceado va posándose en cada cristal empañecido y roto, y se detiene a lo largo de una incisión más hundida y más negra, mientras la voz enunciadora prorrumpe:

—Están los vidrios llenos de sedaduras... ¡Los rapaces acaban con todo!

—Vamos, vamos a ver las palomas—pide Florinda con impaciente actitud—. Pero Olalla la detiene sin prisa ninguna:

—¡Ah, fíjate! Estas flores las hizo Marinela...

Las dos primas, altos los ojos y entreabiertos los labios, contemplan con aire estúpido una malla colgante del techo, labrada a punto de aguja y teñida de bermellón, toda ornada de trapos vistosos que la maestra de Piedralbina ha bautizado con el remoquete ideal de «flores».

—Muy bien—murmura la forastera, sonriendo generosamente.

Todavía, antes de salir, Olalla abre una puerta primero y otra después, frente al carasol, para mostrar a su prima dos habitaciones pequeñas, llenas de trastos, sin ventanas ni lechos.

—Mira qué atropos—alude señalando los fardeles, seras y alforjas, en abandonada confusión—. ¡Todo quedó sin arreglar anoche!

Y a Florinda le parece descubrir en aquellas palabras un aire brusco, de tedio y de cansancio.

—Ahora seremos dos a trajinar en casa—responde afable.

—¿En casa...? Yo aquí no subo nunca; tengo otras cosas que hacer.

—Pero no sales al campo—dice Mariflor inquieta, a pesar del convencimiento que tiene en lo que afirma.

—¿No es campo el caz de agua donde se lava la ropa, y el huerto de las legumbres, y la cortina de los panes de trigo...?

Olalla enumera los diferentes campos de sus labores con cierto calor impropio de su palabra cantarina y premiosa, pero sin asomo de reproche o lamento, y aun con vaga sonrisa de orgullo y fortaleza.

—Hay que coser; hay que guisar—sigue diciendo enfática, engreída en los altos deberes de su destino.

—¿Y la Chosca?—pregunta Mariflor con desolado acento—,¿Qué hace, entonces?

—Servir a las caballerías, mujer, y a los bueyes; andar a las aradas con las obreras y con mi madre; atropar la leña de más fuste...

—¿También tu madre...?

—Agora sí—responde Olalla con imperceptible amargura.

Se han quedado las dos mozas en la última de las habitaciones, frente al vano del colgadizo, que extiende en la salita un esplendoroso tapiz de sol. Con el aire tibio, levemente impregnado en aromas de huertos, humo de hogares y vahos de pesebres, entra el hondo silencio de la aldea hasta el rincón donde Olalla y Florinda enmudecen de pronto, atónitas y mustias, entre mochilas y zurrones, enjalmas y capachos...

Así las sorprende una cadencia ronca y triste, repetida a lento compás como un latido que sonara a pena.

—Son las palomas que arrullan—dice Olalla, levantando los ojos.

—Llévame donde estén—repite Florinda, hablando quedo, como si temiese turbar con sus palabras el arrullo.

La toma su prima por la mano, y en saliendo al corredor cierra la puerta de modo que la más profunda oscuridad envuelve los pasos de las dos maragatas. Hácense otra vez torpes los de Florinda.

—¿Por qué cierras?—murmura—. No tenemos ni una chispa de luz.

—Es que el gato entra al carasol y escarrama las simientes.

Como si quisiera protestar del mal propósito que la joven le atribuye, el animal guaya en la sombra, lastimero y humilde.

—¡Micho...! ¡Micho—ordena Olalla varias veces, espantándole.

Palpando de nuevo en las tinieblas, dan las niñas en unos gemidores peldaños, muy hostiles y maltrechos y llegan al desván, oscuro y ruinoso, lleno de bálago resbaladizo. Una pared de madera y una puertecilla, resquebrajadas, transfloran dorado resplandor, dividiendo en dos mitades el local: allí, al otro lado de la medianería, donde irradia la luz, suena el arrullo.

Con suave remezón del maderaje, abre Olalla la palomera, y de pronto Florinda no ve más que la luz, igual que le sucedió poco antes en el colgadizo. Recorta el alto ventanal un pedazo de cielo que se convierte en un chorro de sol dentro del libre refugio de las palomas: blandos nidales, al arrimo de los adobes, cobijan a las hembras en gestación y a los polluelos temblorosos; y desde cada nido ocupado, entre esponjadas plumas, se vuelven los ojitos de las aves a mirar con recelo en torno suyo.

—¡Qué preciosas!... ¡Cuántas!... ¡Y no huyen!—exclama con embeleso Mariflor.

—Son medrosicas, pero no se asedan—dice Olalla, prodigando, graciosa, una caricia a cada nidal—. Y como su prima quiere ver los pichones en la mano, toma dos chiquitines bajo las alas de la madre y se los ofrece. Ella los acoge en el delantal, por temor a que se lastimen entre los dedos, y también porque la retrae de tocarlos un escrúpulo repentino.

—En guarrapas son feucos—pronuncia Olalla sonriente; y antes de volverlos junto a la azorada paloma, los besa y los guarda entre las dos manos un instante, encima de su corazón, con dulce gesto maternal. Del regazo de una hembra febril, levanta después un huevecillo cálido y terso, y se lo acerca a Mariflor, anunciando ponderativa:

—¡Ponen dos todos los meses!

—Tendréis un bando muy numeroso.

—¡Quiá, mujer! Se mueren muchas en la invernada, con el frío y la nieve, y los pichones más llocidos los vendemos para el mercado de Astorga y de León.

—¿No te da lástima?

—¡Como son para eso!

Florinda se aturde ante la respuesta razonable y fría, que del reciente beso y el impulso cordial borra la impresión de ternura y oscurece con raro misterio el alma de la campesina doncella.

El cariñoso halago al borde del nido dejó adherida una pluma sutil en el jubón de Olalla: ¿nada más que esta huella deleznable habrá marcado la amorosa caricia sobre aquel macizo pecho de mujer?... ¿Nada más?

Lo duda Mariflor mientras, acuciosa, estudia aquel semblante moreno y gracioso que cierra a toda asechanza de íntima curiosidad los secretos de un corazón femenino: sellado con una placidez austera, ecuánime y dulce, un poco triste, el rostro de Olalla Salvadores es un enigma, la noble máscara de unos sentimientos absolutamente ignorados y silenciosos.

Al contemplarla su prima interrogadora, ella dice amable:

—Voy a llamar a todo el bando.

—¿Cuántas parejas tienes?

—Treinta y tres; aquí dentro no hay ni la mitad.

—¿Y son todas de la misma casta?

—Abundan las palomariegas; pero téngolas también de monjil, calzadas, moñudas, reales, tripolinas...

De un arcón pequeño, separado del piso por toscos bastidores, vierte la moza en su delantal una porción de cebada y sube ágilmente hasta la tronera, apoyando los pies en las quebraduras del muro: acodada en los umbrales, lanza desde allí con voz atrayente y melosa el familiar reclamo:

—Zura, zura... zurita...

Se remecen los nidos en el palomar, y fuera, un lozano batir de alas azota la luz; en parejas veloces acude el bando entero a picar en las manos de la muchacha: hay palomas con rizos; las hay con toca, con moño, con espuelas; las hay grises, verdosas, azuladas plomizas; algunas lucen el collar blanco, otras el pico de oro, otras las patas de luto; aquellas los reflejos metálicos en la pechuga, en las alas, en las plumitas del colodrillo. Todas las distintas variedades son domésticas, aclimatadas al campo mediante cruces con las castas silvestres y tributo de crecida mortandad en los bravos inviernos.

Rozando las mejillas de la joven, las madres anidadas salieron a comer; ella hace en la ventana un sitio para que se asomen los ojos de Mariflor, y enumera y define la variedad del bando, junto en apretado racimo de codicias y de temblores.

Ha trepado la niña forastera hasta descubrir la techumbre muelle y sinuosa donde las aves, en montón, arrullan y solicitan el sustento. Pero la prima Olalla, más complaciente aún, discurre:

—Te las voy a mandar todas a la palomera.

Y arroja, sonoro, el contenido de su delantal dentro de la estancia.

Entonces una impaciente agitación de vuelos lánzase a la ventanuca desde el techado humilde, entre el pecho de Olalla y la cabeza de Florinda. Salta al suelo la joven para ver más de cerca a las palomas, y ellas la miran extrañadas, de medio lado, con un ojo nada más, mientras que alas y picos sacuden en el aire y en el tillado raudas notas de instinto y de pasión, sorda y ávida música de picotazos, aleteos y arrullos, donde la voracidad y los amores cantan con gráficos acentos sus leyes y sus prerrogativas: las hembras, que en el nido padecen sagrada calentura maternal, han bajado en volandas sus pichones al ruedo y les incitan a comer, disputando la ración a las glotonas más tímidas; muéstranse los machos galantes y los padres solícitos, se colman los buches, se aquieta el tropel, y Florinda, saturada del perfume bravío que exhala el palomar, seducida por los iris de las plumas, agitada por las palpitaciones de las aves, ebria de sol y de placer, siente con ardorosa plenitud la belleza potente de aquella vida cándida y salvaje, libre y fecunda, que ahora despliega el vuelo alto y feliz, en parejas de amor, por el llano luminoso y sin tasa, nuncio de lo infinito...

En pos de las palomas, los deslumbrados ojos de Florinda tropiezan con la figura intrépida de Olalla, exaltada allí en la cumbre del palomar, en el foco de la cruda luz, con el sereno perfil de realce sobre el índigo raso de las nubes: despide la muchacha al bando con mimosa delicia; le riñe y le aconseja con familiares voces; su acento casi infantil, truncado y leve en aquel íntimo soliloquio, se aduna con los arrullos de las fugitivas y se pierde en el aire manso, que al roce de las alas se hace sonoro; el pañizuelo de la cabeza, caído a la espalda, descubre un rodete rubio, apretado y firme, rutilante sobre la nuca morena, como una corona de sol encima del trigo segal; mírase el cielo en los claros ojos, de un azul más profundo en esta hora; las rosas aldeanas en las mejillas arden con calor juvenil; la melada tez luce su fino vello de sabrosa fruta y muestran los labios, mórbidos y abiertos, unos dientes, duros, iguales, blanquísimos.

Toda la figura de la joven, propicia al atavío regional, señora del paraje romancesco, sublimada por la fortaleza del sol, se yergue bellísima y extraña, con la silvestre dulzura de una roja flor de sangre y de salud, con el donaire rústico de la fuerte amapola, espontánea sonrisa del erial.

Atónita Mariflor, cual si de pronto viera a su prima convertirse en otra mujer, sólo recordaba de sus recientes emociones la que incendió el copo de pluma dejando en el jubón de Olalla la estela de singular caricia.

Un toque gemebundo y cansado resonó en el palomar desde las profundidades del edificio, y al romper el silencio estremeció a la moza ensalzada en la ventanuca.

Cuando Olalla saltó diligente junto a su prima, parecía que hubiese perdido en un segundo el trono sublime de la belleza: en el lago azul de sus ojos ninguna expresión grande navegaba, un leve azoramiento físico rizaba apenas en las pupilas el sereno cristal; y en la plebeya boca, el gesto brusco y la placidez ausente daban aire de abandono y hastío a la maragata rubia. Quizá era su porte demasiado recio y su cara harto redonda; tal vez los pies y las manos fuesen muy varoniles... El copo de pluma había desaparecido de su jubón.

—No te pongas el pañuelo—suplicó Florinda, viéndole hacer un vivo ademán para cubrirse la cabeza. Y Olalla, realizando su propósito sin replicar, lamentóse:

—¡Las diez sonaron; tendré asurada la olla y la lumbre muerta!...

Detrás de la débil puertecilla quedábanse la luz y los arrullos, el aroma agreste de los tálamos, la pura libertad de las alas, y Mariflor, a tiendas por los oscuros escalones, apretaba la mano de su prima, repitiendo:

—¡Tienes unas trenzas tan hermosas!... ¿Por qué no las quieres lucir?

—No se usa.

—Ponemos esa moda tú y yo.

—Para ti es diferente...

—Estás mucho más guapa sin pañuelo.

Se adensaba la oscuridad delante de sus pasos, como si la noche subiera del fondo de la casa, y un hálito frío sobrecogió a Florinda, recién bañada en sol.

Por los penumbrosos corredores del piso bajo hicieron las dos mozas rumbo a la cocina, grande y poco alumbrada, con el llar humillado y el suelo de tierra; taburetes de roble, escaño vetusto, ahumados vasares, mesa «perezosa» y espetera profusa, decoraban la habitación: pendiente de las abregancias, a plomo sobre el llar, esplendía una caldera enorme.

Como Olalla se abismase de hinojos, hurgando la lumbre, soplando en la ceniza y sacudiendo la olla reseca, dijo Mariflor, tímida y sonriente:

—¿Y mi desayuno?

—¡Cierto!... ¡Si hoy no sé lo que hago!—murmura Olalla, impacientándose entre los pucheros—. Mira, aquí tienes sopas... ¿te gustan?

—¿Sopas?... ¿De qué?

—De patatas.

Una salsa con mucho pimentón subía hasta los bordes de menuda tartera.

—¿Llamáis sopa a este guiso?—preguntó Florinda, colocando otra vez la tapa con pulcritud.

—En el falaje de la tierra se dice así.

—Pero ¡si hubiese otra cosa!—encareció la pobre ciudadana, mirando alrededor.

—Del orco de chorizos puedes cortar.

—No; algo ligero...

—Chocolate, café ni cosas finas, eso no hay.

—¿Y un poco de leche?

—De las cabras, un poquitín para Tomás y Marinela..., pero te daré parte.

—No, no; ya pronto es medio día: aguardo así.

—¿Vas a fambrear, criatura?... ¡Y anoche apenas cenaste!... Los nuestros guisotes caldudos no te prestan; tú tienes otro enseño, ¡y aquí todo es tan mísero!...

—Olalla, de rodillas, levantando entre el humo del hogar su cara bondadosa, adquirió nuevamente una expresión de cansancio y pesadumbre, que la envejeció de pronto, hasta semejarse su sonrisa a la de la abuela.

—Me gusta todo; ya lo verás—pronunció Mariflor entonces. Y probó heroicamente la sopa de patata.

Se aventuró después en las habitaciones que aún desconocía, en el corral y el huerto, mientras Olalla, trajinadora, atizaba la lumbre con raíces de urz, hundida en la sombra cenicienta y humeante.

Los tres dormitorios donde se repartían las mujeres y los niños, tampoco estaban muy aventajados de claridad: pequeños tragaluces cruzados de rejas, dábanles aspecto de prisión. Las camas, esponjosas y limpias, lucían sendos rodapiés de colores; era el piso de tabla, muy pobre el mueblaje, apretado y confuso. Una pieza que llamaban estradín, y que pudiera haber sido comedor, daba acceso al corral y a la cocina, y más luz a esta última que su ventana, pequeña y con cristales completamente ahumados, abierta sobre la silenciosa rúa en disposición contraria a todo intento de atisbo. A la misma fachada Norte correspondían la puerta principal y los tragaluces de los dormitorios. Abríanse al solano, sobre el corral y el huertecillo, la cuadra, corrida y profunda, el estradín y el gabinete de Mariflor, encima se asomaban a la luz el colgadizo, la sala y el palomar.

Así que en un periquete visitó Florinda las dependencias interiores, salió a la corralada y de allí pasó al huerto.

Era verdad que tenían brotes los dos únicos rosales, precisamente al pie de aquella ventanuca parecida a la de un camarote. Un solo arbolito, que a la muchacha le pareció un peral, señoreaba el «vergel», donde las berzas y los repollos, con las demás vulgares hortalizas caseras, bien cuidadas en simétricos cuadros, erguían el talante animoso a los rayos del sol.

A la vera de árbol, un escañuelo convidaba a sentarse, y aunque las floridas ramas no fuesen muy frondosas, allí buscó la joven un refugio a su breve soledad; el perfume delicado de la yema en flor, el verde tierno de la rizosas legumbres, las débiles ondulaciones de los rosales y, en las pálidas orillas, las flores de la retama y del escaramujo escalando la sebe, todos los distintos semblantes del huerto ruín, tuvieron para Mariflor una vida profunda en aquella hora. Sutiles emociones la turbaron; sobre la pobreza del paterno solar, la melancolía insondable del país y el oscuro misterio de las entrevistas existencias, la moza derramaba la ternura de su abundante corazón, con el firme propósito de amar y de sufrir... ¿Para merecer...? Sí, para alcanzar una dicha tan alta y tan ilustre que parecía un sueño, un imposible. Era preciso que ella, Mariflor Salvadores, la niña mimada y consentida, conocedora de holguras y de halagos, arrostrase, fuerte y audaz, las privaciones y los sacrificios, para que Dios, en premio, la nombrara triunfalmente esposa de un artista, musa de un poeta... ¿Por qué lado, por cuál camino milagroso llegaría a libertarla Don Quijote...? ¡Aún no levanta en sus hombros la cruz y ya la pobre soñadora se impacienta por la redención!

Hacia el corral se oyeron unos pasos y Florinda estremecióse alucinante. Era Olalla, que desde el postigo sonrió, diciendo:

—¡Qué esfrayadica te quedaste, rapaza!

—¿No vienes?

—Tengo que rachar unos tánganos, porque la lumbre no quiere arder.

Y con gesto prometedor, algo pomposo, añadió alegre:

—Al escurificar, de fijo recibes alguna visita.

Quedó el anuncio ondulante en el espacio como una loca patraña contada por el viento. El cual, presentándose de súbito, llegaba jadeando, con la respiración férvida y mugiente, lo mismo que una bocanada de siroco.

Se estremecieron en la falda sequiza del bancal las flores de retama y agavanzo; el hacha leñadora hendía troncos de brezos con premura al otro lado de la sebe, y algunos cendales de niebla empañaban el firmamento azul.

Mariflor pensaba confusamente en la posibilidad de que en aquellas casas que vió inclinarse bajo techumbres de cuelmo, hubiese cocinas oscuras y tristes huertecillos y mozas bellas...; quizá, también, gatos misteriosos y relojes ocultos, que de cuando en cuando hiciesen rodar en el silencio un gañido tremulante y una campanada rota...


La Esfinge Maragata: Novela

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