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II
MARIFLOR

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YA la sombra se repliega a los rincones del recinto, y se levanta sobre el paisaje la peregrina claridad del amanecer, cuando Rogelio siente una aguda atracción que le estimula y aturde, entre despierto y dormido, llamándole con fuerza a la realidad desde el confín ignoto de los sueños. Se endereza al punto, corrige su descuidada actitud, y clava la ondulante memoria en el sofá de enfrente, murmurando con vivo azoramiento:

—Buenos días.

Responde la dama al saludo matinal, y luego, pensativa, se pregunta dónde ha oído una voz como aquélla; cuándo viajó, como ahora, con un mozo rubio, de ojos azules, fino y elegante, que la miraba mucho:—Nunca—se dice interiormente—; ¡lo he soñado!...

Al recordar que se despertó un momento antes, enfrente de aquel hombre dormido, vacila entre la idea remota de haberle visto llegar o de haber soñado que llegaba. Una rara inquietud la sobrecoge: toda la púrpura de la sangre se agolpa bajo la tersa piel de sus mejillas; vuelve los fugitivos ojos hacia la abuela, que aún duerme, y después, para disimular la turbación, trata de bajar uno de los cristales del coche.

Le ayuda Terán, inmediatamente, pesaroso de haberse abandonado en postura tal vez ridícula delante de la hermosa. Ella finge mucho interés por el indeciso horizonte que clarea en la curva lejana de las nubes con soñolienta luz. Y él, entretanto, examina afanoso aquel traje, peculiar de un país que no conoce, aquella figura juvenil donde reposa la belleza como en ánfora insigne.

Lleva la niña el clásico manteo, usual en varias regiones españolas: falda de negro paño con orla recamada, abierta por detrás sobre un refajo rojo, y encima del jubón un dengue oscuro guarnecido de terciopelo; delantal de raso con adornos sutiles, gayas flores, aves, aplicaciones pintorescas y dos cintas bordadas de letreros con borlas en las puntas; y al busto, bajo la sarta de corales, un gualdo pañuelo de seda, ornado también de primorosos dibujos.

Sobre aquel extraordinario golpe de telas joyantes y placenteros matices, se alzaron para delicia de Terán dos manos lindas, azoradas como palomas: querían componer unos rizos, mudar unos alfileres, hurtar la sién a la intrusión huraña de los cabellos sublevados en los azares de la noche; mas no lograron ninguno de estos propósitos, y estremecidas de frío, trataron de cerrar otra vez la vidriera. Interviene de nuevo Terán con galante premura, y después de algunas frases de agrado y cortesía, los dos mozos se quedan frente a frente, sentados y amigos, sonriendo con la franca expresión propia de su vecindad y su juventud; ella, más propicia a responder que a preguntar, dice que marcha a Astorga con la abuela para vivir en el campo hasta que regrese su padre, el cual viaja con rumbo a la Argentina.

¿Que si es maragata? Sí: nació allá abajo, en Valdecruces, silencioso rincón de Maragatería, pero no conoce el país; muy pequeña, la llevaron a La Coruña y nunca volvió al pueblo natal, porque a su madre le gustaba poco. Su madre era costanera, de una playa de Galicia, Bayona, el vergel más hermoso del mundo... Y la viajera dilata la expresión infantil de sus ojos garzos, con las plácidas señales de un recuerdo que huye...

—Desde que mi madre murió—murmura—tampoco he vuelto allá. Todo me ha sido adverso desde entonces—añade—: con ella se me fué la alegría, la fortuna y hasta el mar y la tierra que yo quiero; hasta el traje y el nombre que yo tuve...

—¡Cómo!... ¿De verdad?—inquiere el poeta, subyugado por la voz herida que suena a cristal roto y que se apaga en el estrépito del tren.

—De verdad: mi padre perdió sus intereses en menos de un año, después de vivir muchos con holgura, y se embarca pobre, soñando ganar dinero para mí, enviándome lejos de mi costa, de mis campiñas, de mis placeres...

—¿Y de un amor?—pregunta osado el mozo.

—De todos los amores—dice ella con negligente sonrisa—. Luego contesta, amable, a muchas cosas que su interlocutor quiere averiguar:

Sí; ha cambiado de nombre. Se llamaba Florinda, pero la abuela dice que en tierra de maragatos los nombres «finos» no se usan; que allí suelen llamar a las mujeres «Marijuana», «Maripepa», «Marirrosa», y que deben nombrarla Mariflor.

—¡Delicioso!—interrumpe Terán.

Lleva Florinda sus arreos de maragata, porque el traje de la región es allí sagrado como un rito, pero no sufrirá la vida de los labradores en toda su rudeza: ¡le han dicho que es tan triste! El animoso emigrante ha podido librarla de aquel atroz cautiverio hasta que logre llevársela consigo o asegurarle definitivamente la independencia.

—Mediante una boda—insinúa Terán con vaga pesadumbre, entre celoso y compadecido, sin advertir que quiere penetrar muy de prisa en las intimidades de la joven.

Ella no da importancia a la pregunta, y responde con sinceridad:

—Tal vez casándome sería muy feliz como mi madre, que vivió libre, alegre y mimada; pero como el padre mío hay pocos hombres...

Quédase Florinda meditabunda, adormilados los ojos entre las pestañas, triste soñadora del inseguro porvenir.

Terán la contempla conmovido ante la dulce ingenuidad que no se recela ni ofende en aquel interrogatorio de todo punto inesperado: allí están las íntimas confidencias que él acució unas horas antes, ambicioso y febril, en las bellas pupilas asombradas de sueño; parece que bajo el cutis delicado de la viajera se ven pasar las emociones, se sienten los latidos cordiales de aquella vida, se oye el compás armonioso de aquel espíritu, como si toda Mariflor se convirtiera en alma de cristal que vibrase en una voz apacible y se derramara en una sonrisa tenue.

El foco de compasiones que arde en el corazón del poeta, sube de improviso hasta los audaces pensamientos, inundando de misericordia la conciencia varonil. Y Terán presiente, condolecido, la desventura de aquella mujer que desde la vida muelle y dulce de la ribera mimosa, se ve empujada, inocente y pobre, al más duro y yermo solar del páramo legionense, a la tierra mísera y adusta que él recuerda haber cruzado en rápida correría a los montes del Teleno, y de cuya fosca imagen guarda una trágica impresión.

Fué al iniciarse la primavera, como ahora. Varios socios del Club Alpino español cruzaron la región maragata al firme y lento paso de las caballerías del país, como perdidas sombras de mundano regocijo, fuyentes por azar en las yermas soledades de la vida: eran mozos festeros, exploradores felices de las sierras bravas, jamás cautivos en una llanura tan triste y tan inútil, sembrada de pueblos estancados y ruines; llanura esquiva, donde la sangre de la tierra castellana, las frescas amapolas, corre con estéril pesadumbre, como flujo de entrañas infecundas. Una mordaza de melancolía hizo enmudecer a los viajeros desde el puente romano del Gerga, a la salida de Astorga, hasta Boisán, donde la Naturaleza se embravece y se engalana con raros alardes de hermosura para subir al Teleno: tomando la «senda de los peregrinos», Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares y otras poblaciones de nombre sonoro y muerta fisonomía, se aparecieron en el páramo como esfinges, al través de los medioevales caminos de herradura; y en el trágico umbral de estos pueblos mudos, se erguía, como un símbolo de abandono y desolación, la figura dolorosa de la maragata en brava intimidad con el trabajo, luchando estoica y ruda contra la invalidez miserable de la tierra...

Al fogonazo de aquel recuerdo, Rogelio Terán reconoce el traje y el tipo de la anciana que duerme; es la misma mujer empedernida y triste, vieja y sacrificada, que el mozo sorprendió firme en el suelo como heráldico atributo de esclavitud, en las torvas llanuras de Maragatería. Pero la muchacha que al otro extremo del coche medita y sonríe, parece separada de la abuela por siglos de generosidad y de dulzura: en el cuerpo y en el alma de esta niña gentil, ha posado el amor un indulto con todo su cortejo de blandas piedades.

Prende el artista otra vez su atención en la moza, y para disimular un tumulto loco de reflexiones, por decir algo, dice:

—¡Es precioso el vestido de usted!...

—Llevo el de las fiestas—responde Florinda, que sacude con mucha gracia la flocadura espesa del pañuelo—; lo encargó mi padre para que yo me hiciese un retrato, y la abuela me lo mandó poner ahora, porque así dice que no pareceré en el pueblo una extraña... Tendré que hacerme otro más humilde para todos los días... Con lo que no transijo es en llevar en la cabeza un pañuelo como la abuelita, ¿lo ha visto usted?

—Yo sólo quiero ver los espléndidos cabellos de mi amiga Mariflor... ¿Mariflor, qué?

—Salvadores. En Valdecruces casi todas las familias se apellidan así.

—Serán todos parientes.

—Sí; se casan unos con otros, por lo general.

—A usted ya le tendrán destinado algún primito.

—Eso dicen.

—¿Y se llama...?—insinúa incómodo Terán.

—Antonio Salvadores. Pero...

Este pero, largo y sonriente, acompañado de un delicioso mohín, desarruga el entrecejo del poeta.

—Pero, ¿qué?—interroga apremiante.

—Que sólo nos conocemos por fotografía.

—¿Y por cartas?

—¡Quiá!... Los novios maragatos no se escriben.

—¿De manera que son ustedes novios, ya de hecho?

—A estilo del país. El padre de Antonio y el mío eran hermanos y deseaban esa boda, pero me dejan en libertad de decidirla yo. Y si el mozo no me gusta...

—¿Qué tipo tiene?

—Por el retrato y las noticias que me dan, es grande, moreno, colorado...

—¡No se parece a mí!—interrumpe Terán con ingenua lamentación.

—¿Por qué había de parecerse?—pregunta la muchacha—. Y su risa, que finge asombro, tiene un matiz muy femenino de curiosidad. Después, en tono de confidencia, recelando del sueño de la anciana, añade:

—Mi primo tiene una tienda de comestibles en Valladolid; este año irá a Valdecruces para la fiesta sacramental, y yo aguardo a conocerle para decir «que no simpatizamos», y quedar libre de ese compromiso...

—¡Si usted ha dado ya su consentimiento!...—se duele el joven.

—¡Qué había yo de dar, criatura!—prorrumpe con mucho desenfado la mocita. Luego, baja la voz, y el caballero tiene que inclinar el oído hacia la boca dulce que secretea:

—En Maragatería, sin contar para nada con los novios, se apalabran las bodas entre los más próximos parientes de los interesados. Pero, aunque raras, hay algunas excepciones en esta costumbre; mi padre se enamoró en la costa y fué muy feliz con una costanera... Por eso no me impone a mi primo y sólo me ha suplicado que le trate antes de adquirir otras relaciones.

—¿Y si a usted le gustara?—inquiere todavía el viajero, sin disimular su interés.

Pero Mariflor, dictadora desde la señoría de su belleza, deja dormir en los ojos la mirada, y murmura:

—¡No es mi ideal un comerciante!...

Muy respetuoso ante el secreto ideal de aquella niña encantadora, averigua el poeta con cierta inquietud:

—¿Qué profesión prefiere usted en un hombre?

Ella retira con ambas manos los tenebrosos cabellos de su frente, y contesta devota:

—La de marino.

Parece que detrás de esta confesión ha volado muy lejos el alma de Florinda a perseguir por remotos mares la silueta romántica de algún velero audaz: tal es la actitud de arrobo a que la muchacha se abandona. Mas vuelve al punto de aquella ausencia repentina y une dos cabos sutiles de una ilusión, muy tenue, en esta pregunta, que la hace enrojecer:

—¿Ha seguido usted alguna carrera?

Suelto el corazón delante de aquellos inefables rubores, Terán dice:

—Las he seguido todas y ninguna, porque soy poeta, soy novelista: forjo criaturas y sentimientos, vidas y profesiones; creo almas, caminos, mares y tierras, mundos y cielos, astros y nubes. Bajo la exaltación de mi pluma surgen dóciles y palpitantes los seres y las cosas, lo pasado y lo por venir, lo perecedero y lo infinito; el bien, el mal, la gracia, el arte, la virtud, el dolor...

Aquel torrente de elocuencia lírica se detiene en un extraño grito que Mariflor exhala: escuchando estaba el discurso, con los ojos humedecidos y febriles, subyugada por la vehemencia de aquellas frases ardientes, cuando, de pronto, un puyazo de luz le dió en la cara y un tumbo del corazón la obligó a levantarse con el asombro en la boca y en las pupilas el éxtasis, ante el colosal espectáculo que se ofrecía a sus ojos en la llanura. Alzóse también el poeta, vuelto con prontitud hacia donde la niña señalaba, y entrambos, mudos, atónitos, sintieron en el pecho el golpe de una misma y formidable emoción.

Había ya el tren salvado el espantoso despeñadero que divide las tierras galaicas y legionenses, el cauce lúgubre y sonoro del aurífero río, las hoscas breñas fronterizas, los puentes y los túneles de la Barosa y Paradela; corría el convoy con fuerte resoplido por la ancha cuenca del Sil, oculta en el fondo de un mar de vapores, fantástico mar de cuajadas neblinas, donde se embotaban los rayos del naciente sol. Pugnaba éste por herir y romper las apretadas ondas de la niebla; resistía la niebla los ímpetus del encendido rey, ahogando entre impalpables copos los saetazos de su luz... Súbitamente se alzó el astro rútilo, irguió la frente sobre el cuajado mar y lanzó por encima de sus ondas una triunfante llamarada; vino entonces un oportuno y vigoroso cierzo que agitó las nieblas en raudo torbellino, las desgarró en jirones, las arrastró con furia, bajo la gloria del sol, lo mismo que un oleaje de sutiles aguas y espumosas crenchas, entre nimbos de púrpura y de oro, quiméricos y extraños como una aurora boreal. Pero, al caer un punto el aire, subió la niebla solapadamente; subió dejando perezosos vellones en las praderas del Sil; hubo un momento en que, a ras del tren, que dominaba unas alturas, logró alcanzar la niebla al disco soberano y sofocar su lumbre; pero los haces del incendio solar, cada vez más agudos y potentes, se cruzaron veloces por la tierra y por el cielo, hasta coger entre dos llamas al flotante enemigo, el cual, acorralado, flexible, retorciéndose como el convulso brazo de un herido titán, fingió partir el sol en dos mitades, en dos hemisferios resplandecientes. Fué un espectáculo de hermosa y terrible grandeza, una visión sideral, un alborecer de los primeros días de la creación: diríase que dos soles gemelos, dos ígneos meteoros, dos astros rivales ardían entre el cielo y la tierra, prestos a chocar y convertir el mundo en un caos de lumbres y vapores. Duró sólo un instante, un breve y peregrino instante; pues todo el denso jirón de la vencida niebla, perseguido, acosado, ya en el cielo, ya en el monte, sobre las aguas y las frondas, se evaporó, copo tras copo, pulverizado y sorbido por el viento y por el sol.


La Esfinge Maragata: Novela

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