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I
EL MOLINO DEL ANSAR

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—Oye, molinero!

Volvióse a escuchar Martín Rostrío.

—¿Qué hay?

—Necesito hablarte.

Como era don Ignacio Malgor el que le llamaba, y con acento un poco extraño, el molinero acabó de erguirse sobre el cimadal.

—Cuando quieras.

—¿Dónde?

—Pues... aquí.

—No vamos a entendernos con este ruido.

Observó Martín un instante al indiano, presintiendo algo insólito en la conferencia. Vigiló con mirada solícita el local, y preguntó:

—¿Es un asunto largo?

—Según...

Una mujer, sosegada y madura, teje su calceta a un extremo del salón, sentada en un celemín puesto del revés. A pocos pasos de ella, una joven, niña por las trazas, endeble y menuda, se apoya en el muro, obstinada en mirar cómo surte la harina amarillenta desde el estrangol hasta el cesto de bañías, hondo y reluciente, a medio colmar.

—Poco tienes que decir, Tomasa—pronuncia la tejedora:

—Poco... ¿y usted?

—Yo, menos, hija; pero... no falta quien platique.

—No.

Se vuelven a un tiempo hacia los dos hombres acodados sobre el derrame de una ventana, en íntima conversación, lo más lejos posible de las muelas.

—Se me hace—insinúa la moza con un gesto elocuente—que están apalabrando a Dulce Nombre.

—Mujer, ¿tan de súpito?

—¡Vaya!

—Pero, ¿de verdad la quiere «éste»?

—Así dicen.

—¿Con buen fin?

—Ya lo veremos.

—¿Y Manuel Jesús?

Se encoge Tomasa de hombros; por su semblante desgraciado y turbio pasa un temblor arisco.

—¡Qué sé yo!

Alfonsa, que tiene caída en el regazo su labor, suspira levantándola; se le acerca la joven, y continúan hablando, envuelto su murmullo en el ronco estrépito de la molienda.

Anchurosa es la habitación, clara y desnuda, con luces a tres fachadas; los aparatos molineros ocupan el cuarto muro alzando su maderaje de nogal, que se dora con el polvillo tenue del maíz; algunos bancos toscos orillan las paredes, y clarean también, lo mismo que el solado de madera. Toda la cuadra se viste con el tul caliente y balsámico, producido por la trituración.

Este «molino del ansar», el más importante de la comarca, señero y orgulloso en la mies, tiene dos pisos. En el de arriba se oyen ahora pasos y trajines matinales: alguien canta y asea las habitaciones convertidas en hogar.

Fuera, los árboles, densos y centenarios, se alejan del edificio y huyen por la lera del Salia, perdiéndose de vista camino de una hoz. El valle, estrecho y profundo, linda con las montañas eminentes, sin más salida que el escobio por donde el río baja hasta la mar: de aquel lado norteño suena el Cantábrico detrás de las cumbres, cuando las galernas enfurecen las playas y el viento del Norte rola devastador.

A lo largo de esta serranía verde, alta y misteriosa, van los pueblecillos estirándose encima de la vega, comunicados entre sí por un camino real: Paresúa, Luzmela, Rucanto, Cintul, con otros vecindarios reducidos, labradores, apacibles, constituyen la vecindad comarcana, humedecen sus huertos en las mismas regonas montaraces y se tienden unos a otros, para más íntima ayuda, los atajos y las camberas.

Algunos solares infanzones, desmerecidos la riqueza y el poder, solivian el escudo en estas montañas ilustres por su historia independiente, que ha venido a ser para la raza un penacho y un blasón.

Y todo el hechizo del paisaje, su hermosura y su altivez, circuyen al molino, como un halo, en esta mañana del otoño, melancólica y tardía, mientras Ignacio Malgor le dice a Martín junto a la ventana:

—Pues sí, molinero; me gusta mucho tu hija y la quiero para mí.

—¿Como Dios manda?

—¡Naturalmente!

Turbado y seducido calló Martín. La pausa le dió tiempo a recordar su condición cautelosa de montañés; echóse la boina a un lado con movimiento nervioso, y repuso:

—Le doblas la edad.

—Aun te quedas corto: he cumplido los cuarenta.

—Ella diez y seis.

—Por eso me gusta.

—Y por lo galana, lista y noble.

—También.

—Vale un Potosí.

—Yo soy rico...

—Tendrás que esperar; la moza está en flor.

—Traigo prisa, molinero.

—¿Y si ella no te quiere?

—Eso es cuenta tuya.

—¿Cómo?

—Sí; nadie mejor que tú la puede convencer.

—Ándame aquerenciada con Manuel Jesús.

—Amoríos de rapaces... ¡bah!

Hay otro silencio.

Los dos hombres miran cómo fluye el agua de la presa debajo de la ventana.

A la linde bulliciosa de la corriente un cauce ondula su cabellera en una inclinación dulce y pensativa.

—¿Qué me dices?—pregunta Malgor, cansado de aguardar.

—¿Qué te voy a decir...? No lo sé. ¡Esta hija es lo único que tengo...!

Tiembla lacrimosa la voz del padre. Al indiano le roe la duda de si aquella ansiedad es marrullería o es emoción.

—No te la quito—promete—; vivirá cerca de ti.

—Pero no la puedo obligar a que te quiera. Si buenamente lo consigues...

—Ayúdame tú.

Hace Martín un gesto desanimado y recorre con la mirada el vero del cauce.

—Te regalaré el molino con todas sus pertenencias; dotaré a la niña—murmura el pretendiente.

—Esta fábrica—responde el molinero sin pestañear, con imperceptible inquietud—vale diez mil duros.

—No importa.

—Y la huerta dos mil.

—Así valiera más.

—Traes mucho dinero, ¿eh?

—¡Si me sirve para ser dichoso!

Ahora es Martín el que observa a su amigo, dudando que el oro no contribuya siempre a la dicha.

—Haré lo que pueda en tu favor... sin ningún interés.

—Pues vale mi palabra tanto como una escritura; ya lo sabes: el molino es tuyo si Dulce Nombre es mía.

Se incorpora el aldeano, muy derecha la postura y entonada la voz.

—Desde que me le arriendas, casi de balde me le das... Soy pobre y agradecido... ¡Pero la hija no te la vendo!

—¡Hombre, no lo tomes así! Te quise ayudar con la baratura de la finca sin conocer a la muchacha; juntos anduvimos a la escuela y siempre te guardé ley.

—Como yo a ti.

—Si al procurar mi felicidad trato de hacer la tuya, no me parece que te ofendo.

—¡Claro que no...! Pero la gente es muy sospechosa y a ninguno de los dos nos conviene que se trasluzca lo que hablamos aquí. Dirán, si a mano viene, que trafico yo con la hija, y eso ¡ni por todo el oro del mundo...!

Está el molinero muy arrogante, las manos en los bolsillos, la cabeza levantada, puestos los ojos con desdén en la espina del monte; es alto, cetrino, canoso, tiene la expresión cuidadosa y perspicaz, el aire displicente y señoril. A su lado, Malgor, de la misma estatura, más grueso, la cara enérgica, muy pálida, el cuerpo algo vencido, mira al campo, también, y siente que toda la melancolía del paisaje resbala hasta su corazón.

De la otra punta de la sala llega un aviso adelgazado bajo las palpitaciones de la faena:

—¡Martín, ven a maquilar!

—Ya voy.

El indiano le detiene con visible anhelo.

—Volveré mañana por la contestación.

—¿Tan pronto?

—Lo que ha de ser, cuanto antes; no tengo paciencia.

—Y de lo hablado, ¿guardarás el secreto?

—Puedes estar tranquilo.

Aun vacila Martín.

—No vengas; será mejor que nos veamos anochecido, en el ansar, junto al puente de Cintul.

—Muy bien.

Los garrotes de Tomasa y Alfonsa aguardan en colmo. Las dos mujeres reciben al molinero llenas de curiosidad, entre alusiones y sonrisas.

Pero él, impávido y socarrón, se vuelve hacia el niño que ha llegado con su cesto de grano rubio, lo vierte en la tolva y hunde en ella el maquilero para cobrar.


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