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III
LOS COPOS DE LAS HORAS

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Vuelve a andar el molino; crece el día muy despacio para la inquietud de la enamorada, que entra y sale cien veces en el local donde los humildes cosecheros se turnan esperando su molienda.

Le parece a Dulce Nombre que en todos los semblantes hay una expresión reveladora, que los murmurios, apagados entre el ronquido de las piedras, están llenos de insidias y averiguaciones.

No se equivoca. Por los contornos del valle corre ya la noticia de que el indiano se quiere casar con la niña de Rostrío. Nadie pone en duda que ella acepte o que el padre no la obligue al casamiento: ¡menuda boda!

Se habla de Manuel Jesús con lástima y desdén: ¿para eso ahorcó los libros...? ¡Pobre infeliz...!

Y coméntase la fortuna loca de la muchacha.

—Bonita es, pero otras lo son más... Criada sin madre y con poco rigor, muy hecha a satisfacer su gusto, enseñada por don Nicolás en libros y finuras que no le pertenecen... Para señorita, que hubiese elegido el indiano a la de Barreda.

—¡Mujer, no compares!—protesta Gil, un pastor embelesado por la molinerita.

—Sí comparo, sí—replica Tomasa, muy tozuda—; la de Barreda no tiene dote, pero es una señora de principios.

—Con treinta años lo menos.

—Para don Ignacio más aparente que esta otra.

—Por la edad.

—Y por la educación.

—Mira, no le des vueltas: Dulce Nombre lo tiene todo. Es guapa, graciosa, tan aguda que siente crecer la lana de los corderos, brotar las flores en el campo y caer los copos de las horas.

—¡Pues no has dicho tú nada!

—Sabe de lectura y de oraciones; sabe hablar y reír mejor que nadie en el mundo.

—¡Echa, echa...!

—Lo cierto es—interviene Alfonsa, sin levantar los ojos de su tejido—que esta chiquilla de Martín se lleva los corazones. Yo no entiendo de hermosuras, pero tiene un mirar que todo lo consigue.

—¡Eso!—afirma Gil, impetuoso—yo he estado en Madrid... ¡Imagínate si habré conocido mujeres...! Y en África, al trato con las moras, que lucen los ojos más atroces del mundo; pues no los he visto nunca, jamás, como los de Dulce Nombre: las chispas de luz que le resplandecen a la vera de las niñas no son cosa de criaturas humanas.

—¡Ay, hijo, qué exageraciones!—interrumpe la envidiosa—. De todos modos, esa iluminación que dices no se enciende para ti; la has visto por casualidad.

—La he visto como tú ves al sol, que también sale para las víboras.

—¡Lagarto!

—¡Vaya, vaya; no os acaloréis, que está de Sur—recomienda Alfonsa, cachazuda, entre los dos porfiadores. Vuelve al molino, como Tomasa, con un deseo invencible de saber, y teme que la discusión malogre su curiosidad.

Ambas mujeres han contado en Luzmela y Paresúa la entrevista madrugadora del indiano con Martín, y se conjetura el secreto de aquella visita, vislumbrado al través de muchos detalles elocuentes.

Porque Malgor iba en su tílburi a media mañana por la carretera, muy afanoso, y el chaval que le sirve dijo luego que su señor se había detenido en Cintul para tener una larga conferencia con la madre del seminarista.

Volvió a Luzmela el pretendiente, dejó el cochecillo en su casa y subió a la torre, donde estuvo de palique con don Nicolás hasta cerca de las dos. Rosaura, la mayordoma del hidalgo, le contó a la panadera que los amigos habían discutido con mucha tenacidad. Fuése Malgor desde allí a ver al señor cura, sin permitirse un descanso para comer. El cartero le encontró en la rectoral; como ya estaba imbuído por los rumores populares, se fijó en que don Ignacio tenía los ojos febriles y muy acentuada la palidez, y le pareció conveniente divulgar tales observaciones mientras repartía la correspondencia....

Diríase que el ábrego, caliente y murmurador, aventaba en los poblados las noticias metiéndolas entre las ranuras de las ventanas, arrastrándolas por las mieses, alzándolas hasta los invernales. Del monte viene Gil y ya sabe de aquella novedad lo mismo que la gente del llano.

Y parece que las suposiciones y los descubrimientos deben hoy arrumbar con las aguas del molino y patentizarse en las roncas espumas. Así los labrantines que tienen un celemín de grano acuden a formar ávido rolde en torno a los manaderos de la harina.

Las palabras y las ruedas zumban en el salón bajo el polvo del maíz; en el canal bulle el rebalaje y saltan las chispas del rodete poblando de sones extraños toda la fábrica; silbidos y cuchicheos, estertores y arrullos que se extienden como un canto fuerte y misterioso encima del edificio.

Siente Dulce Nombre que todo aquel tumulto la persigue, busca, sin saber dónde, algún consuelo, y sube una vez más a su dormitorio: en la incertidumbre de aquel día ha registrado los rincones familiares con loca impaciencia, sin que le sirvan de refugio.

Se abre al ocaso una de sus ventanas sobre el río y a ella se acoge, atraída desde el cielo por la hendedura roja que el occidente descubre.

Está el aire templado y limpio, llena la hora de sublime placidez y recibe la niña una secreta esperanza de aquel celaje roto bajo el cual agoniza el sol: no sabe que la belleza de las cosas vive en ella misma como un reflejo inmortal; pero intuye, vagamente, el poder de la divina gracia, y se entrega a su influjo con anhelo sobrehumano.

Las nubes luminosas del poniente levantan hacia sí aquel abrumado corazón, y Dulce Nombre recobra un poco de serenidad. Está segura de que no ha prometido nada a su padre; no, al contrario, le dijo con mucha firmeza:

—Soy novia de Manuel Jesús; no quiero a ese señor—. Una y otra vez repitió la misma negativa, sin oír las súplicas ni las reflexiones, sin atender, siquiera, a los mandatos.—Soy novia de Manuel Jesús; no quiero a ese señor.

Martín no logró arrancarle otra respuesta. Depuso el tono autoritario, nuevo en él, y acudió a los reproches:

—Es la primera cosa que te pido... Yo me he sacrificado por ti; me pude casar y por no darte madrastra vivo sin mujer en los años mejores de mi vida...

Habló lleno de pesadumbre y amargura, con esa propiedad sobria y certera que el pueblo montañés infunde a su lenguaje.

La muchacha le atendía con la penetración abierta y sensible propia de la raza. Iba sintiéndose culpable de rebelión y de ingratitud, pero su brío cantábrico la obligaba siempre a responder:

—No quiero a ese señor.

Y sus mismas palabras al sonar le daban la certidumbre de un argumento irrebatible.

Acaso al padre le causaban idéntica impresión. Por eso no llegó a recaer en el enojo; se mantuvo serio en la tristeza y dejó a la niña para entregarse al trabajo. Hasta la hora de comer no volvieron a verse. Ninguno de los dos tenía apetito y cambiaron las frases justas, sin aludir a la gran preocupación que les acongojaba.

Tornó después cada uno a sus quehaceres, huyéndose en lo posible, silenciosos, cohibidos, temiendo encontrarse delante de la cena.

Nunca había sucedido aquéllo. El padre, solemne y reconcentrado, fué para la muchacha benévolo de continuo, la cuidó con solicitud, la dejó hacer su gusto con frecuencia, mientras ella le trataba como a un amigo huraño y servicial a quien se conoce poco y se le quiere mucho.

Ahora no sabe si le empieza a conocer y va a dejar de quererle. Se asusta de aquella situación tan repentina y extraña y gozaría empujando al tiempo, que la ha de resolver.

Por la noche hablará con su novio desde el portel del huerto; le ha mandado un aviso, impaciente por confiarle su ansiedad y apoyarla en el tesón varonil: necesita que Manuel Jesús la socorra pronto.

Y no le espera como de costumbre en la ventana, o en el umbral por donde cruzan los veceros del molino: quiere verle con reserva, pródiga hoy de la cita solitaria que nunca le concede. Cae su huerto por detrás de la casa a la orilla del cauce, lindando con el bosque: es un lugar escondido muy favorable al amor.

Dulce Nombre suspira con oculta zozobra; luego sube la mirada desde el campo regadío, muelle y jugoso, y la envuelve en el ropaje del crepúsculo, donde se apaga el día.

Una mano se posa en el hombro de la meditabunda, que se estremece como si la despertaran.

—Dice tu padre que bajes a maquilar; él tiene que salir.

—¿A esta hora?

—Eso parece.

Y Tomasa, que sirve de emisario con harta diligencia, se queda mirando fijamente a su amiga, traspasándola con los ojos aviesos.

Dulce Nombre apenas la ve; tiene la imaginación en tortura; ¿adónde irá su padre? Nunca deja el molino hasta que, después de cenar, sale un rato a la taberna, ya suspendido el trajín.

—Y Camila, ¿qué hace?—pregunta, resistiéndose con interior desgano a caer en el bullicio del salón.

Sigue Tomasa clavando su curiosidad en la molinera.

—No lo sé—responde.

Es feucha, nerviosa, chiquita; se mueve con una inquietud resbalosa de reptil, en tanto que Dulce Nombre decide:

—Allá voy.

Y aun se queda un instante contemplando desde la ventana el cielo misterioso del anochecer.

Dulce Nombre (Novela)

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