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IV
ALMAS TORCACES

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Antes de volver a la sala busca Dulce Nombre a Camila, una solterona de medio siglo, criada y gobernadora al mismo tiempo en aquel hogar.

La encuentra en el corredor que une a la cocina con la cuadra molinera, en el piso bajo.

—¿Adónde va mi padre?

—Al pueblo debe ir, porque me ha pedido una blusa limpia.

Con relación al ansar el pueblo es Luzmela, el vecindario más próximo, cabeza de partido en el valle.

Camila, al responder, se cruza de brazos muy preocupada. Tiene ella la costumbre de abismarse en hondas cavilaciones por cualquier motivo y aquel día están sucediendo cosas muy extrañas: oye la buena mujer palabras sueltas que la perturban, sufre con la desazón de Martín y de la niña, y anda torpe, recelosa, llena de inquietudes.

Allí se queda, en la oscuridad del carrejo, mientras la joven, pensativa, define:

—Va a consultar con mi padrino.

Y entra en el salón. De cerca la sigue Tomasa, avizora y entrometida.

El coro de veceros se distribuye en el local donde arden ya dos lámparas eléctricas, altas y flojas, incapaces de prestar un servicio adecuado.

Las mujeres que llevan labor se sientan en sus garrotes bajo aquellas lágrimas de luz, y tejen o zurcen con bastante dificultad, en tanto que las lenguas se despachan a su gusto; los chiquillos retozan; algún mozo que vuelve del trabajo se hace allí el encontradizo con la muchacha de su predilección; acaso alguna vieja, medio dormida junto al cimadal, pasa las cuentas del rosario entre los dedos marchitos: es la hora de las críticas, de las oraciones y los cortejos.

Y en el molino se explayan bien estas costumbres pueblerinas al influjo de la ocasión.

La presencia de Dulce Nombre cortó un poco el hilo de las pláticas. Fuése la niña derecha hacia las tolvas para hacerse cargo del maquilero, y se quedó así al margen de la concurrencia, con semblante distraído, procurando estar sola en medio de la gente.

Muelen hoy las tres piedras y cada pueblo comarcano tiene en el local su representación; pocas tardes se ve la aceña tan favorecida. Los que han recogido su porción de molienda se detienen, ronceros, aguardando a los demás para tener compañía en el retorno o pretexto de oír lo que se murmura.

Vuelven a hilvanarse las conversaciones en la más apartada orilla de las muelas; Tomasa refiere alguna cosa con todo el secreto posible, y en otro grupo se lamenta una mujer de Rucanto.

—¡Ya son cortas las tardes!

—Sí—dice una coloñera de Cintul—; se hace noche en un vuelo y están medrosos los caminos.

—Pues, mira, ahí tienes buena compaña.

Llega muy presurosa Encarnación, la madre de Manuel Jesús, posa el canasto de maíz y descubre en el gesto, en las alusiones y en la sonrisa, los deseos que tiene de contar algo muy importante.

Es una mujer enfermiza y trabajada, con restos de hermosura: tiene el acento algo brusco y una propensión a ablandarle en forma de sollozo. Está muchas veces hablando con aspereza y al roce de una emoción se le convierten las frases en gemidos.

Hoy se muestra exaltada y gozosa. Su aspecto y sus ademanes han atraído en seguida la atención general. Sabe que produce interés, y enfilando su garrote con el último que llegó, dice jovialmente:

—Buenas horas de venir ¿eh? No he podido más: estuve de negocios.

Se estrecha un círculo a su alrededor; la comentada visita del indiano a Cintul acude a la memoria de cada uno; desde las tolvas se acerca Dulce Nombre a su pesar, y Encarnación, que la aborrece, según dicen, pone en ella los ojos con dulzura.

—Pues sí—añade—, estuve tratando del viaje de Manuel Jesús.

—¿El viaje...?

—¿Se va...?

—¿Vuelve a los estudios?

Estas preguntas simultáneas y lógicas se interrumpen bajo el peso de la inesperada contestación:

—Embarca para las Américas.

—¿Cómo?

—¿Cuándo?

—Pero ¿es verdad?

En el ímpetu de las interrogaciones suena ronca la de la molinera murmurando:

—¿Qué dice?

Hay una perplejidad angustiosa en estas dos palabras, que se extravían entre el mugido de la faena.

Y de pronto Gil, sin permiso, diligente y previsor, empuja el tosco resorte que detiene el trabajo.

Una paz benigna se establece en el molino; bajo el suelo discurre el agua borbollante, sopla el viento en el vano oscuro de la puerta.

Sonríe Encarnación, pasea la mirada con altivez por el auditorio, y repite, muy despacio, llena de solemnidad:

—Se embarca para las Américas.

—Pero ¿quién?—porfía incrédulo el pastor.

—Manuel Jesús.

—¿Y cómo ha sido eso?—arguye Alfonsa, con los brazos en jarras, en el colmo de la sorpresa. Todos los semblantes, todas las averiguaciones denotan el asombro, mientras las miradas buscan inquisitivas a Dulce Nombre, que se apoya en la pared junto a la coloñera de Cintul.

Es demasiado joven la novia para disimular; abre los cándidos ojos con descubierta desolación, y tiene deshojadas las rosas de las mejillas.

La madre del viajero se explica al fin, recreándose en la expectación que produce y suscitando una lluvia de nuevas exclamaciones.

—Lo que sucede es que esta mañana, de manos a boca, fué don Ignacio Malgor a proponerme el embarque del hijo para Cuba. Quiere mandarle allá empleado a su casa de comercio, con muchísimos duros al mes, pagado el viaje, los vestidos y cuanto necesite... Quedéme de una pieza. Por mí—le contesté—, de mil amores, que para el campo no sirve y ya sabe que me colgó los hábitos.—Sí, sí—dijo, muy al corriente de todo. Pero como estaba el muchacho en el monte no pudimos convenir nada y hablamos de otras cosas buenas para mí. Este señor pretende sacarnos adelante... No hay mal que cien años dure...; bastante desgraciada he sido...

La voz se le iba rompiendo en un tono de llanto. Un aire de estupefacción mantenía en suspenso las interrupciones latentes en el concurso, hasta que Gil abrió camino a la impaciencia de todos:

—¿Y Manuel, consiente?

—Sí.

Dulce Nombre no se había desmayado nunca. Sintió que se le hundían los ojos y las piernas se le doblaban; un frío intenso y húmedo le apretaba las sienes.

—Me voy a caer—se dijo.

Pestañeó muy de prisa, irguió el cuerpo sostenido en el muro, se pasó la mano por la frente. Y permaneció derecha: el esfuerzo de su voluntad la obligó a sonreír, mientras Encarnación respondía, observando a la muchacha, de reojo:

—Sí, consiente; los hombres son así, como las veletas: no se puede contar con ellos...

Callaba, con insidia, que el joven sólo se hubo resignado a partir después de una larga y trabajosa conferencia con Malgor.

—Entonces, ¿cuándo es la marcha?—pregunta la vecina de Cintul.

—¿La marcha? A escape. Con dinero todo se arregla en seguida. El barco sale de Torremar el diez y nueve: estamos a quince...

—¡Pues échale un galgo a Manuel Jesús!—interrumpe Tomasa, certera y alusiva—¡las cosas que se ven!

Y Dulce Nombre, silenciosa, algo insegura, deja el apoyo del hastial, atraviesa el salón y con las dos manos finas y ágiles empuja el mecanismo de la faena.

Vuelve a manar el polvo de maíz por los tres buzones harineros, y a la muchacha le parece que esconde su espantoso quebranto en el ruido estridente de la masticación. A su lado está Gil muy servicial; la mira y habla, pero ella no le entiende; hunde los dedos en la masa olorosa de la harina, los ojos en una visión ausente, los pensamientos en una tristeza insondable.

En la otra punta de la sala revive la murmuración, crecen los comentarios, y los habladores acaban por relacionar la próxima ausencia de Manuel Jesús con los viajeros de cada familia. No hay quien no recuerde allí con lástima y angustia a su emigrante: las playas remotas de Ultramar conocen bien a los mozos de esta leva que no se acaba nunca, de esta huída loca y triste, lejos de los campos españoles.

Recapacita la mujer de Cintul y le dice a Encarnación:

—Puede que tenga tiempo de mandar a mi hijo por el tuyo alguna cosa.

—¿No está en Buenos Aires?—inquiere Antón el campanero, que se ha detenido en la aceña a fumar un cigarro.

—Sí.

—No es la misma nación.

—¿Pues adónde va éste?

—A la Habana.

—Bueno; pero también cae a la banda de allá.

—Muy distante.

—¿No es todo ello una república?—averigua Alfonsa, intrigada.

El campanero, algo dudoso, tarda en responder.

—¡Claro!—afirma Encarnación con aplomo—. Por eso se ganan tantos caudales.

—Mis hermanos—dice Tomasa—no han ganado allí más que la muerte.

—Porque estaban comalidos como tú—replica la madre del viajero, molesta contra el tono sombrío de la joven.

La cual, sin despedirse, toma su canasto y sale bruscamente a la oscuridad de los senderos.

Magdalena, una vecina de Paresúa que está esperando a otra, habla de un muchacho que tiene en Chile y pregunta si le podrá ver Manuel Jesús.

—Para mi cuenta, no—responde el campanero, y Alfonsa arguye:

—Quedará más arriba esa población.

Lena, como la llaman en el valle, insiste:

—Dificulto yo que el mi chiquillo no haya traspuesto por allí: él, después de andar muchos días por el mar, anduvo también en los trenes.

—Escríbele que baje a la Habana—resuelve Alfonsa.

Y Antón mueve la cabeza con inseguridad.

—Me parece que es distinto el país.

Suenan sus frases limpiamente porque ha terminado la molienda.

Dulce Nombre, que llenaba las tolvas sin cesar con la ayuda del pastor, ha despachado el último cesto de la harina: se acabó la jornada.

Está la moza pálida y grave con el maquilero en la mano, los ojos distraídos, los labios serios y desdeñosos.

Ya no hay motivo para retardar el desfile, que empieza lentamente.

La coloñera de Cintul, va a salir con Encarnación, cuando retrocede ésta, posa el canasto y se dirige a Dulce Nombre:

—No tengo yo la culpa de lo que pasa—alude con el acento lloroso—, es el destino: tú naciste para señora.

Le da un abrazo; la joven, hierática y muda, se estremece sin contestar ni corresponder.

Han desaparecido los veceros en la tiniebla de la noche y aun se rebulle Gil por el salón; repite la despedida, ofrece sus servicios, sacude el celemín, hasta que la molinera pronuncia, inmóvil y extraña:

—Vete con Dios.

Dulce Nombre (Novela)

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