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II
DULCE NOMBRE

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Allá va el pretendiente, meditabundo, un poco triste; camina despacio y se detiene con frecuencia, como si tirase de él la voz juvenil que canta en el molino, una voz ardiente y pastosa de mujer que aduna su encanto con la endecha cristalina del río, las vibraciones armoniosas del aire y el suspiro de las hojas holladas en el sendero.

El acorde profundo y manso de este cantar sacude a Malgor en todas las fibras de su alma.

Se vuelve desde la penumbra del arbolado a contemplar el molino, y ve cómo Dulce Nombre, sin soltar de los labios la canción, procura dirigir el rumbo de una osada trepadora, dominante por las alturas del piso donde habita la molinera.

Tal vez con el rabillo del ojo soslaya la niña su interés hacia el indiano, tan madrugador por los ambages de la selva. Ignora si aquel hombre sale de la fábrica, pero sospecha que ronda los contornos con enamorada intención. Para esta clase de suspicacias ninguna mujer cabal suele ser torpe, y en la molinerita corren parejas la comprensión y la hermosura.

No olvida la tarde estival, reciente aún, de su conocimiento con Malgor. Estaba Dulce Nombre acompañando a su padrino en la torre de Luzmela cuando llegó el indiano.

—¡Qué bonita ahijada tienes!

—Ya lo creo... ¿No la conocías?

—La he visto de lejos, como a las estrellas.

—Y ahora, ¿qué te parece?

—¡Incomparable!

—Es hija de Martín.

—Lo sé: puede estar orgulloso.

—También yo, que la tuve en la pila bautismal y adivinando su belleza la llamé Dulce Nombre.

—¡Dulce Nombre!—repitió el indiano con embeleso.

Poco tardó la niña en retirarse, azorada bajo el chaparrón de los piropos y temiendo cohibir a los dos amigos con su presencia.

Desde entonces recibe los homenajes del indiano, silenciosos, en miradas elocuentes y en paseos por las cercanías del molino. Oye decir que Malgor la juzga sin rival por lo hermosa en la comarca, y siente clavados en su vida los deseos de aquel hombre como un terrible aguijón.

Hoy le ve, detenido, contemplándola desde la orilla del ansar, en rara actitud de tristeza y resolución, y presiente, de una manera vaga, que existe en aquella hora toda la fuerza decisiva de su porvenir. Quédase inmóvil, roto con la voz el cantar, angustiada por los presagios que le acuden aciagamente desde todas las lontananzas, en el viento caluroso que deshoja los árboles, en la altura de las nubes trasfloradas de luz, en la claridad verde que se difunde por el campo: la mañana entera se le sube al corazón lleno de augurios y ansiedades.

Nunca hubiera sospechado la joven cosa maligna de aquellos minutos apacibles, de aquel día luminoso en la ausencia del astro paternal, diáfano por sí mismo, abierto poco a poco con una divina candidez; el celaje levantado y sonriente, los horizontes claros y sensibles como si quisieran estrechar el valle en amorosa intimidad: así los montes aprisionan la vaguada en una cadena suntuosa y azul, más entonado y profundo el color bajo la palidez serena de las nubes.

Es que el ábrego, sin arreciar, sorbe las neblinas, purifica el ambiente, le templa y le colma de perfumes.

Y Dulce Nombre no sabe cuál puede ser el engañoso camino por donde la mañana le oculte su traición. Buscándole está, al parecer, con los dedos entre los rizos anchos y trigueños que se le enrubian por la raíz, en lo alto de la frente y en la sien. Ha ido apartándose de la ventana con lentitud y se sienta ahora en el borde de su lecho recién mullido, muy pomposo, al uso de la aldea, vestido con telliza de flores. Después que ha enredado mucho su cabello, sin peinar todavía, deja caer las manos sobre la falda y permanece absorta, en la actitud impaciente del que espera y escucha.

Percibe los ruidos familiares: el trajín de las muelas, el murmullo del río, la bravata de un gallo, los indefinibles rumores del viento en la selva y en la mies. No descubre la temerosa novedad que aguarda, y se abisma en una inquieta meditación.

Piensa en su niñez melancólica, sin madre, privada de íntimas expansiones, renovando cada noche en el molino la insípida tertulia, acudiendo a la torre de Luzmela diariamente para recibir una lección. El padrino, Nicolás de Hornedo y Esquivel, solo y taciturno, más diestro en pedir alegrías que en ofrecerlas, enseñó a la niña a leer y escribir con algo más de gramática y un poco de otras disciplinas intelectuales; pero no la supo acompañar a sentir ni acertó a ver el opulento corazón que tenía entre las manos: para él la ahijada era un juguete, un motivo de orgullo y diversión. La mimaba y la quería ciego de egoísmo, sordo a las voces de aquella alma henchida de ternuras, ansiosa de confidencias y generosidades.

Hasta que, durante el verano, Manuel Jesús Ayuso, el seminarista estudioso de Cintul, miró audazmente las flavas pupilas de Dulce Nombre, y anunció que dejaba los libros. En vano la madre del mozo, viuda y mísera, puso el grito en el cielo, desolada; cuando terminaron las vacaciones el estudiante no quiso volver al seminario y afirmó su propósito de convertirse en labrador. Sus cinco años de carrera le daban entre la gente cierto lustre; pero le ayudaban poco al trabajo material, y la bienhechora que le había pagado los estudios, una dama vecina, culpable de formar sacerdotes sin vocación, tuvo motivos para decir que Manuel Jesús era un holgazán.

Entretanto, Dulce Nombre se entrega con furia al goce de querer. El relativo pulimento de su inteligencia sirve de estímulo a la romántica pasión, y vive la niña en plena fiebre sentimental, trasoñada y vibrante, medio loca por el cortejador que le dice «musa del bosque», le hace versos ripiosos, y ronda el molino a la luz de la luna.

Maravilla se le antoja a la muchacha esta realidad. Su novio es fino y guapo, sabe humanidades y latín, compone rimas y la quiere con exquisito amor; ¿qué puede ella temer de otro hombre que pase, la mire y la encuentre hermosa?

En sus labios vuelve a cuajarse el capullo de una sonrisa. Acércase de nuevo a la ventana. Ignacio Malgor ha desaparecido bajo la fronda a medio deshojar.

Por cierto que el indiano tiene una expresión honda y fuerte, inolvidable, una mirada profunda y decidida, no exenta de dulzura, que absorbe las cosas con dominio de posesión.

La moza se estremece al recordarlo así y queda envuelta en una racha del aire tibio. Se le alborotan los bucles; las entradas rubias del cabello le resplandecen como una corona sutil; el busto, inclinado y flexible, tiene la pura morbidez estatuaria. En el rostro, moreno y oval, no muestran las facciones una clásica perfección, pero se iluminan con los ojos pardos, magníficos, orlados de pestañas densas y oscuras, y luce en ellos el iris unas chispas de oro penetrantes como lanzas, unas variaciones rútilas y misteriosas que son el mayor encanto de la molinera.

El aliento del Sur remueve los aromas de las plantas, concentrados y agudos. Hay en el huerto vecino menta verde, malva real, flores de maravilla, rosas de te, madreselva y jazmín, que reviven y trascienden mediante la benignidad de la témpora.

Y a Dulce Nombre le perturban aquellas ondas de perfumes, casi violentas, unidas a las de su habitación que huele a espliego y a membrillos.

Está impaciente la niña; su mirada primaveral se hunde en el campo de una manera delicada y temerosa.

De pronto calla el molino: se ha parado el árbol trasmisor; brota el silencio del fondo de la casa y se extiende por los alrededores con secreta delicia.

Este sigilo despierta con doble intensidad otros naturales murmullos: los saetines que borbollan y gorjean, el río que se va melodioso, el alma del bosque gimiente en los árboles y en las hojas; y dentro de la fábrica el jadeo brusco de un reloj, el latido de unos pasos que suben la escalera y se adelantan por el gabinete.

—¿Qué haces?—pregunta Martín a su hija, un poco trémulo.

—Nada.

—¿Cómo nada?

—Estoy... escuchando.

—¿Y qué escuchas?

—¡Qué sé yo...! Las voces del viento.

—Pues oye una cosa que yo te diga.

—¿Sí? ¿Una cosa...? ¡Ay!

—¿Qué?

—No; no la quiero saber.

—¿Te da susto?

—¡Calla, por Dios!

Retrocede ante la noticia que augura. Trata de huir y el padre la sujeta con suavidad.

Ella afronta la revelación; hubiera querido que la hora se eternizara sin descubrir aquel secreto, y no obstante le desea conocer.

Está blanca, temblorosa. Tiene marchito el color fuerte de los labios, calientes las yemas de los ojos.

—¿Qué es?—murmura.

Comienza Martín a susurrar, persuasivo y halagador; parece que suplica, y manda: no consulta las proposiciones del indiano, sino que las pondera a la vez que se entusiasma con la suerte envidiable de la novia.

Una respuesta indiscutible se desprende de aquel discurso; pero Dulce Nombre, sin hablar, mueve la cabeza con obstinación, mientras un trino melodioso rompe el silencio en el vano de la ventana: ligera y alegre cruza por el aire una golondrina.


Dulce Nombre (Novela)

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