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Un descubrimiento muy ligero

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Contemporáneamente, en 1855, en la lejana Europa, concretamente en la sofisticada y refinada Francia del II Imperio, la Exposición Universal de París, en la que participaban 34 países, presentaba ante sus visitantes dos barritas de un novedoso material, un metal brillante y ligero, la «plata de la tierra». El químico Henri Sainte-Claire Deville había conseguido producir este material, apenas descubierto 30 años antes por el físico danés Hans Christian Oersted, que creyó haber obtenido potasio puro.

El emperador francés, Napoleón III, quedó fascinado por este nuevo material tan escaso y raro de obtener y cuyo precio superaba en 9 veces el del oro. Tal fue la fascinación que sintió por este nuevo componente que contrató al químico Sainte-Claire Deville por un generoso estipendio a cambio de que toda su producción —apenas una tonelada al año— fuera destinada a los joyeros y orfebres de la casa imperial. El nuevo elemento, maleable, ligero y brillante era el aluminio.

Como muestra de la alta valoración que alcanzó, en 1856 el emperador mandó hacer un sonajero de aluminio y rubíes para su primogénito, el príncipe imperial Napoleón Luis Eugenio Juan José Bonaparte; los botones de sus uniformes de gala, así como un casco para los desfiles, igualmente fabricados en el preciado material, constituían también el máximo símbolo de distinción y lujo, algo que solo un emperador podía permitirse. En sus banquetes, sus invitados utilizaban cubertería de oro, excepto aquel homenajeado en cuyo honor se celebraba el ágape —ese fue el caso del ofrecido en 1861 al rey del Siam en su visita oficial—, que recibía cubiertos de rarísimo y carísimo aluminio.

En 1860 se producía una tonelada de aluminio al año, en exclusiva para la casa imperial francesa; su uso era artesano y, como queda dicho, casi en su totalidad se empleaba en joyería. En 1882 se había conseguido duplicar la producción hasta dos toneladas. Cuatro años después, en 1886, se descubría su proceso industrial para convertir la bauxita en alúmina y esta, vía electrólisis, en aluminio. Su uso comenzó entonces a generalizarse en otras artes, sin perder, no obstante, su carácter innovador.

En 1900 la producción ya superaba las 6700 toneladas al año y su uso industrial, en aleaciones con otros metales, empezaba a generalizarse. En la actualidad la producción anual de aluminio sobrepasa los 25 000 millones de toneladas.

De hecho, naturaleza es pródiga en aluminio; es el tercer elemento que más abunda en la corteza terrestre, después del oxígeno y el silicio. El 8,3% del peso de la tierra es aluminio. Es tan abundante y económico —ahora que conocemos la fórmula y el proceso para su obtención— que apenas le damos valor alguno, hasta el punto de que a menudo acaba siendo el envoltorio desechable del sándwich de la merienda o la lata del refresco. El valor —y el precio que generan las fuerzas del mercado de la oferta y la demanda— es siempre una función de la escasez; únicamente valoramos aquello que nos falta. La tecnología, en este caso de la electrólisis, genera una abundancia y disponibilidad de aluminio prácticamente infinita.

Una breve historia del futuro

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