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Prólogo Regreso al futuro
Оглавление¿Quién no recuerda las populares películas de la saga Regreso al futuro, en las que Marty McFly, a bordo del mítico DeLorean, viajaba hacia el pasado y el futuro? Aquellos viajes cinematográficos nos permitían reflexionar con hipótesis del estilo ¿qué hubiera pasado si nuestros padres no se hubieran conocido? o ¿y si supiéramos con antelación las combinaciones de la lotería primitiva o los resultados de los próximos partidos, como sucede con el famoso libro de apuestas del matón Biff Tanen, que le permite hacerse millonario apostando sobre seguro?
Por suerte o por desgracia, viajar en el tiempo no es posible, al menos por el momento. La teoría de la relatividad, los universos paralelos y otras hipótesis cuánticas, sin olvidar la imaginación de muchos realizadores y guionistas de Hollywood, nos han entretenido en bucles metafísicos de cíborgs que vienen del futuro para impedir que nazca el causante de una guerra o en viajes al pasado que pretenden cambiar el curso de la historia, nos han hecho imaginar esa posibilidad. La máquina para viajar en el tiempo todavía no existe ¿O sí?
Estimado lector de Una breve historia del futuro, tienes en tus manos una máquina para viajar en el tiempo, hacia el pasado y hacia el futuro. No es un prototipo, su eficacia está más que demostrada. Estos van a ser viajes «mentales» a través de la lectura sobre hechos históricos, algunos de los cuales reconocerás y otros no, y acerca de hipótesis futuras y determinados momentos presentes. En definitiva, el futuro y el pasado se encuentran en el presente.
El hecho es que el pasado no podemos cambiarlo, de igual manera que carecemos de capacidad para predecir el futuro. Solo tenemos el presente. Solo podemos gestionar el aquí y el ahora, mientras recordamos lo que hicimos y cómo nos sentimos ayer, y planeamos lo que haremos y nos gustaría sentir mañana.
El pasado, incluso el más remoto, podemos analizarlo, interpretarlo, e incluso en muchos casos reescribir la historia bajo nuevas perspectivas. Un ejercicio no exento de riesgos, como estamos comprobando ante ciertos revisionismos, como el de la crítica de la trata de esclavos del siglo XVIII desde el marco de los derechos humanos del siglo XXI, u otras revisiones que acaban por proscribir o censurar las películas de Walt Disney o las novelas de Mark Twain por no ser «políticamente correctas» a la luz de los estándares actuales de sensibilidad. Podemos aprender mucho del pasado.
Sobre el futuro, siempre han existido chamanes, nigromantes, druidas, hechiceros, oráculos que han intentado predecirlo. Muchos son los que han afirmado poseer esa capacidad de adivinar y anticipar el porvenir, «lo que está por venir», es decir, el futuro, despejando a sus clientes las incertidumbres y mitigando sus ansiedades. No se puede adivinar lo que no ha pasado todavía, aunque sí podemos proyectar algunos elementos que nos ayuden a diseñar, a planificar un futuro más o menos probable y anticipar decisiones. Todos hacemos planes para el fin de semana con base a los pronósticos del «hombre del tiempo». O tendemos a pensar que los patrones se repiten, y por eso planeamos ir a esquiar en navidades y a la playa en verano. No lo estamos «adivinando», simplemente anticipamos una hipótesis más o menos probable. Ya, pero no es lo mismo hablar de dentro de una semana que del verano que viene, del de dentro de cinco años o del de 2260. ¿Cuándo empieza el futuro? ¿Cuándo acaba el pasado? ¿Pretérito indefinido o futuro perfecto? ¿Hicimos, hacemos, haremos o hubiéramos hecho? Lo que sí resulta inexorable es que a cada segundo que transcurre el futuro se convierte en pasado.
¿Te acuerdas del «Horizonte 2020»? ¡Pero si ya es pasado! Así es, pero seguramente te suenan muchos planes de inversión, estrategias y presupuestos europeos que tenían el H2020 como límite temporal; cuando empezamos a trabajar en Digitalización, en Innovación y Diseño de Futuros en 2007, el #H2020, fórmula de aquella iniciativa, era objeto de ejercicios de prospectiva, más o menos especulativa, que pretendían planificar cómo sería la experiencia de usuario, qué tecnología tendríamos, cómo serían los clientes, los escenarios, a veces utópicos, a veces distópicos… ¿Sabes qué? No hemos acertado en casi nada, pero fue muy útil. Desde luego nadie anticipó una pandemia global, un confinamiento de cientos de millones de personas, el cierre de las universidades, estadios de futbol sin espectadores, la generalización del teletrabajo o el fenómeno de las criptodivisas basadas en blockchain.
Lo mismo que hacíamos en el ámbito profesional se hacía en el cine. En la citada Regreso al futuro Marty McFly se trasladaba de 1985 a 1955, y a 2015 en la continuación de la serie. Por su parte, Blade Runner (1982) estaba ambientada en 2019 —y la realizada en 2020, en 2049— y en la primera parte de la saga de Mad Max, un desconocido Mel Gibson era un policía en un futuro 2021 en el que empezaba a colapsar la civilización. Por incluir una referencia literaria, apuntemos que en 1948 Orwell escribió su novela distópica 1984, con un visionario horizonte de casi cuarenta años. En su día, todas estas historias nos suscitaron reacciones emocionales y discusiones más o menos racionales sobre sus planteamientos vitales, su estética o la viabilidad de las tecnologías que presentaban. Generar esa respuesta, esa reflexión, sea individual o colectiva, aunque no suponga un ejercicio de preparación psicológica, de planificación financiera o programación de objetivos comerciales estratégicos, tiene gran valor. De hecho, existe una disciplina conocida como Design Fiction —‘diseño de futuros’— que utilizan muchas empresas de primera fila, y todo un marco conceptual y académico con herramientas para hacerlo y generar esa reflexión en sus equipos y en sus clientes.
Para escribir este libro los autores nos pusimos de acuerdo —no faltaron discusiones muy sesudas al respecto— en enmarcar el futuro de nuestras propuestas en el periodo 2035-2040, al cabo de unos 15 o 20 años. ¿Por qué 20 y no 10, o 60? Diseñar escenarios a menos de 10 años vista resulta «precipitado»: muchos planes estratégicos y de negocio se organizan con un horizonte de 5 años —por ejemplo, los planes quinquenales de las economías dirigidas de la URSS y China—. Conocemos las sedes de los Juegos Olímpicos de las próximas dos ediciones y, de hecho, como planeta estamos ya abordando la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Ese horizonte, con sus 17 objetivos y 169 metas —y la hoja de ruta para lograrlo—, está perfectamente balizado con sus formulaciones e indicadores, y ojalá lo hagamos realidad. Pero si diseñar un futuro a menos de 10 años es demasiado corto, la tentación de hacerlo a 60 o 70 años —a más de 50, digamos— resulta igualmente peligrosa por descabellada. El nivel de incertidumbre es demasiado amplio y presenta variables que escapan a nuestro control y capacidad de gestión. Por más que se alargue la esperanza de vida, es improbable que muchos de los que ahora leemos estas páginas estemos aquí dentro de 50 años —o nos acordemos de estos contenidos como para argumentar con ellos—. Si lo piensas, no es muy diferente de lo que sucede con el pronóstico meteorológico: el de los próximos tres días es muy preciso, el de dentro de una semana es aproximado y el de más allá de quince días roza lo especulativo. Sin embargo, podemos anticipar sin temor a equivocarnos que en verano hará calor y que en febrero, con toda probabilidad, caerán algunas nevadas.
Sin embargo 15 o 20 años entran dentro del «futuro gestionable». Es un futuro para el que tenemos razonables expectativas de ver «cómo sucede». El World Economic Forum, Think-Tanks de prospectiva como Millenium Project o países líderes en Innovación como Singapur planifican sus proyectos en un horizonte 2040, a 20 años vista. Es un horizonte intermedio —ni excesivamente próximo ni descabelladamente lejano— y gestionable. Las semillas que plantemos hoy serán un árbol majestuoso dentro de dos décadas.
¿Has pensado cuántos años tendrás en 2040? Si estás actualmente esperando un bebé, entonces estará quizá incorporándose a la universidad; si te encuentras en la mitad de tu vida laboral es posible que para entonces vislumbres ya tu jubilación, y si acabas de suscribir una hipoteca habrás acabado de pagarla. ¿Quién gobernará en Estados Unidos? ¿Seguirá habiendo conflictos religiosos en el mundo? ¿Habrá monarquía en España? —el rey Felipe VI tendrá más de 70 años—. A lo mejor no te importa mucho, pero si te preocupan otras circunstancias vitales más próximas, ¿cómo será tu casa?, ¿en qué trabajarán tus hijos?, ¿cómo nos moveremos, sentiremos, comeremos?, ¿cómo será la salud?, ¿podrás mantener tu nivel de vida con la pensión?, ¿habrá pensiones para todos en un sistema que muchos ya califican de insostenible? ¿Te inquieta alguna de estas preguntas?
Dentro de 30 años… No lo sabemos; no podemos saberlo. Pero ¿cómo era hace 30 años? ¿Cómo era tu vida en 1991? ¿Tenías coche? ¿Y ordenador? —no había internet, ni Facebook, ni smartphones, ni apps, ni Netflix—. Las televisiones privadas llevaban apenas unos meses emitiendo y los españoles nos alegrábamos o disgustábamos por los nuevos formatos que emitían las cadenas como Tele 5 —las Mama Chicho estuvieron prohibidas en un principio, aunque terminaron emitiéndose en una franja nocturna—. La aspiración de veinteañeros como nosotros era cambiar el walkman Sony por un lector de compact discs portátil. Había videoclubs en cada esquina y parecía que la gente iba a dejar de ir a las salas de cine. ¿Te preocupaba tu futuro hace 30 años? Acabábamos de entrar en la Unión Europea, se había caído el muro de Berlín e íbamos desbocados hacia 1992, con su Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, y ese abrupto fin de fiesta económico con devaluación de la peseta y una larga crisis económica. El Renault Clio —evolución del R-super5— fue el coche más vendido en España ese año.
El hecho es que en los últimos 30 años, desde 1990, ha habido más cambios que en los 300 años anteriores, desde la primera Revolución Industrial, y en esos 300 años hubo igualmente más cambios que en los 3000 precedentes desde la antigua Grecia y el comienzo de la agricultura y la escritura. No es difícil pensar que en los próximos 10 o 15 años vayamos a ver más transformaciones que en la toda la historia precedente de la humanidad, habida cuenta de la aceleración exponencial de muchos de estos cambios, lo que hace este ejercicio de diseño de futuros mucho más desafiante. Es posible que nos hayamos quedado muy cortos. Existe incluso una fórmula para describir este fenómeno: la ley de Amara, según la cual sobreestimamos el impacto de la tecnología a dos años vista, pero somos incapaces de evaluarlo a 10 años vista.
No obstante la vertiginosa aceleración de estos cambios, lo que no ha cambiado son las emociones de las personas, los algoritmos bioquímicos que condicionan nuestro miedo —o desconfianza— a lo desconocido, ansiedades, alegrías, apegos o los mecanismos de cohesion social, nuestras necesidades de comunicarnos, de pertenencia a la tribu, de reconocimiento individual, el deseo de dejar nuestra huella y reafirmar nuestra identidad y trascendencia, sea con la pintura rupestre de un bisonte en una cueva de Altamira o con un vídeo de TikTok.
Estos viajes en el tiempo te generarán emociones, lector, y además vas a reconocerte en algunas de las emociones de los protagonistas de las historias. El objetivo es que entiendas que este futuro, por impredecible y complejo que parezca, ya lo has vivido antes, y como seres humanos ya hemos gestionado anteriormente transiciones tecnológicas y cambios de época de gran complejidad y alto impacto. Si lo hicimos antes, podemos volver a hacerlo. Está en nuestro ADN y en nuestra memoria colectiva.
A lo largo de estas páginas vas a poder viajar al pasado para ver cómo desaparecieron las industrias más prósperas y fueron sustituidas por otras emergentes, cómo nuevas tecnologías cambiaron la vida de las personas en el siglo XIX, de igual manera que viajaremos al futuro para descubrir cómo nuevas tecnologías exponenciales transformarán la vida de millones de seres humanos en los próximos años, suponiendo la desaparición de industrias enteras.
Los autores no hemos pretendido profetizar ni evangelizar ni adivinar nada. No sabemos cómo va a ser el futuro, pero sí disponemos de elementos, patrones, tendencias para diseñar un futuro plausible, más o menos probable, pero con certeza, posible. De hecho, ambos llevamos muchos años trabajando en estrategias y proyectos de innovación y anticipando necesidades de clientes y soluciones tecnológicas. Este no es un libro determinista ni de prospectiva. Es, en todo caso, un «artefacto» para catalizar esa respuesta racional y emocional que se busca en los ejercicios de Design Fiction.
Por supuesto, no podemos saber si habrá otra pandemia o si Facebook será abandonado por sus cientos de millones de seguidores o si finalmente habrá una mujer presidenta de los Estados Unidos, eventos que aparecen en muchas quinielas —perdón…, vaticinios— con bastante grado de probabilidad, pero, parafraseando a Edgar (Nahoum) Morin, «el conocimiento es navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certezas». Sí poseemos algunas certezas basadas en análisis demográficos, tecnológicos, económicos, etc., derivadas de datos, extraídos de fuentes solventes, que nos han servido para hacer algunas presunciones: este es el marco que hemos usado para definir nuestro horizonte 2040.
Demografía. Esta es posiblemente la variable que más condiciona el futuro de las sociedades y tiene un poderoso efecto transformador. Además, hay muchos datos disponibles para analizarlo: desde las proyecciones de los ministerios de Economía y Seguridad Social para calcular pensiones, a menudo disputados por la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal), y varios Think-Tanks y fundaciones, la propia Unión Europea y las naciones unidas (ONU), además de diversas fuentes públicas en internet que integran otras muchas, como las de Statista y PopulationPyramid.net: hay una abundancia de datos, con sus horquillas y discrepancias, sobre cómo será la población de España y del mundo; seremos más y más mayores, con los desafíos que eso supone.
En 2037 la población mundial superará los 9000 millones de habitantes; actualmente, en 2021, somos 7700, y el incremento vendrá principalmente de África, ya que el crecimiento vegetativo (los nacimientos menos los fallecimientos) de Europa y Asia está bastante estabilizado, cuando no es negativo. De hecho, en España este crecimiento es negativo ya desde hace un par de años: nacen aproximadamente 150 000 personas menos de las que mueren, por lo que en los próximos 30 años la población española podría perder entre 4 y 5 millones de habitantes. Estos desajustes se compensan con movimientos migratorios, en función de las condiciones económicas y las posibilidades de empleo, que son más volátiles, como hemos visto en España en la última década.
Lo que nadie discute es que en 2040 seremos más mayores. La esperanza de vida de todas las sociedades está alargándose a un ritmo de 3 meses por año, es decir, un año cada 4 transcurridos, debido a los avances médicos y de bienestar. Extrapolando estos ratios, en 20 años podríamos estar hablando de unos 5 años adicionales de esperanza de vida al nacer, lo que coincide con la mayoría de las estadísticas proyectadas de un horizonte de unos 78-79 años para el conjunto de la humanidad, (actualmente 73), que podría llegar a casi los 90 en el caso de España.
Durante todo el siglo XX la esperanza de vida global del planeta, y de cada país en concreto, prácticamente se duplicó, y todo apunta a que en el XXI podría pasar lo mismo. Un alargamiento de la vida que según muchos autores añadirían 8 o 10 años más si las investigaciones en longevidad extrema y terapias anti-aging en las se están invirtiendo cantidades multimillonarias dieran los resultados esperados. «Curar la muerte» como si de una enfermedad se tratara es la misión de geriatras como Aubrey de Grey o Liz Parrish, CEO de BioViva, y que es hoy genéticamente más joven que hace 20 años. El envejecimiento a partir de determinados límites conlleva no pocos desafíos médicos para revertir la «obsolescencia programada» de algunas células y órganos destinados a «autodestruirse» una vez cumplida su función biológica, como es el caso de la próstata en los varones más allá de la edad de reproducción, o la perdida de flexibilidad del cristalino que genera la presbicia. Cuando los Homo sapiens moríamos a los 50 años, no teníamos problemas de presbicia, próstata o alzhéimer. Sencillamente no nos daba tiempo. Otras enfermedades asociadas a estilos de vida, como la pandemia global actual de diabetes melitus, con más de 300 millones —500 según otras fuentes— de enfermos crónicos, llevará a las autoridades a proscribir el azúcar tal y como hoy ocurre con el tabaco y los cigarrillos. Subir los impuestos de la bollería y los refrescos es solo el primer paso.
Aunque este conocido como «invierno demográfico» afecta a gran parte de Europa y a potencias demográficas como China y Japón, el desafío de la longevidad es singularmente relevante para España, con una situación muy complicada: apenas 1,2 nacimientos por mujer, lejos de los 2,4 necesarios para el recambio generacional. En 2050 España podría ser el país del mundo con la edad media más avanzada, 55 años, con un tercio de la población mayor de 64 años y con 78 personas mayores de 65 años por cada 100 trabajadores. Los desafíos que esto supone van mucho más allá de la sostenibilidad del sistema de reparto de pensiones; afectan a la cantidad de mano de obra, el diseño del urbanismo y la rehabilitación de viviendas, los servicios asistenciales, el ocio y muchos negocios. España es, o va a ser, un país para viejos. Resulta muy difícil apostar por el emprendimiento y la innovación en una sociedad que tiene más recuerdos que planes de futuro. Los movimientos migratorios resultarán imprescindibles para compensar estos desequilibrios. África, con una edad media de 18 años en la actualidad, sigue creciendo vigorosamente, y las ciudades más pobladas a finales del siglo XXI serán Lagos en Nigeria y Dar es-Salam en Tanzania. Mientras que las demografías de China, Japón y Europa retroceden, la India y Latinoamérica se estancan, la de África, la cuna de la humanidad, continúa creciendo y contribuirá con otros 2000 millones de almas en este siglo XXI.
Un mundo superpoblado, envejecido, cada vez más híbrido, hacinado en ciudades inmensas, con crecientes diferencias económicas y con un omnipresente uso de la tecnología.
El futuro es tecnológico. Esta es otra certeza. Siempre lo ha sido, desde el Renacimiento y las sucesivas revoluciones industriales, los avances vertiginosos en digitalización que hemos visto en este comienzo del siglo XXI son solo el anticipo, los cimientos de una transformación mucho más profunda. Acaba de empezar la quinta ola de destrucción creativa que Schumpeter pronosticó para 2020.
El economista austroamericano y profesor de Harvard Joseph Alois Schumpeter, uno de los teóricos de la innovación del siglo XX, estudió los ciclos económicos del capitalismo, las llamadas ondas largas de Kondratiev, y desarrolló su hipótesis de las olas de innovación u olas de destrucción creativa, en las que cada cierto número de años nuevas tecnologías innovadoras generan un nuevo paradigma de desarrollo económico y prosperidad. Lo interesante es que esta teoría, formulada hace más de 80 años, era adecuada para explicar lo que ya había pasado en las anteriores revoluciones industriales, y le sirvió para anticipar —predecir— las olas futuras, la cuarta y la quinta. Estas olas, que veremos en un capítulo más adelante, la primera de las cuales arranca en 1785 con grandes innovaciones en el sector textil, siderometalúrgico e hidroeléctrico, son cada vez más cortas en su duración y más potentes en su impacto. La primera duró 60 años (1785-1845); la segunda, del vapor, el ferrocarril y el acero, 55 (1845-1900); la tercera, la de la electricidad, los químicos y el motor de gasolina, 50 años (1900-1950); la cuarta —petroquímicos, electrónica y aviación— se prolongó por espacio de 40 años (1950-1990) y la quinta ola, de apenas 30 años (1990-2020) de existencia, es la del software, las redes digitales y los nuevos media. ¿2020? Efectivamente, la quinta ola de destrucción creativa acaba de romper, para dar comienzo a la siguiente. Hace 80 años que nos avisaron —que Schumpeter la predijo—, ¿y no estábamos preparados para todo lo que iba a pasar? Ahora llega la sexta ola de innovación, que, si se cumplen los patrones, va a ser más breve, quizás de 20 años o menos, y con impacto creador mucho más disruptivo. ¿Con qué tecnologías? ¿En qué industrias?
Las conocidas como tecnologías exponenciales, que se encuentran en 2021 en pleno Big-Bang, una explosión de startups, proyectos y modelos de negocio, que atraen obscenas inversiones de capital, basados en las expectativas de disrupción.
¿Cuáles son estas tecnologías exponenciales que van a definir las próximas dos décadas? Hay un relativo consenso de la inteligencia artificial, aplicando sus algoritmos al Big Data generado por cientos —o miles de millones— de dispositivos conectados a la Internet de las Cosas (por sus siglas IoT, Internet of Things), y dando indicaciones a una creciente legión de robots, desde industriales a domésticos o terapéuticos, y permitiendo a flotas de drones y vehículos autónomos desplazarse por nuestras carreteras y nuestros cielos: nadie duda de que en 2030, si no antes, varios servicios de drones no tripulados llevarán personas en ciudades de cuatro continentes, como hacen los taxis en la actualidad. La realidad extendida, combinando virtual y aumentada, la manufactura aditiva —conocida como impresión 3D y 4D—, la genómica —la edición de ADN a través de la tecnología CRISPR— y la energía fotovoltaica de alto rendimiento completan el mapa de tecnologías exponenciales, que junto a otras hoy todavía incipientes como la computación cuántica, la producción de hidrógeno verde o nuevos materiales como el grafeno formarán parte de nuestras vidas, así como los plásticos, la televisión, el avión o internet han cambiado nuestra existencia en los últimos 30 años.
El año 2040 es el horizonte estimado para alcanzar la singularidad, como se describe el momento en que la tecnología artificial amplia supere a la inteligencia humana y, presumiblemente, sea capaz de solucionar algunos de los problemas que, como especie, el Homo sapiens todavía no ha resuelto. La tecnología siempre ha generado abundancia, y la tecnología digital, liberada de las limitaciones fisicas de la materia, los átomos y las moléculas, genera abundancia exponencial. Superadas quedan las preocupaciones malthusianas de finales del siglo XVIII sobre la capacidad del mundo de alimentar un planeta que se acercaba a los mil millones de habitantes.
Esta convergencia entre tendencias demográficas y tecnológicas plantea una matriz de potenciales cambios socioeconómicos que actualmente empezamos a vislumbrar como hipótesis de encendidos debates, según adoptemos escenarios utópicos y distópicos no exentos de interpretaciones políticas. ¿Una mayor automatización generará una mayor productividad que nos haga disfrutar de más horas de tiempo libre y ocio —como ha ido sucediendo progresivamente en los últimos 50 años— o escenarios de desempleo global del 80%, tal como pronostica el Instituto Tecnológico de Massachusetts MIT? ¿Un escenario de Renta Básica Universal, combinado con un nuevo mercado de microservicios —Gig Economy— e ingresos derivados de activos digitales?
Más allá de las referencias tecnológicas y demográficas que nos sirven para enmarcar el porvenir en el que transcurren algunas de las historias de futuro 2050 de las siguientes páginas —y que explican por qué algunos de los protagonistas son sexagenarios de gran vitalidad y energía—, tenemos otros datos para definir ese futuro. Los desafíos medioambientales, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y cómo seamos capaces de responder a estos retos formarán el paisaje en el que va a transcurrir nuestro porvenir.
Si bien es cierto que 198 países se han aliado para hacer realidad la Agenda 2030 y los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, y se están movilizando ingentes cantidades de recursos en los llamados planes de transformación digital y transición energética, y sin duda se lograrán grandes avances, la experiencia de anteriores movilizaciones —objetivos del milenio, protocolo de Kyoto, cumbre de Río, pacto de París, etc.— nos hace ser realistamente escépticos sobre la consecución de esos propósitos. Sin duda habremos avanzado mucho en hábitos de consumo más sostenibles, abandonado plásticos de un solo uso y combustibles fósiles, reducido el CO2 y otras prácticas que hoy son parte del problema, incluyendo las relacionadas con la alimentación, el transporte y la climatización de nuestras viviendas. Pero con toda probabilidad no habremos sido capaces de limitar el aumento de la temperatura a los 2 grados del objetivo marcado por la Conferencia del Clima de Naciones Unidas de Cancún de 2010 y el protocolo de Kyoto. La especie humana siempre ha sido mucho más hábil adaptándose que mitigando. Desde que los primeros Homo habilis abandonaron África en la primera gran migración, hemos colonizado —y modificado— todos los ecosistemas, amoldándonos a tórridos desiertos, gélidas latitudes, altitudes inhóspitas y junglas insalubres. Sin ninguna duda nos adaptaremos a un planeta más cálido, ayudados por la tecnología (del aire acondicionado).
En conclusión, en 2040 —fecha en que Greta Thunberg cumplirá 37 años— la temperatura media del planeta probablemente sea superior en 3 —o 4— grados a la de hoy, con fenómenos meteorológicos, más extremos (2020 ha sido hasta la fecha el año con más tormentas tropicales en el Atlántico Norte), una acelerada pérdida de glaciares, fusión del permafrost de la tundra e impacto en cultivos y producción agrícola. España, por su ubicación, es uno de los países potencialmente más vulnerables a los impactos del calentamiento global y la desertización. ¿Plantaciones de pistachos que sustituyan los olivares mediterráneos estériles tras la pertinaz seguía? Algunos de estos supuestos, hipotéticos, sirven de escenario para diversas reflexiones.
Estimado lector de esta breve historia del futuro, abre la mente, sin prejuicios, reflexiona y disfruta. Al final, ese debería ser el objetivo de todo viaje… en el tiempo.