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CAPÍTULO II

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Esta misma semana, Matilde —la persona en cuestión— será asesinada: su cuerpo sin vida será hallado a metros de la salida de este mismo bar. Y así como cada uno de los que, por esas horas, frecuentan el bar de Charcas y Armenia, usted —no podrá decir que no ha sido advertido— será uno de los sospechosos.

Del homicidio de Matilde no habrá grandes repercusiones: los diarios se abstendrán de publicar la noticia, los vecinos no hablarán de lo sucedido. La vida continuará sin reparos, como si tal cosa. Y pronto, solo usted y los otros dos recordarán que alguna vez ella caminó entre nosotros.

Ahora —en menos de dos minutos—, Matilde entrará en el bar, el de siempre. Lo hará hablando por teléfono. “Habla Matilde, ¿cómo estás?”, dirá con una sonrisa. Y de esta manera usted sabrá su nombre: Matilde. No su apellido. Su apellido lo sabrá recién después del asesinato.

Así como lo hace todas las tardes, Matilde se sentará a la mesa que da a la calle Charcas, pedirá un café con leche con dos medialunas, abrirá su cuaderno anillado y se pondrá a escribir. Y, ajena a todo, solo examinando su celular de tanto en tanto, escribirá y tachará y seguirá escribiendo hasta antes de que anochezca. Y usted deducirá que ella escribe con angustia: aunque en ocasiones pareciera provocarle un enorme gozo, la mayor parte del tiempo ella sobrelleva la tarea como encadenada a un padecimiento inevitable. Bufa, se muerde el labio, niega repetidamente con la cabeza, bufa otra vez, cierra el cuaderno, lo tira en la cartera, paga y se va sin mirar a nadie. En una ocasión, usted la ha visto secarse las lágrimas con una servilleta de papel.

Sin embargo, la última vez que usted la verá con vida, ella escribirá con una sonrisa inusual adherida a la cara. Y usted conjeturará que tal regocijo tiene que ver con que por fin ha terminado su trabajo.

De modo que su muerte coincidirá —si acaso será una coincidencia— con la culminación de su obra.

Que la obra es una novela será más que una conjetura inicial: al dar por cerrado cada capítulo —lo que usted creerá cada capítulo—, Matilde lo lee en voz baja. Y así es como usted llegará a la conclusión de que ella escribe una novela, que es clara escribiendo: consigue con facilidad que sus palabras se conviertan en imágenes; y que, además, Matilde posee una hermosa voz.

Del otro lado de la barra, Valentín no sabrá que ella ha entrado. Y, aunque siempre está pendiente de la llegada de Matilde, hoy no la verá: para cuando ella entre, Valentín estará soportando las quejas del encargado. Que preste atención, que en la mesa 7 estuvieron esperando casi diez minutos y que se fueron a las puteadas. Que no es la primera vez y que la próxima va a tener que suspenderlo. “Concentrate, Valentín”, dirá el encargado, “Andá que llegan más clientes”.

Por eso Valentín no notará la llegada de Matilde sino hasta que termine de atender al bigotudo de la mesa 2.

El bigotudo de la mesa 2 también es frecuente: todas las tardes, prácticamente a la misma hora en que Matilde se sienta a la mesa que da a la ventana de la calle Charcas, se ubica en la otra punta del bar, a escasos metros de la columna que sostiene el 42 pulgadas.

Hoy, al igual que todas las tardes, pedirá un capuchino. Y pasará las horas hojeando el Clarín.

Valentín se habrá acercado y le habrá tomado el pedido. “¿Lo de siempre?”. Y el bigotudo habrá contestado con un ademán. Y habrá vuelto la vista al diario.

Como ya se ha dicho, todas las tardes —además de pedirse un capuchino—, el bigotudo de la mesa 2 lee el diario. Sin embargo, jamás levanta la cabeza para ver las noticias en el 42 pulgadas colgado a unos metros. Lo que a usted, después de observarlo durante poco más de dos semanas (de observar —de puro aburrido— su recurrente actitud en este bar de sobradas recurrencias), le parecerá levemente extraño. Es decir: el bigotudo se interesa por las noticias del diario, ya caducas, pero jamás por las imágenes que se repiten, estridentes, cinematográficas, frente a sus ojos.

Pero, para el caso, el bigotudo no le parecerá más extraño que la mismísima Matilde, que pasa las tardes ajena a todo, escribiendo y leyendo y resoplando y, muy rara vez, sonriendo. Ni más extraño que la conducta de Valentín, con ese absurdo moño y ese chaleco enorme que lleva estampado su nombre, que toda vez que advierte la presencia de Matilde se queda idiotizado y no puede dejar de mirar —tanto de reojo y al pasar, como en dilatadas miradas de amor— a la chica que escribe y que murmura junto a la ventana de la calle Charcas.

Valentín, quien muchas veces parece ingresar en un estado de pausa programada, carente de voluntad y movimiento, casi catatónico, no es más extraño que el bigotudo de la mesa 2. No es más extraño que usted, que deja transcurrir sus tardes observando lo que sucede en este bar, ignorando el pequeño libro que trae siempre consigo y que ni siquiera sabe de qué trata. Y, a pesar de que ya ha establecido que no hay extrañeza que predomine, usted focalizará la atención en aquel bigotudo.

Usted sabe que él no se irá del bar sino hasta las 19:30, minutos después de que lo haga Matilde. De modo que usted decidirá que la mejor manera de atravesar las siguientes dos horas será estudiando en detalle a este sujeto.

Y confirmará lo que viene observando hace ya unos días. Que el bigotudo se demora unos diez minutos por página. Que lee el diario de principio a fin: primero la tapa, después la contratapa; y que, una vez leídos los chistes, vuelve a la página uno, que lo lee de arriba abajo, sin desatender ninguna nota, ninguna reseña, ningún comentario. El bigotudo lee apuntando con el dedo: arrastra su índice desde el primer renglón, aquel que señala el precio del diario, hasta la marca en negrita que anuncia el número de la página. Usted razonará: “El bigotudo este no lee. Más bien analiza el diario, lo descuartiza”.

Y a usted se le ocurrirá que el bigotudo de la mesa 2 padece la lectura de las noticias tanto como Matilde padece la escritura de su novela.

En el momento en el que usted meditará acerca de esto, advertirá que el bigotudo levanta la vista: un movimiento fugaz, apenas perceptible. Pero usted, que no estará haciendo más que examinarlo, lo captará enseguida: es a Matilde a quien esos ojos han apuntado. Usted será el único en notar aquello: el bigotudo, aunque finja interesarse en los sucesos del día, en realidad está acá por otra cosa.

Matilde debe morir

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