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CAPÍTULO IV

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Usted verá que Matilde toma aire, lo retiene y lo larga despacio. Ella juntará algunas hojas sueltas y las guardará adentro del cuaderno. Y se quedará un buen rato contemplando la calle, acaso al negro que vende baratijas en la esquina de enfrente.

Usted habrá de cargar con bastantes lecturas como para comprender que lo que Matilde acaba de escribir es pura ficción. Usted sabe que ella ha elegido narrarlo en primera persona y que eso no quiere decir que todo aquello sea cierto: Matilde ha creado un personaje, una nena, que no tiene por qué expresar lo que de veras siente esta Matilde, la que ahora mantiene la mirada en algún punto fijo más allá de la ventana de la calle Charcas.

Eso usted lo entiende: si usted escribiera de seguro crearía un personaje opuesto a usted mismo, uno muy distinto. Quizás elegiría a un pibe, a un pícaro pibe del conurbano. Quizás a una vieja que pasa sus días tejiendo para alimentar a sus nietos, un detective idealista de Los Ángeles tal vez. Si escribiera una novela, no querría que sus pensamientos y reflexiones, sus más vergonzosos secretos y sus temores más íntimos se revelaran a la primera. No. Mejor que hablen otros y no usted. Esa sería una buena manera de sorprenderse uno mismo también.

Sin dudas, haría como Matilde: escogería un narrador cuya voz no se pareciera a la suya. Buscaría la manera de que no lo reconozcan a usted en sus personajes. Incluso hasta usaría la tercera persona, como para distanciarse un poco más. O, ¿por qué no, la segunda persona?

Se quedará pensando en eso: ¿Usted había leído alguna vez una historia narrada en segunda persona? No lo recordará. En seguida su atención volverá a caer en Matilde.

Ella levantará el brazo y lo sostendrá en el aire hasta que Valentín se dé por aludido. Y para eso, pasarán unos largos segundos. Y usted advertirá que Matilde tiene un tatuaje en su brazo, tatuaje que durante estas semanas ha permanecido oculto y que hoy, con ese brazo arriba que se demora suspendido en el aire, se asoma desde la manga como si necesitara emerger a la superficie para respirar. O para cerciorarse de que su ama, la dueña de aquel brazo levantado, no corre ningún peligro.

Ese tatuaje, al parecer una serpiente o algún reptil escurridizo, tampoco sabe que en unos días —tal vez hoy mismo— su ama morirá. Y que ya no podrá emerger desde la manga de ninguna prenda. Ni desde ningún otro lado.

Pero a usted lo que le llamará la atención no será ese tatuaje, sino lo que se esconde por debajo. Porque usted notará, en aquel brazo que baja lentamente, que el tatuaje ha sido pintado para tapar una cicatriz. Y desde su ubicación, sentirá pena por Matilde. Porque la serpiente o lo que fuera que lleva tatuado no ha conseguido disimular las marcas de una herida que a usted se le antojará producto de un suceso atroz y no de un mero accidente.

Y en un chasquido y gracias a su imaginación, Matilde se convertirá en una mujer que ha debido soportar el dolor de un mundo hostil y aterrador. Mil imágenes, mil posibilidades representará en su cabeza. Y en todas, ella será la víctima de abusos y de atropellos y de múltiples vejaciones. Entonces, con esa costumbre suya de pasar las tardes fabulando, olvidará a la Matilde que hace un instante decía, con total desfachatez, haberse librado de su hermanito.

Valentín se acercará a la mesa. Y, recién en ese momento, usted notará que el bigotudo de la mesa 2 ha desaparecido.

Matilde debe morir

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