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CAPÍTULO III

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Valentín le llevará el capuchino al bigotudo de la mesa 2. Y, antes de volver a su posición junto a la barra, notará que ha llegado la chica que escribe junto a la ventana de la calle Charcas. Se estirará el chaleco y se acercará a ella:

—Buenas tardes.

—Hola —responderá ella—. Un café con leche con dos medialunas de manteca, por favor.

—¿Eso solo?

—Sí, por ahora eso.

—¿No querés una medialuna más? —habrá dicho Valentín antes de que Matilde termine de hablar.

—No, con dos está bien.

—La promo viene con tres medialunas…

—Con dos estoy bien hoy, gracias. —Matilde bajará la mirada.

—Enseguida —dirá él, y se quedará parado unos segundos frente a Matilde. Murmurará algo que usted no oirá.

Ella no lo notará, o fingirá no hacerlo; y él volverá tras sus pasos, en silencio y mirando a las demás mesas. En ese momento, Valentín y usted cruzarán sus miradas. Y usted, que solo entonces ha abandonado la vigilancia de la mesa 2, empezará a dudar. Tal vez Valentín no gusta de Matilde. Tal vez usted estaba equivocado: no son ni miradas de amor ni de pasión. Tampoco ternura es lo que irradian sus ojos al verla. Es posible que haya otra cosa. Una, acaso, igual de poderosa y secreta, igual de profunda, que lo lleva a comportarse como un idiota enamorado. Pero ¿qué cosa? ¿Temor? ¿Repulsión? ¿Rencor?

Valentín seguirá hasta la barra y le pasará el pedido al encargado. Y volverá a mirar a la chica de la ventana, que ahora bufa, que garabatea sobre el margen de una hoja.

Matilde será asesinada esta semana y, acaso, Valentín aún no lo sabe. Aunque —usted ya habrá empezado a figurarlo— es posible que Valentín sí lo sepa. Que lo haya planeado durante todo este tiempo en que ella ha venido al bar.

Usted será uno de los sospechosos —ya se lo he dicho—. Por eso es que analizará con excesiva atención la actividad de los otros dos involucrados. Ya no por el tedio de una tarde que se repite igual a la anterior, sino porque más le vale zafar de todo este embrollo. La vigilancia, entonces, deberá ser por partida doble: vigilará al bigotudo de la mesa 2 y a Valentín en igual medida.

Matilde dará vuelta la hoja de su cuaderno y leerá en voz baja. Usted no alcanzará a escucharla. A escuchar lo que ella escribe. No importa. Esto es un libro, y usted no necesitará escuchar nada. Le bastará con dar vuelta la página. Y tendrá acceso libre al escrito de Matilde. No porque sea relevante, sino para que después no me venga con que no le fue suministrada toda la información.

Así que no me lo agradezca, lo que viene no es gran cosa. Incluso podría salteárselo, seguir este asunto allá por el capítulo IV. Porque nada tiene que ver lo siguiente con la muerte de Matilde. Lo que viene es un texto suelto. Uno que ella ha escrito y que permanece absolutamente ajeno a la historia de su futuro asesinato. ¿Por qué incluirlo entonces? ¿Por capricho? Sí. Exactamente. Pero no es un capricho del autor. El capricho le pertenece a usted, lector. A su curiosidad. Usted, que no puede avanzar sin saber qué es lo que Matilde acaba de escribir. Usted, que, como no alcanza a escuchar la voz tenue de Matilde, no podrá hacer otra cosa más que leer el texto en cuestión.

De modo que así avanzará esto: de capricho en capricho.

I escrito de Matilde

Nunca creí que sumaría tantas mentiras a mi lista. Pero la de hoy fue grande. Enorme fue.

Llevo la cuenta en mi agenda de Hello Kitty, y me quedan pocas hojas para completarla. En una semana cortita, ya tengo ciento dos. Ciento dos, que deben ser los años que tiene don Sosa, nuestro vecino viejo. Su casa, también vieja y con los techos volados, se apoya bien torcida contra la nuestra.

Aunque, desde hace un tiempo, don Sosa ya parece uno más de nosotros. Se pasa el día entero de nuestro lado: en nuestra galería, en nuestro jardín, hablándole a nuestras flores. Y eso que su parque es igual de grande. Será que viene porque no tiene ya con quién conversar: sus jazmines se secaron hace mucho. Porque ni bomba de agua tiene ya. Solo el aljibe, tan viejo y estropeado como él.

Mamá dice que don Sosa ya es de la familia, que está viejito y solo, y que hay que hacerle compañía. Y por eso yo me aguanto, como una señorita, que me estruje los cachetes y que me diga mil veces lo inteligente y lo linda que soy, con su sonrisa blanda, arrugada y sin dientes.

Papá reniega y dice que don Sosa es más bien una mascota enferma. Y tiene razón.

Papá cumplía cuarenta, y lo de anotar las mentiras se me ocurrió esa tarde, después del almuerzo. Toda la familia se divertía con las payasadas de mi hermanito: Agustín esto, Agustín lo otro, mirá como se ríe Agustín. Parecía que el cumpleaños que festejábamos era el suyo. Hasta el viejo Sosa se metía a hacerle muecas y todo eso.

Ya harta de tanto mimito estúpido, mentí estar llena, dije «Buen provecho» y me escapé enseguida. Me fui corriendo a mi cuarto.

En el camino se me dio por pensar qué era lo que tanto los divertía de Agustín. Si ni decir la erre sabe, y anda llorando y mojado de pis todo el día. A mí no me da ninguna gracia. Bronca me da: por una cosa o por la otra, siempre termina haciendo que me reten a mí.

Volví de mi cuarto con la caja de crayones y unas cuantas hojas de esas que papá ya no usa y que me las regala para que yo dibuje. Los grandes seguían comiendo.

Me alejé todo lo que pude: me senté en la hamaca que cuelga del sauce —porque da mucha sombra y queda bien lejos de la casa— y me puse a dibujar.

Tenía hambre y me hacía ruido la panza, pero no dejaba de pensar en la mentira que acababa de decir. Entonces se me dio por anotarla. Así fue que se me ocurrió. Ya tenía mi primera mentira. Y no volví a dibujar.

Desde ese día, no paré. No me salteé ninguna mentira. Ni las que me daban un poco de vergüenza me salteé. Y me pone orgullosa, porque al fin entiendo eso que dice papá, de ser constante. De empezar algo y no dejarlo a la mitad. Y no digo que no me divierta, pero muchas veces me pregunto por qué me enredo tanto, pudiendo decir No en lugar de Sí, y chau agenda, y me dedico a mis otras cosas. Pero ya voy ciento dos, según lo que conté esta mañana. ¡Casi quince mentiras por día! Y las leo a cada rato para entender cómo es posible mentir tanto en tan poco tiempo.

Entonces descubro que la mayoría son porque sí, porque no se puede no decirlas: cuando le miento a mamá que los quiero igual a los dos, o cuando me invento un dolor muy fuerte de panza para no ir al cole, justo justo el día que toman prueba de matemáticas.

O cuando Daniela y Marisol me obligan a mentir cada vez que me preguntan en secreto quién es mi mejor amiga. Las imagino contándoselo a las otras, contentas por creerse la mejor, y un poco me río. No las culpo. Ni a ellas ni a mamá, porque esas son mentiras chicas, y de esas mentiras no tengo muchas.

Pero con las otras —como la mentira grande de hoy— me parece que me estoy extralimitando, como dice mamá.

Esa tarde, cuando ya llevaba anotadas como cinco, y la panza ya no me chillaba, dejé a un lado la lista y me quedé un rato jugando sola. Me entretuve tirando unos bichos bolitas en un hormiguero enorme de hormigas rojas que crece contra el sauce. Y pobrecitas las hormigas: iban desesperadas tras los intrusos, los investigaban con las antenitas… pero no les hacían nada de nada. Me dieron mucha pena las hormigas. Porque ellas estaban ahí desde antes.

Entonces se me ocurrió una idea más divertida: arranqué un pedazo de corteza del sauce a medio caer y me la llevé para el aljibe de don Sosa. ¡La corteza tenía tantos bichos que no me alcanzaban las manos! ¡Estaba extralimitada de bichos!

Al principio los tiraba de a uno, pero son tan chiquitos que ni ruido hacen. Al rato me aburrí y agarré todos los que pudieron entrarme en las manos y los tiré también. Y me volví a acordar de las hormigas: ya estarían tranquilas otra vez.

Más tarde, ese mismo día, Agustín andaba remolesto. Dale que dale con golpear la puerta de mi cuarto, y cuando le abrí —porque ya no lo aguantaba más— me desparramó todas las muñecas y los perfumes de Barbie. Hasta el de Mujercitas me desparramó. Y yo se los quitaba, y él otra vez a los gritos y dame dame dame.

Para cuando vino mamá, Agustín se había escondido adentro del ropero. Se había hecho una bolita. Enroscado en una frazada, gritaba y zapateaba contra la pared. Otra vez la ligué yo. Y no dije ni A.

Unos días más tarde se me ocurrió que me convenía anotarlas todas con la Parker de papá, esa que esconde en el cajón de su escritorio. El azul me mejora la letra y me combina perfecto con los renglones rosas de mi agenda. «Jamás la he visto, papá», le digo cada vez que interroga con su pose de juez, esa que no puede evitar ni cuando duerme.

Él me dice que no la use, que guarda esa pluma para cuando me reciba de abogada. Pero yo no sé si quiero ser abogada. Me parece bastante aburrido. Y mamá tiene razón: los abogados son «puro chupamedias». Si los que vienen a casa no hacen otra cosa que hablar bien de papá —delante de él, por supuesto—. Papá dice que eso no le gusta pero también miente, si se le nota que le encanta: cada vez que oye el «Excelentísimo» o «Su señoría», los ojos se le ponen grandes como los de Bob Esponja y le sonríe el bigote con todos esos pelos que tiene.

Yo preferiría ser la acusada. Me divertiría todo el día dando falso testimonio, como lo llama papá. Me mataría de la risa enroscándolos en miles de mentiras que podría decir sin cansarme y sin pestañear ni una sola vez.

¡Cómo me gustaría ser la acusada de algo importante!

Algún día lo seré.

Esas mentiras no las anotaría. Porque aprendí que, si no se dejan pruebas, una puede decir cualquier cosa. ¡Eso sí que sería gracioso! ¿Y quién no le va a creer a la hija de un juez tan importante?

Ciento dos van con la de hoy, pero… ¡no me conviene seguir con esta lista! Alguien podría leerla. Entonces, cuando me pregunten en el juicio, no voy a poder mentir mucho.

Agustín, pobre. Todavía siguen buscándolo.

Por eso me encerré otra vez. Con lo nerviosos que están todos...

Y están tan nerviosos que ni lo imaginan, pero Agustín no va a aparecer así como así. Si ni caminar sabe, mucho menos nadar. Igual, conociéndolo a papá, no va a parar hasta encontrarlo. Y, cuando lo haga, yo volveré a ocupar el lugar que siempre ocupé y del que no debieron correrme.

Papá no va a dudar en llevarlo preso a don Sosa, por muy viejo y solo que esté. Puse algunos juguetes de Agustín en una de sus ventanas y tiré el peluche de Barney a su sótano. ¿A quién se le va a ocurrir culpar a otro? Y todo va a ser como antes. Como antes de que él y que Agustín llegaran.

A mí, en cambio, papá me va a querer siempre. Ya no va a dejarme ni un minuto sola, lo voy a tener todo el día para mí. Y si siguen preguntándome por Agustín, voy y les digo que no lo vi más. Les digo que yo también estoy preocupada y que lo extraño un montón. Y serán ciento tres, ciento cuatro, ciento cinco…

Matilde debe morir

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