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II. Algunos antecedentes sobre jóvenes y liceos en Chile Clima y convivencia escolar en los liceos
ОглавлениеLa investigación en Chile ha observado críticamente la relación entre la cultura juvenil, sus formas de expresión y sociabilidad, y la cultura escolar y sus exigencias, identificando varios aspectos de conflicto y tensión al respecto.
En términos generales, los estudios discrepan acerca de cómo los estudiantes perciben el clima y convivencia en sus liceos. Mientras algunos consideran una convivencia escolar positiva (IDEA, 2005; Murillo y Becerra, 2009), otros dan cuenta de una imagen negativa (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009) o en el mejor de los casos moderada (Guerra et al., 2012). Eso sí, hay relativo consenso en que la percepción suele ser más desfavorable en liceos municipales y que tiende a empeorar entre los estudiantes mayores (IDEA, 2005; Cornejo, 2009, González y Rojas, 2009; Guerra et al. 2012). Particularmente, los aspectos peor evaluados por los estudiantes se vinculan con las relaciones interpersonales entre miembros de distintos estamentos de sus comunidades educativas (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009). Según la perspectiva de los jóvenes, las principales problemáticas serían la falta de espacios para la expresión de prácticas, identidades e intereses juveniles; la falta de cercanía, preocupación y diálogo por parte de los profesores (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009; Guerra et al., 2012); y las prácticas de discriminación y percepción de injusticia en la aplicación de normas y sanciones (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009; Murillo y Becerra, 2009).
Según Cornejo (2009), los problemas de convivencia entre jóvenes y adultos al interior de los liceos serían manifestaciones de tensiones entre la cultura escolar y las culturas juveniles. Desde el punto de vista de los jóvenes, el liceo sería una institución cerrada y lejana, que los obliga a realizar diariamente actividades a las que no les ven sentido y que se alejan de sus formas de ser. Los estudiantes estarían desmotivados respecto a la actividad educativa (Cornejo, 2009; Marambio y Guzmán, 2009), pues, en definitiva, el liceo no lograría incorporar sus vivencias a fin de movilizar sus energías y emociones, e involucrarlos como sujetos activos del aprendizaje (Cornejo, 2009). Adicionalmente, los jóvenes percibirían el liceo como aburrido y rutinario, sin espacios para la recreación o el relajo, pues la Jornada Escolar Completa en sus extensos horarios no contempla tiempo para la realización de actividades fuera de las académicas (Muñoz, 2007; Marambio y Guzmán, Bergerson, 2012).
En el extremo, algunos jóvenes representarían el liceo como un espacio carcelario, en el que pasan todo el día encerrados en clases (Muñoz, 2007; Marambio y Guzmán, 2009; Bergerson, 2012; Vargas, 2008) donde son constantemente reprimidos en sus diferentes expresiones identitarias (Bergerson, 2012; Marambio y Guzmán, 2009) y obligados a mantener su cultura al margen de los límites de la institución, pues muchos adultos interpretan sus prácticas juveniles como disruptivas o desviadas (Marambio y Guzmán, 2009). La representación carcelaria del liceo también se vincula con la falta de reglas y protección. Según esta visión, en algunos liceos municipales habría que defenderse y velar por la propia seguridad, pues en ellos se consumiría droga, robaría y ejercería agresiones físicas violentas, mientras los adultos no harían nada o tomarían medidas poco efectivas (Vargas, 2008).
Más específicamente, muchos jóvenes perciben que en el liceo hay carencia de diálogo y comunicación con los profesores, por lo que la relación docentes-estudiantes estaría marcada por la distancia y frialdad (Cornejo, 2009). La mayoría de los estudiantes vería a sus profesores como poco tolerantes y estresados (Muñoz, 2007), y no sentiría confianza para hablarles de sus problemas (Guerra et al., 2012). Al interior del aula, las relaciones estarían condicionadas por una estructura de funcionamiento que prioriza lo regulativo y la obtención de resultados académicos (González y Rojas, 2009). Según los estudiantes, las clases se reducirían a un dictado permanente donde producto de la presión por los resultados no hay espacios de diálogo o de expresión alternativos (Muñoz, 2007). Sin embargo, ellos no quieren sólo clases expositivas del profesor en que la principal actividad sea tomar apuntes (Bergerson, 2012) y demandan clases más participativas, donde los docentes presten atención a sus opiniones y necesidades, y propicien relaciones más afectivas y cercanas (Cornejo, 2009).
En términos más institucionales, los estudiantes en general tendrían una percepción de injusticia en el trato y en la aplicación de normas y sanciones en los liceos, sumado a prácticas discriminatorias (Cornejo, 2009; González y Rojas, 2009). Por ejemplo, en una encuesta nacional sobre convivencia escolar realizada en 2005, se encontró que la mitad de los alumnos de 2° y 3° medio estaban en desacuerdo con que «en mi curso tratan a todos los(as) alumnos(as) por igual y sin favoritismos», mientras un tercio de los alumnos de 3° discrepaban con que «los profesores tienen el mismo criterio cuando aplican las normas del establecimiento»; más aún, sólo la mitad de los alumnos de 7° básico a 3° medio estuvo de acuerdo con que «en el establecimiento se tienen en cuenta las opiniones del alumnado para resolver los problemas que se plantean» (IDEA, 2005). Particularmente los jóvenes de liceos municipales acusan discriminación y estigmatización por parte de sus profesores vinculadas a una visión estereotipada que asocia nivel sociocultural, rendimiento y comportamiento (Muñoz, 2007; González y Rojas, 2009). Así, los jóvenes consideran que no son tratados de forma igualitaria, ya que los docentes tienden a favorecer a los estudiantes de mejor rendimiento, en desmedro de aquellos que han presentado problemas conductuales o académicos (Tijmes, 2012). Adicionalmente, los jóvenes acusan falta de preocupación por las demandas de los estudiantes que han sido tachados de problemáticos (Muñoz, et al., 2014).
En suma, desde la perspectiva de los jóvenes, el espacio escolar estaría marcado por vastos conflictos derivados de la falta de diálogo y entendimiento entre estudiantes y adultos, y la escasa apertura de la institución escolar a las diferentes expresiones juveniles. No obstante, el conflicto dentro de los liceos tendería a ser minimizado o invisibilizado por los adultos, pues, por un lado, los docentes se focalizan en los conflictos entre alumnos y, por otro, es reprimido con restricciones, normativas y disciplina que reflejan indiferencia hacia la postura de los estudiantes. Según Villalta et al. (2007), esto se explica porque los docentes sienten una sobrecarga de tareas. Más aun, en los casos en que el conflicto es asumido, se lo trata sin considerar los problemas de fondo, que tienen relación con las necesidades de los sujetos inmersos en relaciones de poder dentro de un contexto institucional (González y Rojas, 2009).
Finalmente, la evidencia muestra la relevancia de la violencia en los liceos. Según Berger et al. (2011), la violencia escolar es dinámica e involucra a todos los actores del establecimiento; así, los comportamientos agresivos no se circunscriben al grupo juvenil, también se observan entre adultos y estudiantes (Ramos y Redondo, 2004; Tijmes, 2012), aunque ésta es menos común. Entre pares, lo más frecuente es el ataque verbal: burlarse, molestar y hacer bromas (Ramos y Redondo, 2004; Tijmes, 2012; Villalta et al., 2012); en tanto, desde los adultos a los jóvenes las agresiones más comunes serían la imposición de autoridad, gritos y ridiculización (Ramos y Redondo, 2004). En términos de distribución, la violencia sería mayor en los cursos menores (Contador, 2001; García y Madriaza, 2005; Muñoz, 2007; Tijmes, 2012), en los liceos municipales (Guerra et al., 2012; Tijmes, 2012) y entre los hombres (Guerra et al., 2012), aunque entre las mujeres habría mayor violencia verbal, rechazos y amenazas (Berger et al., 2011). Según los jóvenes, los adultos naturalizan la violencia y el uso de medios coercitivos, punitivos y agresivos como manera de disciplinar y poner límites (Muñoz, 2007; Berger et al., 2011), y ante situaciones de agresión entre pares, muestran desinterés, no intervienen o lo hacen de forma pasiva (Villalta et al., 2007; Muñoz et al., 2007).
De acuerdo a esta línea de investigación, las bromas, burlas, hostigamiento y algunas formas de violencia física tienen un fuerte componente simbólico y social entre los jóvenes (Zarzuri y Ganter, 2002), emergiendo como una estrategia de conocimiento, ordenamiento y jerarquización del espacio social, y construcción de identidades (García y Madriaza, 2004; Berger, 2011); en otros casos, los jóvenes interpretan la violencia como forma de catarsis o desahogo frente a problemas personales, reacción a sentirse marginados, rebeldía y desafío hacia los profesores o autoridades; respuesta a la presión que sienten por los estudios; y mecanismo de entretención frente al aburrimiento que producen largas y rutinarias jornadas escolares (García y Madriaza, 2005; Berger, et al., 2011; Muñoz et al., 2007).