Читать книгу El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence - Страница 10

VI

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—¿Por qué en nuestros días los hombres y las mujeres no se quieren? —le preguntó Connie a Tommy Dukes, que era más o menos su oráculo.

—¡Claro que se quieren! No creo que desde que apareció la raza humana haya habido un momento en que los hombres y las mujeres se quisieran tanto como hoy. ¡Una tendencia genuina! Tómame como ejemplo. A mí me gustan mucho más las mujeres que los hombres. Las mujeres son más valientes, uno puede sincerarse con ellas.

Connie examinó esas palabras.

—¡Sí —dijo—, pero nunca quieres saber de ellas!

—¿Y qué estoy haciendo en este momento, si no es hablar con toda franqueza

con una mujer? —Sí, hablar...

—¿Y qué otra cosa podría hacer si fueras un hombre? Hablar con entera sinceridad.

—Quizá nada más. Pero una mujer...

—Una mujer espera agradarte y que hables con ella, y al mismo tiempo que la ames y la desees. Y me parece que esas dos cosas se excluyen mutuamente.

—¡Pues no debería ser así!

—Sin duda el agua no debería ser tan húmeda, se sobrepasa en humedad. ¡Pero así es! Me gustan las mujeres y me gusta hablar con ellas, por lo tanto no las amo ni las deseo. Esos dos binomios no se dan al mismo tiempo en mí.

—Yo creo que deberían suceder.

—Muy bien. El hecho de que las cosas deban ser algo más de lo que son, no atañe a mi departamento.

—No es cierto —dijo Connie después de ponderar esas palabras—. Los hombres pueden amar a las mujeres y pueden hablar con ellas. No veo cómo lleguen a amarlas sin conversar con ellas, sin ser amistosos y cercanos. ¿Cómo podrían hacerlo?

—Bueno —dijo Dukes—, no lo sé. De nada sirve generalizar. Sólo conozco mi propio caso. Me agradan las mujeres, pero no las deseo. Me agrada conversar con ellas, aunque conversar con ellas me obligue a intimar en una sola dirección, y eso me aparta de ellas en lo que concierne a los besos. ¡Allí tienes! Pero no me tomes con modelo, es posible que yo sea un caso especial: uno de esos hombres a quienes les gustan las mujeres, pero no las aman. Incluso llegaría a odiarlas si me obligan a fingir amor o algo que parezca amor.

—¿Y eso no te entristece?

—¿Por qué? ¡Para nada! Me basta con ver a Charlie May y otros hombres que tienen líos amorosos. No, no los envidio. Si el destino me envía una mujer que yo desee, santo y bueno. Pero no conozco a ninguna mujer que desee y nunca he encontrado una. Bueno, me imagino que soy un hombre frío, aunque hay muchas mujeres que me gustan.

—¿Yo te gusto?

—¡Mucho! Y eso no es motivo para besuquearnos, ¿no te parece?

—¡No lo es! —dijo Connie—. ¿Y no debería serlo?

—¿Por qué, en nombre del cielo? Clifford me simpatiza, ¿pero qué dirías si le plantara un beso?

—¿No hay una diferencia?

—En lo que a nosotros respecta, ¿en qué consiste? Somos seres humanos inteligentes, y el asunto de ser macho o hembra es accidental. Exactamente accidental. ¿Te gustaría que en este momento comenzara a actuar como un macho del continente y todo el tiempo hablara de sexo?

—Lo odiaría.

—Ahí tienes. Déjame decirte, aunque en verdad soy un ente masculino, jamás me cruzo con una mujer de mi especie. No las extraño, simplemente me gustan las mujeres. ¿Quién podría obligarme a amarlas o fingir que las amo, a participar en el juego del sexo?

—Yo no. ¿No crees que algo está mal?

—Quizá desde tu punto de vista. Desde el mío, no.

—Sí, yo creo que algo está mal en la relación de hombres y mujeres. La mujer

ya no fascina al hombre.

—¿Y el hombre fascina a la mujer?

Connie valoró el otro lado de la cuestión.

—No mucho —dijo convencida.

—Entonces olvidémonos de todo esto y vamos a ser decentes y sencillos, como deben tratarse dos seres humanos. ¡Maldita sea esa exigencia artificial del sexo! ¡La rechazo!

Connie sabía que Tommy estaba en lo correcto. Y sus palabras la hicieron sentirse desolada, desolada y perdida. Como una astilla en un estanque tenebroso. ¿Cuál era su posición? La de ella o la que fuera.

Su juventud se rebeló. Los hombres eran cosas viejas y frías. Todo era viejo y frío. Y Michaelis la había decepcionado, no era un buen hombre. Los hombres no la querían, los hombres no querían a ninguna mujer, ni siquiera Michaelis.

Y los peores eran los patanes que fingían interesarse y en seguida iniciaban el juego del sexo.

Era deprimente y había que soportarlo. Y era cierto, los hombres no fascinaban a las mujeres: lo mejor era engañarse pensando que lo hacían, como ella se había engañado con Michaelis. Mientras tanto te limitabas a vivir y no había nada más. Connie entendía perfectamente por qué la gente asistía a fiestas y bailaba jazz o chárleston hasta caer de agotamiento. De una u otra forma tenías que expulsar tu juventud, o ella te devoraría. ¡La juventud, qué cosa más espantosa! Te sentías tan viejo como Matusalén y aun así la cosa bullía y no te permitía sentirte a gusto. Una horrorosa clase de vida. Y sin perspectivas. Casi deseó haberse ido con Mick y hacer de su vida una fiesta interminable, una noche entera de jazz. Eso hubiera sido mucho mejor que recluirse en una tumba.

Uno de sus días malos salió ella sola a pasear en el bosque, lentamente, sin prestar atención, sin saber siquiera dónde estaba. El estampido no muy lejano de un arma la sobresaltó y la molestó.

Luego, cuando ya se iba, oyó voces y retrocedió. ¡Gente! No deseaba ver gente. Entonces su fino oído captó otro sonido y se reanimó; el llanto de un niño. Sin perder tiempo se dirigió al lugar, alguien estaba maltratando a un niño. Avanzó a zancadas por el camino húmedo, dominada por la ira. Se sentía dispuesta a montar una escena.

Al doblar un recodo vio dos figuras en el camino, poco más adelante: el guardabosque y la niña que lloraba, vestida con un abrigo morado y un gorro de algodón. —¡Ah, cállate ya, pequeña zorra! —se escuchó la voz colérica del hombre, y el llanto subió de tono.

Constance se acercó, los ojos relampagueantes. El hombre se volvió hacia ella y la saludó con frialdad; estaba pálido de ira.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué llora la pequeña? —exigió Constance apremiante, con la respiración agitada.

Una débil sonrisa, como de burla, apareció en el rostro del hombre. —Pregúntele a ella —dijo crudamente, con acento local.

Connie sintió como si él la hubiera golpeado en el rostro, que súbitamente

enrojeció. Desafiante, encaró al hombre, le clavó la mirada de sus llameantes ojos de un azul oscuro.

—Le pregunté a usted —jadeó ella. Él hizo una extraña reverencia y se levantó el sombrero.

—Así es, señoría —dijo, y añadió en dialecto vernáculo—. Pero no puedo decírselo. —Y se convirtió en un soldado inescrutable y pálido por la contrariedad.

Connie se volvió hacia la niña, una pequeña de nueve o diez años, de rostro colorado y cabello negro.

—¿Qué te pasa, querida? ¿Por qué lloras? —le dijo, con la apropiada dulzura convencional. Los tímidos sollozos se hicieron más violentos y eso desató mayor dulzura de Connie.

—¡Está bien, está bien, ya no llores! Dime qué te hicieron —en el tono de Connie había una intensa ternura. Hundió una mano en un bolsillo de su chaqueta y encontró una moneda de seis peniques.

—¡Ya no llores! —dijo inclinándose ante la niña—. Mira lo que tengo para ti.

Sollozos, gemidos, una mano se alejó de la cara llorosa y un astuto ojo negro se posó por un momento en la moneda. Luego hubo más sollozos, aunque contenidos. —¡Dime qué te pasa, dime! —dijo Connie y puso la moneda en la mano regordeta, que se cerró sobre ella.

—¡Es por... es por el gatito!

Estremecimientos del llanto que cedía.

—¿Qué gatito, querida?

Después de un breve silencio el tímido puño, apretando la moneda, señaló un matorral de zarzamoras. —¡Ahí!

Connie dirigió la mirada a ese punto y allí estaba tendido un gran gato negro, con sangre encima.

—Oh —dijo Connie con asco.

—Un cazador furtivo, señoría —dijo el hombre en tono irónico.

Connie lo miró con enojo.

—No me extraña que la niña llore —dijo—, mató ese gato delante de ella. ¡No me extraña nada que llore!

Mellors miró a Connie a los ojos, mudo, despectivo, sin ocultar sus sentimientos. Y de nuevo ella se sonrojó; había montado una escena y se dio cuenta de que el hombre no la respetaba.

—¿Cómo te llamas? —dijo con aire jovial a la niña—. ¿No quieres decirme tu nombre?

La pequeña respiró profundo y luego dijo con voz aflautada. —Connie Mellors.

—¡Connie Mellors! ¡Qué bonito nombre! ¿Saliste con tu papá y él le disparó a un gatito? Pero era un gato malo.

La niña la miró con sus atrevidos ojos oscuros, escrutándola, midiéndola y midiendo su compasión.

—Quería quedarme con mi abuela —dijo la niña. —¿Y dónde está tu abuela?

La niña señaló el camino con un brazo.

—En la casa.

—Ah... ¿Quieres ir con ella?

La niña se estremeció. Parecía que de nuevo echaría a llorar.

—¡Sí!

—¿Quieres que te lleve? ¿Quieres que te lleve con tu abuela? Para que tu papá

pueda hacer su trabajo —Connie se volvió hacia el hombre—. Es su hija, ¿verdad? Él saludó. Asintió con un ligero movimiento de la cabeza.

—¿Puedo llevarla a la casa? —preguntó Connie.

—Si su señoría lo desea.

El guardián de nuevo la miró a los ojos con una mirada tranquila, imparcial. La mirada de un hombre muy solo, independiente.

—¿Quieres ir conmigo a la casa, con tu abuela?

La niña volvió a piar.

—¡Sí! —dijo con una sonrisa forzada.

A Connie le disgustó; era una niña mimada y falsa. Sin inquina, le enjugó la

cara y la tomó de la mano. El guardián saludó en silencio.

—¡Que tenga buen día! —dijo Connie.

Se hallaban a cerca de kilómetro y medio de la casa. Cuando divisaron la pintoresca casita del guardabosques, Connie la mayor estaba harta de Connie la menor. La niña estaba llena de trucos, como un pequeño mono, y muy segura de sí misma. La puerta de la casa estaba abierta y de dentro venía un traqueteo. Connie se detuvo y la niña se soltó y echó a correr hacia el interior. —¡Abuela ¡Abuela!

—¿Por qué has vuelto tan temprano?

Era la mañana de un sábado y la abuela había estado puliendo la estufa. Tenía puesto un delantal de arpillera, llevaba un cepillo en una mano y mostraba una mancha de tizne en la nariz. Era una mujer pequeña y seca.

—¿Qué está pasando? —dijo, y rápidamente se pasó un brazo por la cara cuando vio a Connie frente a la casa.

—Buenos días —dijo Connie—. La niña estaba llorando, así que la traje a casa.

La abuela se dirigió a la niña.

—¿Dónde está tu padre?

La nieta se aferró a las faldas de la abuela y sonrió.

—Estaba con ella —dijo Connie—, pero le disparó a un gato furtivo y la niña se asustó.

—¡Oh, Lady Chatterley, no tenía por qué tomarse la molestia! Se lo aseguro. Ha

sido muy amable de su parte, pero no tenía por qué molestarse en traerla. ¡Habrase visto! —la vieja se volvió hacia la pequeña—. ¡La buena de Lady Chatterley tomándose esas molestias por ti! ¡Sin ninguna necesidad!

—No fue molestia, sólo un paseo —dijo Connie sonriendo.

—¡Fue muy amable de su parte, se lo agradezco! ¡Así que ella estaba llorando! Sabía que algo iba a pasar en cuanto se alejaran. Esta niña le tiene miedo, eso es lo que pasa. Para ella es como un extraño, muy extraño, y no creo que lleguen a llevarse bien. Él es muy raro.

Connie no supo qué decir.

—¡Mira, abuela! —dijo la niña, radiante.

La vieja vio la moneda de seis peniques en la mano de la niña.

—¡Ah, seis peniques! Oh, su señoría, no tiene que hacerlo, no tiene por qué.

¿Ves qué buena es Lady Chatterley contigo? Has tenido suerte esta mañana.

La mujer pronunció el nombre como toda la gente del pueblo lo hacía:

Chat’ley. “¿Ves qué buena es Lady Chat’ley contigo?”

Connie no pudo evitar ver la nariz de la vieja y ésta se limpió con negligencia

la cara con el dorso de la muñeca y no logró quitar el tizne.

Connie comenzó a alejarse.

—Le agradezco mucho, Lady Chat’ley, se lo aseguro... Dale las gracias a Lady

Chat’ley —ordenó a la niña.

—Gracias —gorjeó la pequeña.

—Adiós, cariño. Buenos días —dijo Connie riendo y se alejó aliviada.

Le pareció curioso que ese hombre delgado y altanero tuviera por madre a esa mujer pequeña y sagaz.

Tan pronto como Connie se fue, la mujer se acercó al trozo de espejo que

tenía en la cocina y se vio la cara. Viéndola, con un pie golpeaba el piso con impaciencia.

—¡Tenía que encontrarme con este tosco delantal y la cara sucia! ¡Bonita idea va a tener de mí!

Connie se dirigió lentamente a su hogar en Wragby. ¡Hogar! Era una palabra excesivamente cálida para esa enorme y tediosa madriguera. Era una palabra que había tenido sus días, pero ahora era una palabra caduca. Todas las grandes palabras, le parecía a Connie, eran para su generación palabras decrépitas: amor, alegría, felicidad, hogar, madre, padre, marido; todas esas palabras grandes y dinámicas estaban medio muertas y agonizaban cada día. El hogar era la casa donde vivías, el amor era un elemento sobre el que no te engañabas, alegría era una palabra que se aplicaba a un buen chárleston, felicidad era un término hipócrita utilizado para confundir a los demás, un padre era un individuo que disfrutaba su propia existencia, un marido era el hombre con quien vivías y a quien levantabas el ánimo. En cuanto al sexo, la última de las grandes palabras, era un término usado en las fiestas para describir la excitación que te duraba un tiempo y luego te dejaba más andrajoso que nunca. ¡Deshilachado! Era como si estuvieras hecho de un material barato que se iba deshaciendo en la nada.

Todo lo que quedaba era un terco estoicismo: y en él se hallaba un inequívoco placer. En la experiencia de la nada de la vida, fase tras fase, etapa tras etapa, había cierta espantosa satisfacción. ¡Eso era todo! Siempre era ésta la última declaración: hogar, amor, matrimonio, Michaelis: ¡Eso era todo! Y cuando uno muriera sus últimas palabras serían: ¡Eso era todo!

¿Dinero? Quizás en este caso no pudiera decirse lo mismo. El dinero siempre hacía falta. El dinero, el éxito, la diosa meretriz, como Tommy Dukes se empeñaba en llamarla citando a Henry James, era una necesidad permanente. No podía gastarse la última moneda y decir luego: ¡Eso es todo! No, si llegaras a vivir diez minutos más, ibas a querer más monedas para esto o lo otro. Para que el negocio siguiera funcionando automáticamente, requerías dinero. Era indispensable tenerlo. Y no necesitabas nada más. ¡Eso era todo!

Porque, por supuesto, no tenías la culpa de estar vivo. Una vez que estás vivo, el dinero es una necesidad, la única necesidad absoluta. En caso de apuro puedes conseguir cualquier cosa. Pero no dinero. Enfáticamente, ¡de eso se trata!

Connie pensó en Michaelis y el dinero que podría haber tenido con él e incluso el que ella no deseaba. Prefería los ingresos menores que ella ayudó a ganar a Clifford con sus escritos, escritos que ella había ayudado a hacer. “Clifford y yo juntos ganamos mil doscientas libras al año escribiendo”, así lo consideraba ella. ¡Hacer dinero! ¡Hacer dinero! De la nada. ¡Sacándolo del aire! ¡La última hazaña de la que humanamente se puede estar orgulloso! Lo demás eran tonterías.

Connie volvió a casa a unir fuerzas con Clifford, para inventar otro cuento a partir de la nada, un cuento que significaba dinero. Clifford parecía preocuparse mucho de la calidad de sus relatos. A ella esto no le preocupaba. ¡No tiene sustancia!, había dicho su padre. ¡Doce cientos de libras el año anterior!, fue la réplica simple y definitiva.

Cuando eres joven, dispones los dientes, muerdes y resistes hasta que el dinero comienza a fluir de un lugar invisible; era una cuestión de poder. Era una cuestión de voluntad; una muy sutil y poderosa emanación de tu voluntad que te devuelve la misteriosa nada del dinero, una palabra escrita en un trozo de papel. Una suerte de magia triunfal. ¡La diosa meretriz! Bien, si uno ha de prostituirse, ¡que sea a la diosa meretriz! Siempre se podía despreciarla, así uno se haya prostituido ante ella, lo cual era magnífico.

Por supuesto, Clifford aún respetaba tabús y fetiches infantiles. Deseaba que lo consideraran “verdaderamente bueno”, lo cual era un completa tontería. Lo de verdad bueno era lo que se imprimía. No era bueno ser de verdad bueno y quedarse con el material. Era como si los hombres “realmente buenos” perdieran el autobús. Después de todo sólo se vive una vez, y si pierdes el autobús te quedarás en la calle con el resto de los fracasos.

Connie contemplaba un invierno en Londres con Clifford, el siguiente invierno. Él y ella habían cogido bien el autobús y bien podían viajar un tiempo en la parte alta, para exhibirse.

Lo único malo era que Clifford tendía a mostrarse confuso, ausente, a caer en ataques de depresión vacíos. Era la herida de su psique emergiendo. Y eso provocó que Connie quisiera gritar. Oh, Dios, si el mecanismo de la conciencia fallaba, ¿qué se debía hacer? ¡Al diablo con todo, cada uno hacía su parte! ¿Había que defraudar?

A veces Connie lloraba amargamente, e incluso en pleno llanto se decía: Tonta, mojando pañuelos. Como si sirviera de algo.

Desde Michaelis había decidido que no quería nada. Esa parecía la solución más simple para lo que de otro modo sería insoluble. No deseaba más de lo que tenía, sólo deseaba seguir adelante con lo que había conseguido: Clifford, los relatos, Wragby, la renta Lady Chatterley, dinero y fama, tal como sucedía. Quería seguir adelante con todo. Amor, sexo, toda esa clase de cosas, sólo agua helada. Lámelo y olvídalo. Si en tu mente no dependes de ello, no es nada. Especialmente el sexo. ¡Nada! Resuélvelo en tu mente y terminará el problema. El sexo y una bebida, los dos duran más o menos lo mismo, producen el mismo efecto y tienen un costo aproximado.

¡Un niño, un bebé! Esa seguía siendo una de las grandes emociones. Connie se internaría cautelosamente en ese experimento. En primer término elegir un hombre, y era curioso, no había en el mundo un hombre del que deseara tener un hijo. ¡Un hijo de Mick! ¡Qué pensamiento repulsivo! Mejor tener un hijo de un conejo. ¿Tommy Dukes? Era muy amable, pero de alguna manera era imposible asociarlo con un bebé, pertenecía a otra generación. Terminaba en sí mismo. Y entre el resto del amplio número de amistades de Clifford no había un hombre que no despertara su desprecio si imaginaba tener un hijo con él. Había varios que podían ser elegidos como amantes, incluido Mick. ¡Pero dejar que engendraran un hijo en ti! ¡Uf! Humillación y abominación.

¡Eso era todo!

Connie tenía el niño metido en la cabeza. ¡Espera! ¡Espera! Tamizaría generaciones enteras de hombres hasta dar con uno que valiera la pena. “Recorre las calles y callejones de Jerusalén y trata de encontrar un hombre”. Había sido imposible encontrar un hombre en la Jerusalén del profeta, aunque abundaban los humanos de sexo masculino. ¡Pero un hombre!, ¡c’est une autre chose!

Connie tenía la idea de que tendría que ser un extranjero: no un inglés y mucho menos un irlandés. Un extranjero auténtico.

¡Espera! ¡Espera! El próximo invierno iría con Clifford a Londres, y el siguiente irían al extranjero, el sur de Francia, Italia. ¡Espera! No había prisa con el niño. Era un asunto exclusivamente suyo, y el único punto que, a su extraña manera femenina, se tomaba en serio hasta el fondo de su alma. No se arriesgaría con el primero en llegar, ¡no, nunca! Se puede elegir un amante en cualquier momento, pero no al hombre que engendrará un hijo en tu vientre. ¡Espera, espera!, esto es algo muy diferente. “Recorre las calles y callejones de Jerusalén...” No se trata del amor, se trata de un hombre. Uno al que incluso se pueda odiar en lo personal. Y si era el hombre, ¿qué podía importar el odio personal? Esto tenía que ver con otra parte de uno mismo.

Como de costumbre había llovido y los senderos estaban muy húmedos para la silla de Clifford, pero Connie salía. Salía sola todos los días, principalmente al bosque, donde se hallaba sola todo el tiempo. No veía a nadie por allí.

Esta vez quería enviarle un mensaje al guardián, y como el mensajero estaba en cama con influenza —siempre parecía haber alguien con influenza en Wragby—, Connie se ofreció para ir a la casa de campo.

El aire era suave y siniestro, como si el mundo agonizara lentamente. Gris, pegajoso y silente, incluso el que llegaba de las minas de carbón, porque los pozos estaban trabajando corto tiempo y ese día estaban detenidos por completo. ¡El fin de todas las cosas!

El bosque entero estaba inerte, inmóvil, sólo se escuchaba el choque hueco de las gotas que caían de las ramas desnudas. Por lo demás, entre los árboles había una grisura profunda dentro de lo profundo, inercia sin esperanza, silencio, nada.

Connie caminaba sin prisa. El viejo bosque despedía una antigua atmósfera melancólica que de alguna manera la tranquilizaba, era mejor que la dura insensibilidad del mundo exterior. A Connie le gustaba la intimidad del bosque remanente, la muda reticencia de los viejos árboles. Parecía un poderoso silencio y a pesar del silencio una presencia vital. Ellos también esperaban: obstinados, estoicos, y emitían la potencia del silencio. Quizá sólo aguardaban el final; la hora de ser talados y eliminados, el fin del bosque, y para ellos el fin de todas las cosas. Aunque quizá su fuerte y aristocrático silencio, el silencio de los árboles fuertes, significaba algo más.

Cuando Connie abandonó el bosque en el lado norte, la casa del guardián, una casa de oscura piedra morena, con aguilones y una hermosa chimenea, de tan silenciosa y sola parecía deshabitada. Pero una hebra de humo se elevaba desde la chimenea, y el pequeño jardín cercado del frente se veía limpio y ordenado. La puerta de la casa se hallaba cerrada.

Frente a la casa Connie sintió temor de la presencia del hombre, de sus ojos inquisitivos y penetrantes. No le gustaba llevarle órdenes y sintió el deseo de alejarse. Golpeó suavemente la puerta y nadie acudió. Golpeó de nuevo sin gran fuerza y tampoco hubo respuesta. Se asomó por la ventana y vio el pequeño cuarto oscuro, con su privacidad casi siniestra que rechazaba cualquier invasión.

Erguida, escuchó y le pareció oír ruido detrás de la cabaña. Su fracaso para hacerse oír le devolvió la entereza, no se dejaría vencer.

Le dio vuelta a la casa. En la parte posterior el terreno ascendía y el patio quedaba hundido y cercado por un muro de piedra no muy alto. Dobló la esquina de la casa y se detuvo. En el pequeño patio, a dos pasos de ella, el hombre se estaba lavando, ajeno por completo a la presencia de la señora. Desnudo hasta la cintura, el pantalón de pana caía sobre sus delgadas caderas. Su blanca espalda se hallaba curvada sobre una palangana de agua jabonosa, en la cual sumergía la cabeza, agitándola con un extraño y rápido movimiento, levantando los delgados brazos blancos y expulsando el agua jabonosa de sus orejas, rápido, como una comadreja jugando en el agua, completamente solo. Connie retrocedió y se apresuró a internarse en el bosque. A pesar de su entereza, sufrió una fuerte impresión, aunque no se trataba sino de un hombre lavándose, algo común y corriente. ¡Dios sabía!

De alguna singular manera fue una experiencia visionaria: y la había golpeado en el centro del cuerpo. Vio el tosco pantalón deslizándose sobre la delicada, pura y blanca piel, sobre los huesos; y esa sensación de soledad de una persona sencillamente sola, la abrumó. La desnudez perfecta, blanca y solitaria de una criatura que vive sola, interiormente sola. Y más allá, la innegable belleza de una criatura inmaculada. No la materia de la belleza, ni siquiera el cuerpo de la belleza, sino los destellos, el calor, la llama de una vida individual, revelándose en contornos que se pueden tocar: ¡un cuerpo!

Connie había recibido el impacto de la visión en el vientre, y lo supo, estaba dentro de ella. Pero su mente la incitaba a ridiculizar. ¡Un hombre lavándose en el patio! ¡Sin duda con un jabón amarillo que olía a azufre! Estaba muy confundida; ¿por qué tenía que tropezar con esa vulgaridad privada?

Se alejó de sí misma y un momento después se sentó en un tocón. Estaba muy confundida para pensar. Pero en medio de su desconcierto estaba decidida a entregar el mensaje al guardián. No retrocedería. Debía darle tiempo para vestirse, mas no para abandonar la casa. Posiblemente se estaba preparando para salir.

Lentamente inició el camino de regreso, escuchando. Al acercarse, la cabaña lucía igual que antes. Un perro ladró y ella tocó a la puerta, su corazón tamborileaba a pesar de sí misma.

Escuchó que el hombre bajaba por la escalera. Él abrió la puerta de golpe y la sobresaltó. Parecía molesto, pero al instante la sonrisa acudió a su rostro.

—¡Lady Chatterley! —dijo—. ¿Quiere pasar?

Sus modales eran naturales y comedidos; ella cruzó el umbral y entró a la monótona habitación.

—Sólo vine a traerle un mensaje de Sir Clifford —dijo Connie con su voz suave y jadeante.

El hombre la estaba mirando con esos ojos azules que lo escudriñaban todo, lo cual la hizo desviar un poco el rostro. El hombre pensó que se veía atractiva, casi hermosa en su timidez, y de inmediato tomó el control de la situación.

—¿Le gustaría sentarse? —preguntó el guardián, suponiendo que ella no aceptaría. La puerta seguía abierta.

—¡No, gracias! Sir Clifford dese saber si...

Le dio el mensaje, mirándolo inconscientemente a los ojos. Y ahora esos ojos lucían cálidos y amables, particularmente para una mujer, maravillosamente cálidos, y amables, y tranquilos.

—Muy bien, señoría. Me encargaré en seguida.

Al tomar la orden, la actitud del guardián sufrió un cambio, miraba ahora con una suerte de severidad y distancia. Connie titubeó, debía irse. Pero se entretuvo mirando consternada la limpia, ordenada y melancólica habitación.

—¿Vive aquí solo? —preguntó. —Completamente solo, señoría.

—¿Y su señora madre?

—Vive en su propia casa, en el poblado. —¿Con la niña?

—Con la niña —dijo el hombre.

Y su rostro liso y gastado adoptó una apariencia de inefable burla. Era un rostro que cambiaba todo el tiempo, desconcertante.

—Mi madre viene a hacer la limpieza los sábados —dijo viendo que Connie parecía perpleja—. De lo demás me encargo yo.

De nuevo Connie lo miró a los ojos. Los del hombre sonreían de nuevo, socarrones, aunque cálidos y azules y en cierto modo amables. Ella lo miró inquisitiva. Él vestía pantalón y camisa de franela y una corbata gris, el pelo suave y húmedo, el rostro pálido y erosionado. Cuando sus ojos dejaron de reír, se veían como unos ojos que han sufrido mucho, aunque no perdían su calor. La palidez del aislamiento cayó sobre él, ella no estaba allí para él.

Connie quería decir muchas cosas y no dijo ninguna. Lo miró de nuevo y dijo: —Espero no haberlo molestado.

Una leve sonrisa irónica entrecerró los ojos del hombre.

—Nada más me estaba peinando. Siento no haberme puesto algo encima, pero no tenía idea de quién estaba tocando. Nadie viene aquí, y lo inesperado suena amenazador.

Echó a andar delante de ella por el sendero del jardín para sostener la puerta. En camisa, sin la desaliñada chaqueta de pana, ella de nuevo apreció lo esbelto que era, delgado, algo encorvado. Cuando ella pasó a su lado, había algo joven y brillante en el cabello del hombre, en sus ojos inquietos. Al parecer era un hombre de unos treinta y siete o treinta y ocho años.

Connie se internó en el bosque sabiendo que él la miraba alejarse; el hombre la perturbaba, a pesar de su entereza.

Él, cuanto entró a la casa, pensaba: “¡Es linda y es real! Es más linda de lo que se imagina”.

Ella se lo preguntaba todo sobre él. No parecía un guardabosque y tampoco un minero, aunque tenía algo en común con la gente del lugar. Y poseía también algo poco común.

—El guardabosques, Mellors, es una persona extraña —le dijo a Clifford—, podría pasar por un caballero.

—¿De verdad? —dijo Clifford—. No me había dado cuenta.

—¿No crees que hay algo especial en él? —insistió Connie.

—Me parece un buen hombre, pero no sé gran cosa de él. Dejó el ejército el año pasado, hace menos de un año. Creo que estuvo en la India. Debió de aprender algunos modales por allá, quizás era asistente de un oficial y eso lo ayudó a refinarse. Algunos hombres eran así. Pero no les hace mucho bien, pues de regreso a casa tienen que volver a sus viejos lugares.

Connie miró a Clifford con aire reflexivo. Vio en su actitud el peculiar desprecio, característico de su estirpe, hacia alguien de clase baja que desea superarse.

—¿No crees que hay algo especial en él? —preguntó.

—¡Francamente no! Nada que haya visto.

Clifford la miró con curiosidad, inquieto, diríase que con sospecha. Y ella sintió que no le estaba diciendo la verdad y que no se estaba diciendo la verdad. Le disgustaba cualquier alusión a cualquier humano excepcional. La gente era más o menos de su nivel o estaba por debajo.

Connie volvía a percibir la estrechez y la miseria moral de los hombres de su generación. ¡Eran muy cerrados, los asustaba la vida!

El amante de Lady Chatterley

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