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V

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Una helada mañana con un poco de sol de febrero, Clifford y Connie dieron un paseo por el parque hasta llegar al bosque. Clifford en su silla motorizada y Connie caminando a su lado.

El aire pesado conservaba un olor a azufre, pero ellos estaban acostumbrados. El horizonte cercano se hallaba rodeado de una niebla opalescente, con humo y escarcha, y en lo alto se percibía un retazo de cielo azul; era como dentro de un recinto, siempre dentro. La vida siempre es un sueño o un delirio, dentro de un recinto.

Las ovejas tosían en el áspero y seco pasto del parque, donde el hielo azuloso se acumulaba en las cavidades de los matorrales. Cruzaba el parque un sendero que llegaba al portón de madera, una delgada cinta color de rosa. Clifford lo había mandado cubrir hacía poco con grava tamizada de la orilla del pozo. Cuando la piedra y los desechos del inframundo se habían quemado y liberado su azufre, la gravilla se había tornado de un color rosa brillante, del tono de un camarón en días secos, y más oscuro, del color de un cangrejo, en días húmedos. Ahora mostraba un color camarón pálido, con escarcha de color blanco azulado. A Connie le agradaba esa alfombra de gravilla de un brillante color de rosa. Incluso un viento dañino puede traer algo bueno.

Clifford condujo con cautela por la pendiente de la colina, Connie tenía una mano sobre la silla. Enfrente se hallaba el bosque, delante los avellanos y más allá la densidad purpúrea de los robles. En la linde del bosque los conejos retozaban y mordisqueaban. De pronto los grajos alzaron el vuelo en una hilera negra y se alejaron en una franja del firmamento.

Connie abrió el portón de la cerca y Clifford, esforzándose, se internó en el amplio sendero de herradura que se abría paso en una pendiente entre los avellanos desnudos. La arboleda era lo que quedaba del gran bosque donde Robin Hood cazaba, y el sendero era un antiguo camino que cruzaba el condado. Ahora, por supuesto, era sólo una vereda entre el bosquecillo privado. La carretera a Mansfield viraba allí hacia el norte.

En la fronda todo se hallaba inmóvil, en el suelo las hojas muertas mantenían la escarcha en el lado oculto. Un azulejo llamó ásperamente y muchos pájaros revolotearon. Pero no había caza, no quedaba un faisán; los habían aniquilado durante la guerra y el bosque había quedado sin protección, hasta que ahora Clifford había contratado de nuevo al guardabosque.

Clifford amaba el bosque, sobre todo los viejos robles. Sentía que habían sido suyos durante generaciones. Y deseaba protegerlos. Quería que ese sitio fuera inviolable, aislado del mundo.

La silla avanzaba con lentitud por la pendiente, meciéndose y sacudiéndose sobre los terrones congelados. De repente, a la izquierda apareció un claro donde no había nada más que un grupo de helechos muertos, algunos arbolitos largos y delgados brotando aquí y allá, grandes tocones que mostraban las marcas de la sierra y sus retorcidas raíces sin vida. Y manchones negros donde los leñadores habían quemado ramas y basura.

Se trataba de uno de los sitios que Sir Geoffrey había mandado talar durante la guerra a fin de sacar madera para las trincheras. La colina entera, que se elevaba con suavidad a la derecha del camino, estaba desnuda y extrañamente abandonada. La cima de la loma, donde antaño proliferaban los robles, mostraba su desnudez, y desde allí podían verse, por encima de los árboles, la vía férrea de la mina y las nuevas fábricas de Stacks Gate. Connie se había detenido y miraba, se trataba de una brecha en el virtuoso aislamiento del bosque. Una fisura que permitía la entrada del mundo. Pero nada le dijo a Clifford.

Ese sitio desnudo siempre encolerizó a Clifford. Había estado en la guerra y sabía lo que significaba, pero nunca se enojó tanto como cuando vio esa colina desnuda. Aunque había ordenado que la replantaran, eso no lo eximió de odiar a Sir Geoffrey.

Clifford mantuvo una expresión invariable mientras la silla ascendía con lentitud. En la cumbre, la detuvo; no deseaba correr riesgos en el descenso largo y ajetreado. Miraba el verdoso trayecto de descenso, una despejada senda entre los helechos y los robles, que al pie de la colina viraba y desaparecía. El camino desplegaba una curva sencilla y encantadora, perfecta para damas y caballeros en sus educadas monturas.

—Creo que éste es realmente el corazón de Inglaterra —dijo Clifford a Connie sentado allí bajo el tenue sol de febrero.

—¿De veras? —preguntó ella, mientras se sentaba en un tocón al lado del sendero con su vestido azul de punto.

—¡Claro que sí! Esta es la vieja Inglaterra, su corazón, y quiero mantenerlo intacto.

—¡Oh, sí! —dijo Connie. Y escuchó las sirenas de las once de la mañana de la mina de Stacks Gate. Clifford estaba tan acostumbrado a ese sonido que no lo escuchó.

—Quiero este bosque perfecto, intocado. Deseo que nadie pase por aquí —dijo Clifford.

Había cierto patetismo. El bosque conservaba algo del misterio de la vieja y salvaje Inglaterra, aunque las talas de Sir Geoffrey durante la guerra habían constituido un duro golpe. ¡Qué inmóviles estaban los árboles, con sus innumerables ramas retorcidas recortándose contra el cielo, y sus obstinados troncos grises elevándose desde los helechos marrones! ¡Con qué seguridad los pájaros revoloteaban entre el follaje! Alguna vez allí había habido ciervos, arqueros, monjes que viajaban sobre asnos perezosos. El sitio recordaba, seguía recordando.

Bajo el sol pálido, la luz acariciaba el pelo suave y rubio de Clifford, su inescrutable rostro sonrosado.

—Cuando vengo aquí, más que en cualquier otro momento, me duele no haber tenido un hijo —declaró.

—El bosque es más antiguo que tu familia—dijo con delicadeza Connie.

—¡Mucho más! —dijo Clifford—. Y lo hemos preservado. De no ser por nosotros habría desaparecido, como el resto de los bosques. ¡Hay que cuidar la vieja Inglaterra! —¿Hay que hacerlo? —dijo Connie—. ¿Tiene que ser preservada contra la nueva

Inglaterra? Es triste, lo entiendo.

—Si no protegemos la vieja Inglaterra, no habrá Inglaterra en absoluto —dijo Clifford—. Y los que poseemos este tipo de propiedades y las amamos, tenemos el deber de preservarlas.

Hubo una pausa triste.

—Sí, durante un tiempo —dijo Connie.

—¡Durante un tiempo! Es todo lo que podemos hacer, nuestra pequeña parte.

Desde que tenemos este lugar, cada hombre de mi familia ha hecho su parte. Debemos oponernos a los convencionalismos, pero mantener la tradición.

De nuevo hubo una pausa.

—¿Qué tradición?

—¡La tradición de Inglaterra! ¡De todo esto!

—Sí —dijo Connie con tranquilidad.

—Por eso tener un hijo ayuda —dijo Clifford—. Somos eslabones de una cadena. A Connie no le interesaban las cadenas, pero no dijo nada. Pensaba en la curiosa impersonalidad del deseo de Clifford de tener un hijo.

—Siento mucho que no podamos tener un hijo —declaró.

Clifford la miró con toda la intensidad de sus ojos de un azul pálido.

—Casi sería bueno que tuvieras un hijo de otro hombre —dijo—. Si lo educáramos en Wragby nos pertenecería y pertenecería a este lugar. No tengo gran aprecio por la paternidad. Si pudiéramos criarlo sería nuestro, continuaría la tradición. ¿No crees que vale la pena considerarlo?

Connie al fin se dignó mirarlo. Su niño, el niño de ella, para él era sólo algo necesario.

—¿Y quién podría ser el hombre? —preguntó.

—¿Tiene importancia? ¿Nos afectan profundamente esas cosas? Tenías un amante en Alemania, ¿y qué ocurrió? Casi nada. Me parece que esos pequeños actos, esas pequeñas relaciones que hacemos en la vida no importan gran cosa. La gente muere, ¿y ahora dónde está? ¿Dónde... dónde están las nieves de antaño? Es lo que perdura en nuestras vidas lo que importa; me importa mi propia vida, su larga continuidad y desarrollo. ¿Qué importancia tienen las relaciones ocasionales? ¡Especialmente las relaciones sexuales ocasionales! Si la gente no les diera tan ridícula importancia se verían como el apareamiento de las aves. Y así debe ser. ¿Qué importancia tienen? Es el compañerismo de una vida lo que vale. Vivir juntos el día a día, y no el hecho de acostarse juntos una o dos veces. Tú y yo estamos casados y eso no lo cambia lo que pueda sucedernos. Tenemos el hábito del otro. Y el hábito, a mi modo de ver, es mucho más vital que cualquier excitación circunstancial. Un asunto amplio, lento y duradero, es por lo que vivimos, no por un espasmo ocasional. Poco a poco, al vivir juntas dos personas forman una especie de unísono, vibran de manera intrincada la una con la otra. Ese es el secreto del matrimonio, no el sexo; o no solamente la función sexual. Tú y yo estamos entretejidos en el matrimonio. Si nos apegamos a eso podríamos arreglar este asunto del sexo, así como podemos concertar una cita con el dentista, puesto que físicamente el destino nos ha acorralado ahí.

Connie escuchaba sentada, en parte con asombro y en parte temerosa. No lograba descifrar si Clifford tenía razón o no. Allí estaba Michaelis, a quien ella amaba, o al menos eso se decía a sí misma. Pero ese amor era sólo una excursión de su matrimonio con Clifford, del largo y moroso hábito de la intimidad forjado a través de muchos años y paciencia. Tal vez el alma humana necesitase excursiones, y no había por qué negárselas. Pero después de la excursión había que volver a casa.

—¿Y no te importaría con quién tuviera el hijo? —inquirió Connie.

—¿Por qué, Connie? Confiaría en tu natural instinto de decencia y selección. Tú no permitirías que te tocara alguien inapropiado.

¡Ella pensó en Michaelis! Representaba completamente la idea de Clifford del tipo inapropiado.

—Hombres y mujeres podemos tener idea distinta del hombre inapropiado.

—No —replicó Clifford—. Tú piensas en mí. No creo que te interese un hombre que me resulte antipático. Tu temperamento no te lo permitiría.

Ella guardó silencio. Esa lógica era incontestable porque estaba absolutamente equivocada.

—¿Y esperarías que te contara todo? —dijo ella, mirándolo de manera casi furtiva.

—Para nada, sería mejor que no lo supiera. Supongo que estás de acuerdo conmigo en que el sexo casual no es nada comparado con una larga vida juntos, ¿es así? ¿No crees que uno puede subordinar el sexo a las necesidades de una larga vida? Utilizar el sexo, ¿no es algo a lo que nos vemos forzados? Después de todo, ¿tienen valor esas excitaciones pasajeras? ¿No se reduce el problema entero de la vida a la construcción de una integridad personal al paso de los años, en vivir una vida plena? Una vida incompleta, parcial, no tiene sentido. Si la carencia de sexo pone en peligro la integridad de tu vida, sal a buscar una aventura amorosa. Si la falta de un niño atenta contra tu plenitud, haz lo posible por tener un hijo. Pero sólo hazlo para tener una vida plena, una larga conjunción armónica. Y tú y yo podemos lograrlo, ¿no crees? Si nos adaptamos a las necesidades y al mismo tiempo unimos esa adaptación en una sola pieza a la vida constante que hemos vivido. ¿No te parece?

Connie se sintió agobiada por esas palabras. Sabía que teóricamente él tenía razón, pero cuando ella pensó en la vida constante vivida con él, titubeó. ¿Era su destino seguir entretejiendo su vida con la de él el resto de sus días? ¿Nada más?

¿Eso le deparaba la vida? ¿Era justo? Tenía que conformarse con tejer una vida estable a su lado, en una sola pieza, quizás ocasionalmente bordada con la flor de una aventura. ¿Cómo podría ella saber cuáles serían sus sentimientos un año después? ¿Cómo podría cualquiera saberlo? ¿Cómo era posible decir sí para años y años? ¡El pequeño sí había durado lo que un suspiro! ¿Por qué tendría que verse atrapada por esa volátil palabra? ¡Por supuesto, tenía que revolotear y desaparecer, seguida por otros síes y noes! Como se alejan las mariposas.

—Creo que tienes razón, Clifford. Hasta donde logro entender, estoy de acuerdo contigo. Sólo los giros de la vida pueden aportar un nuevo sentido.

—En tanto la vida nos lo ofrezca. ¿Estás de acuerdo?

—¡Oh, sí! Estoy de acuerdo, de veras.

Connie estaba mirando una spaniel de pelaje pardo que había salido de un sendero lateral y los veía con la nariz levantada ladrando suavemente. Detrás de la perra apareció caminando a grandes zancadas un hombre con una escopeta, que parecía dispuesto a atacarlos; de pronto el hombre se detuvo, saludó y se dio vuelta para seguir su camino colina abajo. Era el nuevo guardabosque, pero había asustado a Connie al aparecer rápido y amenazante. Así lo había visto ella, como una repentina amenaza surgida de ninguna parte.

Era un hombre vestido de pana verde y con polainas, al viejo estilo; tenía una cara colorada y un bigote rojo y ojos glaciales. Bajaba ya de prisa la colina.

—¡Mellors! —lo llamó Clifford.

El hombre se dio vuelta y saludó con un ademán militar breve y rápido, ¡era un soldado!

—¿Quieres darle vuelta a la silla y echarla a andar? Así será más fácil —dijo Clifford.

El hombre se echó la escopeta al hombro y se acercó con pasos rápidos y suaves a la vez, como si fuera invisible. Era delgado y no muy alto, y silencioso. No dirigió la mirada a Connie, sólo a la silla.

—Connie, él es el nuevo guardabosque, Mellors. ¿No ha hablado aún con su señoría, Mellors?

—No, señor —repuso Mellors con palabras maquinales, neutras.

El hombre se levantó el sombrero y mostró su cabello grueso, casi rubio. Miró a Connie a los ojos con una mirada escrutadora, audaz, impersonal, como si la estudiara. Ella se sintió intimidada e inclinó la cabeza hacia él. Mellors se quitó el sombrero con la mano izquierda e hizo una leve reverencia, como un caballero, sin pronunciar palabra. Permaneció un momento inmóvil, con el sombrero en la mano.

—Ya tiene tiempo aquí, ¿verdad? —le dijo Connie.

—Ocho meses, señora. Quiero decir, su señoría —corrigió el hombre con tranquilidad.

—¿Y le gusta?

Connie lo miraba a los ojos. Mellors entrecerró los ojos, con ironía, tal vez con insolencia.

—Sí, su señoría, gracias. Me criaron aquí.

Hizo otra breve reverencia, se dio vuelta, se puso el sombrero y se dirigió a la silla. En las palabras finales su voz había adoptado el pesado arrastre del dialecto, quizá con algo de burla, porque hasta ese momento no había mostrado indicios de dialecto. Podría decirse que era casi un caballero. De cualquier modo era un tipo curioso, rápido, aislado, solitario y seguro de sí mismo.

Clifford echó a andar el pequeño motor y el hombre giró con cuidado la silla para colocarla de frente al declive que conducía, curvándose suavemente, a la penumbra de los avellanos.

—¿Es todo, señor Clifford? —preguntó el hombre.

—No, será mejor que me acompañe, por si se detiene. A veces el motor no tiene fuerza suficiente para subir.

El hombre echó una mirada en torno buscando a la perra, una mirada reflexiva. El spaniel lo miró y movió la cola levemente. Una breve sonrisa que parecía burlarse de Connie o provocarla, aunque de forma amable, asomó a los ojos del hombre un instante y en seguida se desvaneció y el rostro quedó inmóvil, sin expresión. Comenzaron a bajar la cuesta con rapidez, el hombre con una mano en la barra de la silla, sujetándola. Más parecía un soldado redimido que un sirviente. Algo en su porte le recordó a Connie a Tommy Dukes.

Cuando llegaron a la arboleda Connie echó a correr y abrió el portón que daba al parque. Mientras lo detenía, los dos hombres pasaron a su lado mirándola. Clifford con aire crítico; el otro con una fría curiosidad impersonal, queriendo descubrir cómo era ella. Y ella vio en sus impersonales ojos azules una mirada de sufrimiento y desapego, aunque no exenta de calor. ¿Por qué era tan arrogante, tan lejano?

Clifford detuvo la silla en cuanto cruzaron el portón, y el hombre acudió rápido y cortés a cerrarlo.

—¿Por qué corriste para abrir? —le preguntó Clifford a ella con una voz suave y tranquila que mostraba su disgusto—. Mellors lo hubiera hecho.

—Pensé que seguirían de frente —dijo Connie.

—¿Y dejar que corrieras tras de nosotros? —dijo Clifford.

—A veces me dan ganas de correr.

Mellors tomó de nuevo la silla, al parecer desentendido del entorno, pero Connie sabía que se fijaba en todo. Mientras empujaba la silla por el empinado ascenso del parque, Mellors comenzó a respirar agitado, con los labios entreabiertos. En realidad era un hombre frágil. Lleno de vitalidad, pero frágil y con tendencia a sofocarse. El instinto femenino de Connie lo descubrió.

Connie se quedó atrás, dejó que la silla avanzara. La mañana se había tornado gris; el trozo de cielo azul que se veía entre los círculos de neblina se había cerrado, como si le hubieran colocado una tapadera, y hacía un frío lacerante. Pronto nevaría. ¡Todo gris, todo gris! El mundo parecía exhausto.

La silla aguardaba en lo alto del sendero color de rosa. Clifford buscó a Connie con la mirada.

—¿Acaso estás cansada? —le preguntó.

—¡Oh, no! —dijo ella.

Pero lo estaba. Comenzaba a lastimarla un misterioso y agotador anhelo, una

gran insatisfacción. Clifford no se dio cuenta: no era el tipo de cosas que lo motivara. Pero el extraño lo advirtió. Para Connie, en su mundo y en su vida todo parecía raído, agotado, y su insatisfacción era más antigua que las colinas.

Llegaron a la casa por la parte de atrás, donde no había escalones. Clifford se las arregló para trasladarse a la silla de ruedas de la casa; tenía unos brazos fuertes y flexibles. Connie le ayudó a acomodar sus piernas muertas.

El guardabosque, mientras esperaba el permiso para retirarse, observaba con atención, no se perdía detalle. Palideció, con algo cercano al temor, cuando Connie tomó en sus brazos las piernas inertes y las llevó a la otra silla, mientras Clifford giraba el cuerpo. Mellors parecía asustado.

—Gracias por la ayuda, Mellors —dijo Clifford indiferente, mientras se dirigía a las habitaciones de la servidumbre.

—¿Se le ofrece algo más, señor? —dijo Mellors con voz neutra, como salida de un sueño.

—Nada más. Buenos días.

—Buenos días, señor.

—Buenos días. Ha sido muy amable en subir la silla. Espero que no se haya fatigado —dijo Connie mirando al guardabosque, que se hallaba fuera.

La mirada de Mellors se posó en ella un instante, como si despertara. Era muy consciente de su presencia.

—¡No, no fue muy pesado! —dijo rápidamente. Luego su voz adquirió el tono tosco de la jerga coloquial—. ¡Buenos días a usted, señoría!

—¿Quién es el guardabosque? —preguntó Connie durante la comida. —Mellors. Ya lo conoces.

—Sí, pero... ¿De dónde salió?

—De ninguna parte. Es de Tevershall. Creo que hijo de un minero.

—¿Y él ha sido minero?

—Herrero en la mina, creo que jefe de herreros. Fue guardián aquí dos años, antes de la guerra, hasta que se alistó. Mi padre siempre tuvo muy buena opinión de él, así que cuando volvió y fue a pedir trabajo de herrero en la mina, lo traje de regreso como guardián. Me alegró mucho contar con él, es casi imposible encontrar por aquí un buen guardabosque, se necesita un hombre que conozca a la gente.

—¿Es casado?

—Lo fue. Pero su mujer se enredó con... con varios hombres y acabó con un minero de Stacks Gate. Creo que sigue viviendo allí.

—Entonces, ¿está solo?

—Más o menos. Su madre vive en el poblado, y creo que tiene un hijo. Clifford fijó en Connie la mirada de sus ligeramente prominentes ojos azul pálido, en los cuales apareció cierta vaguedad. Parecía alerta en primer plano, pero en el fondo, como en la atmósfera de las Midlands, había bruma, una niebla humosa.

Y la bruma parecía avanzar. De modo que cuando miró a Connie a su manera peculiar, mientras le daba una precisa información peculiar, ella percibió que la mente de Clifford se llenaba de niebla, de nada. Y eso la asustó. Clifford parecía impersonal, al borde de la idiotez.

Vagamente discernió una de las grandes leyes del espíritu humano: cuando el alma emocional recibe un golpe lacerante que no mata el cuerpo, el alma parece recuperarse en la medida en que el cuerpo se recupera. Pero esto es sólo apariencia. En realidad no es sino el mecanismo de un hábito reasumido. Poco a poco la herida del alma comienza a hacerse sentir, como un moretón que lentamente lleva a lo profundo su terrible dolor, hasta que llena por completo la mente. Y cuando creemos que nos hemos recuperado y olvidado, los terribles efectos secundarios alcanzan su peor momento.

Eso había sucedido con Clifford. Una vez que estuvo “bien”, una vez que volvió a Wragby y escribía sus cuentos y a pesar de todo se sentía seguro de la vida, parecía haber olvidado y recuperado su ecuanimidad. Y entonces, lentamente, al paso de los años, Connie percibió que la herida del horror y del miedo emergía y se extendía en Clifford. Por un tiempo se había mantenido en lo profundo, adormecida, como si no existiera. Y ahora lentamente comenzaba a afirmarse en la propagación del miedo, casi una parálisis. Mentalmente Clifford permanecía alerta, pero el traumatismo del gran golpe se extendía gradualmente en su yo afectivo.

Y mientras se diseminaba en él, Connie sintió que la invadía. Poco a poco se extendía en ella un pavor interno, un vacío, una indiferencia hacia todo. Cuando Clifford se hallaba excitado era capaz aún de charlar con brillantez y, por así decirlo, controlar el futuro: como en el bosque, cuando habló de que ella tuviera un hijo y diera un heredero a Wragby. Y el día siguiente las brillantes palabras no eran sino hojas muertas desmenuzándose y convirtiéndose en polvo, sin significado, arrastradas por una ráfaga de viento. No eran las frondosas palabras de una vida verdadera, jóvenes y enérgicas y adheridas al árbol. Eran las hordas de hojas caídas de una vida inútil.

Así lo veía ella en todas partes. Los mineros de Tevershall de nuevo hablaban de huelga, y a Connie le parecía que no se trataba de una manifestación de energía sino de una herida de guerra que había estado en suspenso y lentamente salía a la superficie y creaba el gran dolor de la inquietud y el estupor y el descontento. La herida era profunda, muy profunda. Era la herida de una guerra inhumana y falsa. Tomaría muchos años a la sangre vital de las generaciones disolver el vasto coágulo negro de sangre magullada, inserto muy adentro de las almas y los cuerpos. Y necesitaría una nueva esperanza.

¡Pobre Connie! Al paso de los años, lo que la afectó fue el temor a la nada en su vida. La vida intelectual de Clifford y la suya propia comenzaron gradualmente a sentirse como nada. El matrimonio de la pareja, la vida juntos, se basaba en un hábito de intimidad del que él hablaba: había días en que todo no era sino vacío, nada. Se trataba sólo de palabras, excesivas palabras. La única realidad era la nada, y sobre ella una verborrea hipócrita.

En eso descansaba el éxito de Clifford: ¡la diosa meretriz! Cierto, casi era famoso y sus libros le daban mil libras. Su fotografía estaba en todas partes. En una de las galerías había un busto de él y en otras dos tenían un retrato suyo. Parecía el más moderno entre las voces modernas. Con su sorprendente instinto de inválido para la publicidad, en cuatro o cinco años se había convertido en el más popular de los jóvenes “intelectuales”, aunque Connie no lograba ver dónde entraba lo intelectual. Clifford era muy competente para ese análisis levemente humorístico de las personas y sus motivos, que al final hace pedazos todo. Era como esos cachorros que hacen trizas los cojines del sofá, sólo que él no era joven y juguetón, sino curiosamente viejo y obstinadamente engreído. Era extraño y eso no era nada. Esta era la sensación que multiplicaba su eco en el fondo del alma de Connie: era una bandera, una maravillosa demostración de nada. Y a la vez alarde. ¡Un alarde! ¡Un alarde! ¡Un alarde!

Michaelis había tomado a Clifford como el personaje principal de una obra de teatro; ya había diseñado la trama y escrito el primer acto. Michaelis era mejor que Clifford para crear una demostración de nada. Era el último grano de pasión que quedaba en esos hombres: la pasión de demostrar. Sexualmente carecían de pasión, estaban muertos. Y ahora no era dinero lo que buscaba Michaelis. Clifford jamás había puesto en primer término el dinero, aunque se lo embolsaba siempre que podía porque el dinero era el troquel y la marca del éxito. Y era el éxito lo que ellos anhelaban. Deseaban, ambos, hacer una demostración concreta, una muestra de sí mismos capaz de cautivar por un tiempo a la vasta población.

Era extraño, prostituirse a los pies de la diosa meretriz. Para Connie, que estaba fuera de eso, y en quien se había extinguido toda emoción que pudiera nacer de aquello, de nuevo era la nada. Incluso prostituirse ante la diosa meretriz era nada, aunque los hombres se prostituyeran mil veces. Eso también era la nada.

Michaelis le escribió a Clifford sobre la pieza teatral. Connie, por supuesto, lo sabía desde tiempo atrás. Y Clifford de nuevo se entusiasmó. De nuevo sería exhibido, alguien lo mostraría, y él iba a sacar provecho. Así que invitó a Michaelis a Wragby, con su primer acto.

Michaelis llegó en el verano con un traje de color pálido y guantes blancos de gamuza, con orquídeas de color malva para Connie, encantador, y el primer acto fue un gran éxito. Incluso Connie estaba emocionada, con la escasa emoción que le quedaba. Y Michaelis, excitado gracias a su capacidad de emocionar, estuvo maravilloso, hermoso a los ojos de Connie. Ella veía en él la antigua inmovilidad de una raza que ya no podría ser desilusionada, una extremada impureza, tal vez, que sigue siendo pura. En el lado lejano de la prostitución a la diosa meretriz, Michaelis parecía puro, puro como una máscara africana de marfil que sueña la impureza como pureza en sus curvas y planos de marfil.

El momento de auténtica emoción con los dos Chatterley, cuando sencillamente arrastró a Connie y a Clifford, fue uno de los acontecimientos supremos en la vida de Michaelis. Había tenido éxito: los había entusiasmado. Incluso Clifford se enamoró temporalmente de él, para decirlo de algún modo.

La mañana siguiente Mick se hallaba más impaciente que nunca: inquieto, consumiéndose, con las intranquilas manos en los bolsillos del pantalón. Connie no lo había visitado esa noche y él no sabía dónde encontrarla. ¡Frivolidad! En su momento de triunfo.

Subió a la sala de estar por la mañana. Connie estaba segura de que él vendría. Y el nerviosismo de Mick era evidente. Le preguntó que pensaba de su obra. ¿Le parecía buena? Necesitaba oír alabanzas: eso lo estimulaba hasta la última emoción, más allá que un orgasmo. Y ella lo elogió con vehemencia. Aunque en el fondo de su alma sabía que no era nada.

—¡Mira! —dijo él de repente—. ¿Por qué no hacemos las cosas bien? ¿Por qué no nos casamos?

—Pero yo soy casada —dijo ella estupefacta.

—¡Ah, eso! Él aceptará el divorcio. ¿Por qué no nos casamos? Quiero casarme. Es lo que más me conviene. Casarme y llevar una vida normal. Mi vida ha sido un desastre, siempre haciéndome pedazos. Mira, estamos hechos el uno para el otro, uña y carne. ¿Por qué no nos casamos? ¿Hay alguna razón para que no lo hagamos?

Connie lo miraba azorada y no sentía nada. Los hombres eran todos iguales, nada les importaba. Les estallaba la cabeza como si fueran cohetes y esperaban arrastrarte al cielo junto con sus varas.

—Ya te dije que soy casada —dijo Connie—. Y no puedo dejar a Clifford. Lo sabes.

—¿Por qué no? ¿No entiendo por qué no? —gritó Michaelis—. En seis meses ni siquiera se dará cuenta de que te has ido. Para él nadie existe, excepto él mismo. Por lo que veo, a ese hombre no le sirves para nada, está completamente inmerso en sí mismo.

Connie sabía que era cierto. Pero también entendía que Mick estaba haciendo una exhibición de abnegación.

—¿No todos los hombres están inmersos en sí mismos? —dijo Connie.

—Más o menos, lo admito. Un hombre tiene que hacerlo, para abrirse paso. Pero ese no es el asunto. El asunto es cuánto tiempo le concede un hombre a una mujer. ¿Puede hacerla feliz o no puede? Si no puede, no tiene derecho a esa mujer. —Michaelis hizo una pausa y miró a Connie con sus hipnóticos ojos color avellana—. Yo creo —añadió— que puedo darle a una mujer los mejores momentos a que ella pueda aspirar. Eso lo garantizo.

—¿Qué clase de buenos momentos? —preguntó Connie, mirándolo todavía con una especie de desconcierto que parecía nacer de la emoción, aunque no sentía nada en absoluto.

—¡Toda clase de buenos momentos, maldita sea! ¡Todo! Vestidos, joyas hasta cierto punto, los mejores clubes nocturnos, el trato con las personas que quieras conocer, vivir al límite, viajar y ser conocidos en cualquier parte. Toda clase de buenos momentos.

Habló rodeado del brillo del triunfador, y Connie lo miraba como una mujer deslumbrada, pero no sentía nada. Las radiantes promesas de Mick apenas le provocaban un cosquilleo en la superficie de la mente. Su yo más exterior, que en otro momento se hubiera emocionado, apenas respondió. Tales promesas no le provocaban sentimiento alguno, no se dejaba atrapar. Allí sentada, miraba a Mick aturdida, pero nada sentía, sólo percibía en algún lugar el desagradable olor de la diosa bastarda.

Echado hacia adelante en la silla, con el alma en vilo, Mick la miraba histéricamente: nadie podría adivinar si su vanidad estaba ansiosa de escucharla decir ¡sí!, o si tenía miedo de que ella dijera ¡sí!

—Tengo que pensarlo —dijo Connie—. No puedo decidir ahora. Podrá parecerte que Clifford no me importa, pero me importa mucho. Si supieras lo desvalido que...

—¡Maldita sea! Si se trata de hacer valer nuestras desgracias, comenzaré por decirte que estoy muy solo y siempre lo he estado y me paso la vida llorando. ¡Maldita sea! Hablamos de alguien a quien sólo recomienda su invalidez.

Mick se dio vuelta, sus manos se agitaban furiosas en los bolsillos del pantalón. Esa tarde le dijo a Connie:

—Esta noche vendrás a mi habitación, ¿verdad? Ni siquiera sé dónde está la tuya. —Está bien —dijo ella.

Esa noche fue un amante muy excitado, en su extraña y frágil desnudez. A Connie le resultó imposible alcanzar el orgasmo antes de que él terminara, aunque Mick despertó en ella cierta pasión ansiosa con su desnudez y suavidad de niño; entonces ella tuvo que seguir después de que él hubo terminado, en el tumulto salvaje y la agitación de sus entrañas, mientras él se mantenía heroicamente erecto y dentro de ella, con toda su voluntad y su generosidad, hasta que ella alcanzó el orgasmo y estalló en breves y extraños gritos.

Cuando al final salió de ella, Mick, con su vocecita amarga y casi desdeñosa dijo:

—No puedes terminar al mismo tiempo que el hombre, ¿verdad? ¡Tienes que hacerlo a tu modo! ¡Tienes que ser la reina de la función!

Ese pequeño discurso, en ese momento, fue uno de los mayores desencantos en la vida de Connie.

Porque esa forma pasiva de darse era, de manera evidente, la única forma de Mick de tener una relación sexual.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Connie.

—Sabes bien lo que quiero decir. Continúas horas después de que me vengo. Y tengo que apretar los dientes hasta que terminas por tu propio esfuerzo.

Connie quedó estupefacta ante la inesperada brutalidad, en ese momento en que se hallaba encendida por el placer más allá de las palabras y sentía por él una especie de amor. Porque, después de todo, como tantos hombres de su tiempo, él terminaba así antes de haber comenzado. Y eso obligaba a la mujer a continuar activa.

—¿No quieres que obtenga mi propia satisfacción? —dijo ella.

—¡Lo quiero! —dijo Michaelis con una sonrisa sombría—. ¡Está muy bien! ¡Resisto con los dientes apretados mientras me haces el favor!

—¿Lo quieres o no? —insistió Connie.

Michaelis eludió la pregunta.

—Todas las malditas mujeres son iguales —dijo—. O no terminan nunca, como si estuvieran muertas. O esperan hasta que el compañero quede satisfecho y entonces comienzan a solazarse y el amigo tiene que aguantar. Nunca tuve una mujer que se viniera en el momento en que yo lo hago.

Connie escuchó a medias la genial información masculina. Lo que la asombró fue el sentimiento de Michaelis contra ella, su incomprensible brutalidad. Y se supo inocente.

—¿Pero quieres mi satisfacción o no? —repitió ella.

—¡Oh, claro que sí! Me muero de ganas. Pero vieras qué divertido es para un hombre eso de esperar que la mujer acabe.

Este discurso fue uno de los más duros golpes en la vida de Connie. Mató algo en ella. Ella no había estado interesada en Michaelis; cuando él empezó, a ella no le interesaba. Era como si nunca lo hubiera deseado. Pero una vez que él la enardeció, a ella le pareció natural alcanzar el paroxismo con él. Ella casi lo había amado por eso, y esa noche casi lo amaba y deseaba casarse con él.

Gracias quizás al instinto él se dio cuenta y decidió liquidar de golpe todo el espectáculo, el castillo de naipes. Y todos los sentimientos sexuales de Connie hacia él o hacia otros hombres se derrumbaron esa noche. Su vida se distanció de la Michaelis tan completamente como si él jamás hubiera existido.

Y ella volvió al tedio de cada día. No había nada sino la vacía rutina de lo que Clifford llamaba la vida integrada, la larga convivencia de dos personas habituadas a vivir en juntas en una casa. ¡La nada! Aceptar esa gran nada de la vida parecía ser el único propósito de la vida en común. ¡Todas las pequeñas cosas importantes y trascendentes que forman la suma total de la nada!

El amante de Lady Chatterley

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