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IV

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Connie siempre tuvo el presentimiento de que su amorío con Mick, como la gente llamaba al dramaturgo, no llegaría muy lejos. Y al parecer otros hombres nada significaban para ella. Estaba atada a Clifford. Él deseaba una parte de su vida y ella se lo daba. A su vez, ella deseaba una parte de la vida de un hombre y esto no podía dárselo Clifford. Hubo ocasionales encuentros con Michaelis, pero como a ella se lo decían sus intuiciones, eso llegaría a su fin. Mick era incapaz de perseverar. Era parte de su naturaleza romper cualquier relación y sentirse libre, aislado, de nuevo un perro vagabundo. Era su mayor necesidad, aunque siempre decía: ¡Ella me rechazó!

El mundo, suponemos, está lleno de posibilidades, que se reducen a muy pocas en la mayor parte de las experiencias personales. Hay montones de buenos peces en el mar, se dice, pero las vastas masas parecen ser de macarela y arenque, y si no se es macarela o arenque es posible que no se encuentren buenos peces en el mar.

Clifford avanzaba hacia la fama y el dinero. La gente acudía a verlo. Connie siempre recibía a alguien en Wragby. Si no eran macarelas eran arenques, ocasionalmente un bagre o una anguila.

Había algunos asiduos, hombres que habían estado en Cambridge con Clifford. Por ejemplo Tommy Dukes, que había permanecido en el ejército y era general brigadier. “El ejército me deja tiempo para pensar y me exime de las batallas de la vida”, decía.

Otro era Charles May, un irlandés que escribía ensayos científicos sobre las estrellas. Un tercero era Hammond, escritor. Los tres eran más o menos de la edad de Clifford, jóvenes intelectuales del momento. Todo ellos creían en el cultivo de la mente. Cualquier otra cosa que hicieran pertenecía a la vida privada y no importaba gran cosa. Nadie le pregunta a otro a qué hora va al retrete. Eso no le interesa sino a quien le concierne.

Y así con la mayor parte de los asuntos de la vida cotidiana. Cómo ganas tu dinero, si amas a tu esposa, si tienes amoríos. Todas esas cuestiones pertenecen al ámbito privado y sólo interesan a quien le conciernen, como eso de ir al retrete, que no tiene interés para nadie más.

—Lo más notable acerca del problema sexual —dijo Hammond, un hombre alto y delgado, con mujer y dos hijos, aunque mucho más apegado a la máquina de escribir—, es que, estrictamente, no existe tal problema. No queremos seguir a un hombre al excusado, ¿por qué seguirlo cuando se va a la cama con una mujer? Ahí radica el problema. Si no le pusiéramos a una cosa más atención que a la otra, no habría problema. Es algo totalmente inútil, sin sentido, un asunto de curiosidad malsana.

—¡Del todo, Hammond, del todo! Pero si alguien comienza a enamorar a Julia, empezarás a calentarte, y si el asunto sigue, pronto estarás hirviendo de rabia. —Julia era la esposa de Hammond.

—¡Por supuesto! Y lo mismo sucedería si el tipo se pone a orinar en un rincón de mi habitación. Hay lugar para esas cosas.

—¿Quieres decir que no te molestarías si alguien hiciera el amor con Julia en un sitio discreto? —Charlie May lo dijo con intención mordaz, porque había pretendido coquetear con Julia y Hammond lo paró en seco.

—Claro que me molestaría. El sexo es algo privado entre Julia y yo, y por supuesto me irritaría si alguien trata de entrometerse.

—De hecho —dijo el delgado y pecoso Tommy Duke, que parecía mucho más irlandés que May, quien era pálido y más bien gordo—. De hecho, Hammond, tienes un fuerte instinto de propiedad y una sólida voluntad de autoafirmación y quieres triunfar. Desde que decidí quedarme en el ejército me he apartado de los asuntos del mundo, y ahora veo cuán desmesurado es el deseo de afirmación y éxito de los hombres. Por encima de toda medida. Toda nuestra individualidad corre en ese sentido. Y por supuesto los hombres como tú creen que lo harán mejor si una mujer los respalda. Por eso eres tan celoso. El sexo es para ti una pequeña dinamo vital entre tú y Julia, útil para alcanzar el éxito. De sentir que te inclinas al fracaso, comenzarías a coquetear, como Charlie, que no tiene éxito. La gente casada, como tú y Julia, tiene etiquetas, como los baúles de los viajeros. La etiqueta de Julia dice Señora de Arnold B. Hammond, como un baúl en el tren, que pertenece a alguien. Y tu etiqueta indica: Arnold B. Hammond, a cargo de la Señora Arnold B. Hammond. ¡Sí, tienes mucha razón, mucha razón! La vida intelectual requiere una casa confortable y comida decente. Tienes toda la razón. También necesita la posteridad. Y todo depende del instinto para el éxito. Ese instinto es el pivote en torno al cual todo gira.

Hammond se veía molesto. Estaba orgulloso de la integridad de su mente y de no ser un esclavo del tiempo. Lo cual no le impedía buscar el éxito.

—Muy cierto, no se puede vivir sin efectivo —dijo May—. Debes tener cierta cantidad para vivir y pasarla bien. Incluso para pensar con libertad hay que disponer de cierta cantidad de dinero. O el estómago te pondrá un alto. Aunque me parece que tendrías que prescindir de las etiquetas en el sexo. Somos libres de hablar con cualquier persona, ¿por qué entonces no lo seríamos de hacer el amor con cualquier mujer que desee hacerlo con nosotros.

—Ha hablado el lascivo celta —dijo Clifford.

—¡Lascivo! Está bien, ¿por qué no? No entiendo por qué le haría más daño a una mujer durmiendo con ella que bailando con ella. O incluso conversando del clima. Se trata de un intercambio de sensaciones y no de ideas, eso es todo.

—Promiscuo como un conejo —dijo Hammond.

—¿Y por qué no? ¿Qué hay de malo con los conejos? ¿Son peores que una humanidad neurótica y revolucionaria, poseída por un odio nervioso?

—Aun así, no somos conejos —dijo Hammond.

—¡Precisamente! Tengo una mente: debo hacer ciertos cálculos en cierta disciplina astronómica que me concierne más que la vida y la muerte. Y a veces la digestión interfiere. El hambre también puede interferir de manera desastrosa. De la misma forma que el hambre de sexo se entromete en mi vida. ¿Qué más?

—Yo habría pensado que es la indigestión sexual la que te causa serios problemas —dijo Hammond irónico.

—¡Para nada! No me sobrealimento ni fornico en exceso. Uno puede decidir cuánto come. Tú quisieras matarme de inanición.

—¡De ninguna manera! Puedes casarte.

—¿Cómo sabes que puedo? Quizá no sea compatible con mis procesos mentales. El matrimonio podría anquilosar mis procesos mentales. No estoy diseñado para esa función, ¿y por eso tendría que estar encadenado en una perrera como un monje? ¡Basura, muchacho! Debo vivir y hacer mis cálculos. Y necesito una mujer de vez en cuando. Me niego a hacer un drama y rechazo toda prohibición y todo intento de condenarme moralmente. Me sentiría avergonzado de ver una mujer etiquetada con mi nombre, dirección y la estación de destino del tren, como un baúl lleno de ropa.

Los dos hombres no se habían perdonado el asunto de Julia.

—Es una idea graciosa, Charlie —dijo Dukes—. Eso de que el sexo sea otra forma de hablar, donde pones en acción las palabras en vez de decirlas. Supongo que tienes razón. Podríamos intercambiar con las mujeres tantas sensaciones y emociones como ideas sobre el clima y mucho más. El sexo sería una especie de conversación física natural entre un hombre y una mujer. No se habla con una mujer a menos que se tengan ideas en común; esto es, lo haces sin interés alguno. De la misma manera, a menos que compartas una emoción o cierta simpatía con una mujer, no te acostarías con ella. Pero si se tiene...

—Si se tiene la clase adecuada de emoción o simpatía con una mujer, tienes que acostarte con ella —dijo May—. Es lo único decente, llevársela a la cama. Así como, cuando tienes interés en hablar con alguien, lo único decente es tener una conversación. No acobardarte y morderte la lengua. No, hay que decir lo que se tiene que decir. Y lo mismo en el otro caso.

—No —dijo Hammond—. Es un error. Tú, por ejemplo, May, despilfarras la mitad de tu fuerza con las mujeres. Nunca utilizas de la manera correcta ese magnífico cerebro que tienes. Buena parte de ese talento se va por otro lado.

—Es posible... y muy pequeña parte del tuyo se gasta de ese modo, Hammond, muchacho, casado o no. Puedes mantener la pureza y la integridad de tu cerebro, pero se te está secando. Por lo que veo, tu mente inmaculada se está quedando seca como las cuerdas de un violín. Simplemente la subestimas.

Tommy Dukes estalló en una carcajada.

—¡Adelante, par de cerebros! —dijo—. Mírenme. No realizo ningún trabajo intelectual puro y elevado, nada sino garabatear unas cuantas ideas. Y no me he casado ni persigo mujeres. Creo que Charlie tiene razón, si quiere correr detrás de las mujeres, es libre de hacerlo, no muy a menudo. Yo no se lo prohibiría. En cuanto a Hammond, tiene sentido de la propiedad, por lo tanto le van bien el camino recto y la puerta estrecha. Ya verán que será uno de nuestros hombres de letras antes de sucumbir. A B C de pies a cabeza. Falto yo. No soy nada. Un folletín. ¿Y qué hay de ti, Clifford? ¿Crees que el sexo es una dinamo que ayuda a los hombres a lograr el éxito?

En esos momentos Clifford hablaba poco, no se arriesgaba. Sus ideas no eran suficientemente vitales para hacerlo, se hallaba confundido y sensible. Se sonrojó, parecía incómodo.

—Bueno —dijo—, como estoy fuera de combate, no tengo nada que decir sobre ese tema.

—Para nada —dijo Dukes—. Tu parte superior no está fuera de combate. Tu vida cerebral está sana, intacta. Queremos escuchar tus ideas.

—Aun así —tartamudeó Clifford—, no dispongo de muchas ideas. Creo que casarse y que todo vaya bien representaría lo que pienso. Por supuesto, que un hombre y una mujer se cuiden entre sí es una gran cosa.

—¿Qué tiene de gran cosa? —preguntó Tommy.

—Pues... perfecciona la intimidad —dijo Clifford, incómodo como una mujer en ese tipo de charla.

—Bueno, Charlie y yo pensamos que el sexo es una especie de comunicación, como el habla. Si una mujer empieza una conversación sexual conmigo, me parece natural que la terminemos en la cama, en el momento oportuno. Por desdicha, no hay mujer que comience algo así conmigo, y por lo tanto me voy solo a la cama y eso no me hace peor. Al menos eso espero, porque ¿cómo voy a saberlo? De cualquier modo eso no interfiere con abstrusos cálculos astronómicos o con la escritura de obras maestras. Soy simplemente un compañero que fisgonea en el ejército.

Hubo un silencio. Los cuatro hombres fumaban. Connie, sentada allí, dio otra puntada en su costura... ¡Sí, allí se hallaba! Callada, quietecita como un ratón para no interrumpir las inmensamente importantes especulaciones de esos inteligentes caballeros. Tenía que estar allí. No la pasaban tan bien sin su presencia, sus ideas no fluían tan libremente. Clifford era mucho más evasivo y nervioso, se intranquilizaba pronto en ausencia de ella y la charla se dificultaba. A Tommy Dukes le iba mejor, la presencia de ella lo inspiraba. Hammond no le gustaba a Connie, le parecía egoísta en un sentido mental. Y Charles May, aunque le simpatizaba en algunos aspectos, le parecía desagradable y desordenado a pesar de sus estrellas.

Infinidad de tardes había escuchado Connie las discusiones de aquellos cuatro hombres y uno o dos más. Y no le molestaba que jamás llegaran a conclusión alguna. Le gustaba escuchar sus opiniones, especialmente cuando Tommy era uno de ellos. Era asunto gracioso. En vez de que la besaran o la tocaran con sus cuerpos, le abrían sus mentes. ¡Era muy divertido! ¡Pero qué mentes tan frías!

Y también era irritante. Ella le tenía más respeto a Michaelis, cuyo nombre mencionaban todos con sumo desprecio, como un arribista rústico, un patán maleducado de la peor clase. Rústico y patán o no, llegaba a sus propias conclusiones. No se limitaba a pasear en torno de ellas con millones de palabras en un desfile de la vida intelectual.

A Connie le agradaba la vida intelectual, la apasionaba. Aunque en este caso le parecía exagerada. Le encantaba hallarse allí, entre nubes de humo, en esas afamadas reuniones de los compinches, como los llamaba en privado. La gratificaba, y también la hacía sentirse orgullosa, que ellos ni siquiera pudiesen hablar sin su presencia silenciosa. Tenía un inmenso respeto por el pensamiento, y esos hombres trataban de pensar honestamente. Aunque había por ahí un gato que no se atrevía a pegar el salto. Tenían en común que todos hablaban de algo, pero lo que ese algo significaba para su vida, no sabría decirlo. Era algo que Mick tampoco aclaró.

En tanto, Mick no hacía nada más que cruzar por su vida y poner ante los demás tantos obstáculos como le ponían a él. Era en verdad un antisocial, razón por la cual Clifford y sus compinches se oponían a él. Clifford y sus amigos no eran antisociales, más bien hacían su parte para salvar a la humanidad o cuando menos para instruirla.

Hubo una interesante velada la tarde de un domingo, cuando la conversación de nuevo derivó hacia el amor.

—Bendito sea el vínculo que une nuestros corazones en algún tipo de parentesco —dijo Tommy Dukes—. Quisiera saber cuál es ese vínculo. El que nos une en este momento es la fricción mental entre uno y otro. Aparte de esto, poco es lo que nos une. Nos separamos y nos decimos palabras maliciosas, como otros malditos intelectuales del planeta. Maldito sea todo el mundo, porque todo el mundo hace lo mismo. De otra manera separémonos y ocultemos los rencores que abrigamos contra los otros musitándoles palabras azucaradas. Es curioso que la vida intelectual al parecer florezca con las raíces en el resentimiento, un resentimiento inefable y sin medida. ¡Siempre ha sido así! ¡Observen a Sócrates, en Platón, y el séquito que lo rodea! Rencor puro. Y auténtica alegría cuando se despedaza a alguien. ¡Protágoras o quien sea! ¡Y Alcibíades y los demás discípulos perros de presa se unen a la refriega! Debo señalar que uno prefiere a Buda tranquilamente sentado bajo un árbol, o a Jesús predicando a sus discípulos pequeñas historias dominicales, en santa paz y sin pirotecnia verbal. No, radicalmente hay algo erróneo en la vida intelectual. Enraizada en el rencor y la envidia, la envidia y el rencor. Conocerás el árbol por sus frutos.

—No creo que todos seamos unos resentidos —protestó Clifford.

—Mi querido Clifford, piensa en la forma en que nos hablamos, todos nosotros. Y yo soy el peor de todos. Porque infinitamente prefiero el rencor espontáneo a las falsas palabras edulcoradas. Veneno puro. Si comienzo a hablar de lo buen amigo que es Clifford, etcétera, pobre Clifford, merecerá compasión. Por el amor de Dios, digan todos ustedes lo peor que se les ocurra acerca de mí y sabré que me aprecian. Si me llenan de elogios, sabré que estoy perdido.

—Pues yo creo que de verdad nos apreciamos —dijo Hammond.

—Deberíamos... Nos lanzamos palabras rencorosas, hablamos mal de los otros a sus espaldas. Y yo soy el peor.

—Yo creo que confundes la vida intelectual con el ejercicio crítico. Y estoy de acuerdo contigo, Sócrates dio a la actividad crítica un gran impulso, e hizo mucho más —dijo Charlie May con actitud magisterial. Los compinches mostraban cierta pomposidad bajo su asumida modestia. Todo se decía ex cathedra, aunque se fingían humildes.

Dukes se negó a abordar el tema de Sócrates.

—Es verdad, la crítica y el conocimiento no son la misma cosa —dijo Hammond. —Por supuesto que no lo son —intervino Berry, un joven moreno y tímido que

había llegado a ver a Dukes y se quedó a pasar la noche. Todos lo miraron como si un asno hubiera hablado.

—No hablaba del conocimiento sino de la vida intelectual —dijo Dukes sonriente—. El conocimiento verdadero proviene de la conciencia del cuerpo entero; del vientre y el pene tanto como del cerebro y la mente. La mente sólo puede analizar y racionalizar. Si se deja que la mente y la razón gobiernen todo lo demás, lo único que lograrán es criticar y matar todo. Es todo lo que pueden hacer. Y esto es muy importante. Sabe Dios que la crítica es hoy muy importante, una crítica implacable. Por lo tanto vivamos la vida intelectual y la gloria en nuestro resentimiento, y acabemos el viejo espectáculo podrido. Pero, lo advierto, es así: mientras vives tu vida, eres de alguna manera un todo orgánico con la vida entera. Y una vez que comienzas la vida intelectual arrancas la manzana, cortas la conexión entre la manzana y el árbol: la conexión orgánica. Y si no hay en tu vida nada más que vida intelectual, eres una manzana cortada, has caído del árbol. Y entonces es una necesidad lógica abrigar rencor, como para la manzana caída pudrirse es una necesidad natural.

Clifford abrió mucho los ojos: para él todo era palabrería. Connie reía para sí misma.

—De modo que todos somos manzanas caídas —dijo Hammond en tono ácido y petulante.

—Pues hagamos sidra de nosotros mismos —dijo Charlie.

—¿Qué piensan ustedes del bolchevismo? —preguntó el moreno Berry, como si todo lo anterior llevara a ese tema.

—¡Bravo! —rugió Charlie—. ¿Qué piensan del bolchevismo?

—¡Vamos! —dijo Dukes—. Hagamos polvo el bolchevismo.

—Me temo que el bolchevismo es un tema mayúsculo —dijo Hammond agitando la cabeza con suma seriedad.

—Para mí —dijo Charlie—, el bolchevismo no es nada más que un odio superlativo a lo que llaman lo burgués, aunque lo que llaman burgués no está del todo definido. Es el capitalismo entre otras cosas. Los sentimientos y las emociones son algo tan burgués, que habría que inventar un hombre que no los tuviera. El individuo, en especial el hombre independiente, es burgués, de modo que debe ser suprimido. Cada uno debe sumergirse en lo más grande, lo social soviético. Incluso un organismo es burgués: por lo tanto el ideal es lo mecánico. Lo único que es una unidad inorgánica, compuesta de muchas partes, todas esenciales, es la máquina. Cada hombre es una parte de la máquina, y la fuerza que impulsa la máquina es el odio, el odio a lo burgués. Para mí eso es el bolchevismo.

—¡Absolutamente! —dijo Tommy—. Aunque también me parece una descripción perfecta de todo el ideal industrial. El ideal del dueño de la fábrica en una cáscara de nuez, aunque nunca aceptará que la fuerza motriz sea el odio. Es el odio, siempre; odio a la vida misma. Basta con echarle una mirada a las Midlands, si es que no les queda claro. Todo es parte de la vida de la mente, es un desarrollo lógico. —Niego que el bolchevismo obedezca a una lógica, rechaza la mayor parte de

las premisas —dijo Hammond.

—Vamos, querido, permite la premisa material, tal como lo hace la mente pura.

Exclusivamente.

—Al menos el bolchevismo ha llegado al fondo —dijo Charlie.

—¡El fondo! ¡Un fondo sin fondo! Dentro de poco los bolcheviques tendrán el

mejor ejército del mundo, con el mejor equipo mecánico.

—Esto no puede seguir, este asunto del odio. Tiene que haber una reacción

—dijo Hammond.

—Bueno, hemos aguardado durante años, no podemos esperar más. El odio

es algo que crece como cualquier otra cosa. Es el inevitable resultado de imponer ideas a la vida, de imponer nuestros más profundos instintos, instintos que forzamos de acuerdo con ciertas ideas. Nos conducimos con una fórmula, como una máquina. La mente lógica pretende llevar la voz cantante, y esa voz deviene odio puro. Todos somos bolcheviques, pero somos hipócritas, Los rusos son bolcheviques sin hipocresía.

—Hay muchos caminos distintos de la ruta soviética —dijo Hammond—. Los bolcheviques no son inteligentes.

—Claro que no. Aunque a veces resulta inteligente pecar de ingenuo, si se quiere alcanzar un objetivo. Personalmente, considero que el bolchevismo es una tontería, pero también me parece que la vida social en occidente es una tontería. En consecuencia considero que nuestra célebre vida intelectual es una tontería. Somos tan indiferentes como los cretinos y tan apáticos como los idiotas. Todos somos bolcheviques, aunque con otro nombre. Nos creemos dioses, ¡hombres como dioses! Lo mismo que los bolcheviques. Uno tiene que ser humano y tener un corazón y un pene para librarse de ser un dios o un bolchevique, porque estos son la misma cosa. Son muy buenos para ser verdaderos.

En el silencio condenatorio surgió la ansiosa pregunta de Berry.

—Entonces crees en el amor, Tommy. ¿No es así?

—¡Oh, querido muchacho! —dijo Tommy—. ¡No, querubín! ¡Nueve de cada diez

veces, no! El amor es otra de esas tonterías de nuestro tiempo. Amigos con cinturas ondulantes, pequeñas pervertidas del jazz con nalgas de niño, como botones de un abrigo. ¿Te refieres a esa clase de amor? ¿O al tipo de amor de la propiedad en común en busca del éxito, la clase de amor mi-marido-mi-esposa? ¡No, mi querido amigo, no creo en nada de eso!

—¿Entonces en qué crees?

—¿Yo? Intelectualmente creo en tener un corazón noble, un pene juguetón, una inteligencia vivaz y el valor de decir “mierda” delante de una dama.

—Pues todo eso lo posees —concluyó Berry.

Tommy Dukes echó a reír a carcajadas.

—¡Eres un ángel, muchacho! ¡Ojalá lo tuviera! ¡Ojalá lo tuviera! No, mi corazón

es tan insensible como una papa, mi pene se dobla y nunca levanta la cabeza, preferiría cortármelo que decir “mierda” delante de mi madre o de mi tía, auténticas damas, no lo dudes. Y la verdad no soy inteligente, soy un simulador. Sería maravilloso ser inteligente: entonces estaría vivo en todas las partes mencionadas y las innombrables. El pene levantaría la cabeza para decirle “¿Cómo estás?” a una persona de verdad inteligente. Renoir decía que pintaba sus cuadros con el pene, y lo hacía, ¡magníficos cuadros! Me gustaría hacer algo con el mío. ¡Dios!, uno sólo es capaz de hablar. Otra tortura sumada a las del Hades. Y Sócrates comenzó todo.

—Hay excelentes mujeres en el mundo —Connie alzó la cabeza y al fin habló.

A los hombres no les gustó. Connie tendría que haber fingido que no había escuchado. Odiaban admitir que había escuchado tan de cerca esa conversación.

—Dios mío, si no son buenas conmigo, ¿qué importa cuán buenas puedan ser?

—No, no tiene sentido. Simplemente no puedo vibrar al unísono con una mujer. No hay una mujer a la que desee cuando estoy frente a ella, y voy a empezar a obligarme a hacerlo. ¡Por Dios, no! Seguiré como hasta hoy y viviré una vida intelectual. Es lo único honesto que puedo hacer. Soy muy feliz conversando con mujeres, pero es algo puro, irremediablemente puro. ¡Irremediablemente puro! ¿Qué opinas tú, Hildebrand?

—Es menos complicado si uno conserva la pureza —dijo Berry. —Sí, la vida es completamente simple.

El amante de Lady Chatterley

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