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III

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Connie era consciente de su creciente intranquilidad. A causa de su falta de relaciones la inquietud iba apoderándose de ella como una locura. Crispaba sus nervios, aunque ella no lo deseara, tensaba su espina dorsal cuando ella no deseaba esforzarse sino reposar confortablemente. Era algo que se agitaba dentro de ella, en el útero, en alguna parte, y Connie sentía que debía saltar al agua y nadar hasta sacudírselo; una locura sin sosiego hacía latir violentamente su corazón, sin motivo. Y adelgazaba.

Pura y simple inquietud. A veces echaba a correr a través del parque, abandonaba a Clifford y se tendía boca abajo entre los helechos. Para escapar de la casa tenía que huir de la casa y de todo el mundo. El bosque era su único refugio, su santuario.

Pero no era un verdadero refugio, un santuario, porque no tenía vínculos con él. Era solamente un lugar donde podía ocultarse del resto. Nunca había comprendido el verdadero espíritu del bosque... si es que existía tal despropósito.

Sabía vagamente que de alguna manera se estaba quebrando. Sabía vagamente que se había desconectado: había perdido la comunicación con el mundo vital y lleno de sustancia. ¡Sólo le quedaban Clifford y sus libros, que no existían, que carecían de contenido! Vacío en el vacío. Lo entendía vagamente. Y era como golpearse la cabeza contra una roca.

Su padre la aconsejó nuevamente.

—¿Por qué no te buscas un novio, Connie? Te haría mucho bien.

Ese invierno Michaelis estuvo de visita unos días. Era un joven irlandés que

había hecho fortuna en Estados Unidos gracias a sus obras de teatro. Por un tiempo fue acogido con entusiasmo por la buena sociedad londinense, porque sus obras abordaban la buena sociedad. Paulatinamente la buena sociedad se dio cuenta de que había sido ridiculizada por esa rata dublinesa de alcantarilla y vino el repudio. Se le tildó de bruto y sinvergüenza. Se descubrió que odiaba lo inglés, y para la clase que lo descubrió ese era el peor de los crímenes. Lo descuartizaron y sus restos fueron arrojados a la basura.

Con todo, Michaelis tenía un apartamento en Mayfair y paseaba por Bond Street la imagen de un caballero, nadie puede lograr que los mejores sastres rechacen a los clientes de la peor calaña si esos clientes pagan.

Clifford había invitado a ese joven de treinta años cuando la carrera del joven pasaba por un mal momento. Clifford no titubeó. Michaelis llegaba quizás a los oídos de un millón de personas; y siendo como era un forastero desesperado, sin duda agradeció la invitación a Wragby en esa coyuntura, cuando la buena sociedad lo repudiaba. Tal agradecimiento sin duda “beneficiaría” a Clifford en Estados Unidos. ¡En buena hora! Un hombre recibe numerosos elogios, sean cuales fueren, si se habla bien de él, especialmente “allá”. Clifford era un recién llegado y era notable el sano instinto publicitario que tenía. Al final Michaelis lo mostró de manera muy noble en una de sus obras y Clifford se vio como un héroe popular. Hasta la reacción final, cuando se dio cuenta de que había sido ridiculizado.

A Connie la sorprendió un poco la imperiosa y ciega necesidad de Clifford de ser conocido: es decir, ser conocido por el vasto y amorfo mundo del que nada sabía y ante el cual sentía un miedo incómodo; conocido como escritor, como un escritor moderno de primera clase. Gracias al competente Sir Malcolm, viejo cordial y fanfarrón, Connie sabía que los artistas deben promoverse y empeñarse en colocar su mercancía. Pero su padre se valía de canales establecidos y usados por los miembros de la Real Academia para vender sus cuadros. Clifford, en cambio, descubría medios de publicidad de todo género. Invitaba a toda clase de gente a Wragby, sin demeritarse ni un ápice. Decidido a construir un monumento a su reputación tan rápido como pudiera, utilizaba todo tipo de escombros para lograrlo.

Michaelis llegó puntual en un coche magnífico, con chofer y sirviente. ¡Ataviado en el más puro estilo Bond Street! Al verlo, algo en el espíritu bucólico de Clifford retrocedió. Michaelis no era exactamente... no exactamente... de hecho, no era del todo lo que... lo que su apariencia intentaba mostrar. Para Clifford esto era suficiente y definitivo. A su pesar se portó amable con él, con el éxito asombroso que lo enaltecía. La diosa meretriz de la Fortuna, como la llamaba, rugiente y protectora, custodiaba a un Michaelis a veces humilde, a veces desafiante, y esto intimidaba a Clifford por completo: él también deseaba prostituirse en el altar de la diosa meretriz, la Fortuna, si ella lo aceptaba.

Michaelis no tenía nada de inglés, a despecho de todos los sastres, sombrereros, barberos y zapateros del mejor distrito de Londres. No, definitivamente Michaelis no era un inglés: tenía un rostro incorrecto, plano y pálido, incorrecto el porte, incorrecta la actitud de hallarse a disgusto. Abrigaba resentimiento y rencor: cosa evidente para cualquier caballero inglés, que jamás se permitiría mostrar algo así en su comportamiento. El pobre de Michaelis había sufrido infinidad de coces y aun ahora parecía vivir con el rabo entre las piernas. Mediante el más puro instinto y la más auténtica desvergüenza, con sus obras teatrales se había abierto paso a los escenarios y a los proscenios. Se había ganado al público. Y supuso que los días de las coces habían llegado a su fin. Ay, no era así. Nunca lo sería. Porque en cierto sentido él pedía las patadas. Anhelaba hallarse en un sitio que no le correspondía, entre las clases altas inglesas. ¡Y cómo disfrutaban los otros las coces que le asestaban! ¡Y cómo los odiaba!

Con todo, este bastardo dublinés viajaba con sirviente en un auto magnífico.

Algo en él agradaba a Connie. No era presuntuoso, no se hacía ilusiones acerca de sí mismo. Conversaba con Clifford con buen juicio, de manera breve y práctica, sobre todo lo que Clifford deseaba saber. No era expansivo ni monologaba. Entendía que había sido invitado a Wragby para que lo utilizaran y, como un viejo, astuto y casi indiferente hombre de negocios, o un gran hombre de negocios, se dejaba interrogar y respondía con el mínimo dispendio de sentimientos.

—¡Dinero! —dijo alguna vez—. El dinero es una especie de instinto. Y hacer dinero es el talento natural de un hombre. No es nada que se busque. No es un truco que se practique. Es una especie de accidente de la propia naturaleza; una vez que se empieza a hacer dinero se sigue haciéndolo, supongo que hasta cierto punto.

—De alguna manera se tiene que empezar —dijo Clifford.

—¡Desde luego! Se tiene que participar en el juego. Quien está fuera no consigue nada. Hay que abrirse paso. Y una vez que se logra, nada se puede hacer por evitarlo.

—¿Habría hecho dinero si no fuera por el teatro? —preguntó Clifford.

—Posiblemente no. Podría haber sido un buen escritor o uno muy malo, pero lo que soy es un escritor, un escritor de teatro, y así tenía que ser. No tengo la menor duda.

—¿Cree que estaba destinado a ser un autor de piezas populares? —preguntó Connie.

—¡Ese es exactamente el punto! —dijo Michaelis volviéndose repentinamente hacia ella—. ¡No hay razón alguna! Nada que ver con la popularidad. Nada que ver con el público, si de eso se trata. No hay en mis obras nada que las haga populares. No es eso. Son como el clima, algo que tiene que ser así en ese momento.

Volvió hacia Connie los ojos lentos, muy abiertos, ojos que se hallaban hundidos en una desilusión total, y ella tembló ligeramente. Michaelis se veía muy viejo, infinitamente viejo, construido con capas de desilusión acumuladas sobre él generación tras generación. Como estratos geológicos; y al mismo tiempo se veía desolado como un niño. De cierta manera era un marginado, pero conservaba la bravura desesperada de su existencia de rata.

—Es maravilloso lo que ha conseguido, a su edad —dijo Clifford meditativo.

—Tengo treinta años... Sí, treinta —dijo Michaelis de manera brusca y rápida, con un curiosa risa hueca, triunfal y amarga.

—¿Está usted solo? —inquirió Connie.

—¿Quiere decir si vivo solo? Tengo a mi sirviente. Es griego, o eso dice, y es un inútil. Pero lo conservo. Y voy a casarme, debo casarme.

—Suena como si le fueran a extirpar las amígdalas —dijo Connie y echó a reír—. ¿Será muy difícil?

Michaelis la miró con admiración.

—Mire usted, Lady Chatterley, de alguna manera lo será. Me he dado cuenta, perdone, me he dado cuenta de que no puedo casarme con una inglesa, ni siquiera con una irlandesa...

—Pruebe con una estadounidense —dijo Clifford.

—¡Oh, una estadounidense! —Michaelis echó a reír con una risa hueca—. No. Le pedí a mi sirviente que me busque una turca, algo así, algo oriental.

El extraño y melancólico espécimen de tan extraordinario éxito maravilló a Connie; se rumoraba que sólo de Estados Unidos percibía un ingreso de cincuenta mil dólares. A veces era apuesto; a veces, cuando miraba a los lados y hacia abajo y la luz caía sobre él, tenía la belleza silenciosa y perdurable de una máscara tallada en marfil negro, de ojos plenos, fuertes cejas extrañamente arqueadas, la boca inmóvil y comprimida; una franca inmovilidad momentánea, esa intemporalidad a la cual Buda aspira y que en ocasiones los negros expresan sin siquiera aspirar a ella; ¡algo muy antiguo y congénito a la raza! Eones de formar parte del destino de la raza, en vez de nuestra resistencia individual. Y luego cruzar a nado, como ratas en un río oscuro. Connie sintió un súbito y extraño impulso de simpatía hacia él; un arrebato mezclado con compasión y teñido de repulsión, casi equivalente al amor. ¡El forastero! ¡El forastero! ¡Y lo llamaban sinvergüenza! ¡Mucho más miserable y arrogante parecía Clifford! ¡Mucho más estúpido!

Michaelis se dio cuenta al instante de que la había impresionado. Volvió hacia ella sus luminosos y ligeramente saltones ojos castaños con una mirada indiferente. Estaba evaluándola, midiendo la impresión que le había producido. Con los ingleses nada podía salvarlo de ser el eterno marginado, ni siquiera el amor. Y no escaseaban las mujeres que se apasionaban por él. También las inglesas.

Michaelis sabía en qué situación se encontraba frente a Clifford. Eran dos perros hostiles que hubieran querido mostrarse los dientes y en vez de eso sonreían obligados. Con la mujer, no estaba tan seguro.

El desayuno era servido en las habitaciones. Clifford nunca comparecía antes de la comida, y el comedor era deprimente. Después del café Michaelis, inquieto y lleno de energía, se preguntaba qué podía hacer. Era un hermoso día de noviembre, hermoso para Wragby. Le echó una mirada al melancólico parque. ¡Dios mío! ¡Qué lugar!

Envió un sirviente a preguntar si podía hacer algo por Lady Chatterley: había pensado viajar a Sheffield en coche. La respuesta llegó: ¿le importaría subir al salón de Lady Chatterley?

Connie tenía un pequeño salón en el tercer piso, la parte más alta del centro de la casa. Las habitaciones de Clifford se hallaban, por supuesto, en la planta baja. Michaelis se sintió halagado por la invitación y siguió ciegamente al mensajero; nunca se daba cuenta de las cosas, no tenía contacto con lo que le rodeaba. En el salón lanzó una mirada distraída a las finas reproducciones alemanas de cuadros de Renoir y Cezanne.

—Tiene aquí un hermoso lugar —dijo con su sonrisa extraña, como si le doliera sonreír, mostrando los dientes—. Muy buena idea instalarse en lo más alto.

—Lo mismo pienso —dijo ella.

El salón era lo único alegre y moderno en la casa, el único sitio en Wragby donde la personalidad de Connie se desplegaba. Clifford nunca lo había visto y ella no invitaba a subir a casi nadie.

Connie y Michaelis se sentaron uno a cada lado de la chimenea y conversaron. Ella lo interrogó sobre su vida, su madre y su padre, sus hermanos. Los demás despertaban siempre su interés, y cuando su simpatía se despertaba, perdía el sentido de clase. Michaelis habló con franqueza de su vida, con gran sinceridad, sin afectación, exhibiendo con sencillez su amarga e indiferente alma de perro callejero, y mostrando al final un destello de vengativo orgullo gracias a su éxito.

—¿Por qué es usted un ave solitaria? —preguntó Connie; y de nuevo él le dirigió la mirada radiante e inquisitiva de sus ojos castaños.

—Hay pájaros que son así —replicó Michaelis. Luego, con un toque de ironía familiar, añadió—: Pero, veamos, ¿qué pasa con usted? ¿No es usted también un ave solitaria?

Connie, sorprendida, lo pensó unos instantes.

—Sí, en cierto sentido. No tanto como usted.

—¿Soy por entero un pájaro solitario? —preguntó él, y desplegó la mueca que tenía por sonrisa, como si le dolieran los dientes; una sonrisa burlona, y sus ojos eran permanentemente melancólicos, o estoicos, o desilusionados, o temerosos.

—¿Por qué? —dijo Connie, con el aliento entrecortado, mirándolo—. Usted lo es, ¿o no?

Se sentía terriblemente atraída por Michaelis, lo cual casi la hizo perder el equilibrio.

—Tiene usted toda la razón —dijo él, volviendo la cabeza para mirar hacia los lados, hacia abajo, con esa extraña quietud de las viejas razas apenas presente en nuestros días. Eso hacía que Connie perdiera la capacidad de verlo como alguien independiente de ella.

Él la miró con la mirada enérgica que todo lo veía, todo lo registraba. A la vez, el niño que lloraba en la noche, lloraba desde su pecho, hacia ella, de una forma que conmovía las entrañas de Connie.

—Es muy amable al preocuparse por mí —dijo él, lacónico.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —exclamó ella, con la respiración agitada.

Él respondió con su risa burlona, sibilante.

—Así las cosas, ¿puedo tomar su mano un minuto? —dijo él de improviso, fijando los ojos en ella con un poder casi hipnótico y enviándole una carga de atracción que a ella le tocó fibras íntimas.

Connie lo miró con fijeza, deslumbrada y transfigurada, y él se acercó, se arrodilló ante ella, tomó sus pies, hundió el rostro en su regazo y allí se quedó, inmóvil. Aturdida, Connie miró con azoro le tierna nuca apoyada en su regazo, sintió la presión del rostro de Michaelis en sus muslos. En su ardiente turbación, no pudo evitar que su mano se posara, con ternura y compasión, en la nuca inofensiva, y él tembló con un profundo estremecimiento.

Luego él alzó hacia ella la mirada de sus intensos ojos brillantes de imponente atractivo y ella fue incapaz de resistirse. Del fondo de su pecho brotó la respuesta, un inmenso deseo: le daría lo que fuera, cualquier cosa.

Michaelis era un amante extraño y delicado, dulce con las mujeres. Temblaba sin lograr controlarse y al mismo tiempo permanecía distante, consciente de los sonidos exteriores.

Para ella todo eso no significaba nada, sino que ella se había entregado a él. Después él dejó de temblar y se quedó quieto, muy quieto. Entonces ella, con dedos cariñosos y compasivos, acarició la cabeza que descansaba sobre su pecho.

Cuando Michaelis se levantó, besó las manos de Connie, luego los pies envueltos en pantuflas de gamuza, y en silencio se retiró hasta el final de la habitación, donde permaneció de espaldas a ella. Después de unos minutos de silencio él se dio vuelta y se acercó a ella, sentada de nuevo junto a la chimenea.

—Supongo que me odiará —dijo él de manera tranquila e inevitable. Ella alzó los ojos, rápida.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó.

—Casi todas lo hacen —dijo él, y en seguida corrigió—. Quiero decir que eso ocurre con las mujeres.

—No tengo razones para odiarlo —dijo ella con resentimiento.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Así tendría que ser! Es usted muy buena conmigo —dijo él lloriqueando.

Connie se preguntó por qué se sentiría él miserable.

—¿Quiere volver a sentarse? —dijo ella. Él se volvió hacia la puerta.

—¡Sir Clifford! —dijo él—. ¿No estará...?

Ella lo pensó un momento.

—¡Tal vez! —dijo mirándolo—. No me gustaría que Clifford lo supiera, ni siquiera que lo sospechara. Le dolería mucho. Pero no me parece que hayamos obrado mal, ¿no cree?

—¿Obrar mal? ¡Buen Dios, no! Es usted infinitamente buena conmigo. Apenas puedo soportarlo.

Él se hizo a un lado y ella cayó en la cuenta de que estaba a punto de sollozar.

—No es necesario que se entere Clifford, ¿verdad? —suplicó—. Le haría mucho daño. Si no lo sabe, si nada sospecha, nadie saldrá lastimado.

—¡Por mi parte no sabrá nada! —dijo Michaelis vehemente—. Usted se daría cuenta. Yo mismo lo confesaría —rio con su risa hueca y cínica ante tal idea. Ella lo miró azorada y él añadió—: ¿Puedo besar su mano e irme? Creo que iré a Sheffield y comeré allí. Si me es posible, volveré para el té. ¿Puedo servirle en algo? ¿Puedo estar seguro de que no me odia y no me odiará? —finalizó con una apremiante nota de cinismo.

—No lo odio —dijo Connie—. Lo aprecio.

—¡Ah! —dijo él con pasión—, prefiero que me diga eso y no que me ama. Significa mucho más... Hasta esta tarde. Tengo mucho en qué pensar hasta entonces. —Besó sus manos con humildad y se fue.

—Ese joven me parece insoportable —dijo Clifford durante la comida. —¿Por qué? —inquirió Connie.

—Bajo esa fachada se oculta un patán. Listo para saltar sobre nosotros. —Creo que la gente lo ha tratado muy mal —dijo Connie.

—¿Te parece? ¿Y crees que emplea su valioso tiempo en obras de caridad? —Creo que es una persona generosa.

—¿Con quién?

—Eso no lo sé.

—Claro que no lo sabes. Creo que confundes la falta de escrúpulos con generosidad.

Connie no respondió. ¿Sería cierto? Era posible. La falta de escrúpulos de Michaelis ejercía sobre ella cierta fascinación. Él avanzaba kilómetros mientras Clifford reptaba unos cuantos metros. A su manera, Michaelis había conquistado el mundo, justo lo que Clifford deseaba. ¿Los medios y las formas? ¿Eran los de Michaelis más despreciables que los de Clifford? ¿La forma en que el pobre marginado se había abierto paso a empujones y codazos y por las puertas traseras era peor que la manera de Clifford de promoverse hacia la celebridad? La diosa meretriz del éxito era una perra perseguida por miles de perros jadeantes con la lengua de fuera. El primero que la conseguía, que obtenía el éxito, era el verdadero perro entre los perros. De modo que Michaelis podía llevar la cola en alto.

Lo más extraño era que no lo hacía. Volvió hacia la hora del té con un gran ramo de violetas y lirios y la misma expresión abatida. Connie a veces se preguntaba si no se trataba de una especie de máscara para desarmar a los oponentes, porque no la alteraba. ¿Era en verdad un perro desconsolado?

La imagen de perro triste persistió toda la tarde, y mediante ella Clifford percibió la disimulada insolencia. Connie no la advirtió, quizá porque no iba dirigida a las mujeres, sólo a los hombres y sus conjeturas y figuraciones. Esa indestructible insolencia interior del exiguo sujeto era lo que hacía que los hombres se lanzaran sobre Michaelis. Su mera presencia era una afrenta para un hombre de sociedad, así la disfrazara con buenos modales.

Connie estaba enamorada de él, pero se las arreglaba para abismarse en el bordado mientras los hombres hablaban y así no evidenciar su secreto. En cuanto a Michaelis, era perfecto; el mismo joven melancólico, atento y lejano de la tarde anterior, a millones de grados de distancia de sus anfitriones, sobrio en sus comentarios y sin tomar jamás la iniciativa. Connie se figuraba que había olvidado lo de la mañana. No, no lo había olvidado. Mas no ignoraba el sitio que le correspondía, el mismo de siempre, el que pertenece a los marginados de nacimiento. Hacer el amor no era para él algo personal. Eso no haría que cambiara: de ser un perro sin dueño, a quien todo mundo envidia su collar dorado, a ser un perro de buena sociedad.

En el fondo de su alma era un marginado, un antisocial, y así lo aceptaba en su interior, por muy de Bond Street que luciera su exterior. Su aislamiento era una necesidad, tal como la apariencia de conformidad y el roce con las personas inteligentes le resultaban necesarios.

El amor ocasional, como bálsamo y consuelo, era también algo bueno, y él no era ingrato. Por el contrario, estaba ardientemente, dolorosamente agradecido, casi hasta las lágrimas, por un poco de cordialidad natural y espontánea. Bajo la piel pálida de su rostro inmóvil y desilusionado, su alma de niño sollozaba con gratitud por la mujer y ardía por volver a ella, mientras su alma marginada intuía que iba mantenerse alejado de ella.

Michaelis halló la oportunidad de hablarle mientras encendían las velas del vestíbulo.

—¿Puedo verte?

—Yo te iré a ver —dijo ella.

—Oh, está bien.

Esperó largo tiempo y al fin ella acudió.

Era Michaelis un amante tembloroso y excitado, su orgasmo llegaba pronto y

todo terminaba. Había algo curiosamente infantil y desvalido en su cuerpo desnudo: era como un niño desnudo. Sus defensas provenían todas del ámbito del ingenio y la astucia, una astucia instintiva, y cuando se hallaban en suspenso parecía él doblemente desnudo, como un niño, de carne tierna y sin terminar, que se debatía sin ayuda.

Desataba en la mujer una desesperada especie de compasión y avidez, un deseo físico sin freno que él no lograba satisfacer en ella. Él siempre alcanzaba el orgasmo y terminaba rápido, luego se encogía sobre el pecho de ella y recuperaba un poco de su insolencia, mientras ella yacía aturdida, defraudada, perdida.

Muy pronto Connie aprendió a abrazarlo, a conservarlo dentro de ella cuando él había terminado. Y entonces él era generoso y curiosamente potente; se mantenía erecto dentro de ella y le permitía, mientras seguía activa, salvajemente, apasionadamente activa, alcanzar su propio punto crítico. Y cuando él percibía el frenesí de ella persiguiendo su satisfacción orgásmica mediante la dura y erecta pasividad de Michaelis, experimentaba él una curiosa sensación de orgullo y complacencia.

—¡Ah, espléndido! —murmuraba ella temblorosa, y se quedaba quieta, aferrada a él. Y él yacía impecable en su aislamiento, aunque de alguna manera orgulloso.

Esa vez se quedó sólo tres días y con Clifford se portó exactamente como la primera tarde; y con Connie también. Nada fracturaba su apariencia.

Escribió a Connie con el mismo lastimero tono de siempre, a veces ingenioso, y con un algún extraño rasgo de asexuado afecto. La clase de desesperado afecto que parecía sentir por ella, aunque la lejanía esencial era la misma. Se hallaba desesperado en el corazón de sí mismo y le agradaba vivir desesperado. Se diría que odiaba la esperanza. Une immense esprance a travers la terre, leyó en alguna parte, y su comentario fue: “... y la maldita ahogó todo lo que valía la pena”.

Connie nunca lo entendió verdaderamente, pero a su manera lo amaba. Y todo el tiempo percibió en ella el reflejo de desesperanza de Michaelis. Ella no podía amar del todo en la desesperanza. Y él, siendo un desesperado, jamás podría amar del todo.

Así que durante mucho tiempo siguieron escribiéndose y ocasionalmente reuniéndose en Londres. Ella aún deseaba la emoción física y sexual que podía conseguir con él mediante su propia actividad, una vez terminado el pequeño orgasmo de Michaelis. Y él aún deseaba dárselo. Y eso bastaba para mantenerlos en contacto. Y era suficiente para concederle a ella un tipo de seguridad sutil, algo ciego y apenas arrogante. Se trataba de una confianza casi mecánica en sus poderes, combinada con un gran entusiasmo.

Estaba terriblemente contenta en Wragby. Y usaba toda su excitación y alegría para estimular a Clifford, quien escribió sus mejores páginas por esa época y era casi feliz a su extraña y ciega manera. Era realmente Clifford quien cosechaba los frutos de la satisfacción sexual que ella obtenía de la pasiva erección de Michaelis dentro de ella. Aunque desde luego nunca lo supo, y de haberlo sabido no habría dado las gracias.

Cuando esos alegres y estimulantes días de Connie se fueron y ella se hallaba irritable y deprimida, ¡cómo los añoraba Clifford! Quizá, de haber conocido el secreto, hubiese deseado que ella y Michaelis estuvieran juntos de nuevo.

El amante de Lady Chatterley

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