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CAPÍTULO I Tres lágrimas de sangre

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Inerte, tendido en la acera, con los brazos extendidos como un ángel. Un hombre de silenciosa elegancia, con los ojos abiertos, parecía buscar las estrellas. De su camisa blanca, aún reluciente, se escapaban tres lágrimas de sangre.

Esa madrugada fría de invierno en el barrio de Constitución, un Renault Kangoo se detuvo diez segundos bajo uno de los puentes de la autopista. Bajaron dos hombres, abrieron el baúl del auto y arrojaron un cuerpo. A toda velocidad el bólido desapareció en la bruma de la calle desierta.

Un perro callejero se acercó, olfateó y se marchó rápidamente. El cadáver parecía invisible a los ojos de los automovilistas que, tal vez, lo confundían con un borracho durmiendo.

Un hombre alto de cabello cenizo y piel blanca que revolvía bolsas de basura de la acera lo vio y caminó hacia él. Descubrió el cadáver sin asombro y se santiguó de una forma extraña. Luego se puso en cuclillas para revisar si traía algo de valor. En uno de los bolsillos del pantalón solo había un pañuelo blanco con las iniciales DW bordadas en color azul y una tarjeta en su interior. En su mano izquierda relampagueaba una alianza de oro. El vagabundo miró hacia los costados, tomó el pañuelo y el anillo, y se retiró caminando con pasos apresurados. En el cuello del vagabundo relucía el tatuaje de una cruz ortodoxa.

Después de varios minutos, finalmente, un obrero de un frigorífico se detuvo y llamó a una ambulancia. Diez minutos después llegó un patrullero alertado por un vecino.

Los policías hicieron un cerco alrededor del cadáver y no permitieron el acceso a los transeúntes. Esperaron a que llegaran los peritos, pero primero arribó la ambulancia. El médico agarró su muñeca derecha: no encontró pulso y notó que el cuerpo estaba frío. Certificó la muerte y la hora probable del deceso.

Los autos que pasaban por el lugar lo hacían en forma muy lenta para mirar el cadáver y la escena que lo rodeaba. El tránsito comenzó a congestionarse al compás de la cumbia y el cuarteto que algunos jóvenes —que retornaban de los boliches— escuchaban a todo volumen.

Cuando los profesionales llegaron en una camioneta de la División de Investigaciones buscaron casquillos, huellas y otras pruebas. Notaron un olor nauseabundo lejano, que resultó ser el vómito, probablemente, de un borracho. Un ruido deslizándose sobre las hojas desvió la luz de sus linternas hacia una rata que, incómoda por los movimientos, se escapaba del lugar. Tres horas más tarde se llevaron el cadáver y liberaron la zona. Marcada en blanco sobre el suelo, y salpicada de sangre, quedó la silueta del hombre con los brazos abiertos.

Luego de unos minutos el tráfico recobró su normalidad. En el horizonte de líneas de cemento, un naciente sol rojo asomaba con timidez. Los primeros colectivos transportando trabajadores casi dormidos comenzaban a circular. En ese momento, el Renault de vidrios polarizados regresaba al lugar, encendió sus balizas y se detuvo a una distancia prudente.

La noche que sangra

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