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El Renault

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Dentro del auto, tres ocupantes miraban la figura dibujada en el piso, como quien observa una obra propia, que ya no le pertenece. Dos hombres y una mujer hermanados en el silencio y en el crimen.

Ceferino Robledo, con una cicatriz en diagonal en su cuello de toro. Sus manos enormes sobre el volante, y un pie casi acariciando el acelerador. Le decían Roña, era de hablar poco, de unos treinta años, tenía una mirada entre torva y triste. Desde los catorce años era un criminal. A los diecisiete años cometió su primer asesinato. Le gustaba escuchar cuartetos, lo que delataba su origen cordobés, aunque ya casi no tenía tonada. Cuando salía a trabajar de noche acostumbraba a consumir una rayita de cocaína para no quedarse dormido y para ejecutar las órdenes sin remordimientos.

El otro hombre era Eulogio Escalante, alias el Mono. Joven, de unos veinticuatro años, pero de un frondoso historial delictivo. Dicen que nació en Rosario donde se inició como integrante de una banda de arrebatadores que operaba en las estaciones, hasta que se pasó al narcotráfico. Allí, su lealtad y talento para el crimen fueron reconocidos por el Manco Vargas, el líder de una de las bandas más famosas de Rosario. Cuando el Manco cayó en la cárcel, por seguridad, decidió venir a Buenos Aires y ponerse a las órdenes del Mudo, su actual jefe.

La mujer, una chica de unos treinta años, morocha, cabello recogido, bonita, un tatuaje con inscripciones chinas en su mano derecha. Poco se sabía de su pasado. No le gustaba hablar de eso. No parecía nerviosa, se manejaba con aplomo. Vestía prendas de jean, sentada sobresalía de su cintura la culata de un revólver calibre 38. Era la persona de confianza del Mudo. Algunos sospechaban que también era su amante. Le decían la Negra. No eran amigos, pero ya habían realizado varios encargos juntos.

Aquella noche el jefe los convocó para un trabajo. Se realizaría una reunión con un novato que reclamaba un pago. Tal vez habría que «enfriarlo» y arrojar su cuerpo de forma tal que no generara sospechas.

El Roña pasó a buscar al Mono por la esquina de avenida Directorio y Montiel, del barrio de Mataderos, en el horario acordado.

—Hola, ¿cómo estás? —le dijo el Roña al Mono.

—Bien, ¿vos? —respondió el Mono.

—Esta noche es muy probable que nos manden a deshacernos de un paquete —anunció el Roña.

—Linda noche para tirar paquetes —respondió el Mono con una sonrisa cómplice.

—Ya cambié la patente —señaló el Roña.

—Creo que no vamos a tener problemas, casi no vi canas por la calle. Parece que esta noche no va a haber operativos de control. El Mudo arregló con los canas. Van a realizar operativos, pero en otros barrios —afirmó el Mono.

—¡Ojalá! Espero que sea rápido, conocí a una minita y podría verla si terminamos temprano. Bueno, ya llegamos. Esperemos las indicaciones del jefe —dijo el Roña.

—Okey —respondió el Mono.

En un PH, a unos pocos metros de donde esperaban los ocupantes del Renault, estaba a punto de celebrarse una reunión en la que el destino de uno de sus asistentes quedaría marcado por la muerte.

Un hombre flaco, alto y muy elegante tocó el timbre. La Negra le abrió la puerta y lo acompañó donde presumiblemente se encontraba el jefe. Luego de quince minutos, el Roña recibió un mensaje del Mudo. Entonces acercó el auto a la puerta, bajaron y fueron a buscar al hombre. Estaba sentado mientras la Negra lo encañonaba. Lo llevaron al vehículo. El sujeto parecía resignado. Se sentó, sin preguntar nada, con la mirada perdida como si se hubiera dado cuenta de que había cometido un error muy grave. Arrancaron y a unos quince minutos de allí, en una fábrica abandonada, lo hicieron bajar y ponerse de rodillas mirando al piso.

El Mono sacó su pistola, una Bersa Thunder calibre 9 mm; el Roña, que también tenía un arma similar en la cintura, observaba la escena junto con la Negra.

—Tratá de liquidarlo de un tiro en la cabeza a corta distancia con la almohada, para no hacer mucho ruido. Tenemos una en el baúl —le dijo el Roña al Mono.

—¡Me estás diciendo cómo hacer mi trabajo, pedazo de inútil! —le respondió furioso el Mono.

—Pará, solo te estaba haciendo una sugerencia. Tranquilizate —le respondió el Roña.

—¡No me tranquilizo un carajo! ¡Yo me voy a encargar de este tipo de la forma que a mí se me cante! ¿Acaso querés que me salpique sangre? —afirmó el Mono desafiante y desencajado.

—A mí no me levantás la voz. ¿Quién te creés que sos? Yo podría liquidar a este gil de la forma más rápida y limpia —le respondió el Roña tomando su arma de la cintura.

Mientras este inconcebible diálogo ocurría, el cautivo pensaba en lo ingenuo y estúpido que había sido, y en cómo la realidad puede superar a la ficción cuando de absurdos se trata. Ellos discutían sobre la manera de matarlo y él estaba viviendo sus últimos segundos. Sentía que la muerte se acercaba con una sonrisa socarrona.

En ese momento el Mono giró su arma en dirección al Roña. Ambos se miraron fijo y en silencio mientras se encañonaban. Fueron unos segundos que duraron una eternidad, hasta que se escucharon tres estruendos.

El hombre arrodillado se desplomó sobre su propio cuerpo.

Los contendientes, perplejos, dirigieron sus miradas hacia la Negra que aún sostenía en su mano el revólver 38 Smith & Wesson.

—¡Pedazos de boludos! Tuve que matarlo yo, antes de que se maten entre ustedes —dijo la Negra mientras devolvía el arma a su cintura.

El Roña y el Mono se miraban confundidos. La Negra, visiblemente enojada, les ordenó que metieran el cuerpo del difunto en el baúl del auto. Así lo hicieron y partieron rumbo al barrio de Constitución.

La noche que sangra

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