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Cinco años antes

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Solo tres veces sonó el teléfono, antes de que una mano ansiosa levantara el tubo.

—Buenos días.

—¡Hola! Sí...

—Soy el doctor Restrepo...

—Habla Horn… ¡Qué bueno! ¿Ha podido confirmarse la entrevista?

—Sí, señor, tiene que estar usted el próximo lunes a las 11:00 a. m. en el Penal de Villa Devoto.

—Perfecto, buen trabajo.

—El nombre del interno Jacinto Benavides.

—¿Juan Benavides? No le escuché bien...

—No, Jacinto… Jacinto Benavides.

—Okey, allí estaré.

—Hasta luego…

—Un momento, señor Horn, no se le olvide que este dato es confidencial…

—Sí, claro, lo olvidaba…

—Si alguien le pregunta… diga que fue su investigación…

—Okey, gracias por recordármelo…

—Y una cosa más, me dijo el interno que no se apareciera por allá sin un cartón de Particulares 30.

—Pero, doctor Restrepo, ¿todavía existe ese tabaco?

—Y, parece que sí...

—Okey. No olvide mandarme sus honorarios.

—Sí, mi secretaria se los enviará esta tarde.

—¡Muchas gracias!

—Hasta luego.

En un departamento de cuatro ambientes en la calle Azcuénaga, del barrio de Once, Samuel Horn concretaba telefónicamente un encuentro que sería trascendental para su vida.

Paredes blancas, la luz solar contenida por cortinas marrones, un retrato de Edgar Allan Poe. Los muebles de color oscuro, un sofá de dos cuerpos lleno de libros, un ejemplar de Los lanzallamas de Roberto Arlt en el piso.

Una enorme biblioteca se había apoderado de una de las paredes del antiguo departamento. En los estantes más bajos se destacan las obras más recientes de los autores modernos de su preferencia, como Rodolfo Fogwill y Héctor Tizón. En los centrales, relucen los libros más viejos, clásicos norteamericanos, que denotan claramente el trajín de la lectura: John Dos Passos, Truman Capote, E. E. Cummings y F. Scott Fitzgerald.

Samuel Horn nació en los alrededores de la Plaza Miserere. Vive en el departamento que le cedieron sus padres alemanes, cuando cumplió veintiún años. Pudo irse con ellos a Hamburgo, de donde es toda la familia materna, pero decidió quedarse en Buenos Aires. Cuando los despidió en el aeropuerto de Ezeiza les prometió que iba a triunfar como escritor en pocos años. Han pasado más de dos décadas y aún no ha cumplido su promesa. Ninguno de sus emprendimientos literarios se ha transformado en éxito editorial y teme que sus padres fallezcan antes de ver sus libros en las vitrinas europeas.

Un metro ochenta, flaco, desgarbado, cabellera entrecana, cuarentón al borde de los cincuenta. Le gusta vestir de saco y corbata por lo general de tonos oscuros, la camisa siempre blanca. Hace un par de décadas que es vendedor de seguros, tiene una sólida cartera de clientes y un horario relajado y flexible que le permite disponer de una cantidad de horas interesante para su verdadera pasión.

Lo que había comenzado como una distracción, un hobby, lentamente fue transformándose en una obsesión. Sobre todo, luego de aquella promesa a sus padres en el aeropuerto.

Le llevó varios meses escribir La silla vacía, su primera novela. Una vez que se sentaba frente a su computadora, le costaba levantarse. Una palabra llevaba a la otra y un personaje lo llevaba a otro personaje. Las situaciones se le representaban mentalmente con minuciosidad, en formas muy vívidas. A veces maldecía el no poder escribir más rápido, para que no se le escaparan los detalles de esas visiones que lo ataban a la silla y a la computadora.

Cuando iba a trabajar no podía dejar de pensar en sus personajes. Parecían morar en su mente. Atormentado por sus desgracias, sentía un placer extraño. En sus sueños sus personajes continuaban desarrollando incansables tramas, que cuando despertaba se apresuraba a registrar en su computadora.

Poco a poco, la literatura fue ocupando todos los espacios de su vida. La decepción vino cuando intentó publicar su novela. Estaba seguro de que era excelente y pensaba que le resultaría fácil encontrar un editor. Comenzó a recorrer las editoriales y se encontró con todo tipo de reparos. La obra era muy larga o muy aburrida. Demasiados detalles intrascendentes. A Horn le pareció que ellos no entendían su obra y que le estaban cerrando la posibilidad de encontrarse con su público.

Luego de batallar largo tiempo, finalmente pudo conseguir una entrevista con el director de una gran editorial. Estaba muy nervioso y emocionado por la gran oportunidad.

Eran las tres de la tarde en el cuarto piso de un edificio de la avenida de Mayo. Samuel asistió con un impecable traje y corbata. Esperó casi veinte minutos, finalmente lo recibió Arturo Henri, el responsable de la Colección Platino de Narradores Latinoamericanos, un hombre de unos sesenta años, con cabellera y barba casi enteramente blancas, salvo unos pequeños y caprichosos mechones negros.

El hombre le habló con voz cordial y pausada.

—Gracias, señor Horn, por venir hasta la oficina. Lo convoqué porque me pareció que usted tiene un gran potencial, pero lo que nos presentó no cubre las necesidades de la editorial. Buscamos una novela con una temática menos metafísica. Deseamos un relato con más acción, que sea creíble, quizá algo escabrosa…

—Entiendo. Supongo que usted tiene razón. Debo adaptarme al mercado. Acción creíble… voy a tratar de hacerlo. Le agradezco que me haya recibido —dijo Horn.

—Cuando tenga algo parecido a lo que describí, vuelva. Prometo recibirlo y leer su obra —afirmó Henri.

Samuel se retiró con el orgullo herido. Había leído algunas de las novelas publicadas por esa editorial y le parecía que su novela estaba a un nivel muy superior. Pensaba que al público le estaban ofreciendo basura. Sin embargo necesitaba de esa editorial. Al menos le habían prometido leer su novela, si se ajustaba a los parámetros de crímenes, violencia y sexo que le habían pedido.

Juró que volvería con una novela policial de jerarquía y que, por fin, accedería al gran mercado.

La noche que sangra

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