Читать книгу La perla del emperador - Daniel Guebel - Страница 5

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UNA CADENA DE CIRCUNSTANCIAS INFORTUNADAS me había obligado a abandonar los goces de la civilización y a internarme en la Malasia. Yo era joven y bella. Estos atributos, unidos a mi natural inteligencia y a mi condición de extranjera, me atrajeron el respeto de las tribus que habitan el archipiélago. En homenaje, me llamaron “La Perla de Labuán”. Yo era la perla blanca que lucía la glauca corona de las islas bañadas por el mar de la China. Mi fama se extendió. El mismo rajah de Sarawak navegó hasta Kuala Lumpur con el objeto de comprobar si mis virtudes justificaban mi renombre.

Al verme, el rajah enloqueció de amor. Se arrojó a mis pies y me ofreció su reino. Ni me digné mirarlo. Y mi pulso ni siquiera se alteró cuando me dieron la noticia de que se había suicidado bebiendo una copa de vino envenenada con polvo de perlas de las costas de Singapur.

No era la soberbia lo que me impulsaba a obrar así. El rajah había sido un hombre alto, bien plantado, de ojos de fuego. Hubiera hecho la felicidad de cualquier mujer. Simplemente, yo me sentía destinada a empresas más vastas. Mi madre no me contó que, al parirme, tres pájaros negros hubiesen cruzado el firmamento en vuelo hacia Oriente. Durante su embarazo no hubo peste de caballos ni plaga de langostas que anticiparan un acontecimiento extraordinario. Tampoco se abrió el cielo para lanzar al mundo fango y preciosas joyas. No obstante, yo albergaba una llama de la que solo sabría su medida cuando lo inalcanzable se posase en mi mano. ¿Sería el Santo Grial, la fuente de la eterna juventud, la piedra en cuyo interior palpita el corazón del Profeta? Aún no conocía la respuesta, pero entendía en cambio que no era bueno unir mi camino al del resto de los mortales. Entretanto, hasta que el momento fuese llegado, aseguré mi subsistencia estableciendo una tienda de antigüedades. Los comerciantes chinos solían frecuentarla ávidos de comprobar si mi figura y mis rasgos correspondían a los de la hembra que estremece sus sueños de opio.

En mi actividad, pronto conocí la fortuna. Pronto, también, pude hacerme de una flotilla de praos que recorrían los puertos comprando las mercancías que se disputaba la nobleza malaya. Los estantes de mi tienda desbordaban de piedras azules arrancadas a los ojos de ídolos budistas, de krisses de hoja de oro y empuñadura constelada de diamantes, de coronas de reyezuelos desconocidos cuyos casquetes aún tenían pegoteados pelo y sangre, de moscas de cristal que volaban al anochecer y que por la madrugada volvían zumbando a sus cajitas de porcelana. Sin embargo, mi corazón rebosaba de amargura. Despreciaba, por monótonos, los placeres de la carne, y había tenido abrazados a mis rodillas y croando como sapos henchidos de amor a la suficiente cantidad de sabios y metafísicos como para entender que la consolación de la filosofía es imperfecta puesto que no brinda satisfacción a los anhelos. En lo hondo de mi noche solitaria advertía que el tiempo iba pasando y no se cumplía la verdad que años atrás sentí crecer en mi seno. Frente al espejo aguardaba el surgimiento del primer signo de decadencia física para abrir un canal en la carne de mi vientre: desde allí hasta el esternón.

Un atardecer entró en mi tienda Li Chi: era el más astuto entre los comerciantes de raza amarilla. Kuala Lumpur es una ciudad pequeña. Los vientos del rumor precedieron su visita. Teniéndolo ante mí, recordé que para entrar en posesión de su herencia había apresurado el encuentro entre su padre y el Señor del Cielo. Eso le cerró las puertas de los hogares honrados, pero Li Chi reía y en las ruedas de amigos aseguraba que tarde o temprano el peso de su poder inclinaría la cerviz de los intachables y haría correr hasta su lecho a las hijas de los sin mancha. Li Chi era alto, espigado, con un largo bigote del color de la avellana, y pupilas que brillaban como el acero, dilatadas por el jugo de la belladona. Hablaba seis idiomas y quince dialectos, y no olvidaba las cláusulas de la valentía.

—Increíblemente me atrevo a presentarme ante La Perla de Labuán sin un presente de mayor valía que este que pongo a tus pies —dijo arrodillándose. Apoyó la frente en la alfombra y tendió sus manos. En ellas destellaba una gema que inmediatamente reconocí: un Ojo de la Diosa del Río. Solo una razón muy especial podía haberlo llevado a apoderarse de semejante joya. Se oía, muy distante, el rabioso griterío de las tribus sikhs reclamando venganza.

Li Chi me miró y sonrió:

—¿Te dignas aceptarla? Si así fuese, mi corazón estallaría de gratitud.

—¿Qué buena causa te trae por aquí, mi estimado Li Chi? Tu obsequio vuelca mi espíritu hacia tu persona; ahora solo lamento no haber conocido antes el inaudito placer que depara el contemplar tu rostro.

Li Chi enrojeció. Su flanco débil se hallaba en la conciencia de su belleza. Para afirmar ese mérito fortuito gastaba sumas considerables en su vestuario.

—La Perla de Labuán sabe que Li Chi no la molestaría por un asunto de inferior importancia. La Perla de Labuán no ignora que Li Chi aprecia la inmensa comprensión y paciencia que dispensa La Perla de Labuán en el trato con un insignificante miembro del Celeste Imperio. Y es por eso que Li Chi se ha atrevido a pensar que el objeto de su visita no carecería de interés para La Perla de Labuán.

—La Perla de Labuán te invita a que hables con toda sinceridad. Lamento no ofrecerte una taza de té. A esta hora mis criados acuden al templo.

—Muy inconveniente, muy inconveniente —musitó—. Los enemigos de La Perla de Labuán se alegrarían de saberlo.

—Pero tú no te cuentas entre ellos, ¿verdad?

—En esta vida soy el más humilde y devoto servidor de La Perla de Labuán.

—Bien dicho —aprobé—. Creo que mis oídos ya están dispuestos a concederte su favor.

Li Chi miró por encima de sus hombros, simulando preocupación.

—¿La Perla de Labuán está segura de que solo ellos escucharán lo que debo comunicarles?

—Tan segura como de tu existencia —dije, y toqué su nuca con mi abanico.

—Oh, sí —suspiró el chino—, ¿quién puede confiar en el testimonio de sus sentidos? Confucio dice que no somos para los dioses más que sombras que se disipan a la salida del sol, humo que la brisa lleva y trae. ¿Qué certeza podemos tener los humanos? Debemos limitarnos a no perturbar el Gran Orden Universal. La razón de mi visita es de una importancia tal que solo cede ante el Verdadero Libro del Tao. En pocas palabras, ¿te gustaría adueñarte de La Perla del Emperador?

Un temblor incontenible se apoderó de mi cuerpo. “La Perla del Emperador...”, susurré. Ese oriental absurdo me estaba ofreciendo el blanco hijo del mar que enceguecía las mentes de los príncipes de la Tierra, y cuya posesión —aseguraban— era el símbolo que necesitaba cada poderoso para lanzarse a la conquista del mundo. Por supuesto, esto último era una puerilidad: en mi fuero interno yo me había acostumbrado a considerar esa perla como un producto de la imaginación asiática; aun así, no podía desconocer las voces que señalaban su secreto tránsito fugaz por diversas manos. ¡Y ahora...!

—La Perla del Emperador —exclamé—. ¿Me tomas por idiota, Li Chi? ¿O has venido a burlarte de mí? ¿Tan despreciable te parezco que creíste necesario hacérmelo saber?

El chino extendió sus manos.

—¡Si esa fuese mi intención, que los dioses de la venganza me pierdan en los infiernos de un demonio con cara de mono! —dijo.

Reflejos de luz se filtraban por entre la trama de hojas de palmera; una tenue danza de medallones de sol recorría el rostro de mi visitante. Bajo esa trama, Li Chi sonreía, y nada había en su sonrisa que revelase ironía o malignidad.

—¿Qué certeza puedo tener de que hablas en serio? —dije.

—No te pido, ¡oh hermosa extranjera!, que cierres tus ojos ante los fantasmas de la realidad y te entregues al dulce sueño de mis engañosas palabras. Por momentos, hasta el narrador más torpe sabe tejer un velo de maravillas que nos envuelve en un hervor de brumas... Luego, al silenciar su voz, sucede el despertar. Las cosas nos golpean con sus definidas formas. Eso entristece y rebela. ¿Será que amamos la mentira? Sin embargo, La Perla de Labuán puede protegerse —agregó, señalando el Ojo de la Diosa del Río—. ¿Acaso el brillo de la leyenda de La Perla del Emperador es capaz de empañar su pensamiento hasta el punto de llevarla a despreciar mi presente?

—¿Quieres decir...? ¿Verdaderamente es La Perla del Emperador?

—Verdaderamente es.

—Li Chi... Te advierto que si intentas jugar conmigo corres el riesgo insensato de perder la cabeza.

—Por ningún motivo la arriesgaría —reflexionó—. Modesta y todo, es la mía.

—¿Cómo has llegado a dar con ella? Dímelo.

El chino rió suavemente:

—Interpreto que La Perla de Labuán se refiere al obsequio que el Emperador de la China hizo a su Emperatriz y que esta, en un inexplicable descuido, extravió. Sin duda, me veo obligado a satisfacer el pedido de La Perla de Labuán. Debo advertir, sin embargo, que los motivos de aquel trágico descuido exigen un largo relato. De otro modo, ¿cómo entendería La Perla de Labuán la emoción que me invade al contemplar noche tras noche, bajo la luz de la luna, ese resplandor que no tiene igual en sueño alguno? Lamento descender a la exhibición de mis sentimientos, pero ¿comprende La Perla de Labuán la enormidad de este hecho? Que, entre millones de hombres de mérito, haya sido Li Chi el elegido como custodio de ese don del cielo... eso sin duda es prueba del favor de los dioses, y de su locura.

—Tengo tiempo para comprenderlo —dije—. Todo el tiempo está a mi disposición. Habla. Te escucho.

—No oculto —dijo Li Chi— que los mendigos persas gustan de narrar toda suerte de fantásticas versiones sobre su origen al corro de crédulos que se reúnen en derredor de los fuegos encendidos en la entrada de los bazares. La verdad (que no invalida esas versiones) es que La Perla del Emperador fue hallada por un pobre pescador de perlas tartamudo: se llamaba Tepe Sarab. No sometería su nombre a tu elevada consideración, si no fuese porque el mero hecho de mencionar su lazo con los derroteros de La Perla del Emperador me ha llevado a reflexionar acerca de los modos en que se expresa la voluntad de los dioses. Para mí tengo que sus designios respecto del mundo son los de una aniquilación imperceptible, progresiva, incesante. La prueba más clara de esta degradación es que los héroes de la historia ya no son, como ayer, reyes, príncipes, miembros de la nobleza o, a lo sumo, altos dignatarios y sacerdotes, sino pequeños artesanos, viajeros, retratistas, marineros, jueces, militares, comerciantes. En cierta forma esto me alegra, pues demuestra que he nacido en una época que enaltece, entre tantas, mi actividad, y por ello es que puedo asegurar sin soberbia que represento a los hombres de mi tiempo (así como los hombres de mi tiempo me representan). Pero, medida en términos de eternidad, la perduración de tal coincidencia entre el destino del mundo y el tiempo que me ha tocado vivir es altamente improbable, y ya nada oculta el abismo que se ha abierto en la última centuria. Antaño un príncipe podía preciarse de no conocer las hambres y la enfermedad y la vejez y la muerte; ahora camina rozándose con la muchedumbre, sufriendo el pregón de los vendedores de milagros, recibiendo el polvo de las alfombras que las mujeres sacuden desde las ventanas, y los carreros los hacen violentamente a un lado cuando sus bestias de carga atraviesan las calles portando vasijas con esperma de ballena. Y si tan rápido han descendido en la apreciación de las gentes, ¡oh Perla de Labuán!, me pregunto qué destinos podemos esperar quienes no los igualamos en cuna, educación y fortuna. Imagino el día en que los héroes de las narraciones sean aquellos que hoy oprimimos bajo nuestra suela. ¿Gustaré del relato de la vida del remero que gime recibiendo el látigo en mis sampanes? ¿Qué enseñanza extraeré de las bestiales labores de los campesinos que en mis campos cosechan el arroz? ¿A qué ámbitos me asomaré desde los ojos de mis cocineras? Desconozco si en el futuro persistirá esa ilusión de inmortalidad de la que disfrutamos mientras dura el cuento, y tampoco alcanzo a adivinar qué nuevos acontecimientos transformarán la faz de la Tierra cuando hayan cambiado las historias y sus héroes, pero ruego a los dioses de la buena muerte que para entonces me tengan de su mano.

Tepe Sarab es un ejemplo de lo dicho. Pertenece a una época de transición, en la cual se tejían relaciones que mezclaban a un gran Emperador (los persas lo llaman Shah) como Amir Abdullah Amini con un simple pescador de perlas. Y en esa trama Amir Abdullah Amini reclama el servicio de Tepe Sarab y el de cientos de pescadores de perlas para extraer del fondo del golfo los tres miles de mil riales, y otro tanto en joyas, oro, piedras preciosas e ídolos que iban en la bodega de un barco de su flota que torpemente atacaron y hundieron y no supieron abordar los piratas de Shiraz.

Desde el nacimiento hasta la puesta del sol los pescadores de perlas ponían a prueba sus pulmones descendiendo hasta las entrañas del barco hundido. Tepe Sarab, que nunca había visto cinco riales juntos, ascendía con magníficos sellos elamitas de jade, cuencos de plata, piezas de marfil, hueveras de oro, sítulas exquisitamente labradas y un sinfín de objetos de extraordinaria calidad. Insensible a esas muestras de una civilización refinada, Tepe se preocupaba únicamente del aire que le restaba hasta volver a la superficie: la línea de superficie, para los pescadores de perlas, es una zona de reflejos cambiantes cuyo filo algún día no se alcanzará. Antes de sumergirse murmuran una plegaria: “Déjame atravesar, oh madre de las profundidades, la cara del vidrio que late. Hoy no es el día”. Víctima de su tartamudez, Tepe Sarab nunca estaba seguro de haberla pronunciado entera y por si acaso la repetía en el seno del casco podrido y florecido de anémonas. Y cargado de relieves de bronce o llevando puñados de monedas se elevaba como un largo pez moreno entre la enceguecedora dilución de los rayos del sol. Tepe conocía en ellos la sustancia de su vida. Sabía que cuando la luz se astillase hasta convertir el mar en una inmensidad de algas cristalinas, signo sería de que los dioses lo abandonaban: entonces él no alcanzaría el aire y quedaría flotando a merced de las corrientes, con los ojos abiertos como una medusa, y soltando, los pulmones rotos, la sangre que llama al tiburón.

—Pero antes de seguir, oh Perla de Labuán —dijo Li Chi—, permíteme que te pregunte por tus criados. ¿No es hora de que regresen del templo?

—Tal vez —dije—. Tal vez ya es la hora. Pero ¿quién lo sabe? Mi memoria es fugaz. Quizá fue esta la tarde que cedí para que atendiesen sus propios asuntos.

—Admiro tu generosidad, aunque ella nos impida contar con una buena taza de té —dijo—. ¿Me autorizas a que en cambio encienda mi pipa?

Sonreí.

—¿Podría acaso impedirlo?

Li Chi sacudió la cabeza. “Ya cae el sol”, dijo, y extrajo de una cajilla taraceada una pequeña pipa de madera negra, pulida por el roce, y colocó la bolita de opio, que encendió suspirando.

—Y bien —dijo, y aspiró lentamente—. Y bien, oh Perla de Labuán, aquí estamos. Mi relato no ha promediado aún y mi garganta ya está seca. Carezco de larga palabra, acostumbrado como estoy a dar oído a la voz del sabio y no a mis necios rumores. Pese a lo que puedan decir de mí, solo tengo este hábito, que me transmitió mi padre. “El opio —dice el poeta— es más fresco que el invierno y más dulce que la miel.” ¿Y quién es Li Chi para desmentirlo? Mira al ardor de la sustancia en el cuenco. ¿No te agrada el efluvio de su ignición?

—Ciertamente —dije—, pero me estabas hablando de Tepe Sarab.

—Oh, sí, Tepe. Tepe Sarab. El hombre que halló La Perla del Emperador. ¿Sabes? Cuando Muti, su mujer, murió, antes de morir dijo que lo había visto a él, a Tepe, mirarla. Nadie le creyó, claro, porque deliraba, pero fingieron creerle porque desde la muerte el moribundo habla, y su hablar nunca es mentira. La mujer que perfumaba su cuerpo con ker no dijo nada. ¿Cuánto tiempo hacía que Tepe Sarab había muerto? ¿Había muerto, Tepe? A nadie le importaba ya averiguarlo. Pero mucho antes de ese morir, Muti pidió a Tepe que le trajese un rial de oro. “Tómalo del barco hundido. ¿Quién habrá de desconfiar de ti, tartamudo?”, dijo. “Pero el rial es del Shah”, contestó Tepe. “Es tuyo si tú lo tomas”, aseguró Muti. “El Shah no ha de notar la diferencia.” Tepe asintió y se encaminó hacia el muelle.

Los guardias los formaron en fila. Olían a grasa y a leche de cabra. Los pescadores murmuraban frases hostiles, pero el zumbido de un látigo los aquietó. Por una escala de cuerdas fueron abandonando el muelle. Despacio, envarados por el rocío de la madrugada, entraban en las canoas. Tepe se apoyó en el hombro de un compañero; aún tenía sueño, y el día iba a ser agotador. “Debo estar descansado para cuando sea el momento de tomar el rial”, pensó. Muti siempre le había reprochado su falta de interés por el dinero. Para Tepe, la relación que había entre una perla de mediano tamaño y tres terneras era un misterio. El mundo consistía en perfumes y gustos y colores, y aunque él mismo trocaba perlas por telas y vasijas y gallinas no podía comprender qué clase de vínculo existía entre aquellas y las cosas necesarias para la subsistencia. ¡Y ahora su mujer le exigía una moneda! Sin duda, la vida tendía a la abstracción.

La canoa se detuvo. Los aprestos despertaron a Tepe. Habían llegado a la zona de inmersión. Las embarcaciones se arracimaban. Abajo, diluido por las ondas verdes, se distinguía el barco. Los pescadores comenzaban a zambullirse. Tepe fingió ocuparse de un rollo de cuerdas y echó un vistazo por la borda: los cuerpos de sus compañeros parecían manchas, pequeñas aberraciones del mar, a resguardo en la oscuridad que proyectaban las canoas. Luego contó a los guardias. Había uno por cada tres pescadores. Los consejeros del Shah temían que algún pescador de excelsa capacidad pulmonar se apoderase de parte de los tesoros y, atravesando las formaciones de coral, llegase hasta la costa sin ser descubierto. Suponían que entre los acantilados habría infinidad de lugares donde ocultar lo hurtado. Tepe sabía que era imposible resistir tanto. Pero, claro, ¿acaso le habían preguntado a él o a cualquier otro pescador cuánto resistía un pescador? Además, al término de la jornada eran revisados: un guardia les apartaba los taparrabos; otro les abría sus bocas y hurgaba bajo las lenguas. De noche, el mar florecía en multitud de antorchas dispuestas sobre canastos de mimbre que se mecían por encima del barco hundido. Ningún nadador furtivo podía acercarse sin ser descubierto y asaeteado. Las antorchas duraban desde el claror hasta la palidez final de la luna, y terminaban de consumirse a la salida del sol. Al amanecer, los guardias —ebrios de la vigilia en sus palacios danzantes— contemplaban un mar repleto de pequeñas cunas erizadas de negras serpientes humeantes que lentamente iban encendiendo el mimbre hasta el borde mismo del agua.

Pero no terminaban allí los cuidados. Para vigilar el barco hundido con la misma facilidad que si fuese de día, los guardias soltaban, a distintas profundidades, esferas de seis pies de ancho, construidas sobre la base de un esqueleto de junco trenzado que se cubría de un tejido de seda finísima. Antes de cerrar la esfera, arrojaban en su interior miríadas de ilis. ¿Sabes, oh Perla? Los ilis son insectos diminutos que moran entre las hierbas del pantano. Los dioses los proveen de un vientre que suelta, cada tres pulsos, una llamarada blanca. Cuando son atacados, se niegan a morir y arden en luz. Hay quienes dicen que cada ili es el espíritu de un muerto que en vida padeció cobardía. Los ilis jamás superan dos días de sombra y fulgor, y se alimentan del líquido que flota en su seno. Insectos del esplendor, en la muerte parecen granos de tierra seca.

Esas esferas iluminaban el fondo del mar como una caverna de mica. Unidas a los costados de las canoas por cadenas de plata, las esferas recorrían los senderos de las corrientes marinas alumbrando la oquedad; el agua resplandecía en suaves tonalidades ámbar. Cientos de peces se acercaban, cautivados por la danza de los ilis. Algunos, voraces, confundían sus titilaciones con el relampagueo eléctrico que sacude el vientre de las rayas, y atacaban a mordiscos las esferas. Una leve disminución de la intensidad de luz de una zona indicaba que una esfera no había resistido. Tirando de una cadena, los guardias la recogían: el esqueleto quebrado, la desgarrada seda, y el chorro de agua que se lleva ríos de ilis como moscas muertas.

Sin embargo, a juicio de los consejeros del Shah, todas las medidas adoptadas no bastaban; competían en agradar a su amo presentando soluciones y proyectos de precauciones para preservar el tesoro. El hijo del gobernador de Hamadán concibió el rescate del barco mediante un sistema de palancas que habrían de apoyarse en el lecho rocoso. Un juego de roldanas y poleas fijas y móviles dividiría su peso hasta llegar a una cifra igual a tres arrobas de trigo. “Una idea encantadora—sonrió el Shah—. Pero ¿quién coloca las palancas?” Otro consejero sugirió ceñir al casco una ristra de vejigas de buey: infladas por inyección de aire arrancarían al barco del fondo. El consejero protector de sellos Kalamir, objeto de las burlas de un bufón, comentó que la pequeñez del enano lo convertía en la persona ideal para comandar un buque que inspeccionase aquellos páramos.

Ajeno por completo a estas especulaciones, Tepe se apartó de la borda y contempló a los guardias: la mayoría dormitaba. Considerando suficientes las medidas de seguridad, preferían pasar las horas de manera liviana. Habían dispuesto algunos turnos de vigilancia y entretanto reponían fuerzas. Algunos echaban los dados en cascos de cuero. Tepe comprendió que ese día daba tanto como cualquier otro. Se puso de pie: ya era hora de entrar en el agua.

En ese momento lo descubrió un guardia. Era Kamiz, conocido por su fuerza. “¡Eh, Tepe! —le dijo—, cuéntanos un cuento.” Se acercó al pescador y lo aferró por el cuello. “N-n-n-no s-s-s-s-sé nin-g-g-g-gún c-c-cu-cu-cuen-t-t-t-to s-s-se-se-e-ño-r”, contestó Tepe encogiéndose. Kamiz levantó la diestra; iba a golpearlo, pero lo pensó mejor. Tomándolo de los hombros arrojó a Tepe al mar. “¡Pues refresca tu memoria!”, le gritó. Sus compañeros festejaron la broma.

El mar se abrió al paso del cuerpo. Tepe sonrió. Hendiendo las profundidades, agradecía la ventura de ser pescador de perlas. Nunca había querido ser jefe de tropa, ni mercader que atraviesa los desiertos, ni sacerdote o jardinero. El mar era su dios; todo lo conocía sin necesidad de palabras. “Hoy tomaré el rial de oro —pensó—. Solo uno. Pasará inadvertido.”

Con esa esperanza trabajó todo el día. Decenas de veces apareció en la superficie extendiendo sus manos cargadas de collares de abasida y anillos y cajitas de marfil incrustadas de estrellas de oro. No te fatigaré, ¡oh Perla de Labuán!, con el relato de las ínfimas peripecias de su espíritu. Al filo del anochecer los pescadores arrojaban pequeñas redes en busca de peces ciegos. Tepe comprendió que la jornada concluía sin que él se hubiese decidido a tomar el rial. ¿Qué le diría a Muti? Imaginaba el despecho pintado en el rostro de su mujer, el vendaval de reproches, la sopa fría...

Separose del borde de la canoa. “¡Idiota! —le gritó un guardia—. ¡Ya no...!” Hablaba a la estela de espuma. Tepe descendía otra vez. A medida que se adentraba en las profundidades todo se volvía difuso. A su lado pasó una esfera de junco. Los ilis despedían un resplandor uniforme. En gesto instintivo se apartó de la fuente de claridad, mas enseguida descubrió que se trataba de un enorme pez globo que había tragado a un lámpara-azul. Era difícil, pero no imposible, que algo así ocurriera. De seguro que el pez globo había capturado al lámpara-azul mientras este dormía: en esos momentos, su luz es casi imperceptible. Ahora el pez globo nadaba en círculos de atonía. Sus branquias estaban encendidas como tenues arbolillos de bronce incandescente. Tepe se quedó quieto, aguardando su oportunidad. Había sido una imprudencia arrojarse de nuevo al agua porque la claridad iba disminuyendo, pero aún no era tiempo de lanzar las esferas de junco: Tepe sintió que había vuelto al mar a la hora de su muerte. Empezaba la presión de la sangre en las sienes, y la oscuridad le ocultaba la ubicación del barco. El pez globo volvió a pasar cerca de él. Tepe estiró la mano y lo atrapó. Tenía las pupilas dilatadas y ardía suavemente en su diestra. Tepe rió para sus adentros: “El lámpara-azul te está devorando”. Lo movió en todas direcciones. La negrura iba envolviendo el mar. “Estoy perdido —pensó—. Quedaré preso de alguna corriente.” Para aventar ese temor separó apenas los labios; una hilera de burbujas ascendió rectamente. Rápidas, sin desviarse. “Gracias sean dadas: los dioses no se ocupan hoy de mí.” Nuevamente miró en derredor.

Fue entonces, ¡oh Perla de Labuán!, que descubrió la ostra.

En todos sus años de pescador de perlas nunca había visto nada que se le asemejase. “Es el trono donde se sienta el Señor del Mar”, pensó. La ostra superaba los once pies de diámetro, y alcanzaba la altura de un niño de nueve años. La valva superior era de color pardo-verdoso. Gruesa, irregular, erosionada de corales negros que enmarcaban sus labios como un bozo. Sus rugosidades revelaban que era una ostra adulta. La valva inferior, debido a su menor desarrollo, tenía una consistencia débil, recorrida por súbitos reflejos opiáceos.

—¿Una afloración del nácar? —pregunté.

—Así es —dijo Li Chi pestañeando—. Una afloración de nácar que llegaba incluso hasta las charnelas.

La ostra estaba adherida a unos farallones de malaquita. Por obra de su extraña naturaleza, había desarrollado instintos carnívoros: esa tendencia la llevó insensiblemente a confundirse con el medio. Aún estaba lejos de la simulación perfecta, pero lo hecho le servía para engañar a las especies torpes. Tepe observó restos de una langosta real asomando por la horrible boca de perro, y había también huesos de cría de atún. De un costado brotaba una porción de carne, una lengua vibrante de tamaño no mayor que un pañuelo; con ella la ostra atraía la atención de quelonios y márgaras. Un repliegue estremecido envolvía los ejemplares más audaces y luego los asimilaba en su seno.

Tepe sacudió la cabeza. El aire viciado estallaba en sus pulmones. Sabía que cuando comenzase a tener visiones estaría perdido. Pero la ocasión representaba la cúspide de su oficio. Si retornaba a la superficie perdería la ubicación de la ostra. ¿Debía exigirse un esfuerzo más? Dejar la vida allí, ¿importaba?

El pez globo boqueó en su mano, ya era un manojo de jirones de fósforo hirvientes. De su cloaca huían generaciones de huevecillos blancos que se disolvían en granos de sal. Tepe desgarró el pez moribundo y extrajo el lámpara-azul. Al contacto con la candencia su mano se encogió y tomó el color de un papiro. La sangre brotó. Tepe lanzó al lámpara-azul por el espacio abierto entre las valvas y extrajo el cuchillo perlero.

Al sentir el cuerpo extraño la ostra juntó sus valvas. Pero el lámpara-azul se encendió como un astro; la delicada carne de la ostra no podía soportar la violencia de esa ignición y comenzó a estallar en chasquidos y chispas; ennegreciéndose, se retorcía: pétalos fibrilados de oro contra el fondo rosado. El caparazón enrojecía y luego se volvía de una transparencia acuosa hasta revelar la población de algas y las sucesivas capas de nácar. Flotando como una revelación sobrenatural, el lámpara-azul se apartó sin prisa y se mantuvo a unas pocas varas. Amparado por su fulgor, Tepe se decidió a investigar el interior de la ostra.

La irradiación no había arrasado por completo con el manto. Capas de arborescencias enteras habían caído protegiendo a otras capas de carne; de los repliegues asomaban puntas pecioladas de irritación. Y esa especie de luz, blanca y amarilla y gris, tan dulce a sus ojos, que Tepe vio repetida como nunca antes. La ostra era un enorme cultivo de perlas. Tepe vio sus diferentes tamaños y estados de formación. Cubiertas de chorreaduras de nácar; corpúsculos de arena sumergidos en una irisada línea de baba; perlas que parecían dragones; perlas de cristalización opaca; transparentes perlas de forma perfecta en cuyo centro titilaba una artística escama oval; perlas pegadas a perlas que colgaban de una hoja de liquen petrificado. La luz del lámpara-azul creaba un engañoso tejido de destellos que rebotaban contra las superficies cóncavas de la ostra y se volvían a proyectar sobre las excrecencias de carbón. Tepe se restregaba los ojos. Durante unos instantes creyó hallarse ante el reclinatorio del Templo de Oro y apoyó la cabeza en la carne, pero el contacto helado lo disuadió. Se había topado con una superficie de temperatura lunar. Cortó lenguas de carne y se encontró con una morbosa hinchazón romboidal. Era el pulmón de la ostra. Su cuchillo efectuó una pequeña incisión, de la que escapó una tormenta de burbujas. Tepe pegó la boca contra la fisura y recibió el oxígeno con deleite: tenía sabor metálico, con un tenue regusto de cal. Exprimió el pulmón hasta extraer todo su contenido. El cambio de aire aclaró las ideas. Sabía que la ostra guardaba perlas suficientes como para asegurar su fortuna; pero entendió también que estas se exhibían de un modo tan insólitamente desenfadado que de seguro ocultaban, con esa desnudez, algo de veras valioso. El pescador hundió el cuchillo en las carnosidades, se desgarró la piel entre las mucosas y, en el sector más profundo de ese monstruo de metamorfosis, encontró lo que imaginaba.

Era, naturalmente, la perla de las perlas. Era La Perla del Emperador.

Li Chi calló. En el silencio oí, afuera, el rumor de los insectos. El chino sonrió mientras daba pensativas chupadas a su pipa; el rescoldo se avivó, la ceniza tomó color, y las vaharadas de humo llegaron hasta mí. Era, a fin de cuentas, un aroma grato. Contemplé los movimientos de mi visitante. Con un dedo daba leves golpecitos en el costado de la pipa, de modo de mantener pareja la superficie en combustión; la mano libre acariciaba lentamente su pecho, como ayudando al humo a bajar.

—Cae el sol —murmuró por fin.

—El sol cae —repetí.

—Es tarde —dijo.

—No para escuchar.

Li Chi inclinó su cabeza. Luego aplicó sus labios sobre la boquilla y aspiró. Su pecho permaneció henchido y quieto durante un largo minuto. Li Chi contemplaba su cuerpo con cierto desinterés. Repentinamente, soltó el aliento.

—La Perla del Emperador —dijo—. La creación del Universo y el desenvolvimiento del Universo desde su principio hasta su fin: ese es el acto simultáneo que tanto admiraba a Kung-Fu-Tse. No tenía, en cambio, gran aprecio por las palabras, pues necesitan del tiempo para manifestarse. Así pues, siendo La Perla del Emperador una parte del Universo, ¿cómo haría yo para transmitirte mediante palabras su presencia absoluta? Nada hay que pueda decir de ella sin desmerecer lo que es. Y es por eso que me limitaré a seguir su derrotero.

Cuando Tepe se halló ante La Perla del Emperador, ¡oh Perla de Labuán!, supo que ya no habría de regresar a la canoa, y supo que las prevenciones ideadas por los consejeros del Shah habían encontrado su razón. Ahora, para justificar esas invenciones, él debía emprender su viaje hacia los acantilados sin salir a la superficie. Era un intento desatinado, imposible, pero era su única alternativa. Débiles llamaradas de claridad comenzaban a cubrir el mar en dirección sudoeste. ¡Se había desviado más de mil pies!

Cargó La Perla del Emperador. Pesaba lo que un recién nacido.

Con ella en los brazos nadó esquivando el arco de luz. Insensiblemente iba ascendiendo. La fauna marina desplazaba los ejemplares exóticos en favor de la población de las profundidades medias. Tepe reconoció sierpes tricefálicas, medusas, siluros, cazones bífidos. Una corte de parásitos esquiasmos seguía su estela: lo habían confundido con un depredador y esperaban la suelta de desechos. De a ratos, la turba avanzaba hasta rodearlo y Tepe debía nadar envuelto en esa cortina rojiza. Temiendo la avidez de esos parásitos, los condujo hacia el almuerzo de un ranuro. El enorme pez estaba devorando un megalópodo hembra, y al hacerlo desdeñaba las patas falsas, especie de bolsas repletas de veneno, y arrancaba de a tirones la tierna carne del pecho. Los ojos del megalópodo giraban en sus órbitas, y hacia esa blancura se arrojaron los esquiasmos. Tepe no prestó atención a la escena. Sentía en su boca el gusto ácido del limón, y de su nariz brotaban filamentos de sangre. Anheló toparse con algún ejemplar adulto de la tortuga de mangalar, grande como un buey, para aferrarse a su cuello e imprimirle la dirección deseada. Pero el mar se había vuelto un desierto, apenas alterado por la diminuta lluvia horizontal de algunos moscones zigzagueantes. Sacudió la cabeza. El aire volvía a golpear en sus pulmones y ante sus ojos desfilaban los alegres fantasmas de la asfixia. Vio un árbol de fuego, vio en detalle el incendio de sus ramas, y vio cómo del tronco brotaban generaciones de lagartos. Aferrando La Perla del Emperador entre ambas manos, se dio tres golpes del lado del corazón y soltó una bocanada de aire. La presión disminuyó, pero ese alivio no bastaba. Decidió ascender. Nadando a pocas varas de la superficie podía desplazarse más velozmente, y el zumbido de sus oídos sería menor. Aceleró la marcha: ya tenía nubes en los ojos, móviles manchas temblaban en su mirada. Se estrelló contra un pez lobo, que dormitaba. La bestia rugió y luego se dejó caer a plomo. El golpe despejó a Tepe. Vio cómo el gordo animal se perdía; por un instante tuvo la tentación de soltar La Perla del Emperador tras el pez lobo y contemplar su descenso; la desaparición en los abismos de esa desvaneciente y pálida luz de planeta muerto.

Resistió el impulso y se detuvo; movía rítmicamente los pies para no hundirse. Distinguió, no muy lejos de donde estaba, algunas manchas ocres. ¡Era una colonia de pulpillos de leche! Si lograba atrapar alguno, podría continuar su rumbo a ras de la superficie cubriéndose la cabeza con las ocho extremidades y disimulando así, ante los ojos de los guardias, su emersión: aparentaría ser un trasgo, o un remiendo de algas sobre la aleta de un delfín. Se arrimó sigilosamente, llegó a no más de tres pies de ellos... Pero alertados por el destello de La Perla del Emperador, los pulpillos se dispersaron. Desesperado, Tepe soltó otra bocanada de aire. Sentía el fragor de su corazón, veía el hormiguear de la sangre que se hinchaba en las venas de sus brazos. Estaba al borde de la extenuación. El murmullo se volvía claro, y él lo reconoció. Era el choque de las aguas contra los acantilados. ¡Aún le faltaba otro tanto! La desazón lo invadió. Se dejó llevar hacia arriba. Faltando dos varas suspendió el ascenso. Ya era visible el rolar de las olas y las gargantas de espuma azotadas por el viento. Movió la cabeza. No había quilla hendiendo las aguas. Tal vez no hubieran notado su ausencia. De un envión buscó el aire.

“¡Allí está!”, gritó alguien. La voz sonaba desde lo alto. A veinte pies por sobre el nivel del mar navegaba el aire una extraña embarcación. En unos inmensos aros ceñidos por flejes de bronce había tres gruesas vasijas de barro cocido repletas de curi. Sus blancas llamas mantenían a temperatura constante los gases encerrados en unos globos de tela embreada, uncidos a una estructura de metal por medio de cuerdas flotantes. La estructura tenía la forma de un hexágono. Y sobre la base del hexágono había una canasta de cáñamo en cuyo interior se agitaban tres guardias del Shah. Uno de ellos se encargaba de alimentar el fuego, el segundo oteaba el horizonte, y un tercero fijaba el rumbo por medio de una torre de velas de delgadísima madera.

Tepe tardó solo un momento en advertir que esa embarcación había sido creada para su búsqueda, y que era ingobernable. Cada una de las velas poseía una dirección propia y un ángulo de giro por completo diferente, y pese a que el conductor intentaba manipular las cuerdas, la embarcación iba a los tumbos, entregada a la merced del viento. Era una gran desgracia el que ese vehículo en verdad inepto sorprendiera a Tepe en el momento de su emersión: lógico hubiese sido que se destrozase cayendo a plano.

Pero no fue ese conjunto de circunstancias adversas lo que más impresionó a Tepe. Bajo la canasta de cáñamo, en posición horizontal, aferrados por centenares de ganchillos que no llegaban a lastimar la carne, había dos guardias que, al oír la voz del oteador, parecieron salir de su sueño. La concavidad de sus ojos era un mapa de gelatina que el nervio óptico recién comenzaba a llenar. Tepe vio sangre en ellos, una ramificación de ríos de sangre, y el comienzo de la pupila, el borde negro, como un sol que caía. Allí vio su prisión y su muerte, y quiso huir de ellas. Se sumergió.

En la nave la conmoción endurecía el cerebro de los guardias. Se gritaban órdenes impracticables, todas las manos iban hacia el cordaje... la embarcación giraba en redondo. Al fin el encargado del fuego extrajo un tercio de curi de cada vasija y lo lanzó por la borda. En contacto con el agua, el curi chisporroteó y se resquebrajó, soltando la carga de aceite. Las aguas se tiñeron de verde y fueron aquietándose. La embarcación se posó en un mar calmo. Entretanto, el encargado de las velas dio con la traba que sujetaba a los guardias, y los ganchillos se abrieron, y los guardias cayeron al mar, donde terminaron de despertar. Eran eunucos trepanados que se entrenaban para persecuciones de alta velocidad. En cuestión de segundos, acortaron la distancia que los separaba de su presa; alertado por el alboroto de los peces, Tepe los descubrió. Quiso apelar a los últimos restos de energía. Pero los guardias tenían toda la ventaja: no cargaban con el peso de La Perla del Emperador. Volviéndose, Tepe extrajo el cuchillo de su taparrabos y los enfrentó.

Los eunucos se detuvieron. Azotes de pintura brillante cruzaban sus cuerpos: erráticos troncos de serpientes que abrían sus fauces en las bocas de los nadadores; ojos eran las orejas de ellos, y orificios nasales cada pupila. Las burbujas de aire escapaban de entre los colmillos de los reptiles y se enredaban en los cabellos erizados de los eunucos. Las serpientes juntaron las cabezas en un movimiento hipnótico... se apartaron. El cuchillo de Tepe no supo su dirección y eso lo perdió. Los eunucos lo flanquearon. Mientras uno lo enfrentaba, el otro lo tomó del cuello. La Perla del Emperador escapó del abrazo de Tepe. Suavemente, como si fuese un gato, el eunuco la acunó contra su pecho, y con la mano libre dio tres tirones de la cuerda que ataba su cintura.

En la embarcación sonó tres veces una campanilla. El encargado de las velas hizo girar una palanca de arrastre y comenzó a recoger las cuerdas. Emergían embadurnadas de aceite de curi; se habían prendido a ellas miles de vainques —diminutas ratas de agua salada. Bajo el mar, eunucos y prisionero ascendían rápidamente gracias al trabajo de poleas. Casi sin notarlo, estaban colgando a ras de la superficie, adheridos por las ventosas de la carcasa de metal. Todo había sido cosa de un instante. Sin embargo, el eunuco más veloz había alcanzado a capturar un espléndido pez pavo de aletas estampadas que rolaba abierto, enamorado de su plumaje, y lo había tragado de un bocado; un pétalo azul asomaba entre sus labios.

Sin emitir un sonido, oteador y encargado de velas volcaron a Tepe dentro de la canasta. El pescador de perlas gemía. Le habían oprimido un nervio localizado en la nuca; ahora veía luces lancinantes y giratorias. Lanzó un chorro de agua, y luego otro. En el vómito flotaban gusanillos pequeños como pulgas. Tepe cerró los ojos. Lo ataron. Sintió un punzón horadando sus pulmones. Creyó morir.

Al rato despertó. El oteador le hablaba. Repetía algunas palabras como un ensalmo. Tepe prestó atención: “Más te valiera no haber nacido, pescador audaz, o haber nacido animal sin conciencia para el dolor. Piedra, el dolor no te dolería”, decía el oteador, y repetía esas palabras una vez y otra vez, soplándolas al oído de Tepe. Aún no era de día. O, quién sabe, tal vez anochecía. En todo caso, Tepe lo ignoraba. La Perla del Emperador en los brazos del guardián multiplicaba los haces de luz que brotaban de las vasijas con curi: la figura del encargado de alimentar el fuego se alargaba sobre la superficie de La Perla. Tepe mismo se espiaba: su cabeza doblada, y un hilo de baba, también brillante, que caía sobre su pecho. ¿Sabes, oh Perla de Labuán? Una perla no irradia luz: solo puede volverla. Una perla es, a nuestros ojos, luz que vuelve cambiada. Pero ¿la perla? ¿La perla misma? ¿Consiste finalmente en aquello que de ella vemos? ¿Es esos millones de extremos de pequeñísimos cristales fibrosos que una ostra segrega para rodear un grano de arena que hiere su carne?

Li Chi interrumpió su frase para rascarse la mejilla... Parecía estar pensando en el modo de continuar. Al menos, su barbilla se demoraba sobre su pecho, y todo su ser se mostraba sumido en una profunda reflexión. “Pensaba en mi padre”, dijo al fin. Era, no había dudas, un extravagante.

—Loable recuerdo —dije—. Pero hablabas de La Perla del Emperador. Me hablabas de ella.

—Cierto —dijo Li Chi, y volvió a pasarse los dedos por la cara—. Bien mirado, cualquier fenómeno es igualmente interesante. A fin de cuentas es La Perla del Emperador lo que me trajo aquí. ¿Por qué no seguir entonces refiriéndote sus itinerarios? Era... Tepe Sarab. Un pescador de perlas: desmayado y lánguido y doliente en la embarcación del Shah, y La Perla del Emperador en brazos del oteador, que a Tepe le hablaba. El oteador le decía una y otra vez: “Más te valiera no haber nacido”, y lo miraba. ¿Cómo se había atrevido ese escuerzo, esa basura, esa inmundicia, a tomar algo que era del Shah? El oteador ni siquiera se animaba a imaginarlo. Que alguien pudiera sustraer algo de propiedad del Shah, eso era para el oteador un bestial atrevimiento, y temía, de solo pensarlo, ser castigado por ello. Y por ello le decía a Tepe: “Has de morir. Más te valiera no haber nacido”. Atravesaban el filo del mar: rozaban el borde de la costa y la franja de espuma ennegrecida. El encargado del fuego echaba curi en las vasijas y cuidaba los fanales de navegación. Conchas de almejas pulidas hasta la transparencia, en cuyo interior ardían hilos de seda. La embarcación viajaba bajo las nubes, sobrevolando poblados, encendida. Atravesaron montañas. Al amanecer se cruzaron con un ave rohk. Dos días tardarían en llegar a la capital del Imperio. Antes habían anclado en la copa de un árbol para sobrellevar mejor el ímpetu del siroco. Venía también del mar, y cargaba aguas y peces que nadaban en su cresta. Al cesar el huracán, la nave esplendía, pulida por las sales. Había tomado el color del ébano, y el cuerpo de los hombres estaba desollado. Inclinándose sobre la borda, el oteador descubrió la pérdida de los eunucos. El viento se los había llevado.

Llegaron al atardecer. ¿Has visto alguna vez, ¡oh Perla de Labuán!, dibujos del palacio del Shah? En países bárbaros se lo tiene en gran estima, pero yo sé que ese palacio no reúne los méritos de la más ínfima de las residencias de verano de un dignatario de segunda categoría en la corte del Emperador de la China. En cambio abunda en construcciones fortuitas: al mismo tiempo hay esclavos que levantan salas de —por ejemplo— asesoramiento legislativo, mientras que otros destruyen lo edificado para instaurar un nuevo criterio en materia de retretes. En los pasillos las gentes duermen, procrean, y no es sorpresa el divisar lujosas embajadas de países distantes que rinden pleitesía en los rincones más oscuros a minúsculos funcionarios ataviados con las investiduras propias del Shah. Sería obvio desprender de todo aquello que el Shah es una invención del caos para imponer una cierta apariencia de orden, pero los sabios dicen que en verdad el desorden es una invención del Shah para imponer la ilusión de su inexistencia, recurso que disimula el rigor con que su mano castiga todos los desvíos y su mirada vigila todas las regiones.

La nave se posó en un minarete de pórfido. Por un instante Tepe sintió que el terror brotaba como una emanación de ese desierto de blancura: las irregulares formas del palacio, las ventanas, las cortinas de las ventanas, las ropas de las gentes que se asomaban a ver a los recién llegados. Para su alivio, oteador y encargados lo entregaron a manos de un esclavo negro. Tepe le sonrió. “¿Eres, como yo, pescador? —le dijo—. En mi pueblo he visto a veces pescadores de tu color.” Sin contestar, el negro lo arrojó de un empujón dentro de una carreta. De ello Tepe dedujo que se trataba de una personalidad de cierta importancia, y no intentó reanudar el diálogo.

Atravesaron corredores poco iluminados y por fin llegaron a una galería descubierta. Allí, el negro se detuvo, y Tepe, que había permanecido acurrucado en el fondo de la carreta, se incorporó. Al término de la galería, obstruyendo un altísimo portal de bronce, había un caballo muerto. La bestia estaba tumbada, con las patas rígidas, y sus cascos apuntaban en dirección de Tepe. Por efecto de la distancia, Tepe primero vio que de la boca abierta nacían manojos de pelo. Después descubrió que eran ratas que tenían por cueva el interior del animal. Las ratas, al sentir la presencia de los humanos, alzaron sus hociquillos y chillaron. En esos chillidos Tepe encontró una amenaza: sería devorado por millares de dientes diminutos al cabo de horas, tal vez de días de vigilia y combate. Los músculos de la mandíbula del caballo tiraban de los belfos hacia atrás: el caballo parecía reír.

Súbitamente, el esclavo negro desapareció. Tepe pasó las horas que le restaban rezando a sus dioses. Los roedores alborotaban alrededor de la carreta, y los más audaces incluso se habían introducido en ella, pero por alguna razón no intentaron atacar a Tepe. Quizás estaban hartos de los manjares del caballo. El caso es que, cuando el esclavo regresó, Tepe aún vivía. El negro espantó a las ratas a puntapiés y cargó al pescador sobre los hombros. Por un buen rato anduvo en la oscuridad. Llegaron a una habitación en cuyo centro había una pequeña fuente seca, y después cruzaron otra habitación en cuyo centro había una pileta rebosante de musgo. Por fin entraron en un patio. Tepe vio niños flaquísimos, desnudos, haciendo equilibrio sobre cuerdas de ropa. Algunos robaban largas túnicas manchadas de grasa, otros jugaban a golpearse los genitales con pértigas de oro. Miraron pasar al negro y su carga y saludaron. “Adiós, adiós.”

—No alargo el relato —dijo Li Chi—. En un momento cualquiera el esclavo detuvo su marcha. “Es tarde y tengo sueño”, dijo y depositó a su prisionero en el piso. Tepe giró la cabeza. La luz parecía salir de las paredes; era una luz exangüe, debilísima, de una impalpabilidad más siniestra que lo negro. En ella, tristemente, Tepe vio la cualidad de su futuro. “Tal vez —pensó— me espera algo peor que la misma muerte...”

—¡Oh, el futuro, el futuro, Li Chi! —exclamé—. Pretendemos conocer sus formas solo a fin de escapar de los tormentos del presente. Es la esperanza de un cambio lo que nos sostiene. ¿Debo decirlo acaso? Tepe imaginaba un futuro peor que cualquiera de los presentes posibles para aliviarse de la certeza de su muerte próxima y para pensar que aún nadaba en la sustancia del tiempo.

—Pero Tepe no... —se adelantó Li Chi.

—Tepe, Li Chi... —dije—. Es tarde para él, y es tarde para nosotros. Es tarde ya, ahora mismo, y la gente habla y no es conveniente que mi visitante permanezca por más tiempo en mi tienda. Soy una mujer sola y debo velar por mi reputación. ¿Hay algún motivo más fútil y más perentorio que ese?

Sonreí y rocé débilmente su barbilla con la punta de mi abanico.

—No somos dueños de nuestra conducta pero lo somos de nuestros recuerdos —dije—. Cada vez que mi imagen se refleje en la verde lágrima de la Diosa del Río me acordaré de ti. Solo un hombre exquisito como tú podía haber ideado un modo tan delicado de hacerme olvidar, siquiera unos instantes, que fueron la piedad y la curiosidad las que lo movieron a entregarme el invalorable regalo de su presencia y de sus palabras. Mi alma guardará ese gesto dondequiera que yo esté.

Li Chi recogió la pipa, sacudió el polvo de sus vestiduras y besó en silencio el borde de mis chinelas. Luego se encaminó hacia la puerta. Desde allí habló:

—Tal vez me equivoque, pero aún no atino a comprender. ¿Es verdad que no quieres demorarte contemplando hasta el último de los días el brillo incomparable de La Perla del Emperador?

Me reí hasta que las campanillas de plata trenzadas en mi pelo tintinearon con argentina voz.

—¡Ya es demasiado! —exclamé—. ¿Quieres hacerme creer en la existencia de esa maravilla?

Li Chi suspiró:

—¿Habrías de creer en ella si la tuvieras ante tus ojos? —dijo.

Y antes de que pudiese contestarle se hizo uno con la sombra que crecía desde el río.

La perla del emperador

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