Читать книгу La perla del emperador - Daniel Guebel - Страница 6

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APENAS LI CHI SE FUE, su pregunta, que había quedado flotando en el humo, comenzó a resonar en mis oídos. Por una extraña variación del ánimo, mis dudas dieron paso a una certeza absoluta respecto de la existencia de La Perla del Emperador. En los meses siguientes me tocaría pensar cada inflexión de la voz del chino y cada movimiento de sus finas manos traslúcidas mientras narraba la historia de Tepe Sarab. La reverberación de esa historia, la presencia de Li Chi y su promesa... Todo ello desplazó pronto cualquier otro motivo de interés. Abandoné mis tareas habituales. La abulia me arrastró. Dejé mi tienda a cargo de un empleado de confianza y quedé libre para ceñir mis meditaciones cotidianas a un solo tema: la resolución del interrogante que me planteara Li Chi. Es claro que hubiera querido adueñarme de La Perla del Emperador. Lo curioso era que en el momento en que me fue ofrecida yo la había rechazado porque no creí en su existencia, cuando lógico hubiera sido que, en tanto no perdía nada en ello, de esa existencia bien hubiera podido admitir (aunque más no fuera) su posibilidad. Al negarme a actuar así me había revelado como una pésima negociante. Y de eso no dejaba de arrepentirme, y tampoco podía dejar de preguntarme acerca de la razón por la que esa existencia ahora se me hacía indudable. Incesantemente me reprochaba el haber tomado el relato de Li Chi por la vana charla de un taimado que no se atreve a descubrir sus verdaderas intenciones. ¿Acaso estas, y todo su deseo, no concluían al encender la pipa de opio? Mi torpeza me había impedido comprender que la oferta de Li Chi encarnaba la oportunidad de mi destino, y yo la había dejado pasar simplemente porque me había sido presentada bajo el disfraz de un vicioso.

En esas afiebradas vigilias me acordé también de que Li Chi me había dicho: “Solo La Perla de Labuán es digna de La Perla del Emperador”. Esa afirmación satisfacía a mi orgullo, pero molestaba a mi inteligencia. La Perla del Emperador brillaría con parejo fulgor cuando mi propia belleza se hubiese vuelto ceniza. ¿Por qué un hábil comerciante como Li Chi se habría inclinado a ofrecerme su posesión? ¿Por qué a mí, que no podía competir en fortuna con los poderosos de Malasia?

Esas cuestiones torturaban mi espíritu. Antes de desvanecerse en el anochecer, apartando sus ojos de la línea de bruma, Li Chi me había dicho: “¿Creerías en su existencia, ¡oh Perla de Labuán!, si asistieras a su destellar?”.

En su procura desparramé decenas de emisarios por las provincias del interior y los estados costeros. Li Chi había desaparecido. Sin embargo, mis enviados recorrían todos los confines de las islas llevando un único mensaje: “Acepto”. ¿Qué sentido habría tenido su pregunta, sino el de anunciarme que me daría otra oportunidad?

El día en que finalizaban los festejos de la Diosa del Río mi empleado se llegó a mi refugio y confesó que su ineptitud y su avaricia arrastraron la tienda al borde de la ruina. Había sido engañado, había malvendido objetos costosísimos, se había reservado un diezmo del total: ahora me rogaba que le concediera una muerte honrosa. Distraídamente le agradecí la noticia y le obsequié la libertad. Esa desgracia que él anunciaba era aparente, y bajo su forma me era dado comprender que mi vida seguía determinada por signos cuyo develamiento no era inmediato. Me arranqué a la rutina de la espera y volví a mi tienda. Allí descubrí que las ocupaciones retomadas limpiaban mi ser de los excesos de desesperación a los que me había acostumbrado. Me decidí a abandonar toda ilusión. Estaba dispuesta a envejecer en calma.

Por ese tiempo se desató un incendio del otro lado del río. La policía nativa lo atribuyó a sicarios de la corona inglesa, pero era claro que se debía a la costumbre local de dirimir pleitos disparando fuegos artificiales. Una vieja tradición decía que, habiendo disputa entre dos personas, la razón asiste a aquella cuya caña voladora se eleva más derecho y alto en el cielo, y cuya luz tarda más en desvanecerse. En vez de horadar el firmamento, uno de esos instrumentos de ley había ido a parar a un depósito de paja. Y ese fue el comienzo. Del otro lado del río se encuentra el sector más populoso de la isla: se alternan chozas de barro y hojas de palmera con palacetes de un lujo abismal. Era, en aquel entonces, sitio de prostíbulos y de juego: grandes cantidades de dinero cambiaban de dueño con increíble facilidad. Yo misma había visto hombrecillos mugrientos haciéndose tatuar fantásticos animales en el pecho, y a ricos comerciantes que eran despojados de sus vestidos y obligados a tirar de carros de campesinos. El fuego había arrasado con todo y solamente se detuvo frente a la barrera de agua. Desde mi tienda oía el lamento de los alcanzados por las llamas: llegaba filtrado por el fragor de la quemazón. Aprisionadas en sus precarias construcciones de tres y de cinco pisos, las siluetas incendiadas se arrojaban al vacío. Los carros de bombero hendían la multitud y los cascos de los caballos pisoteaban a los moribundos. De esa devastación se extraía una verdad que acepté casi con indiferencia: esa era la zona donde preferían concentrarse los esclavos del opio.

Días después mis agentes me comunicaron que entre los escombros del fumadero más mísero habían encontrado un cadáver cuyas características eran asimilables a las de aquel chino que yo buscara. Su rostro parecía una blanca máscara calcinada. Un sobreviviente recordó que, segundos antes de que el techo se derrumbara, el muerto, que fumaba a su lado, le había referido un sueño: en el sueño el muerto estaba desnudo, de pie en medio de una planicie de sal, mirando el resplandor de la luna en una esfera de plata. El muerto se bañaba en el reflejo; el resplandor era idéntico al de una perla vista a través del ojo de una aguja en llamas.

Pasaron meses sin novedad alguna. Lo monótono tuvo su virtud, y fue la de volverme hacia las minucias. ¡Con qué dedicación lustraba yo los objetos de mi tienda! Horas enteras me demoraba en fregar la porcelana de Swan que obtuviera del saqueo de Caulún. Ningún pensamiento se deslizaba por mi cerebro. Sin pedirla, había logrado la quietud, y en ese lago de emociones neutras me dejaba estar. Tras la jornada de trabajo sacaba una silla de paja a la terraza de mi tienda y allí, sorbiendo una áspera bebida popular, vestida con un sari del Kurdistán, gozaba del vendaval que desde el estuario avanzaba al anochecer. Concentrada en sorber los jugos de hierbas, contemplaba el vuelo de los pájaros sobre la agonizante claridad del cielo. Sola en toda la extensión del delta del Selangor, disfrutaba del espectáculo del ocaso. El sol aún ardía en el agua: la ausencia de frescura, aumentada por el brebaje, era un anticipo de la eclosión. Yo observaba el lento opacamiento de los fulgores y luego, con el sari recogido a la altura del nacimiento de los muslos, me entregaba al soplo del viento que venía del Este.

Toda la naturaleza se plegaba al fenómeno, y en esa calma cada objeto recuperaba su verdadero peso y condición; su intensidad de presencia. Las hierbas caían mansamente al fondo de la vasija; las hojas secas dormían en la maleza. Mi cuerpo parecía flotar en una sustancia aceitosa. Trasladarse era agobiante, así es que me limitaba a mirar el avance del viento.

Venía del estuario, cargado de agua, sacudiendo las copas de los árboles. Atisbo de otro mundo —pensaba siempre—, se detendrá en la distancia; jamás habrá de atravesar esta calma. El pelo chorreaba sobre mi cara y de sus puntas se desprendían pequeñas gotas de sudor. Estaba dentro de una burbuja. Apartar el pelo —pensaba—; apartarlo solo un poco, y los elementos se desatan.

Cumplía ese gesto y los techos de las chozas se hundían en el vendaval: a sus moradores los arrastraba el torbellino. El viento cavaba pozos en el río y extraía peces y los destripaba sobre los espinos. Grandes rocas rodaban de la ladera del Trengannu, sus chispas se fundían en el relámpago.

Desde mi terraza, situada a gran altura y protegida por sólidas hileras de pinos, contemplaba el desastre sin correr peligro. El viento me llegaba libre de basura. Se adueñaba de mi cuerpo, lo moldeaba; yo perdía mis formas. Las gotas de lluvia estallaban en minúsculas tormentas. Con la boca abierta yo cedía al viento. El sari se adhería a la piel; a veces el viento me lo arrancaba; cercándome, me asfixiaba.

Despertaba con la helada. El viento había ido a asolar el interior de la isla.

Un día un anciano, otro chino, se llegó a mi tienda; dijo ser el mayor de la familia Chao y llamarse él mismo Chaw Mien. En un fumadero se había enterado de que yo andaba a la caza de datos sobre el paradero de Li Chi. Chaw Mien no indagó en los motivos de mi interés por aquel que llamó “el más despreciable de los seres”: fue discreto hasta el punto de no fingir sorpresa por mi discreción. Dijo en cambio que Li Chi, además de ser un comerciante inescrupuloso, había sido un insaciable devorador de la honra de las muchachas de su colectividad. Chaw Mien no quería tener secretos conmigo: a ese doble furor habían sucumbido su economía y los retoños femeninos de su familia. Pero su caso no era el único: hombres más respetables que él habían sufrido trato similar, y juraron vengarse. A mi propia seguridad, dijo Chaw Mien, convenía el que yo no demorara en transmitirle cualquier noticia que recibiese acerca de Li Chi.

Su manera, a la vez amenazadora e insinuante, me disgustó. Su misma persona imponía la tentación de rehusarse. Pero yo no tenía motivos para no mostrarme ecuánime, así es que me tomé unos instantes antes de responder:

—Nada en este mundo me asusta entonces, pues de Li Chi solo espero la confirmación de su muerte.

Había supuesto que esa frase iba a bastar. Sorpresivamente, Chaw Mien rió:

—Su muerte... cuando joven, yo mismo me entretuve en morir unas cuantas veces; es muy bueno para la salud, siempre que no ocurra de manera definitiva.

—Creí que únicamente los malayos, y algunos hindúes, soñaban con vidas sucesivas para una misma alma —dije reprimiendo mi desdén—. Ignoraba que los chinos compartieran ese entusiasmo.

—Claro, claro —dijo Chaw Mien—, Li Chi es hábil, La Perla de Labuán es hábil, y este pobre oriental pronto conoce que lo engañan. Por eso —siguió mientras se ponía en pie— te imploro que en su momento me informes de cualquier cosa que llegases a saber acerca de mi enemigo. ¿Cómo decirlo...? —Hizo temblar dubitativamente sus manos de uñas largas—. Estando Li Chi ausente, ¿quién podría protegerte de cualquier desafortunada consecuencia que la ciega casualidad pudiera tramar? ¿Y qué, sino la sinceridad, puede proveerte de nuevos y mejores amigos? Ahora, si me permites...

Y cuando creí que iba a retirarse en medio de rengas ceremonias, extrajo unas pocas monedas de bronce y pretendió comprarme una estupa recordatoria de Ashoka. Le di la espalda, fingiendo no haber percibido su gesto. Humillado, Chaw Mien desapareció. ¡La estupa era una baratija, algo visiblemente indigno de compensar el peso de sus amenazas! Tampoco esa torpeza me predispuso a auxiliarlo.

Intenté continuar con mis labores, pero la visita había arruinado mi jornada. Abandoné el despacho, bajé las cortinillas y fui a la cocina a prepararme un brebaje restaurador. Su ingestión, que en un principio cumpliera a efecto de complacer a mis clientes, había dejado ya de ser el modo con que yo exhibía mi aceptación de las costumbres locales. Insensiblemente me había acostumbrado a ese ritual. Prepararlo era una actividad agradable, para la cual yo reservaba siempre una hora del atardecer. El baile de las hierbas en la superficie del agua caliente, la difusión de su sabor; incluso los movimientos que se requerían para su preparación... todo ello me deparaba una serena sensación de intimidad.

Vertí unas gotas de agua en la vasija de madera; de su interior se desprendió el aroma fuerte de las hierbas. Hice la primera ronda solitaria, que me supo amarga. Preparé un segundo servicio. El conducto había comenzado a calentarse, y a causa de la prisa me quemé los labios; algunas briznas de hierba habían atravesado el filtro del conducto y se depositaron en la punta de mi lengua; las escupí a un costado, arranqué un hollejo de piel que se había curvado en la quemazón, luego lamí la herida. A la presión de la lengua brotó una gota de sangre. “El interior de La Perla”, pensé. Y ese pensamiento, extrañamente, me volvió al momento de la visita de Chaw Mien. Tuve miedo. “Mi interior...” No cabía duda de que Chaw Mien se había comportado groseramente al aludir a mi indefensión. ¡Ni siquiera se había molestado en fingir la fineza que debía a mi condición de mujer! Pero yo no había atendido a ese detalle, y a mi vez lo había tratado con desprecio. En cierto modo yo misma había dado libre curso a su amenaza al no manifestar firmemente mi convicción respecto de la muerte de Li Chi. Y eso (el tono de ira apenas contenido de Chaw Mien así lo demostraba) había inducido a mi visitante a sospechar que le ocultaba algo. Ahora bien, en todo aquello había un error que yo no podía disipar, pues Chaw Mien ya se había retirado. Pero, aun de no ser así, ¿cómo habría podido transmitirle mi creencia en la muerte de Li Chi, si yo misma mantenía alguna esperanza de encontrarlo vivo? El error, entonces, aquello que ponía en peligro mi propia vida, radicaba en la inexacta comprensión de Chaw Mien, quien dio por supuesto que esa solapada y resistente esperanza que (pese a todo) yo trasuntaba, era la prueba de que sabía algunas cosas acerca de Li Chi, y que eso que sabía, era lo que me negaba a decirle.

Tan efectiva resultó la amenaza de Chaw Mien que al día siguiente decidí no abrir la tienda y me encaminé hacia el fumadero donde Li Chi había sido visto por última vez.

Por supuesto, pese a mis ilusiones no ignoraba que eran escasas las posibilidades de encontrarlo con vida. “De seguro —me decía—, el cadáver del fumadero es el suyo.” No obstante, el simple hecho de ponerme en movimiento resultaba más útil que el empeñarme en la continuación de mis asuntos cotidianos fingiendo desconocer que la soga de Chaw Mien iba cerrándose sobre mi cuello.

Un rickshaw me sacudió por la zona céntrica de la ciudad. Yo había tomado la precaución de procurarme lujosas ropas de hombre y había velado mi rostro como si me estuviese dirigiendo hacia un encuentro amoroso. Cada tanto, mi estúpido porteador giraba la cabeza echándome miradas de complicidad. Por prudencia lo perdí en un fárrago de calles laterales y finalmente mandé que se detuviera en un barrio de tienduchas miserabilísimas. El malayo no lo podía creer: por más que estudiaba el lugar, sus ojos no daban con palacio alguno a la altura del destino que prometía mi atuendo, sino con pequeños cuartos sin puerta donde se amontonaban bolsas de especias, sacas de verduras y de granos. Decidí aumentar su estupor entregándole lo prometido, y ni una moneda más, y lo despedí. Cuando estuve segura de que nadie me seguía, entré en el fumadero.

En Malasia suele ocurrir que los incendios no sean del todo casuales; cuando una propiedad se quema, el terreno (único valor persistente y estimable) vuelve a poder del Estado, y es el Estado el que decide su reasignación: no es raro entonces que los grupos cercanos a la Administración terminen haciéndose con las superficies de mayor precio y que los incendios se multipliquen. El terreno donde se erguía el Fu Tching había sido codiciado siempre porque estaba en medio de un montón de callejuelas intrincadas y porque cada construcción se ligaba por medio de puentes y pasadizos y cables que cruzaban los techos, lo que permitía que los clientes (algunos de ellos funcionarios de cierta jerarquía) pudieran huir cómodamente de las visitas de la policía inglesa. Era un lugar ideal para que la gente del humo se reuniera. Hace unos años, este fumadero había vivido sus momentos de gloria: todo el mundo sabía de su ubicación, que era secreta, y se sabía también que allí se consumía opio de altísima calidad; mediante la oblación de una suma razonable cada cliente tenía derecho a un cuarto y a una mujer que atendiera sus necesidades. Eso fue antes de que yo me estableciera en Kuala Lumpur, y por lo tanto el Fu Tching no había contado con mi auxilio en materia de decoración; siguiendo la costumbre, la habían encargado a un pintor local, un negro que prodigó su imaginación tortuosa en dragones de bronce y en tapices de seda de exquisita factura pero de colores contrastantes e ilustraciones violentas. Las escenas de combate llevaban a que los temperamentos, relajados de sus ataduras por el humo, no se predispusieran a la paz. Cada tanto, corría la voz de que en el Fu Tching se había armado pelea. Aumentaban los heridos y contusos y la sangre saltaba manchando los tapices. Incluso se habló de una maldición, pues el negro había muerto por obra de un puñal anónimo, imitando con arte escaso una escena de esos sus tapices afamados. Y todo ello, acumulándose, derivó en el primer impulso de la decadencia del lugar: para evitar el cierre sus propietarios debían sobornar a inspectores y policías; y cada vez los certificados de habilitación costaban más y duraban menos, y eso había redundado en que los beneficios de la atención disminuyesen. En el opio habían empezado a aparecer granos de trigo y de afrecho... En un esfuerzo desesperado, los propietarios voltearon los paneles divisorios para crear salas de consumo colectivo y los almohadones fueron reemplazados por esteras de paja donde los viciosos deliraban intranquilos en medio del sueño que les provocaba un humo impuro. En la última época, las mujeres ya no se ocupaban de encender las pipas y de secar el sudor de las frentes y de volcar en las copas el agua fresca, sino que atendían en las piezas del fondo. Indudablemente, las desgracias habían debilitado el empeño de los propietarios y entonces el sitio estaba, comercialmente, muy por debajo de sus posibilidades. Eso disgustaba a las gentes sensatas: nadie se apenó cuando una noche cualquiera el fuego arrasó con esa ruina. El episodio fue considerado como un retorno a la indispensable equidad, y como una evidencia de que también lo incidental se ajustaba a la naturaleza de las cosas. Cuando el actual propietario (un pariente cercano del ministro de Haciendas) levantó un edificio de cinco pisos, todo el mundo convino en que el establecimiento habría de gozar de un futuro venturoso.

El Nuevo Fu Tching reunía todos los azares que constituyen la frontera última del descabellado gusto malayo: los dragones de bronce habían sido reemplazados por lucarnas de barcos antiguos, arregladas para servir de braseros; la leña chisporroteaba ensuciando el aire. Enterado del arribo de un visitante ilustre, el actual propietario se adelantó a recibirme. Para favorecer la ilusión de la continuidad había concebido la ridícula ocurrencia de exigir que lo llamasen como a su fumadero, e insistía, contra toda evidencia, en jurar que era hijo del dueño anterior.

—Bienvenido seas al Nuevo Fu Tching —dijo inclinándose, mientras su gordura se desparramaba a expensas del ritual aparatoso—. Nuevo Fu Tching, que soy yo mismo, se alegra de que hayas elegido los pocos placeres que pueda depararte su morada.

—Sé que aquí encontraré un producto de la mejor calidad —dije, y agregué—: A propósito, antes te llamabas Kwai Tao ¿no es cierto?

—Seguramente en mi vida anterior —se apresuró a decir—. Pero algo me dice que en ella yo no era persona sino animal. No recuerdo con claridad, pero creo que era un animal grande.

—Oh, sí —dije con voz grave—. Nadie duda que es un mérito ser una bestia de considerables proporciones. Ciertamente, en esta existencia has conservado algo de esa virtud. Si yo no fuera un poco alocado y amante de los imprevistos ya habría pensado en contratarte como jefe de mi guardia. De solo verte, mis enemigos desecharían de inmediato sus malos propósitos.

Kwai Tao se sonrojó; por alguna razón, estimaba en mucho su corpulencia y se había figurado que yo hablaba en serio. Su obesa cara tonta temblaba de placer.

—Imagino que alguien de tu categoría deseará lo mejor, algo, me atrevería a decir, exclusivo. Pero antes permíteme que te enseñe mi humilde morada.

—Nada me agradaría más —dije.

—Intentaremos satisfacerte, aunque de seguro no lo lograremos —musitó Kwai Tao, y me llevó a conocer las salas. En memoria del propietario anterior había conservado el modelo de sala colectiva en la cual se arracimaban los consumidores pobres. Allí no había reclinatorios, algunos fumadores ni siquiera habían obtenido una estera y reposaban malamente en el piso. La ventilación era escasa, apenas un rectángulo lateral, y el humo se condensaba en el techo. Kwai Tao dijo que estas eran horas tempranas y por eso el ambiente estaba relativamente despejado; pero al anochecer, luego de una jornada de consumo, los fumadores no alcanzaban a distinguir el rostro de sus vecinos; en ocasiones era agradable perderse en ese anonimato, y algunos lo buscaban: su antecesor había dicho más de una vez que moriría en esa bruma, como al fin ocurrió. Kwai Tao, respetuosamente, había intentado respetar las características de esta sala en recuerdo de esa originalidad.

—Soy un hombre limitado —dijo—. Por más que lo intente no termino de comprender sus rarezas, ni puedo entender que alguien disfrute excediendo los límites. ¡Figúrate que algunos de estos desdichados extreman su vicio hasta llegar a una completa disecación, y como mueren callados, fumando, pasan días, y a veces semanas, antes de que alguien advierta que sus cuerpos están ocupando inútilmente un lugar! Creo que mi antepasado había decidido conservar esta sala por piedad y no por motivos económicos.

—Es claro que el viejo Fu Tching poseía un genio particular —concedí.

Conversando, habíamos llegado al segundo piso. El ambiente era limpio. En discretas vaharadas llegaba el perfume de un opio de calidad.

—Este piso suelen frecuentarlo funcionarios de categoría —dijo en voz baja Kwai Tao—. Es mejor que no los molestemos en sus meditaciones.

La observación me pareció inoportuna.

—Cualquiera de ellos creería encontrarse en el séptimo cielo si yo le permitiera besar el ruedo de mi túnica —comenté.

—¡Por supuesto! —se apresuró Kwai Tao—. Pero luego se la agarrarían conmigo. Debo decirte que a veces estos funcionarios tienen la bondad de utilizar mi fumadero como lugar de encuentro; la mayoría de ellos ni siquiera es adicta al opio, lo cual no es de lamentar, teniendo en cuenta que deben estar lúcidos a la hora de tomar sus decisiones.

Kwai Tao fingía estar impresionado por la importancia de sus huéspedes, pero en rigor el arreglo de aquel piso distaba de reflejar su admiración. De todos modos continuamos: mi anfitrión iba en puntas de pie. Atravesamos una serie de pasillos a oscuras. Kwai Tao se disculpó diciendo que en la construcción del Nuevo Fu Tching habían tomado en cuenta el problema de los ladrones: solamente los empleados del lugar conocían los caminos; los clientes, como es lógico, solo el camino que lleva hacia la pipa.

—Siento que hace más de una hora que recorremos tus dominios. Tu necia presunción ¿no te ha permitido sospechar mi impaciencia? —dije—. Esto es como caminar en el desierto.

—Cuando te vi supe que nada te contentaría, salvo lo extremadamente exquisito —se disculpó Kwai Tao—. ¿Quieres descansar? Son cerca de las cinco de la tarde... ¿Gustarías de una taza de té?

—No. Sigamos.

Unos minutos después el corredor desembocó en una gran sala dividida por mamparas de papel laqueado al viejo estilo japonés. Eran cuartos de fumar tan pequeños que no admitían más de dos o tres personas; instalaciones precarias que hubieran podido desarmarse en un par de minutos. No obstante, Kwai Tao las denominó “Pabellones” y dijo que allí preferían pasar las noches algunos viejos adinerados y decrépitos.

—Inclusive, algunos de ellos tocaron mi corazón hasta el punto de obtener que les permitiese arrastrar su ataúd al Pabellón que han escogido como su favorito —agregó—. Ni falta hace que mencione que la escandalosa vulgaridad de esta costumbre anularía cualquier tipo de contemplaciones en un hombre menos sensible que yo. ¡Imagínate qué ocurriría si alguien viera salir un ataúd del Nuevo Fu Tching! Inmediatamente haría correr el rumor, y mi establecimiento se convertiría en un sitio de mala fama. Por eso, cuando uno de estos ancianos muere, envuelvo su cuerpo en una manta y en secreto lo entrego a sus parientes. A cambio del favor me quedo con el ataúd.

—Eres de una honestidad a toda prueba —me burlé.

—¿Qué hay de malo en que uno obtenga una pequeña ganancia a cambio de esas molestias? Ataúd o no, los muertos no perciben la diferencia.

—¿Por qué me informas de estos asuntos? —estallé—. Qué irrespetuoso. Qué desagradable. ¿Crees que mis oídos se complacen en oír las cuitas de un comerciante?

La ira arrancaba chispas a mis pupilas; Kwai Tao palideció. En su estupidez, nunca había imaginado que un cliente pudiese acoger mal sus confidencias. Para instilar en su ánimo el temor de perderme golpeé el piso con la planta del pie.

—Eres inmundo —dije.

Un rato después, Kwai Tao había logrado calmar en algo mi irritación; ciertamente, sus gimoteos no me habían conmovido en lo más mínimo, pero seguí su evolución con interés. Si Kwai Tao se mostraba dispuesto a humillarse y a formular toda clase de promesas ante el menor de mis arrebatos, entonces yo me aseguraría el que, con una adecuada dosificación de estos, el propietario del Nuevo Fu Tching terminara allanándose a cualquier manifestación de mi voluntad. Y en el futuro eso podría resultarme útil. Mientras tanto, cuidé de no tensar demasiado la cuerda, y hasta llevé mi benevolencia a aceptar que me preparase una pipa especial. Habíamos llegado, finalmente, al prometido Pabellón Solitario, y una vez cumplidas esas funciones Kwai Tao me concedió el placer de contemplar sus groseras espaldas cuando se alejaba en puntas de pie.

El Pabellón Solitario resultó una sorpresa encantadora. ¡Que un sujeto como aquel hubiera podido concebir este lugar...! Las mamparas eran una proeza de cálculo; su rosada tenuidad me protegía de las miradas, pero, a la vez, su textura permitía el paso de levísimas ráfagas de fresco, y eso convergía en el íntimo misterio de la sensación de sentirme a la vez abrigada y expuesta. ¡Hacía mucho que no experimentaba la noción de la fragilidad de una manera tan deliciosamente intensa! En ese Pabellón cada objeto cuidaba su sentido, era parte de una colección de escogidas presencias. La pipa, por ejemplo, reposaba sobre un almohadón ricamente bordado; nada de casual había en ese descanso que dividía la seda en dos densas pulpas de brillo rojizo. Era una necesidad del diseño, se suspendía de la materia para alcanzar su dimensión de belleza. El roce de los dedos había dejado en sus tallas la evidencia del sueño amoroso, inmensamente distante... El Pabellón era el sueño ascético de un fumador. Alfombrillas blancas, de pelo, bordadas con hilo gris. Una mesa de proporciones minúsculas, y sobre ella un cuenco de agua en el que flotaba, temblando, un palillo de ébano. En un plato había un trozo de junco de unos cinco dedos de longitud, y en derredor había cinco granos de arroz, y arena esparcida sobre junco y granos. El junco parecía haber sido cortado al azar; las fibras aún soltaban savia. Un incienso ardía en el rincón; su perfume no disipaba la pureza del aire. Allí, demorándome en la disposición del conjunto, yo era dueña de medir el buen gusto que se ejercitaba en ese criterio, y compararlo, si quería, con mi tienda. En el cotejo, mi tienda aparecía dotada de una curiosa irrealidad; su abarrotamiento era un frenesí. En la compra y venta de objetos prima lo casual. Sin embargo, en mi tienda era posible estar a gusto, y retraerse, ante el avance de esa proliferación. En el Pabellón Solitario, en cambio, la quietud se volvía una amenaza. La perfección era intolerable; se la podía admirar, pero no se podía vivir en ella. El Pabellón era la tensa emanación de lo masculino, que me expulsaba. Me contemplé en el cuenco de agua, por unos instantes, y retiré el palillo de ébano y paseé su frescura por mi cara. Tal vez mi maquillaje había engañado a Kwai Tao, y a sus ojos yo había resultado ser un hombre refinado; pero Kwai Tao se había arrodillado (sin saberlo) ante la mujer. Y al hacerlo, al humillarse, había mostrado no estar a la altura de su propiedad.

Dejé el palillo a un costado del cuenco y froté mis mejillas hasta que las gotas de agua se absorbieron en el ardor de la piel. Me invadió un deseo de sollozar: los hombres eran dignos de lástima, pues eran inferiores a las cosas; inferiores incluso a las que ellos mismos creaban. Solo la esencial esterilidad de los objetos podía permanecer indiferente, y aun, rechazarme; en ellos era imposible habitar. A lo sumo se vivía a su lado, en una existencia que descartaba cualquier fusión. En cambio los hombres sucumbían ritualmente. En todo caso, los más astutos de la especie llegaban a sustraerse. Quizá por eso, me dije, Li Chi supo desaparecer después de haber formulado su propuesta. Él entendió que de todo lo existente lo único digno de mí era La Perla del Emperador. “La Perla del Emperador...”, murmuré. Solo ella contenía un destino idéntico al mío. Eterna, sin voluntad, era aquello a lo que aspirábamos. No un deseo, sino una condición: la soberbia condición de la asepsia.

Tomé la boquilla en mis manos. Allí las talladuras habían desaparecido bajo la caricia de las generaciones. Quedaba la sombra de un trabajo, un barco, teñido en un licor leve: apenas unas manchas rojas, que bien podían representar una masacre o el destajo de un cetáceo. El servicio estaba completo, y el yesquero se exhibía en una caja de cartón blanco. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Fumar? No era opio lo que buscaba, sino alguna noticia sobre Li Chi. Pero mi errática estrategia me había llevado a un pabellón de viciosos. De pronto me pesó lo irrisorio de mi estado: encerrada allí, vistiendo atuendo de hombre, lanzada en procura de alguien dudosamente vivo y sufriendo la amenaza de una violencia que sobre mí se ejercería si el ausente —o el muerto— no aparecía en un lapso prudencial. ¡Era desesperante! ¿Me convenía renunciar a la protección de mi disfraz y llamar a Kwai Tao y conminarlo a que me revelase lo que pudiera saber acerca de Li Chi? Pero ¿y si el gordo me engañaba...?

Un ruido, una especie de frote, me sobresaltó. Alguien rascaba la mampara. Se detenía unos segundos y luego, dudando, reiniciaba el rascar. Unos lamparones de luz atravesaban la opacidad del papel. Me levanté de un salto y extraje un puñal (que llevaba por afán de verosimilitud).

—¡¿Quién es?! —grité.

Una mano apareció en el espacio entre dos paneles móviles. Era una mano blanca, de una blancura conmovedora. Pequeñita y femenina, hurgaba en el espacio abierto como un diminuto hurón ciego. Luego apareció un piececito cubierto de una media de algodón. Me tranquilicé. Regresé el puñal a su sitio y observé el ingreso de la criatura. Era ínfima, aún más baja que una enana. Pero a diferencia de estas, la armonía de sus rasgos rozaba lo sobrenatural. Entró sonriendo, en silencio. Llevaba un ramo de flores de cerezo, y algunas hojas de nenunaua, que depositó a mis pies. Las flores estaban cerradas y sus botones formaban un reguero encendido sobre la palidez de las largas hojas. Sentí que en esa ofrenda había algo vagamente seductor, que me atemorizó. “No sería nada raro que el idiota de Kwai Tao me enviase a una mujer”, pensé. Ya había oído que algunos fumadores aprobaban la combinación de humo y carne, pues, decían, el efecto del humo se intensifica por la contigüidad de sensaciones. Para entregarse al opio en plenitud, antes había que despojarse del exceso ardiente. La mujercita de seguro cumplía en atender ambas costumbres. Pero, aun de ser un hombre, ¿cómo me las habría arreglado con su pequeñez?

Me incliné sobre la diminuta y tomé su barbilla entre dos dedos. Ella sonrió. Tenía el rostro cubierto de polvo de arroz. En reemplazo de las cejas le cruzaban la frente dos grandes franjas de tintura negra, que desaparecían en sus sienes. Un lunar falso, un encanto, se hundía en el hoyuelo de su mejilla. “Soy Laipsig Nueg, príncipe malayo del interior. ¿Quién eres tú?”, le dije. La pequeña se encogió de hombros y escondió sus manos en las mangas del quimono; luego denegó con la cabeza. “No estoy acostumbrado a que me desobedezcan. Habla ya.” Ella separó los labios, mostrando los dientes, y con la uña del índice se golpeó el canino por tres veces. Luego sacudió la cabeza. “Entiendo. Kwai Tao te ha prohibido conversar con Su Excelencia, ¿no es cierto? Pero mi ánimo es voluble, mi breve amiga, y aunque un abismo social nos separe, ahora disfrutaría cambiando algunas palabras con alguien de clase inferior.” La diminuta movió la cabeza hacia los costados, hacia adelante, hacia atrás.

—¡Es evidente que mi rango te aturde! —dije. Y, para darme tiempo a pensar, le señalé la pipa. La diminuta se apresuró a cumplir con su tarea. Era claro que para ella un príncipe era una estampa, la configuración de lo inalcanzable; más que un anhelo, un problema a resolver. ¿Estaría mi representación a la altura de lo soñado?

Un príncipe era un príncipe en virtud de la lejanía; en el trato, se convertía en la versión preliminar de un cortesano, salvo que la magia de su presencia pudiera multiplicar el sentimiento de la distancia. Supuse que de la pequeña obtendría la información necesaria si lograba condensar en mí los vapores de la ausencia y el terror. Endurecí el cuerpo, corté la respiración: una mosca caminó mi rostro, pero no pestañeé. La diminuta me lanzaba miradas temerosas mientras, en cuclillas, friccionaba el tubo de pasaje del humo para que este recuperara su flexibilidad. Luego limpió la cazuela donde se deposita la bola de opio. Yo asistía a la iridiscencia de su actividad; el silencio poseía una cualidad espiralada... Oscurecía. Las mamparas se adelgazaban, tornándose aéreas; si forzaba el efecto óptico, podía verlas partir hacia la sombra. Me adormecí durante unos minutos, y desperté víctima de un fuerte sentimiento de crispación. Entretanto la enviada de Kwai Tao había encendido una lámpara, y bajo el círculo de luz permanecía atenta, contemplándome.

—No soy un príncipe —le dije, y me estiré—. Soy apenas un comerciante de frutos de mar. Me ocupo de la distribución al por mayor de especies acuáticas comestibles en las poblaciones del interior. Puedes llamarme Fan Suey. En un acceso de soberbia llegué a pensar que mi dinero me facilitaría (por una noche) el disfrute de los placeres que son propios de las clases elevadas. Pero esta situación me supera. No estoy tranquilo. Háblame, ¿quieres?

Ese argumento había brotado de mí antes de que tuviese tiempo de estudiarlo. No obstante, comprendí que no carecía de utilidad. Si la diminuta era lo único que yo tenía a mano para hacerme de algún dato respecto de Li Chi, mejor sería que mi persona no la atemorizase. Al vulgarizarme había optado por una táctica arriesgada. A cambio de ella, ¿me brindaría la pequeña su confianza?

Por lo pronto, levantó la lámpara hasta la altura de su rostro y me observó a través de la llama. ¿Qué pretendía ver, así? ¿Un resplandor? ¿Una disolución? Dejó la lámpara a un costado y se me aproximó. A un palmo de distancia, abrió la boca: era un círculo negro, una cavidad indistinta, enmarcada apenas por la fulgencia discreta de los dientes. No tenía lengua. Ansiosamente tomó mi diestra y escogió los dedos índice y mayor y los introdujo en esa caverna; sus deditos ayudaban a recorrer, urgían a acariciar esas húmedas superficies tiernas: la diminuta había cerrado los ojos, la tensión de sus facciones se había aliviado, y la expresión de felicidad se hizo más intensa, y en cierto modo se derramó, cuando mis dedos encontraron el borde irregular del muñón.

El combustible de la lámpara se había evaporado y la diminuta y yo permanecimos en la oscuridad. La somnolencia se apoderó de nosotras, y después del frío, y en algún momento de la noche yo había abierto mis ropas y ella se abrazó a mi cuerpo. En el amanecer la luz me despertó; ni siquiera el filtro de las mamparas podía suavizar esa condición áspera de lo matutino. Por fortuna el ambiente estaba caldeado. En un rincón ardían dos braseros. Alguien los habría introducido mientras dormíamos. ¿Tal vez el mismo Kwai Tao? En ese caso yo había corrido el riesgo de que me descubriesen. Pero y entonces ¿qué? Venir al Nuevo Fu Tching resultó ser una tontería, aunque era lo único que razonablemente yo había podido hacer. Sobre la mesa había dos naranjas; quien dejó los braseros se había llevado la pipa de opio. A simple vista, no había lógica que explicase el intercambio. Tomé una naranja para apagar mi sed, pero al tacto descubrí el engaño. Eran reproducciones a escala natural, hechas en marfil y pintadas en detalle; junto al ombligo, en tinta negra, una firma: “Kwai Tao”. Volví a mi tienda.

La perla del emperador

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