Читать книгу La perla del emperador - Daniel Guebel - Страница 8

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KUALA LUMPUR RESULTÓ SER UNA CAJA DE RESONANCIAS. El malayo ama fabular, y en su relato la vida de los personajes adquiere siempre proporciones enormes. El rumor de mi afición a la hierba se desparramó por la costa del archipiélago y siguió su camino hacia el interior de las islas. Pronto recibí la visita de emisarios de cultivadores que me ofrecían su producto; algunos de ellos no me conocían, pero la abstracción de mi apodo se les figuraba la máscara por medio de la cual una riquísima y enigmática sociedad comercial quería encargarse de la distribución de hierbas en la ciudad. Si para disipar el equívoco me negaba a discutir el punto, los emisarios parecían entender que había establecido acuerdos con algún competidor, y entonces sacaban de bajo la manga una oferta más ventajosa. Así gané enemigos, pero a cambio tuve oportunidad de probar toda variedad de hierbas. A la larga pude trazar un mapa de la geografía económica de la isla: supe el número de cultivadores, evalué sus fortunas, estudié las respectivas posiciones financieras. Me enteré también de los gustos personales, edades, vicios privados... Sin advertirlo claramente, había dado los pasos necesarios para convertirme en aquello que los cultivadores imaginaron que era. Poseía la información y los contactos, estaba al tanto de las disputas que los dividían. ¡Era hora de constituir una sociedad de comercialización de hierbas que asegurase mi futuro monetario y me instalase, de manera privilegiada, en la intrincada política del archipiélago! Naturalmente, necesitaba de un socio que me proveyese del capital: alguien astuto y sin demasiados escrúpulos. Pensé en recurrir a un extranjero como yo; pensé en Chaw Mien, pero me disuadió la memoria de su aura siniestra. Li Chi, en cambio... ¡hubiese sido el socio ideal!

Un atardecer vino a visitarme otro oriental. Dijo llamarse Ming Wu, y ser emisario de un cultivador del sureste del archipiélago. En un exceso de vanidad, el amo de Ming Wu prefería no exponer su nombre antes de que yo tuviese la benevolencia de considerar una muestra de su producto. Ming Wu era alto, obeso, de mediana edad, y se esforzaba por ser afable. Pero yo estaba cansada y sabía que mi brusquedad cautivaba:

—Solo soy una degustadora solitaria que está perdiendo la afición a esta bebida debido a la cantidad de gentes que han creído imprescindible el obligarme a estimarla —dije, y susurré—: En verdad he probado hierbas deleznables.

Ming Wu doblegó la cabeza. Pude observar que a su coleta de servidor la realzaba una piedra preciosa del tamaño de una nuez.

—Oh —dijo cuidadosamente el chino—. No soy quién para juzgar, pero ¿no es posible acaso que La Perla de Labuán haya debido soportar esas desilusiones a fin de estimar en su justa medida el embeleso que le traigo ahora?

—Todos prometen que su hierba será de excepción. Es un agobio... En realidad no me siento con ánimos. Sin embargo, me has caído en gracia, ¿Ming Wu dices que te llamas?, y voy a concederte unos minutos. No quiero que de mí se diga que desdeño sin razón lo que no he conocido.

Tendí la mano y Ming Wu me entregó una bolsa de rafia que cupo enteramente en el hueco de la palma; solté los cordones y aspiré el perfume de la hierba. Era un poco fuerte y no prometía gran cosa, pero al menos no estaba infestada de picadura de cáscaras de fruta ni de granos de pimiento. La hierba era de un verde parejo y carecía de polvillo; sus hojas parecían recién cortadas. Aspiré de nuevo. Me invadió una agradable sensación de frescor.

—Sin duda no eres un farsante —dije—. Puede que esta sea de la mejor hierba del sureste. Ten la bolsa un segundo, mientras voy a buscar los implementos —suspiré—: temo que deberemos probarla.

—Es un privilegio —dijo Ming Wu.

Me dirigí al interior de la tienda, encendí el hornillo y llené un cacharro; luego lo puse sobre la llama. En unos minutos rompería el primer hervor. Fui hacia el bargueño, tomé una acuarela de Vishnú (que soplaba una flauta para que de su extremo brotaran centenares de pequeños Vishnúes, envueltos en burbujas, hasta ocupar todo el firmamento) y la deposité en el piso. Retiré la caja donde guardaba los implementos, puse en su sitio el diosecillo multiplicado, y volví a la terraza. Ming Wu contemplaba respetuosamente el atardecer.

—Es un espectáculo impresionante —dijo.

—Piérdetelo —sugerí—. Ve a vigilar el agua.

Ming Wu se inclinó en señal de asentimiento. Eran mis momentos preferidos, los del atardecer, y no quería arruinarlos escuchando los comentarios de mi visitante. Enormes nubes llegaban desde el norte, avanzando en dirección del estuario. Las sombras recorrían el río en un hormigueo que disgregaba la vela blanca de las embarcaciones. En una hora, a lo sumo, tendríamos tormenta. Me tendí en la reposera, crucé las piernas y acomodé la caja sobre ellas. La tapa estaba cubierta de apliques de ébano, en rojo y negro, que dibujaban figuras concéntricas hexagonales. Me solacé unos instantes en ese vértigo y luego la deposité a un costado. Retiré la tela de tisú y el paño de orzoyo. Luego deshice el envoltorio de lana cruda y de un movimiento saqué además la estopa que rellenaba la vasija.

—Lamento interrumpir —dijo Ming Wu consolidándose imprevistamente a mi lado—, pero puse el dedo en el agua y el dedo recibió la impresión de que la temperatura lo reconvenía. El agua quema, ¿qué hago?

—Si sirves a la clase de amo que dices servir, entonces no demuestras ser muy entendido en estos menesteres...

—Oh, el amo jamás ha mostrado curiosidad por probar aquello que producen sus campos. Dice que perjudica su digestión. El estómago del amo —me confió— es terriblemente delicado.

—Apúrate en retirar el cacharro del fuego; debes hacerlo antes de que el agua hierva.

Mientras el chino se entretenía en esa vigilancia (lo oía refunfuñar melodiosamente en la penumbra) limpié el interior del conducto; el broche del pico tenía unas minúsculas manchas oscuras, no mayores que la cabeza de una pulga, en el perno de ajuste.

La perla del emperador

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