Читать книгу La perla del emperador - Daniel Guebel - Страница 7

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MI EXPERIENCIA EN EL NUEVO FU TCHING me indujo a tomarme las cosas con calma; al actuar con precipitación había caído muy por debajo de mi dignidad. ¡Sin duda una fiebre desconocida me había consumido, y a impulsos de ella yo había dejado de ser yo! La noche en el fumadero era parte de esa pesadilla; con fortuna, podía estimarla como su culminación. ¿Ya estaba enferma cuando había recibido la visita de Chaw Mien? ¿O mi fiebre se remontaba en el tiempo, meses y meses, hasta aquel atardecer en que Li Chi me había hecho su ofrecimiento?

Por más esfuerzos que hice, me fue imposible precisar el momento en que los límites de la cordura habían comenzado a difuminarse. ¡Pero ese estado debía terminar! Llamé a un médico malayo, quien asignó mi perturbación a una dieta alimentaria incorrecta. “La existencia precede a la conciencia de manera lamentablemente basta —me dijo—. La conciencia es una sutilización del arquetipo de funcionamientos por antonomasia: su majestad el estómago.” El médico era endeble, un poco trémulo, había estudiado en Inglaterra, pero sus prescripciones no carecían de sensatez. ¿Sería verdad que yo me había sentido amenazada por Chaw Mien solo porque la química de mi organismo había asimilado mal alguna sustancia? ¿Sería el deseo mismo de apoderarme de La Perla del Emperador consecuencia de la combinación en mi tubo digestivo de, por ejemplo, vegetales y carnes blancas? Si la ciencia de este facultativo demostraba al cabo su exactitud, entonces estábamos en el comienzo de una era donde la gastronomía habría de reinar en el cielo de los saberes. De ella se deducirían todas las perspectivas; incluso, de quererlo, cualquiera podría elegir sus propios estados de ánimo recurriendo al espectro de lo comestible... ¡el opio mismo pasaría al olvido!

Para mi purificación el médico recomendó la ingesta del brebaje malayo, combinado, a lo sumo, con algún pescado de río en salsa alimonada. Era un tanto patético, el médico este; en recuerdo de su universidad se hacía llamar “Cambridge”. Usaba quevedos con montura de oro, empañados; eso fue lo último que vi, cuando se iba.

La dieta dio resultado. En una semana rebosaba de energías. Reabrí mi tienda, compré y vendí objetos de arte, obtuve ganancias y permití que una que otra vez me estafaran. En el ajetreo quemé un par de kilos, se acentuó la transparencia de mi rostro y el aura que circundaba mis pupilas; mi belleza se volvió delicadamente ultraterrena. Mis visitantes boqueaban de admiración, volvieron a arribar de lejanas latitudes. Recibí las bárbaras ofrendas de jefes de tribus del interior y las complicadas alusiones de ideogramas que ocultaban su propósito bajo capas de sentido. Terminé respondiendo de cualquier manera, pero mi triunfo social, que yo no buscara, volvía mi descortesía el fruto más sublime de aquello en lo que insensiblemente yo me había convertido: un emblema.

La monotonía de ese éxito era bastante cansadora, pero aprendí a reponerme de él en su misma causa. Me atuve a la dieta, desdeñando cualquier otra combinación, y pronto me sentí capaz de avanzar en ese sendero ascético de la gastronomía; prescindí incluso de aderezar el pescado: mi estómago rechazaba de inmediato los relentes de ácido... el limón había terminado siendo demasiado salvaje. Aunque creciera a cierta distancia del suelo, su sistema de nutrientes era inequívocamente terrestre; en cambio, a mi espíritu lo atraía el imán de la levedad y necesitaba alimentos simples: alimentos elementales. Por el mismo motivo, una vez ahuyentada la tentación de las salsas, desconfié de los cuerpos sobre los que se depositaban. Cuando abría un pescado y extraía la trama de sus vísceras, a duras penas podía contener mi asco. Evidentemente, el doctor Cambridge me había orientado en la dirección apropiada, solo que me había dejado a mitad de camino. Era parte de la mentalidad del archipiélago, ser inconsecuente. Pero mientras contemplaba ese circuito de gelatinas tibias, bolsas de secreción y bulbos palpitantes, no podía menos que pensar que, por mínima que fuese la complejidad de esos sistemas vitales, excedían no obstante el nivel de sencillez que yo requería para alimentarme. Cambridge se traicionaba al recomendarme el pescado de río. ¿De qué forma era posible controlar lo que cualquier bestia acuática pudiese haber comido? Barro, líquenes, peces más pequeños, corpúsculos de materia descompuesta... Una enorme lista de materias repugnantes. Decidí librarme de la carne blanca, y me dispuse a subsistir a base de la bebida malaya.

En aquella época la calidad de las hierbas con las que se preparaba esa bebida variaba de acuerdo con múltiples factores: zona de plantación, tipos de semilla, métodos de riego, condiciones meteorológicas y tueste de la hierba. La mayoría de las gentes consumían aquellas que se cosechan en el sur del archipiélago; hierbas que por lo común vienen mixturadas con abrojos y flores, y que en ocasiones incluso traen pequeños tallos triturados y restos de tierra. Para los nativos, la tosquedad e impureza de esa hierba resultaba un mérito. Yo misma, llevada por la curiosidad, me había procurado uno de esos productos; extrañamente, sus virtudes se desvanecían apenas recibido un golpe de agua demasiado caliente; esas hierbas carecían por completo de cuerpo y su sabor era a la vez indefinido y brutal.

Las hierbas de calidad superior admitían en cambio alguna variación en la temperatura del agua. No había entre ellas organismos parásitos ni materia resecada por el sol. Si se las saboreaba en silencio, concentrándose en su cualidad, al segundo o tercer servicio se podía adivinar su matiz: era un dejo umbrío, intensamente fresco, que palpitaba en la punta de la lengua.

Una vez iniciada en la disciplina de la purificación de mi organismo, me dispuse a consumir solo aquellas hierbas que probaran surtir en mi ánimo el efecto buscado. Sobre todo, quería ser ocupada por el sentimiento de ecuanimidad, de modo que, ante las confusas alternativas que se me ofrecieran en lo futuro, pudiese siempre escoger y discriminar sin llamarme a engaño. Para que ni siquiera un resto de mi vida anterior perdurara en mis hábitos alimenticios cambié los implementos de bebida; abandoné la vasija de madera y el conducto de paja, y adquirí un equipo de plata.

Después de ocupar las horas cenitales en los asuntos del comercio, cuando la reverberación del polvo en los techos perdía su ardor más claro, yo bajaba las cortinillas y encendía el hornillo de alcohol. Ante ese fuego azul caía en sopor; quieta, mirando al trasluz la llama, me preguntaba qué habría sido de Li Chi. ¿Estaría viajando en esa caravana que atraviesa la desértica mansión de los dioses? ¿Se habría ocultado para escapar de la venganza de Chaw Mien? A través de la llama podía ver el movimiento de las masas humanas, abajo, en la distancia, apenas distintas de la tierra. Cualquiera de ellos podía ser Li Chi, o Chaw Mien, o Kwai Tao; casi nada, desde donde los miraba. Sin embargo, yo me acordaba de ellos. ¿Qué significaba eso? Tal vez (me decía) sería mejor olvidar lo sucedido en los últimos tiempos y empeñarme en expandir mi red de tráfico de antigüedades; el mismo doctor Cambridge se había admirado de las piezas únicas que se acumulaban en el cobertizo; según él, algunas de ellas habrían valido una fortuna en un país civilizado. En todo caso, yo confiaba en mi dieta. Si debía cambiar de actitud, el mismo proceso de purificación de mi organismo me lo señalaría. Por ahora, aún me sentía confusa. Mi única seguridad era la que encontraba en los ojos de los compradores: desde el inicio de la dieta, mi carnalidad había adoptado un carácter soberbio, y los visitantes, al verme, eran derribados por el rayo de una pensativa melancolía. ¡Son tan niños los malayos! Incluso habían venido mujeres; querían comprobar en persona la dimensión de mis atractivos. Yo las recibía, pero cuando preguntaban por mi secreto fingía incomprensión. “Si tuviera un secreto y me fuera posible confiarlo, ¿creen ustedes que no lo cedería?”, les contestaba convidándolas con una ronda de bebida malaya. Todas la rechazaban. La grotesca deformidad del pico convertía la succión en un acto innoble, remilgadamente se abstenían pretextando que era costumbre vulgar. “¡No comprendemos, oh Perla de Labuán, tu devoción por esa bebida propia de las clases bajas! —decían—. Sin duda solo la soportas debido a tu curiosidad de extranjera.” Yo sonreía y callaba.

La perla del emperador

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