Читать книгу El cerco - Daniel Sorín - Страница 10
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Ya era de noche cuando creyó ver un líquido negro asomarse por debajo de la puerta de la vecina, pero como el pasillo no estaba bien iluminado y ella cada vez veía peor, siguió de largo. A la mañana siguiente, cuando se iba para su trabajo, se detuvo en seco al advertir que el líquido se había desparramado y ahora invadía una baldosa del corredor. Y que no era negro sino rojo, aunque muy oscuro. Hacia la media tarde, cuando volvía de sus labores, tuvo un estremecimiento, el charco ya ocupaba medio pasillo. “Vaya a ver, Rosendo, vaya a ver, por favor”. El portero fue, tocó timbre, golpeó la puerta, esperó arduos minutos con el estómago revuelto y la vista clavada en el espejo de sangre. Después llamó a la comisaría.
Los uniformados encontraron el cuerpo de una mujer colgado de un ventilador de techo. Tenía los dedos meñiques de los pies prolijamente amputados, y por ahí había escapado toda la sangre. El rostro, inmóvil en un gesto si no de placer, por lo menos pacífico, parecía indicar que la mujer había sido dormida antes de la mutilación, quizá, incluso, antes de ser colgada. Por lo demás, no existía la menor señal de lucha.
El fotógrafo sacó decenas de imágenes y dijo que, por él, ya podían bajarla, “la pobre debe estar incómoda”, bromeó. Fue hacia el termo y se sirvió un café, tomó una medialuna y estaba por morderla cuando reparó en la inconveniente llegada del fiscal. Escondió el termo, las medialunas y cualquier otro indicio de merienda, ese tipo se apegaba estrictamente a las normas y odiaba que se contaminara la escena del crimen.
El sargento le informó al fiscal lo que se había hecho y le preguntó si podían bajar el cuerpo. El tipo ni abrió la boca, inspeccionó por largos cinco minutos el lugar, entró al baño, salió y preguntó si le habían sacado fotos al botiquín. “¿Al botiquín?”. El fotógrafo fue al baño y obturó la cámara una, dos, tres veces. Después escuchó detrás de él la voz áspera del fiscal:
—¿Qué hace?
Iba a decirle que le sacaba fotos al botiquín como él había ordenado, cuando el tipo le dijo con desprecio apenas contenido:
—Al espejo no, adentro.
Se disponía a abrir el botiquín cuando volvió a tronar la voz del fiscal:
—¡Qué hace!
Se dio vuelta, aunque no iba a responderle nada.
—¡Póngase guantes!, no quiero sus huellas en el espejo.
El sargento corrió en su auxilio con un trapo blanco.
—Parece que empezaron ayer —soltó el tipo.
El sargento abrió la puerta del botiquín, había como quince frasquitos; no eran perfumes ni pastillas de menta.
—López.
—Sí.
—Mataron a Mora.
—¿La de la Casa?
—La misma.
Tenían mala suerte los de la Casa, pensó, e inmediatamente sintió que todavía no era tarde. No era tarde para el viejo López. El caso tenía que ser suyo. Un pudor infantil le enrojeció el rostro, pasar al frente gracias a la muerte de dos minas lo turbó, claro que él no les iba a cambiar la suerte. Pasar al frente o quedarse en el fondo marrón donde estaba no las reviviría. Se tocó la cara con las manos, sintió el ardor de la vergüenza, por suerte nadie podía verlo.
—¿Dónde fue?
—En su departamento. No hay signos de pelea y no forzaron la puerta.
—¿Cómo la mataron?
—Estaba desangrada.
—¿Qué más?
—Por ahora nada más.
—¿Hay fotos?
—Imposible, el fiscal es un intratable, con ese no se jode.
—Y decime, ¿la violaron?
Silencio.
—No sé, pero no me parece.
El cabo primero Rodríguez revistaba en la comisaría 45 de la calle José Cubas, en el barrio de Villa Devoto. Tenía unos treinta y cinco años, un metro setenta de altura y noventa y cinco kilos de peso, veinticinco de los cuales estaban de más, según el médico de la Repartición.
El cabo primero estaba inquieto, en media hora comenzaban sus ansiados tres días de franco. Como la Victoria se encontraba en sus pagos visitando a la familia, él viajaría con dos amigos a Chascomús, ya se veía pescando en la laguna, chupando vino y comiendo buenos asados.
Cuando al minutero le faltaba una rayita para llegar al doce, el cabo primero Rodríguez se acercó a la imagen de la Virgen, colocó la palma de su mano izquierda sobre el vidrio que la protegía y se persignó con la diestra. Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita, salió de su boca tres veces, como una cábala. Lo hacía todos los días después de la llegada y antes de la salida. Al principio, cuando entró en la Repartición, decía protegeme mi Virgen Santa y a continuación repetía tres padrenuestros, rápido, sin comas ni puntos. Pero, por más veloz que fuese, era muy largo y sentía, atrás, la mirada socarrona de los otros. “No tengas miedo, no seas cagón”, le habían dicho. Así que contrajo su penitencia a solo dos palabras tres veces reiteradas. Porque tenía que ser tres veces, de eso no había dudas, y no porque la Victoria le hubiera explicado que tres era el número de la santa Biblia, que tres eran el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sino porque desde chico repetía los deseos tres veces, porque tres era su número en los dados y porque había nacido el tercer día del mes tercero.
Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita.
Un conjuro.
No había evocación ni súplica. Menos una oración. Era, nada más que una cábala pagana, como una mano con el índice y el meñique estirados en cuernito, como tocarse las partes para conjurar al mufa.
Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita.
Después, despegaba su mano del vidrio tras el cual esperaba paciente la Virgen, se besaba la uña del pulgar y volvía a apoyarla en el vidrio. Años así, día tras día, y aún estaba vivo. Ni un enfrentamiento, ningún tiroteo, ni un raspón siquiera. Muchas veces se había preguntado si era suficiente, si al irse no podía decir para sí un padrenuestro, aunque fuese solo uno. Como un regalo. Y lo había hecho cierta vez, pero si alguno le preguntaba para dónde iba, o cuándo tenía el próximo franco, cualquier cosa, él tenía que interrumpir el padrenuestro para contestar y eso estaba mal, porque nadie es más importante que la Virgencita. Así que dejó de hacerlo para no faltarle el respeto.
—Cabo primero Rodríguez.
Se dio vuelta, dos oficiales sin uniforme estaban parados frente a él.
—Tiene que acompañarnos —dijo el más alto.
Rodríguez los miró sorprendido.
—Yo soy el cabo primero Jorge Rodríguez —dijo—, porque está el sargento Fernando Rodríguez...
Pero era él nomás. Se subió al auto después de entregar su arma. “Es una orden”, le había dicho el otro, un muchacho joven, peinado a la gomina y con aire a Andy García en El Padrino III. Llegaron al Departamento de Policía cuando faltaba un cuarto para las ocho de la noche, lo tuvieron esperando en una sala hasta las nueve, cuando escuchó que lo llamaban desde el pasillo.
—Cabo, la anteúltima a la izquierda.
Para su sorpresa, el que lo estaba esperando era el comisario Bermúdez, el mismo que había estado a cargo de la 45. El comisario le ordenó que se sentara y le preguntó si tenía celular, él no entendió y Bermúdez tuvo que repetir la pregunta, el tono de voz más alto y el ánimo urgente. Claro que tenía celular.
—¿Hace cuánto que lo tiene?
—¿Qué?
—El celular, cabo, ¿hace cuánto que lo tiene?
No podía creer que lo hubieran llevado al Departamento, custodiado y desarmado, para preguntarle si tenía celular y desde cuándo.
—¿Recibió últimamente algún mensaje extraño?
—No —contestó.
Fue después de decirlo que recordó un número dos en la pantalla. El comisario se paró y con un tono que pretendía ser intimidante volvió a preguntar:
—¿Seguro?
Confuso, el cabo permaneció en silencio.
—Hace dos días, recibió un mensaje de texto, cabo, el mensaje solamente tenía un dos. ¿No le extrañó?
No dijo nada, pero se acordó de otro mensaje, pocos días antes.
—Y hace siete días recibió otro con un uno.
Sí, ahora los tenía presentes. Uno con un uno, otro con un dos, ¿y qué?
—¿Sabe desde dónde se los mandaron?
Una gota de sudor empezó a caer por su espalda.
—El primero se lo enviaron desde el celular de Casandra —el cabo abrió la boca— y el segundo desde el de Mora.
El cabo Rodríguez no movió ni un músculo, permaneció rígido en la silla como si una explosión lo hubiese paralizado, ensimismado pero hueco, con el alma ausente.
¡Pero cómo iba a saberlo!, pensó.
Horas antes, el comisario Bermúdez se enteró de que desde el teléfono de Mora se había mandado aquel dos. “Un error”, le dijo al joven oficial que traía las planillas.
—Eso pensamos, comisario. Pero después, cuando descubrimos que desde el de Casandra se había mandado otro mensaje con un uno, asumimos que no podía ser una casualidad.
Que no fuese un albur significaba que ambos homicidios habían sido cometidos por el mismo asesino. Y eso abría una línea de investigación: las dos habían estado en la Casa, de manera que el programa podía ser el motivo del asesino. En eso pensaba Bermúdez cuando escuchó la voz del joven oficial:
—Lo extraño, señor, es que ambos mensajes están dirigidos hacia la misma línea.
Bermúdez sonrió.
—Bien, ¿y a quién pertenece?
—A un policía, señor —la sonrisa se le desvaneció—; al cabo primero Jorge Rodríguez, de la 45.
—Tráiganmelo de inmediato —ordenó, tratando de que no se le notase la confusión que lo embargaba.
Anotició al inspector que los asesinatos, aparentemente, habían sido cometidos por la misma persona. También le informó que un suboficial de la Repartición había sido informado por el homicida, aunque de extraña manera.
—Averigüe todo sobre el cabo —le exigió el inspector.
—No creo que sea cómplice...
El inspector hizo un breve silencio:
—Eso es obvio, Bermúdez, un asesino no avisa a su cómplice desde el teléfono de la víctima. Quizás lo eligió por azar, pero quizás no, averigüe todo, hasta si se lava los dientes.
Y ahora que estaban frente a frente se disponía a averiguar todo. Rodeó su escritorio y se acercó al cabo primero Rodríguez.
—¿Sabe por qué se los mandan a usted?
Preguntó, su boca a veinte centímetros de la oreja del cabo.
—Piénselo bien.
Lo tuvo tres cuartos de hora pensando, pero nada; Rodríguez no tenía ni la menor idea del porqué.
A las diez de la noche el comisario le advirtió que no dijera nada a nadie sobre los mensajes. Y que nadie era nadie, que le iba su futuro en eso.
—¿Entendió?
—Sí, señor, a nadie.
—Y desde mañana no reviste más en la 45, sino aquí.
“Aquí” era Homicidios. Para muchos un sueño, pero no para él, tan bien que estaba en la 45. Los detectives me van a tener para los mandados, son unos engreídos, pensó el cabo primero Rodríguez.
—Puede irse.
—Sí, señor.
—Preséntese mañana a las siete en Personal.
El cabo se paró, pero antes de darse vuelta dijo algo sobre los días franco que tenía por delante. Mala suerte, el comisario lo miró fijo y con cara de asco le contestó:
—Mañana a las siete, cabo.
—Sí, señor.
Perdido a su suerte, López estimó llegado el momento de recurrir a viejos conocidos. “Imposible. El fiscal es Alvarado, con ese no se jode, López”, proclamó el primer conocido. Hizo un par de llamados inútiles más: nada. Nada de nada. Confuso y sin norte, fue a la máquina de café.
Mientras escuchaba los ruidos intestinos del expendedor, pasó por su mente el rostro de Miriam. La vio con su sonrisa forzada y los ojos burlones, lo que no hizo otra cosa que aumentar su confusión. Recordó, siempre lo hacía frente al desasosiego, un frío húmedo y una sombra amenazante. Un fragmento, una pieza vergonzosa del rompecabezas de su memoria, un tramo olvidable, un país de alusiones ácidas, sutiles e impalpables. Y quizás ni siquiera eso. Una vez, cuando tenía cinco o seis años, estuvo perdido en un bosque de árboles inmensos, era un sitio sombrío y húmedo, el frío calaba sus huesos cuando vio por primera vez a la víbora de la soledad dentro de sí mismo. Gritó desesperado, atrapado por el torbellino del pánico. Cuando media hora después lo encontraron, ya no tenían lágrimas sus ojos, pero en su mirada era perceptible el horror que deja la visión del averno.
Estos asesinatos tienen que ser para mí —se juró, y sacó el vasito de la máquina—. Voy a llamar al hijo de puta de Tres Erres.
—¿Está Rutini?
Raúl Romario Rutini, Tres Erres, policía protector de las chicas de Barrio Norte y, eventualmente, extorsionador de clientes adinerados. No sabía nada. O decía que no sabía nada.
—Puedo averiguar. ¿Quién lo pide?
O sea: quién paga.
—No... yo.
—Ah...
Léase: soy profesional; si hay tarasca, averiguo; si no, averigualo vos.
Cortó. Qué se podía esperar de ese delincuente con uniforme.
—Ambrosio, salimos en quince.
Ambrosio hizo un gesto afirmativo y escondió las manos debajo de la amplia tela que lo cubría.
—¿Está nervioso? —le preguntó la maquilladora.
—No, no. Sí, un poco. Bueno, tengo un cagazo bárbaro.
La mujer sonrió, cómplice.
—Tómese un traguito, aquí tiene, se entona un poco y listo.
A los quince minutos el viejo Ambrosio estaba sentado frente a las cámaras. No había sido ninguna de las tres alternativas, pero todas habían fallado y resolvieron llamarlo a él, que de cámaras, estudios y canales no sabía nada. Nunca había visto la escenografía desde allí, todo falso, todo berreta.
—Está con nosotros el periodista Nicolás Ambrosio. Nicolás, ¿qué se sabe de estas muertes que están en boca de todos? —gatilló la conductora.
—Sí, en boca de todos...
Se tomaba su tiempo el Ambrosio.
—Empecemos por la de Casandra, se han dicho muchas cosas —intervino la mujer, preocupada por los inesperados silencios que hacía el invitado.
—... Se han dicho muchas cosas, que era una mujer rápida —a la conductora le brillaron los ojos—, que la lista de sus amantes era del tamaño de la guía telefónica.
—Sí, se dice —indicó la mujer, las cejas levantadas como señalando que ellos no lo afirmaban, que solo se decía en algún lugar indefinido y ajeno.
—Hombres muy preparados han insinuado que fue un castigo divino.
La mujer miró hacia las alturas y abrió las manos (qué le vamos a hacer).
—Pero digamos la verdad.
La conductora asintió con un movimiento de cabeza y esperó, estaba ansiosa.
—Usemos el término correcto, duro pero castizo.
Vamos, vamos, decilo de una vez, deseó la mujer.
—Matar a una puta no es una venganza divina, es un asesinato.
La sonrisa de la conductora se transformó en una terrible mueca de horror.
—¡Usted es un animal! —le dijo durante el corte.
Y después, dirigiéndose al director:
—Sacame a este grosero de aquí, no estoy dispuesta... —y rompió en llanto.
“Horror en el espectáculo —la voz sonaba dramática—. ¿Qué tienen en común las muertes de Casandra y Mora”. Pero las cosas no salieron como el productor las había imaginado y, cuando terminó la emisión, él ya sabía que los números del minuto a minuto no eran nada halagüeños. Con un país pendiente de la televisión, ellos apenas habían arañado los quince puntos.
—Quince no está mal —le dijo con sonrisa suave la chupamedias de su asistente.
Ni la miró. No estaba mal si Tato Beraja no hubiera hecho veintidós y el Inglés —¡el Inglés!—, que jamás soñó llegar a los dos dígitos, no les soplara la nuca con un increíble catorce cinco.
Tato Beraja no lo merecía, si ni siquiera lo había pensado. Fue pura casualidad que la mina del escote, que nadie la conocía, dijese eso de que “cada una se gana la vida como puede”. Y al día siguiente una corista invitada dijo “por algo la habrán matado” y los números de Beraja se fueron a las nubes, pero fue nada más que suerte, porque él ni se lo había imaginado.
—Es una inmundicia, no tiene vergüenza —le dijo la asistente chupamedias.
No tiene vergüenza, ¡claro que no tiene vergüenza, y yo tampoco!, ¡la puta madre!
Y el Inglés, ¡ese también la pegó!
Tenía dos móviles y no pasaba nada, ni siquiera se movía la aguja del minuto a minuto. Pero justo cuando estaba haciéndole un reportaje a la madre de Casandra (la mina estaba destruida) llegó la Gorda Mesa, toda vestida de negro, el escote dejando ver media teta, el cabello hecho un nido y el rímel corrido. A los gritos entró. Que tenían los días contados, que la iban a matar a ella también. Y estalló en llanto. Eso no hubiese sido nada, segundos después profirió un alarido animal que saturó los micrófonos y cayó al piso presa de convulsiones. El Inglés se hizo el caballero y pidió al director volver al estudio mientras a la Gorda le daban un vaso con agua. Con esa suerte, cómo no iba a llegar a los catorce puntos.
Y nosotros ¿qué hacíamos después de haber prometido horror en el espectáculo?: un reportaje al plomo del comisario Bermúdez.
—No hay pruebas de que las muertes estén relacionadas —dijo el tipo.
—Comisario, se dice que ambas murieron en circunstancias parecidas.
—No puedo contestarle por el secreto de sumario.
Y no hubo caso. Bueno, caso había, pero para eso, en vez del nabo que preguntaba tenía que haber estado un periodista inteligente, audaz, con sangre en las venas. Un animal carnívoro y no ese papanatas. “Se dice que ambas murieron en circunstancias parecidas”. ¡Desangradas!, estúpido; decí de-san-gra-das. Y secreto de sumario, las pelotas, yo te estoy diciendo lo que vos no podés decir. Pero no, el nabo tenía buenos modales, “se dice”, “circunstancias parecidas”. Un boludo.