Читать книгу El cerco - Daniel Sorín - Страница 11
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El pibe se sentó a la barra y pidió un sándwich de salame y un fernet con Coca. Hacía una semana que no salía a la calle, en realidad solo había salido de su habitación para ir al baño y para abrir la heladera. El cabello lacio le caía hasta la línea del mentón, lucía bigote ralo de adolescente, pantalones raídos y un pulóver marrón que olía a cigarrillo.
Mientras masticaba, miró por el canal que solía ver su madre a una mina que estaba fuera de sí. La mujer —enorme, gordísima— se cayó al piso y el conductor dijo que le darían unos minutos para que se repusiera, tras lo cual empezó a hablar con un tipo que, muy serio, explicó cómo se desangraba un cuerpo.
Increíble. ¿Sería que la yerba le había pegado mal? ¡Cómo se desangra un cuerpo! Mejor bajar un poco, se dijo, y pidió otro de salame y otra Coca con fernet. Se enteró de que habían matado a otras dos mujeres y que por eso la mina pensaba que ahora iban por ella.
Hacía años, cuando apenas tenía once, mientras contemplaba la ciudad desde la terraza de un edificio de veinte pisos, observando esos cuerpitos que abajo se movían con febril empeño, se había dicho que no veía lo que veía. Es que hasta ese momento había percibido la vida con ojos de niño, pero ahora sabía que nada era lo que parecía.
Tenía once años y lo acababa de comprobar. Esa mañana había llegado de improviso, había abierto la puerta del departamento “A” del vigésimo y último piso, y había caminado por el pasillo para terminar viendo a su madre encima del hombre equivocado. El cabello revuelto, la piel blanca, pecosa y húmeda, las tetas al aire y la boca abierta gimiendo. Fue demasiado para sus once años, salió disparado y, sin saber adónde ir, había subido a la terraza.
Mientras veía desde arriba a la gente, se dijo que la vida era un cubo perfecto. Perfectamente hueco, solo paredes de apariencia. ¿Quién, aunque no adolezca la ternura y la fragilidad de la pubertad, puede soportar semejante vacío?
Quizás igual hubiese sido un drogadicto, no es cuestión de encontrarle excusas a todo. El descontrol nunca fue lo suyo, lo que buscaba era esa sensación increíble que a veces tenía de que el mundo se ralentaba hasta pausarse. Entonces lograba penetrar la apariencia, el carozo escondido ya no lo asustaba. Había probado casi todo y todo le parecía bien, pero no fueron los alcaloides ni los narcóticos, los estimulantes ni los opiáceos, sino el buen cannabis lo que sabía acercarlo a esa buscada lentitud.
Pero ahora resultaba que no lo dejaban en paz. Que no podía fumarse un par de porros tranquilo sin que el canal que adoraba su madre quisiera instruirlo sobre cómo se desangra un cuerpo.
¡Esos sí que estaban locos!
Salió del bar y caminó hacia la avenida; su madre, la muy puta de su madre, adoraba ese canal de mierda. A diez metros de la esquina se le ocurrió la idea. No medió búsqueda ni premeditación.
Volvió sobre sus pasos y entró en un cyber, se sentó en una terminal, abrió el navegador y creó una casilla en Hotmail. Escribió un mensaje, el texto decía: “Son dos, pero es el mismo. Casandra Mora”. Y lo envió, primero a seis direcciones, después a otras seis. Doce personas lo recibieron. “Posdata: no se dejen engañar”.
El primer correo fue dirigido a un sacerdote evangelista, una periodista de tevé, un cura dedicado al exorcismo, un ex ministro, una psicóloga y un productor discográfico. El segundo, a un arquitecto, un periodista gráfico, un semiólogo, una vidente, un psiquiatra y un filósofo.
Al cura, al ex ministro, a la psicóloga, al sacerdote evangelista, a la periodista de tevé y al productor discográfico les llegó como spam y lo borraron sin leerlo. El filósofo había cambiado de correo y nunca se enteró. La vidente reprodujo el texto en un papel, que dobló cuidadosamente, para después borrar el mail. El semiólogo y el psiquiatra lo tiraron a la papelera sin abrirlo. El arquitecto lo leyó para luego borrarlo. El periodista gráfico, después de examinarlo, pensó que encargaría una nota sobre la truculencia. Lo imprimió al tiempo que atendía el teléfono; cuando cortó, tomó conciencia de que se le había hecho tarde y salió apresuradamente para una reunión. La hoja quedó olvidada en la impresora de la redacción.
López abrió su correo. “De: miriamh, Para: llopez”. ¡Otra de su nombre! Tenía lorenzolopez y lopezlorenzo, pero odiaba su nombre y hacía años usaba llopez. Claro que la ele de Lorenzo lo ensuciaba todo, ni siquiera dejaba en paz a un apellido común como el suyo, que solo aspiraba a pasar inadvertido. Durante un tiempo tuvo una dirección lolopez; peor, lo empezaron a cargar con que tartamudeaba por Internet. Pensó en lorlopez, lorlito, chorlito. No, mejor dejar llopez.
Leyó: Miriam se iba el fin de semana a Colonia. Sintió una puntada en el estómago, se debe ir con ese flaco, el abogado, secretario de juzgado, Symbol gris boreal y celular caro. Se paró para servirse un café. Tomaba mucho café, tenía que aflojar con eso, Miriam ya se lo había dicho: “No tomes tanto café, Lorenzo, lo que te falta no es cafeína”. Sabía ser jodida la flaca cuando quería. De camino a la máquina pasó por la impresora y se fijó en los papeles olvidados. Un pedido de insumos: cinco biromes, cuatro resaltadores, dos resmas tamaño carta. Un aviso de cambio de horario de una reunión. Un memo de Personal. “Son dos, pero es el mismo. Casandra Mora. Posdata: no se dejen engañar”. ¿Qué es esto? Leyó arriba: “De: ahoranemesis”, “Para:” y seguían seis direcciones.
López buscó en Google. Zeus se había enamorado perdidamente de Némesis, la hija de Nix, la diosa de la noche. “Diosa de la noche”, escribió en una hoja. La persiguió sin descanso y ella, para evitar su abrazo cambió de forma una y otra vez. Al final, transmutada en oca fue capturada por un cisne, que no era otro que el mismo Zeus.
Encendió un cigarrillo, humo cálido en sus pulmones y ojos cerrados. Con Zeus no hay quien la pueda, se dijo. Fruto de esa unión, Némesis puso un huevo que fue recogido por unos pastores y entregado por ellos a Leda. Estos griegos estaban de la nuca, primero lo del abrazo, tanto lío por un abrazo, y después ¡hacerle poner un huevo! Claro, era una oca. Pero si Némesis era una oca, por qué tanto lío.
Buscó en otra página, sentía su corazón furioso, tenía el presentimiento de que estaba por descubrir algo. Alerta, tenés que estar alerta. “Némesis”, leyó. “En la mitología griega, Némesis es la diosa de la justicia, la venganza y la fortuna”.
¡Eso era!
Volvió atrás: “la diosa de la justicia, la venganza y la fortuna”.
Escribió en el papel: “justicia, venganza, fortuna”.
Levantó la vista hacia la pantalla: “Castiga sobre todo la desmesura”.
Agregó: “desmesura”.
Siguió leyendo: “quiere dejar en claro que los hombres no pueden ser excesivamente afortunados ni deben trastocar con actos, buenos o malos, el equilibrio del universo”.
¡Aquí estaba el motivo!
El asesino debía ser un hombre culto, dedujo, de edad madura, por lo menos cuarenta años, quién si no se interesaría en la mitología.
El mensaje había sido enviado a seis personas, dos días de trabajo y la interesada amistad de su confidente policial lo llevaron a saber quiénes eran. Todos conocidos. Pero ninguno trabajaba en el diario, o sea que alguno de ellos se había comunicado con el colega que había impreso y olvidado el mail.
La imaginación de López, si bien siguió probables y racionales senderos, estaba totalmente equivocada. El mensaje no había sido mandado por el asesino ni por un hombre culto de por lo menos cuarenta años, sino por un adolescente bajo los ansiosos efectos de un reciente cannabis. Mientras saciaba el apetito, el joven había observado en el televisor de un bar americano una escena que su entendimiento juzgó inverosímil.
El cuerpo de Mora llegó al velatorio la mañana de un viernes lluvioso; en ese mismo momento los restos de Casandra, o María de las Nieves, eran dejados adonde ya nadie podía acompañarlos.
Los policías preguntaron por Javier. Primero les dijeron que estaba en Suministros, después en Contaduría y al final en Compras, rindiendo gastos. Lo encontraron en el bufet conversando con la empleada nueva y tomando café.
Cuando se lo llevaron se alteraron hasta las piedras, Javier no sabía para dónde mirar, la cara roja y las manos esposadas. El jefe llamó a un conocido y le preguntó si sabía algo.
—Está jodido, che.
—¿Jodido?
—Sí, lo investigan por asesinato.
—¿Cómo asesinato?
La oficina se transformó en un caos. Asesinato, había dicho asesinato.
—Lo denunciaron por los homicidios de Casandra y Mora.
“Las maté por putas”, leyó el fiscal Alvarado.
—Fue anteanoche, estaba en un boliche y lo dijo tres veces —agregó el ayudante.
Y vos lo creíste, pensó el fiscal.
—Me pareció que había que investigar. ¿Lo va a ver?, señor.
El fiscal se paró y fue hacia la ventana.
Un cuarentón en pedo, un boludo que dice que las mató por putas y este gil a cuadros se lo cree. Alvarado, por supuesto, no tenía la más mínima intención de verlo, así que le dijo al ayudante que él siguiera el hilo de la investigación. Cuando se fue, el fiscal tomó el teléfono y llamó al comisario Bermúdez para pedirle que se fijase que el ayudante de la Fiscalía —sobrino de un juez y carente de cualquier otro mérito— no hiciera ninguna estupidez.
—Despreocupesé —le contestó el comisario. Así que ahora tengo que cuidar a tus ayudantes, pensó.
Iban cincuenta minutos de interrogatorio, cuando le informaron al ayudante que tenía una llamada. Afuera, se encontró con el comisario que le sugirió que no insistiese, que había sido cosa de borracho y que el infeliz era la oveja negra de una familia de bien. Una hora después, el ayudante se retiraba del Departamento de Policía y el comisario Bermúdez recibía una llamada que cambiaría sus planes inmediatos.
—Comisario, ¿hay un detenido?
—Sí, señor, pero no tiene nada que ver. Un borracho que dijo que las mató para darse corte con un par de coperas.
—Téngalo un tiempito. Que la prensa sepa que hay un detenido pero desconozca su identidad. ¿Me entiende? Que crean que hay movimiento.
—Sí, inspector. Que tenemos algo.
El rito empezó a practicarse luego de la Edad Media debido a la pertinacia de algunos difuntos. Ausentes los signos vitales, yacían inmóviles y aparentemente muertos, en un vago estado contiguo a la conciencia; algunos, incluso, pudiendo oír lo que sucedía a su alrededor.
La Iglesia juzgó venturosa la nueva ceremonia: prolongaba el acto de la muerte, y nada como la muerte justifica a Dios. Así que instruyó a sus sacerdotes para que, en tales circunstancias, hablasen a los deudos sobre edificantes temas como la brevedad de la vida, el divino plan de la salvación, la rectitud y la ternura de la Providencia, el amor infinito de Cristo y el refugio que los afligidos encontrarían en la compasión del Señor.
En tiempos más modernos, comprobada indubitablemente la ausencia de vida en un cuerpo, el velatorio se transformó en una forma de compartir socialmente la pérdida del ser amado. Amigos, vecinos y familiares expresaban, más con gestos que con palabras, la tristeza mutua y el respeto, porque la presencia de la muerte inspira respeto al más desatento.
El velatorio es un momento de pudor. Igual que los judíos, que no se permiten ver el rostro de los muertos, el cajón de Mora permaneció cerrado para los ojos de los que la amaban y para los que sabían aborrecerla. Nadie observó su último gesto. Ni el centenar de ignominiosos fanáticos, ni sus pasados cómplices de la Casa, ni los custodios impiadosos de la moral pública. Tampoco las decenas de cámaras y micrófonos que merodearon, como aves de rapiña, los alrededores de la funeraria.
—Comisario, ¿no le dijo el ayudante que lo dejase ir?
—No por escrito, señor.
—Suéltelo ahora mismo —dijo el fiscal Alvarado, sin levantar la voz, pero como quien da una orden que no admite demoras.
—Sabe lo que pasa, alguien creyó conveniente no apurarse.
Alvarado sintió la alerta.
—Pero ya está saliendo —le aclaró el comisario.
—¿Quién fue?
La contestación del comisario lo desconcertó y, cuando cortó, el fiscal sabía que arriba estaban preocupados.
El celular sonó a las once de la noche, el cabo primero Jorge Rodríguez estaba en el baño evacuando sus intestinos, operación que dio inmediatamente por concluida al escucharlo.
“Gordo, no t olvides qjugamos eldomingo”.
El comisario había dicho que no le dijese nada a nadie, así que seguía recibiendo mensajes y llamados.
—Puede conocer su voz, solo usted puede atenderlo, entendió, cabo, solo usted.
Lo había entendido, claro que lo había entendido. Lo que no sabía era que el aparato estaría conectado a una computadora que grababa todo cada vez que lo llamaban.
—Quédese tranquilo, lo vamos a apagar desde la cero hasta las seis de la mañana —le dijo el hijo de puta del comisario. Desde entonces, quince días atrás, estaba dieciocho horas en el Departamento de Policía.
—No podría ser desde las diez...
—Un policía está de servicio las veinticuatro horas.
No lo dejó terminar el comisario Bermúdez, que después de unos segundos continuó:
—Cabo, ¿espera alguna llamada comprometedora?
—No, señor.
—¿Seguro?
—Sí, señor.
—Entonces, hágame un favor —le dijo acercando su rostro y bajando el volumen de la voz—: no se haga el estrecho conmigo.
Eso le había dicho, que no se hiciera el estrecho. Lo trataban como a un pelotudo, porque solo un pelotudo estaba en esa oficina dieciocho horas por día. Un cuartucho de dos por dos sin ventana, con las paredes color cremita, vacías, únicamente un cuadro del coronel Falcón, que miraba, atento, el crucifijo colgado en la pared de enfrente. Dieciocho horas sentado en una silla. Más tres de viaje, durmiendo un poco en la casa, otro poco en el tren y una horita en esa oficina de mierda.
—Duerma aquí, pero con el aparato al lado.
Lamentablemente, el cabo no podía pegar un ojo en ese lugar desangelado; se sentía —y era su exacta situación— abandonado, culpable de antemano porque un desquiciado lo había elegido para anoticiar sus asesinatos.
Ayudame Virgencita, ayudame por favor, rogó.
Cerró los ojos y la imagen de Tevere asaltó su memoria. Tevere era un compañero de escuela, allá en Gualeguaychú. Le había puesto un sapo en el bolsillo del guardapolvo y el animalito saltó justo cuando él le decía a la Mabel si quería que le llevase la mochila. La Mabel se rió, fue la risa más cruel que había escuchado; fue la primera vez que se sintió humillado, no tanto por ella como por su amigo. Se paró, el recuerdo removió el odio escondido, un resentimiento agazapado en los pliegues de su alma.
No, yo aquí no voy a estar. Quién se cree que soy.
Caminó hacia la puerta, la mano casi llegó al picaporte cuando escuchó otra vez el celular.
Corrió, era un mensaje de texto: “mucho tiempo fuera de casa tevan soplartu mina”. Los de la 4. Los muy hijos de puta se burlaban de su desgracia. Con lo bien que la había pasado allá, no podía creer su mala suerte.
A las doce de la noche el cabo se retiraba del Departamento rumbo a su casa, iba a apagar el celular cuando el aparato sonó tres veces.
“1 mensaje recibido”, leyó.
Apretó la tecla debajo de la palabra “mostrar”.
Había un 3 y una dirección.
Marcó un número:
—Cabo primero Rodríguez, comisario. Mandó otro mensaje, señor.
Si algo define la realidad es que el mundo es ajeno y televisado. Mientras tomaba su tercer whisky, el Inglés, con avaricia de banquero y trucos de tahúr, pensó en el salto que había dado. ¡Qué espectáculo el de la Gorda Mesa! Estuvo fantástica gritando que la iban a matar y después cayendo al piso. Veinte años había esperado algo así, un golpe de suerte que lo sacara de los espacios marginales para conducirlo a los floridos jardines del éxito. Pero no era alegría ni satisfacción lo que sentía, sino una ansiedad opaca, un cosquilleo que le hacía perder el ritmo de la respiración, y una pregunta golpeando a la puerta de su mente. Y ahora ¿cómo sigo?
Nadie le creía a la Gorda. ¡Desde ya!, lo de ella era el exabrupto de una paranoica, pero el juego atraía más que un buen policial.
A los del 6 la situación los había sobrepasado, pensó el Inglés. Perdidos, con el rumbo extraviado. ¿Adónde querían llegar con un reportaje al comisario Bermúdez? No tenían nada... Lo que no dejaba de ser amenazador, pensó, porque inevitablemente algo harían y él ignoraba qué.
Sonrió, encendió un cigarrillo.
¿Cómo seguía?
Tato Beraja tenía el escándalo: el bien y el mal y su comercio, todo mezclado. Había enjuiciado a las víctimas frente a las cámaras, apostó todo y le salió bien, un juicio rápido, fast food, fast trial.
Un destello pasó por su mente. No maquinó ninguna intriga, fue solo instinto. Una intuición leve como una pluma: no podía competir aparato contra aparato, así que debía patear el tablero. Imaginó la antípoda del circo vacuo y se dijo que debía ir por los amantes del equilibrio.
Lo encontraron después de tres semanas, los escasos vecinos se habían alarmado por el hedor insoportable. Para ese entonces, los pocos transeúntes que pasaban por la calle Virrey Liniers, una olvidada callejuela de tierra que cuando llovía se ponía absolutamente intransitable, ya habían denunciado que algo raro pasaba. Es increíble lo que tres semanas de altas temperaturas pueden hacer a la carne cuando carece de vida.
Pero los efectivos policiales no llegaron gracias a una denuncia vecinal, sino a un mensaje de texto. Aunque prevenidos, no estaban preparados para lo que encontraron. Tuvieron que esperar las máscaras más de dos horas; incluso, cuando las consiguieron, la orden fue no permanecer más de cinco minutos.
Adolfo Rodríguez, Harold, había pasado por la Casa hacía tiempo, durante la tercera emisión del ciclo. Aquella fue una mala temporada y, según se decía, el productor general le había echado la culpa a la elección de los participantes. “Otra temporada con tipos como Harold y terminamos en un canal de cable”, aseguraron que habría amenazado a los responsables del casting.
Para desgracia del productor general, Harold recién abandonó el programa cuando terminó el segundo mes; para ese entonces los números estaban lejos de cumplir las expectativas de los anunciantes. La primera semana fuera de la Casa, Harold estuvo en las pantallas de quince programas de tevé, lo llamaban a toda hora y le pagaban lo que él quería. Lástima, pensaría cuando ya habitaba la casona de la calle Virrey Liniers, que hubiese querido tan poco. La novedad iba dejando de serlo, la segunda semana fue a nueve programas, la tercera a cinco y poco después, gracias a una inesperada devaluación de la moneda que acaparó el interés público, acabó completamente olvidado por todos.
A partir de allí no fue fácil su vida. El dinero que había juntado lo arriesgó en la compra de un gimnasio que pocos músculos había torneado en los últimos tiempos; creyó que el nuevo nombre, Harold’s, atraería flacideces y hormonas inquietas, pero no fue así y dos años después de su ingreso a la Casa estaba en la más completa ruina.
Su debacle no fue solo económica. Se había acostumbrado al reconocimiento y ahora que nadie se acordaba de él, que no lo paraban en la calle, que no escuchaba ningún suspiro adolescente, ahora que no había miradas vivaces, ni insinuaciones coitales, ni gestos admirativos, ahora, no sabía qué hacer con la languidez de su alma. O, peor aún, no sabía quién era. Porque no podía fingir ser el chico anónimo que había sido antes de entrar en la Casa, ni tampoco aquel competidor tramposo, ni mucho menos la estrella fulgurante y efímera que recorrió estudios y que terminó sin gloria cuando una crisis financiera, una más en la historia del país, se había transformado en espectáculo. No podía simular que nada había pasado, pero tampoco era ninguno de los roles que un destino tan incomprensible como caprichoso le hizo jugar.
Terminó en aquella casona triste que había sido de su abuelo, cerca de las orillas del Reconquista y a la vera de una calle polvorienta por la que nadie transitaba. Una casa olvidada que supo tener glicinas y una parra, y a la que tomó como refugio o guarida. Allí estuvo ocultándose o buscándose, hasta que una noche calurosa alguien golpeó a la puerta.
Inquieto, López no perdió el tiempo, y poco después se presentaba en una iglesia evangelista del barrio de Villa Urquiza.
—El pastor está ocupado —le dijo la mujer, cabello negro recogido y ascendencia aimara—. Si quiere puede esperarlo, no creo que se tarde mucho.
Creía mal la mujer, porque el pastor se tomó una hora y media en aparecer. Tenía sesenta y cinco años, era corpulento y de cara aniñada, piel muy blanca con infinitas pecas y el cabello ondulado y corto de un rojo furioso carente de canas. López creyó necesario asestarle un fuerte golpe de entrada y le dijo que sabía que había recibido un correo del asesino.
—No puedo revelarle cómo lo sé —le aclaró.
—No es un secreto. Además, ya me lo preguntaron esta mañana —le contestó el pastor sin darle al asunto mayor importancia.
—¿Quién se lo preguntó?
—Un colega suyo, por radio.
López sintió que hacía el ridículo, puso cara de póquer y no dijo nada.
—Además, no solo me lo mandó a mí, también se lo mandó a otros cinco —terminó el pastor.
Lo sabe, y yo haciéndome el Philip Marlowe, pensó López, mientras se sonrojaba.
—Pero no solamente a nosotros.
—¿No solamente?
—Conozco por lo menos a una persona que lo recibió y no estaba en la lista. Dígame, ¿a usted también le llegó?
—Sí —mintió—. Dígame, pastor, ¿sabe o sospecha quién es?
No tenía idea, por lo menos eso le dijo.
—¿Por qué cree que se lo mandó?, digo, ya que usted no lo conoce.
—¿Cómo puedo saber que no lo conozco si no sé quién es?
Eso también era cierto, se recriminó López.
—Mire, se lo mandó a personas que de vez en cuando aparecemos en algún medio. Yo que usted me fijaría en lo que hacemos más que en nuestras identidades.
Hizo silencio mientras lo miraba fijo a los ojos.
—¿Entiende? Dos religiosos, una periodista, una psicóloga, un político, un productor discográfico y, además, hasta donde sé, una vidente.
—Una vidente: ¿habló con ella?
—Sí.
—¿Y le dijo qué otras personas lo recibieron?
—Sí, un arquitecto, otro periodista, un semiólogo, un psiquiatra y un filósofo.
—¿Y a usted le llamó la atención esa visión?
—Joven, creo en muchas cosas pero no en los videntes.
Sonrió antes de rematar:
—A ella se lo dijo la policía.
—Los forenses, inspector, afirman que lo mató hace tres semanas —dijo el comisario Bermúdez—. El muy enfermo esperó a que se pudriese para mandar el mensaje.