Читать книгу El cerco - Daniel Sorín - Страница 8
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La inspiración no es un soplo divino, los dioses permanecen desatentos a nuestro destino. La inspiración tampoco responde al plexo pedregoso que llamamos voluntad, y menos aún a trabajosas búsquedas interiores. La inspiración es, al fin, un enigma.
Para lograr su amistad se han ideado numerosas alquimias, pero todo ha sido inútil; ni los más férreos empeños ni los más eróticos sortilegios consiguieron atraerla. Y, cuando al fin se hace presente, no es más que una acompañante desamorada a quien no conseguimos retener.
La inteligencia de ciertos ritos, esas ceremonias repetidas sin pudor, esos gestos sostenidos por la fe o por la angustia, y aquellos actos, pequeños, diarios, a condición de porfiados, crean la ilusión de convocarla. Pero en realidad, solo disponen de nuestra alma vacía para su llegada. Fríos en el desierto interior le ofrecemos una bienvenida de júbilo, pero, sorprendidos por su arribo, no podemos con el pavor de su segura despedida.
Esquiva, indiferente, lo mejor es olvidarnos de su existencia; ya vendrá, aunque no sepamos cuándo. La Inspiración tiene, como su prima hermana, la Muerte, una cita impostergable con nosotros. Porque no hubo, en la inmensidad del tiempo, hembra o varón que no se apagase, ni que haya permanecido ajeno a su luz diáfana. Todos la merecemos, aunque más no fuese una sola vez en la vida. De tal suerte, solo nos debe importar una cosa: qué haremos con ella, la amada desamorada e infiel, cuando finalmente se aparezca delante de nosotros.
Durante años había trajinado madrugadas de lecturas inquietantes. Conocía a Lovecraft de memoria y estaba seguro de que si un día afortunado recorriese Providence, en el legendario Rhode Island, nada podría resultarle ajeno.
También había desempolvado la sabiduría esotérica del medioevo. Sepultado el imperio de la razón, buceó en los intrincados conocimientos de los alquimistas. Tuvo su golpe de suerte cuando accedió a los dos tomos de la Enciclopedia de las piedras, la misma que Jacques Leroi escribió, ya internado en el manicomio, durante los años de entreguerras.
Por fin, apoyándose en la simple evidencia de que nadie en su sano juicio se hace pasar por descendiente de Abraham, estudió la Cábala con un erudito al que visitaba tres veces por semana en su estudio de la calle Salguero. A él le debía centenares de horas de lectura y cierto manejo de la lengua del desierto.
Logró percibir el mundo que lo rodeaba de una manera que juzgó tan compleja como armoniosa; sin embargo, la revelación de los universos ocultos, por extraordinaria que fuese, no lo había inspirado.
La inspiración le llegó gracias a un libro que no intentaba comercio alguno con lo oculto. Cuando dio vuelta la última página, sospechó que algo estaba por dejarse ver; entonces esperó sentado en el sillón hasta que, pasadas las tres de la mañana, mientras la luz amarillenta de la lámpara lo acariciaba, su alma abierta logró reconocerla.
La inspiración estaba allí, con él.
Aunque toda idea es un préstamo, su nacimiento es un gesto maravilloso. Primero fue una imagen, cuerpos quietos y sangrantes, veredas rotas y basurales y asco en el estómago. Después, un concepto, o varios: limpieza, orden, jerarquía, poder. Un hombre tullido y olor de sábanas meadas.
Permaneció quieto, sin mover ni un músculo.
A las cuatro imaginó un resplandor acompañado de un sonido seco. Es una alarma, pensó, y emocionado consiguió, después de un desesperado esfuerzo, palpar la idea.
La vida, se dijo, ya no será algo que transcurre en algún otro lugar. Cerró el libro y lo dejó en la mesita circular, sobre la carpeta de hilo que había tejido su abuela. Cansado, se durmió sabiendo que, después de años de búsqueda, la inspiración se había hecho presente.
A la mañana era otro. Se desperezó frente al ventanal, puso música, cortó dos anchas rebanadas de pan que untó con manteca y tomó la botella de la mesa. Fue hasta el sillón y observó el libro. Es una buena historia, se dijo, algo rancia, quizás de otro tiempo, pero buena. Diario de la guerra del cerdo, se leía sobre un fondo marrón oscuro y más abajo, en letras que habían sido doradas, Adolfo Bioy Casares.