Читать книгу El cerco - Daniel Sorín - Страница 9

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Ya hacía un largo tiempo que esperaba cuando la luz se apagó. El anhelo le dibujó una sonrisa breve pero no se apuró: tenía un plan e iba a cumplirlo. Prudente, aguardó una hora más hasta estar seguro de que las pastillas hicieran su efecto; después se colocó los guantes de látex y trepó hacia el balcón.

El frío y un viento del sur inusualmente fuerte le mortificaban el cuerpo. La cara posterior del cuello, los pies, los muslos apenas defendidos por un pantalón que ahora resultaba demasiado fino. Fue al ganar la barandilla que pensó en el buen augurio de una noche oscura, la luna oculta tras espesas nubes.

Ya del otro lado, en cuclillas, el oído atento y la respiración intranquila, ordenó sus herramientas. Cada vez que presumía algo fuera de control, ordenaba. Lo que fuese, lo que tuviera a mano. De pequeño iba hasta la mesa redonda donde esperaba el ajedrez de su padre: los caballos debían mirar hacia adelante, así como la boca de los alfiles (un tajo, esa mueca congelada en un rostro sin ojos) y las coronas de los reyes, jamás de perfil, nunca de soslayo, los monarcas otean al enemigo de frente y con mirada soberana.

Sin apuro fue dejando las herramientas sobre las cerámicas azules, una al lado de la otra, ordenadas por tamaño de mayor a menor. Al final tomó los tres círculos —fundición de aluminio y pintura horneada, una joya alemana—, los apoyó sobre el vidrio y bajó la palanca. Los círculos agrandaron su concavidad, crearon un vacío silencioso y fueron uno con el cristal. Después tomó el cortante, trazó una línea a la derecha y otra a la izquierda, una tercera arriba, para terminar con una final abajo. Suspendió la respiración, aguzó el oído y golpeó con su mano enguantada hasta que el rectángulo se desprendió. En el silencio de la noche liberó los círculos del cristal. Luego entró.

El departamento parecía ajeno a todo cuidado cotidiano, las paredes estaban desnudas y los pisos intransitables. Vio cajas de cartón y atados de revistas desparramados, ropa olvidada y un par de grandes bolsos, uno lleno y el otro semivacío. Un desorden injurioso, pensó. Con la atención puesta en no tropezar llegó a la habitación; ahí estaba, completamente dormida.

Se acercó. Los cajones de la cómoda estaban abiertos y la colcha bajaba hasta derramarse como lava hirviente sobre el piso de madera. Encima de la mesita de luz había un frasco de somníferos y un vaso sin agua. La cama era un desastre, las sábanas arrugadas velaban el cuerpo dormido, doblado sobre sí mismo. Se puso en cuclillas y acercó su rostro al de ella; a veinte centímetros sintió la respiración de la mujer, lenta, con la serenidad que da el agotamiento. Se arrimó más, quince, diez, cinco centímetros, las narices al borde de rozarse.

Después se irguió. Sacó el frasquito del bolsillo de su campera, lo abrió y lo sostuvo cerca de los delgados labios de la mujer, que no hizo, que no tuvo, que no pudo ensayar gesto alguno. Paciente, esperó tres minutos, después buscó en el otro bolsillo.

El metal brilló en la oscuridad; el movimiento preciso, breve, austero. Dejó que los pies bajaran por el costado de la cama, el lugar estaba tan sucio que no se preocupó por las manchas.

A unas diez cuadras sacó del bolsillo el celular que había tomado de la habitación; pulsó el uno y marcó el número del destinatario. Al dar vuelta la esquina lo arrojó dentro de un volquete, junto a trozos de mampostería y los restos de una estantería metálica.

Lo había hecho, sonrió, y se quitó los guantes de látex.


Hija de los reyes de Troya, supo ser sacerdotisa de Apolo, el hermoso dios del Sol, los vaticinios y la música. Tan ávida como ardiente, Casandra pactó con él un encuentro carnal: sería suya a cambio de que le concediese el don de la profecía. Pero cuando la paica accedió a los transparentes arcanos de la adivinación, no tuvo mejor idea que incumplir el arreglo. Sorprendido por la traición, Apolo la maldijo escupiéndole en la boca: la ingrata seguiría conservando su don, pero nadie, ni el más suspicaz ni el más crédulo creerían jamás sus vaticinios. Así fue como Casandra anunció inútilmente la caída de la ciudad. Estorbaban a los troyanos las advertencias de esa loca y franquearon el paso al majestuoso caballo.


López estaba en la redacción cuando se enteró.

—Todavía no lo sabe nadie —le dijo su confidente—, fue en su departamento, estaba completamente desangrada.

—¿Seguro?

—López, ¿cuándo le fallé?

—La vez que me dijo que el bigotudo no renunciaba —contestó López, envuelto en el humo de su Parisiennes. Estaba como su estómago, amargo y revuelto.

—Esa vez nos equivocamos todos, si hasta el mismo comisario lo había asegurado. Ahora le bato la justa, López.

—¿Está seguro de que murió?

—Totalmente.

Después de cortar buscó un par de monedas en los bolsillos de sus pantalones y fue a la máquina de café. Volvió con un capuchino grande. Nunca le había gustado el café de esa máquina, le sabía demasiado suave, pero él tenía el remedio: le agregó un sobre de azúcar y dos cucharaditas del café instantáneo que guardaba en el tercer cajón de su escritorio. Encendió otro cigarrillo, retuvo el humo en los pulmones y, cerrando los ojos, se preguntó cuánto tiempo tendría.

Pero las sumas y restas de su pensamiento se suspendieron abruptamente cuando desde arriba —a López las revelaciones siempre se le aparecían desde arriba— bajó la consigna:

EN EL NEGOCIO DE LAS NOTICIAS NO SE PIENSA, SE ACTÚA.

Anuncio transparente, si los había. Todavía confuso por lo inesperado de la revelación, se quedó quieto con la mirada abandonada en el cielorraso. “En el negocio de las noticias no se piensa, se actúa”, repitió en voz alta.

Y bien, adelante... ¡actuá!

¡Ya!,

¡actuá!

Buscó en su agenda, el dedo índice, amarillo hasta la falange, marcó 4372...

“Usted se ha comunicado...”.

Tengo algo, pero es por poco tiempo.

“Si sabe el interno...”.

Se va a caer de culo. Le voy a pedir cinco, o diez... no, diez es mucho, cinco está bien.

“En un momento lo atenderemos”.

O que me haga entrar, tengo experiencia, le voy a venir bien entre tanta pendejada inútil.

—Hola, muchas gracias por esperar.

—Señorita, me comunica con el señor Vázquez.

—¿De parte de quién?

—López, Lorenzo.

Por qué mierda se lo digo al revés, “López, Lorenzo”, hay que ser nabo, ¡hace treinta y cinco años que hice la colimba! Eso me pasa porque me llamo Lorenzo, nombre de mierda. ¿En qué andarían pensando cuando me lo pusieron? Lorenzo, el coronado de laureles; laureles las pelotas.

Levantó la vista, vio la placa roja en el televisor, pero no le prestó atención.

Quizás debía pedirle dos o tres mil, claro que mejor estaba un puesto. Nada de relación de dependencia, un contrato y él facturaba. Mientras tomaba el primer sorbo de café, vio reflejos rojos en el vasito de telgopor. Ya vería qué le iba a decir, ¿pero cuándo?, si en cualquier momento escucharía la voz aflautada de Vázquez, “¿qué quiere, López?”, que significaba: otra vez molestando, López. Tenía que resolverlo ahora. ¿Qué iba a decirle? Solo sabía que la habían matado, pero debía callar, esa información era lo único de que disponía para negociar.

Tomó el último sorbo de café, el líquido tibio pasó por su garganta, cuando bajó la mano descubrió, atrás, en el televisor, la placa roja. Entonces la leyó, decía en grandes letras blancas: “Mataron a Casandra”.

—Hola, ¿qué quiere López?


María de las Nieves Gutiérrez había nacido veintisiete años antes en la localidad de Moreno, en el oeste del cercano conurbano porteño. De padre mecánico y madre peinadora, María de las Nieves asistió a una escuela religiosa desde los temerosos tiempos de la infancia hasta los confusos en que completó la secundaria. Después de un turbulento viaje de egresados, trabajó en un supermercado, en una cadena de perfumerías y en varios locales de ropa de un frecuentado shoping del barrio de Palermo.

Su vida se reducía a dos madrugadas de música fragosa, en las que abandonaba su cuerpo a la calurosa electricidad del baile; consumía entonces alcohol en abundancia y alguna droga esporádica. Ajena a sí misma, no lograba llenar el vacío ni el vago augurio que la perseguían desde niña, tampoco curar la futilidad de un sexo sin hambre, saciado sin mérito antes de la final perplejidad del sueño.

Hasta que a los diecinueve años quedó embarazada. Después del primer momento de zozobra, María de las Nieves dejó de intentar colmar el desierto interior que la dominaba. Su nuevo estado suspendió la búsqueda, que se adelgazó hasta desaparecer.

Para tranquilidad de la joven madre y desasosiego de los turbados abuelos, el padre de la criatura desapareció sin dejar rastros. María de las Nieves se ocupó de su hija, una rozagante niña a quien llamó Lorelei, con observante exclusividad durante los siguientes años.

A poco de cumplir veintidós años sintió, otra vez, el vacío; fue cuando tomó la decisión. Una tarde de domingo sin fútbol, le dijo a su padre, el mecánico, que al día siguiente saldría a buscar trabajo. Un mes después, sus rasgados ojos verdes y su boca de delgados labios aparecían en la publicidad de una reconocida fábrica automotriz francesa. “Un sommeil fait une réalité”, decía la delicada voz femenina. El auto gris avanzaba por una callejuela bucólica, “un sommeil fait une réalité”, mientras se sobreimprimía su rostro. Sensuales e inquietantes, sus rasgos comerciaban un delicado equilibrio entre la inocencia de la infancia y los hechizos de una joven mujer.

Quiso el destino de María de las Nieves que su representante supiera evaluar lo que tenía entre manos. Evitó las publicidades de mayonesa y lavandinas dedicándose a transformarla con obstinada resolución. Fue así hasta la noche aciaga en la que María de las Nieves le dijo lo del teatro.

Cuando la escuchó —aturdido por el golpe de knock-out— todavía tenía presente, imborrable, la primera vez que la había visto. Él caminaba por el set que tenía en sus oficinas cuando distinguió su rostro entre una multitud de miradas hormonales. Estaba de perfil, el cabello recogido hacia un lado dejando ver el largo cuello y un mentón de líneas decididas. Había algo único, apenas un rumor varonil en ese perfil.

Ella giró la cabeza y sus miradas se cruzaron. Él indagó con apariencia profesional, hurgó en ese rostro, los ojos levemente juntos, los labios entreabiertos y húmedos, la piel joven, la mirada salvaje.

La hizo pasar y la contempló durante largos segundos; a su imaginería le costó otorgar sentido a lo que veían sus ojos: esa jovencita era mucho más que otro inquietante objeto de deseo, tenía delante la más endemoniada máquina de seducción que él jamás hubiera visto.

Con un paciente trabajo de ebanista, esa piedra preciosa podía transformarse en una profesional inigualable, y a tal fin se abocó con irrenunciable celo y gravoso sacrificio de su instinto masculino.

En eso estaba dos años después, cuando su representada le anunció que ya no se llamaba María de las Nieves sino Casandra y que le había hablado un productor para que integrase el elenco de una revista.

Trató de disuadirla. Que no era para ella, que no era una vulgar media vedete, y que iba a tirar por la borda toda su carrera. Que tuviera paciencia y trabajase. Eso necesitaba: trabajo y más trabajo.

Pero fue inútil.

—No te lo permito, de ninguna manera —le gritó.

Iba a sacar unas revistas europeas para mostrarle adónde llegaría con dedicación y su inapreciable guía, cuando ella lo interrumpió.

—Y no voy a seguir más con vos...

“Con vos”, era la primera vez que lo tuteaba.

—Tengo otro representante.

¡Otro representante! ¡Una mierda, seguro que es una mierda!... Y un vividor.

“Sus servicios serán recompensados”, le diría el vividor días después en una confitería.

Diez mil dólares.

Le dijo que no, que de ninguna manera, y el vividor —campera, camisa, pantalón y zapatos negros, el pelo mojado cayéndole sobre la frente y unos anteojitos de armazón blanco que daban asco— le sugirió que recapacitase.

—No estoy dispuesto a romper el contrato —le contestó él.

El vividor lo miraba sin hacer ningún gesto.

—Es mía, me entendés. ¡María de las Nieves es mía!

Y se levantó. ¡Habrase visto!

Es mía, mía.

Yo la vi, yo le puse gente para que aprendiera. Yo dejé tranquilo al gorila del padre, y yo la imaginé conquistando el mundo. ¡Y ahora la muy putita me viene con este mequetrefe de quinta!, ¡este pendejo que tiene edad para ser mi hijo! ¿Qué sabe de hacer una profesional?, ¿qué sabe del negocio? ¡Nada! Seguro que se la coge el muy hijo de puta, ¡y yo que ni la toqué!

Esa misma noche muy tarde, dos o tres de la mañana, lo despertó un llamado telefónico.

—¿Lo pensó mejor?

Lo trataba de usted, como a un viejo.

—Ya te dije, es mía.

—Como quiera, pero sepa que si no acepta ahora, después no le voy a dar nada. Diez mil es más que nada, Roberto.

Cortó, trató de volver a conciliar el sueño, pero fue imposible. Qué horas eran ésas para llamar. Se levantó, preparó un café y trató de alejar un oscuro presentimiento que se le había instalado en el alma. A la mañana recibió otro llamado: la oficina había sido asaltada.

—Se llevaron las cámaras y las editoras —lo enteró el pibe de casting.

Entró en su oficina como un rayo, la caja de seguridad había sido violentada. “No puede llevarse nada por ahora”, escuchó que le decía el policía, el poco de efectivo que guardaba en la caja fuerte ya no estaba, el contrato de María de las Nieves, tampoco.


“Mataron a Casandra”, había tronado la placa roja.

Ya porque no era bien vista, ya porque su paso por la Casa había irritado el delicado colon de la moral pública, nadie tuvo piedad con Casandra. Se refirieron a ella con modos umbrosos. Había sido una hermosa mujer, un cuerpo trabajado, casi perfecto y un rostro único. Pero eso no les alcanzó y buscaron con afán la inteligencia que no encontraron. Ni siquiera les pareció hábil, y eso que Casandra tenía, como cualquier criatura, sus habilidades. Un traficante de chimentos la llamó “trepadora”; un conductor de exitosos programas de tevé, “la rápida”, y una vernácula vedete de exuberantes pechos, “come hombres”.

Por un momento fue, en toda la geografía de un país de pantalla, la única mujer promiscua. Se ensañaron con ella las adúlteras y las cornudas, las solteras olvidadas y las mal casadas. Se burlaron de Casandra los hombres asqueados de sus esposas, los impotentes y los fastidiados de todas las mujeres, los sacerdotes frustrados y los alegres putañeros nocturnos. No es raro, una sociedad necesita, cada tanto, arrojar los excesos que desgarran su estómago, vomitar el odio, disculparse, exorcizar sus intestinos. Y qué mejor que una joven mujer que ya no podía defenderse, una putita de arrabal que se había creído lo de la alfombra roja.

Hasta un filósofo devenido cronista de la cotidianidad no se privó de intervenir y formuló el epitafio:

—Acaso, como la homónima troyana, ha incumplido un pacto —dijo, circunspecto, ante las cámaras—. Quizás, por fin, Apolo se haya vengado.

Nadie tuvo piedad con Casandra, ni siquiera las desheredadas putas de extramuros.


Tato Beraja conducía un programa sobre el espectáculo, o sobre chimentos, como maldecían sus cuantiosos damnificados. “Las malas compañías, qué barbaridad”, lagrimeó una veterana periodista del panel. Luego, alguien pasó de las malas compañías a ciertos hábitos, y otra voz se refirió a su manera de ganarse la vida.

Sin recato ni mesura, sin siquiera el estorbo de un resabio de vergüenza, Casandra fue juzgada en ausencia y ante las cámaras. Entonces alguien, desafiante, la espalda artificialmente vertical y el escote profundo, ensayó su defensa con aquello de que cada una se gana la vida como puede.

—¿De cualquier manera? —preguntó Beraja.

—Cada cual sabe hasta dónde le da —sentenció el escote mientras miraba con belicoso ánimo a la veterana periodista entrada en carnes.

Varios hablaron al mismo tiempo y por unos segundos fue imposible entender lo que se decía. Mientras esto sucedía, un móvil de Canal 6, que hacía horas esperaba en la casa de la madre de María de las Nieves, logró al fin ponerla al aire. Sus grandes ojos parecían ausentes, en la boca tenía instalado un involuntario temblor y el desarreglo ácido de su alma.

El cerco

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