Читать книгу El animal sobre la piedra - Daniela Tarazona - Страница 7
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LA IRA
Voy al aeropuerto –le digo a la tuerta que atiende la caseta de los taxis.
Cuando el coche arranca miro la calle para comprobar que avanzo.
Entonces, una mano tomó otra mano. Mi boca besó su frente. No puedo rendirme. Muerte y transfiguración: la mano de la joven en la frente de una mujer muerta. Mi madre, la invencible, murió. Los dioses mueren.
A lo lejos, veo la barda del aeropuerto y las gradas donde la gente mira los despegues y aterrizajes de los aviones. Sentados, con un refresco en la mano, observan a los metales ocupar el aire.
Pienso que alguno de ellos verá el avión en que yo viaje. Uno de ellos sabrá que huí.
El movimiento no deja marcas. No hay cicatrices al avanzar. El suelo de las calles que conozco deja de existir para mí desde ahora. Me muevo y borro mis pasos.
Mi madre desapareció porque su cuerpo se volvió humo.
En el aire llega el sueño. Iré con una adolescente al lado durante diez horas. No quiero hablar con nadie. Espero que crean que soy muda. En lugar de pedir un jugo de tomate, señalaré el cartón y haré la señal de uno; juntaré las manos a manera de súplica para sustituir mi voz.
Un video con personajes animados dice qué puede hacerse en caso de acuatizaje. Los personajes: mujer y niño, asiática y anglosajón, se mueven como si tuviesen resortes en las extremidades y sonríen mientras simulan la emergencia.
Sonreír ante un caso de emergencia tiene lugar. Sonreír salva, es una negación suave que se acepta entre los humanos.
La adolescente saca de su bolsa un aparato de música, se pone primero el auricular derecho, luego el otro, se estira; está contenta.
Me enrosco en el asiento tanto como puedo para descansar.
El aire no parece igual cuando se vuela en un avión, es aún más ligero, menos palpable. “El aire no es palpable nunca”, murmuro con los ojos hinchados por el sueño.
Hago los gestos de muda con la azafata. Ella me mira y no sabe si responder de la misma manera o hablar. La dejo que se enrede en la duda.
La adolescente mueve levemente sus pies envueltos en los calcetines de a bordo.
Sé poco del espacio exterior. Estoy mirando por la ventana del avión y pienso en los agujeros negros. Las dimensiones son membranas del cerebro, pero no lo sabemos. Mi cerebro tiembla como el de cualquier otro ser vivo, sin embargo, me espanta reconocerlo: algo crece dentro de mi cabeza. Imagino que mi mente procede de manera inesperada; no pueden prevenirse sus patrones porque no sé qué viviré en el futuro. Nadie lo sabe.
Atravieso las nubes, voy en picada para detenerme a la altura justa y distinguir: una mujer camina por las calles cercanas a su casa; vista desde el aire, la mujer es aún más pequeña y sus movimientos se pierden en la distancia. Va a pagar el teléfono al banco. Bordea un parque y sigue caminando. La mujer no tiene rostro o sus facciones son indefinibles desde esta altura. Se para en la esquina de la avenida para cruzar, del otro lado está el banco. Mira a su alrededor y observa a los peatones que esperan como ella.
Algo sí se nota desde aquí: la mujer tiene miedo de los demás. El miedo la lleva a meterse la bolsa bajo el brazo y a cruzar sin darse cuenta de que un hombre quiere entregarle un sobre. La mujer no lo ve o hace como si no lo viera y sigue. El hombre se queda con el sobre en la mano sin ir detrás de ella. Hizo el intento pero no lo consiguió. La mujer se forma en la fila. Ya estoy cerca: noto que sus sienes palpitan como si el incremento de su presión arterial pudiera verse a simple vista. Ella es Mercedes, mi hermana.
No me había dado cuenta pero sus manos son jóvenes; está nerviosa, a cada rato vigila a su alrededor por encima del hombro. Le dice al hombre que viene detrás, en la fila:
–¿Escuchó lo que le dije a la cajera?
–¿Le dijo algo a la cajera?
Mi hermana hace un gesto reprobatorio y añade:
–Ah, claro, usted tampoco entiende.
Me despierta un sonido en la cabina del avión. La luz de los cinturones de seguridad está encendida. La azafata refuerza la petición y dice que el avión va a moverse debido al mal tiempo. Llevo el cinturón abrochado, no pensaba quitármelo; bajaré de ese avión sana y salva.
Mi hermana Mercedes habitaba otra parte pero, de cuando en cuando, reconocía que aquel sitio era imaginario.
Mercedes quiso evitar la descomposición de su propio interior. El mundo que veía era el de sus propios temblores.
Mi madre deshuesaba un pollo para la comida y no detuvo a mi hermana, aunque no sé si lo hubiese hecho.
Mercedes quiso morir desde joven. No me importa recordarlo ahora que me alejo, no me preocupa si Mercedes estuvo muerta o viva alguna vez.
Después de la caída el mundo fue negro como lo imaginaba. Mercedes abrió un ojo pero no vio. Sintió el cuerpo perdiendo peso, se aligeraron sus huesos –debe haber sonreído, sabiéndose a punto de morir. En el deleite de las nuevas sensaciones, escuchó sonidos que no pudo identificar, oyó que tiraban de ella: era el magnetismo del aire que circundaba su cuerpo desanimado.
Mi hermana crió dentro de sí misma aves que le rompieron las vísceras a picotazos. Así me lo dijo.
Me inspiré en su sufrimiento para resistir. Es preciso salvar nuestra sangre.
Me entregaré a mí misma, a mis pensamientos. En las últimas horas, frente a la contundencia de este nuevo porvenir he concluido que perderé los recuerdos.
He decidido tener una vida feliz.
Al asomarme por la ventanilla descubrí que habíamos dejado de volar sobre el mar. Vi la tierra cubierta por árboles.