Читать книгу El animal sobre la piedra - Daniela Tarazona - Страница 9
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MUERTE
He llegado a mi destino, estoy aliviada.
Compro el boleto de tren en la taquilla del aeropuerto. Tomo un café.
Debo haberme quedado dormida al ocupar el asiento del vagón porque no recuerdo cuándo comenzó a moverse. Mi memoria invoca las manos artríticas de una mujer anciana que viajaba sentada frente a mí, eran semejantes a las de mi madre. Ella tenía las manos sobre el vientre cuando murió.
La levanté de la cama; estaba delgada y en la temperatura de su piel se preveía la cercanía de la muerte. Me pidió que la llevara al baño y orinó. El último líquido que salió de su cuerpo se mezcló con el agua clorada del excusado.
En ese chorro mi madre se deshizo de algo delicado y vital. Su orina olía a alcanfor por efecto de las medicinas.
La muerte era inevitable: dolor, entonces. “Mi madre muere; mi madre se sujeta de la loza blanca. Resta que arañe esa superficie lisa y entonces morirá”, le grité a Mercedes, que acomodaba las almohadas en la cama.
Mi madre, en la agonía, dijo que se despegaba del suelo.
Pronunció otras palabras; fueron incoherencias en la tierra de su cerebro, que empezaba a secarse. Se había perdido el agua y morían los peces: mi madre tragaba bocanadas de aire y movía la boca con lentitud. Deseó la exhalación que no podía concretar hacía meses, quería morir respirando.
Cuando su cuerpo quedó vacío –el tono de los músculos disminuyó de pronto– puso las manos sobre el vientre, apretó los labios y, al soltarlos, Mercedes y yo escuchamos un sonido leve: su última expresión fue un gemido.
Miré de reojo a la muerte sucediendo como un trueno: era un relámpago plateado en la nuca de mi madre, de terrible alcance y sonido.
Después de unos minutos había cambiado su piel. Cuando los latidos del corazón cesan, el rostro se deshidrata y se vuelve verdoso.
Mi hermana puso una almohada más bajo su cabeza, la cobijó y repitió tres veces: “ya no irá a ninguna parte”.
En este nuevo lugar sólo existo yo y en mi pasado, los muertos. He conseguido un hostal limpio. Me baño y duermo una siesta. Al despertar, observo con incredulidad el contorno de mi cuerpo a un lado de la cama: es un pellejo fino, con mis huellas digitales y las arrugas grabadas; su tacto es similar al del pegamento que, de niña, me ponía sobre las palmas de las manos. Me miro la piel, me quito la camisa para verme el torso, no entiendo lo que descubren mis ojos: estoy hinchada, mis poros son mayores, o eso parece, y el color de mi piel es distinto. Miro de nueva cuenta el pellejo, lo recojo con las dos manos, lo palpo. En la parte que cubría mi cabeza reconozco las cicatrices de la varicela que tuve en la frente; manoseo el pellejo porque quiero recordarlo con claridad. El pellejo es mi historia. La pieza está completa. Me desprendí de él con movimientos cuidadosos.
Recojo el pellejo y lo llevo al basurero del baño. Lo miro allí, perdido para siempre, siento ganas de llorar porque no hay nadie a quien pueda contarle, me tiemblan las piernas.
Antes de dormir quise ir a la orilla del mar. Tras una hora de estar sentada en la cama viendo televisión, guardo mis cosas en la maleta y me la llevo porque no sé cuánto tardaré en volver.
Estoy desorientada. Creí que la costa estaba hacia el norte, pero llevo dos horas caminando y no sé hacia donde ir. No quiero hablar con nadie. La posibilidad de establecer una conversación me aterra ¿qué podría decir? Temo por mí misma. La tristeza ocupa mi garganta y si hablo, lloraré. Entonces, quien me escuche preguntará qué me ha pasado. Mi pensamiento no obedece, funciona de modo independiente –es como si alguien hablara dentro de mí– y, aunque camino por la calle donde suceden hechos reales, no puedo retenerlos. Me encuentro en un estado de confusión sostenida.
Hace un momento pensé que estaba desnuda, miré mi cuerpo y lo desconocí.
La piel me pica todavía. Miro mis antebrazos: se deshincharon, el tamaño de mis poros disminuyó –o eso creo, pero dentro de los músculos siento un ardor nuevo, a veces se calma y se convierte en una sensación de frío. Me rasco sin detenerme, me rasco también las piernas.
Espero un futuro que desconozco, como el de todos pero con menos gracia. Mi ambición de escapar fue vana o la salida que tomé –esto que me pasa– es la que restaba.