Читать книгу El animal sobre la piedra - Daniela Tarazona - Страница 8
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SUEÑO CON LA SELVA
Antes de subir al avión pasé varios días sin dormir. Al mover la cabeza me mareaba, comía lo justo para no pasar hambre y empezaba a picarme la piel como si estuviera quemada por el sol. Le había contado por teléfono a mi amigo Felipe lo que me sucedía pero, debido a la cercanía de la muerte de mi madre, le resultaba natural mi malestar. Yo no creía que mis síntomas fuesen una consecuencia del duelo. Más allá del dolor que me producía aceptar que a mi madre le había llegado el tiempo de desaparecer, mi cuerpo me era extraño y contaba con una vitalidad que no conseguía explicarme.
Había observado, con enorme sorpresa, que en el último mes mis ojos aumentaron levemente de tamaño: sentía cierta tirantez que no sabría describir, semejante a la hinchazón que se tiene al despertar pero de manera sostenida a lo largo del día.
La última noche que pasé en mi casa, tuve un sueño fascinante que alentó mi propósito de huir.
Supe que no era capaz de detener los cambios de mi cuerpo –yo no lo gobernaba y con el sueño confirmé mis convicciones. Caminaba a nivel del suelo, arrastrándome sobre un manglar cuyo olor se quedó guardado en mis narinas. Años atrás había visitado la selva del sur, estuve en una zona de manglares y quedé impactada por el olor a podredumbre; lo que se desprendía de los árboles –pero también lo que allí vivía– estaba atrapado en un ciclo perpetuo de putrefacción y nacimiento. Entonces, en el sueño me arrastraba entre las varas, las hojas y el lodo del suelo. Lo más enigmático era que mi cuerpo se movía con mayor rapidez que la acostumbrada, o bien, el ritmo de mis movimientos era distinto al común. Los árboles me parecían inmensos, tan grandes que yo –o lo que quiera que haya sido yo en ese sueño– no veía el final de sus copas; era pequeña en proporción al resto. Hubo un momento en que me dio terror lo que soñaba, sobre todo, la veracidad de lo que veía y estuve cerca de despertar. Entre el sueño y la vigilia, me di cuenta de la ilusión y apacigüé el miedo. Seguí caminando, hundiéndome en ese suelo difícil; volví a disfrutar el panorama de la selva, escuché con atención sus ruidos y me detuve al sentir incomodidad en uno de mis brazos, lo examiné y desperté de golpe: no era mi brazo, era el de otro ser, el de un animal de otra especie.
A mi madre le gustaban los gatos. No decía cosas nuevas sobre ellos, lo que ya se sabe: hablaba de su agilidad, del equilibrio y la delicadeza que mostraban para caminar entre las cosas más frágiles de los estantes. Le gustaba, también, abrirles la puerta para que fueran a conocer el mundo, porque los gatos siempre volvían a la casa, a veces maltrechos o con mucha hambre, pero volvían y mi madre sentía orgullo.
Estaba contando mi sueño, pero no hablé de la alegría que me provocó soñar con la selva –una alegría por la satisfacción de ocupar ese sitio, parecía el lugar donde yo fui feliz alguna vez.
Era profundo el temor que me producía mi propia casa, por eso sentí la necesidad de huir. En los momentos de pánico los contornos de las cosas me amenazaban: las esquinas de los muebles, la irregularidad de la escalera o el perfil de la azotea –cuya abstracción era rota–: pensaba primero en la azotea, me asomaba por la puerta de la entrada y estiraba el cuello para medir su altura, mi mirada no estaba vinculada a la idea de peligro, pero me hacía ver que la azotea era un riesgo. No imaginé lanzarme de la azotea, sino que ella, en sí misma, representaba una amenaza para mí.
Mi temor se acrecentaba al recordar la enfermedad de Mercedes. Si habíamos crecido en el vientre de mi madre ¿cómo no íbamos a parecernos? Me aterrorizaba nuestra carnalidad. Luego, recuperaba la fuerza y repetía mis planes en voz alta, decía varias veces: “yo me iré”, como si fuese un conjuro.
A la par de eso, mi cuerpo seguía haciéndome saber cosas extrañas: me veía más ágil que antes, lo comprobé cuando barría debajo de la cama (después de la visita del gato) porque estaba doblándome en dos, como si mis piernas fueran sumamente flexibles, y me levanté sin ningún esfuerzo. El mareo, sin embargo, aumentaba durante las tardes y comencé con otras molestias: las manos me dolían al amanecer, sólo puedo compararlo a las pocas veces que hice tareas exhaustivas de cocina, como limpiar mariscos. Las articulaciones de los dedos me punzaban; estaba acostumbrándome a meterlas en agua caliente con sal para aliviarme. Tras el paso de los días asumí ese dolor, pues iba disipándose más o menos a las dos horas de estar en pie.
El clima cambiaba en la ciudad, comenzaban las tormentas eléctricas.
Creo que perder la conciencia fue preciso. De lo contrario, habría elegido quitarme la ropa y meterme en la cama para dormir durante el día.
Sé que hice lo necesario para viajar; en mí existía el ímpetu suficiente para resolver los asuntos prácticos: compré el boleto una tarde, en la noche hice una maleta mediana –además de la visita del gato, ese último día estuve inquieta porque al lavar los cuchillos sentí que ellos me podían cortar, como si tuviesen vida propia, me senté a respirar para dejar correr esa idea y, de súbito, una imagen vino a mi mente: la selva estaba rodeándome y me quedé dormida, era un aviso del sueño.
Ahora me sorprende mi atrevimiento de subir al avión. Ignoro cómo tomé un vuelo prolongado sin sentir un pánico mayúsculo.
El mal tiempo ha pasado. Aprovecharé para ir al baño.
En el avión los pasajeros duermen.
El baño del avión está ocupado por un hombre alto, parece alemán, espero de pie, junto a la puerta.
Me sucede algo que no entiendo. Ni siquiera habría reparado en ello de no ser por su contundencia: olí mi orina y tiene un olor distinto al de antes, es dulce.
Me como la pieza de pollo que trae la azafata. Está bañada en una salsa pegajosa. Espero que no me cueste digerirla porque también mi digestión ha cambiado, los procesos naturales de mi organismo deben estar impedidos por mi angustia.
En la charola de comida hay un bollo glaseado, también me lo como. Mientras me llevo el bollo a la boca, miro la piel de mi mano. Observo cada uno de mis brazos, llevo una camiseta verde, de manga corta, que da a mi piel un tono semejante. Tengo un pensamiento que no sé de donde viene, lo transcribo: “La piel de tus extremidades, tu cara y tu vientre dejarán de servirte pronto”. Cuando termino de pensarlo, vuelve la comezón en las extremidades, me rasco con ganas y concluyo que el nerviosismo me lleva, también, a sentir esa comezón que no cesa. Trato de dormir un poco.
Al despertar me miro la piel, la noto más blanca, incluso creo que tiene otra consistencia.
Me pellizco, froto una mano contra la otra. No siento con la misma intensidad que antes. Mi tacto ha disminuido.
La comezón sigue, si me rasco se incrementa pero no puedo dejar de hacerlo.
La adolescente despierta, tiene un sueño envidiable.
Veo que en algunas partes de mis brazos la piel se desprende.
La tierra a la que llegaré está junto al mar. Ahí la abundancia de los árboles disminuye cerca de la costa. Los árboles se alejan del mar porque no pueden crecer en la arena.