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Se cumplían ya doce años desde que la Gran Guerra Interna había comenzado. Cuatro mil trescientos ochenta y tres días habían transcurrido en la vida del pueblo japonés desde que la paz se viera quebrantada.

En su mansión, el Gran Jefe de Estado, Kyomasa Tsushira, ofrecía una cena de gala a los embajadores de Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia como invitados especiales, con motivo de celebrar su primer año de mandato. Una simple fachada para ocultar la inestable situación de su nación. Fue en ese entonces que el líder rebelde asesinó al embajador alemán, su más grande aliado, declarándole oficialmente la guerra al Estado.

Nadie vio venir semejante desenlace, nadie imaginó que el pueblo japonés cayera en un pozo del cual no encontraría salida. Y pensar… que el pueblo mismo lo había permitido.

Luego de que el último Jefe de Estado anunciara su retiro debido a su avanzada edad y por problemas de salud, los posibles candidatos a ocupar su puesto comenzaron a pulular como polillas en torno a una lámpara. De entre estos, un joven militar se dio a conocer con increíble rapidez.

Aunque había comenzado como un simple soldado de infantería en el Ejército Nacional, su mente aguda, su ambición y una excelsa habilidad para dar discursos lo llevaron a ascender rápidamente en la escala jerárquica del Estado, llegando a ser Diputado Nacional. Poco después, se las ingenió para ser nombrado Gobernador y, finalmente, fue electo Jefe de Estado de Japón. Con astucia, mente calculadora y un sinfín de buenos recursos (como la buena relación que mantenía con el Jefe de Estado saliente) se compró el amor y el apoyo de todos los votantes. En cada junta, en cada audiencia, en cada gira les decía lo que querían escuchar, lo que necesitaban oír, valiéndose de la desesperación de la gente por encontrar un buen líder que los inspirara a alcanzar ese porvenir provechoso y perfecto con el que tantas veces habían soñado.

Quienes me precedieron han intentado levantar un futuro nuevo y mejor sobre las ruinas de intentos fallidos de gobiernos anteriores, un terreno pantanoso y adverso, con sus conflictos y corrupciones que en poco tiempo desintegraron todo lo que ellos y nosotros, japoneses, habíamos luchado año tras año por construir.

Cual ácido que quema la piel y mata todo lo vivo a su paso, acabaron con sus esperanzas y sueños.

Es su dolor y mi dolor, mis amigos, que sus rezos y plegarias no hayan valido más para dichos embaucadores. Hombres desalmados, inescrupulosos y sin un mínimo valor por la vida humana que no dudaron un segundo en vendernos al enemigo cuando así lo quisieron. Sin embargo, he venido aquí con la firme decisión de demostrarles que no soy como ellos.

Sé que el Jefe de Estado no es más que un símbolo, un ícono, una simple inspiración para su pueblo; que reside en el pueblo, en ustedes, el verdadero poder para construir su camino. No obstante, considero que es una carga muy pesada con la que han tenido que caminar a cuestas durante demasiado tiempo. Sé que es un atrevimiento de mi parte pero es mi más profundo deseo representarlos a todos ustedes en esta batalla, estar al frente y luchar por sus intereses que son los intereses de todos.

¿O no es un líder el que pelea y da la vida por sus subordinados? ¿Y es un déspota quien ordena y dirige desde las sombras sin tener el valor de confrontar a sus enemigos? ¿No es el campesino quien, con sangre y sudor, labra la tierra, la abona y la riega para que dé frutos, en lugar de esperar a que los brotes salgan por sí solos?

Será un camino tortuoso y lleno de obstáculos, lo sé. Pero quiero que sepan que es por ustedes, por todos y cada uno de los que me oyen y de los que no, ustedes que viven la misma realidad día tras día, exhaustos, agobiados por tantos años de sufrimiento, de sacrificarse sin ver un solo resultado, que es por ustedes que daré todo de mí para revertir esta situación.

Es solo eliminando los errores del pasado y creando caminos nuevos que veremos renacer nuestro país como lo que es: ¡Una nación poderosa y orgullosa, admirada y respetada por todos los Estados del mundo! Un pueblo que lucha y que da, da sin recibir nada a cambio más que dolor y desdicha.

¡Lloro y sufro su entrega mal correspondida!

Lo último que deseo es seguir viéndolos padecer en estas circunstancias de las cuales debieran ser beneficiarios y no víctimas. ¡Es por eso, ciudadanos, que, si me eligen como su representante, les juro por la luz que ven mis ojos, por el aire que respiro y por la sangre japonesa que corre por mis venas que no descansaré hasta devolverle a nuestra comunidad el honor y la gloria que personas indignas nos han arrebatado!

¡Sepan que no los abandonaré!

¡Por el país, por su gente, por las generaciones que vendrán, por nuestros corazones que claman el amor por nuestro Japón!

Por lejos ese fue su mejor discurso durante su campaña electoral en Tokio y el boleto de lotería que lo llevó al triunfo. El pueblo entero vitoreó y aclamó a su nuevo líder; todos festejaron llenos de esperanzas y de deseos por ver amanecer ese brillante futuro que, después de tanto tiempo, por fin había comenzado a gestarse. Durante aquella semana no se habló de otro tema que de la victoria de Kyomasa Tsushira, el Padre del Estado, como así se lo empezó a llamar.

Lamentablemente, el entusiasmo y la felicidad no duraron mucho. Tras pocos meses de lo que parecía ser un mandato limpio y justo, la sociedad se vio defraudada y engañada al saber que su gobernante no era sino un mentiroso, un dictador y un ladrón de la peor clase. Lejos de ser líder político benévolo, Tsushira era frío, egoísta y totalmente falto de sentimientos hacia algo o hacia alguien que no fuera él mismo, o su imagen frente a las grandes potencias.

Pese a sus promesas y alentadores discursos, sus medidas poco a poco comenzaron a alejarse de lo que sus palabras habían asegurado.

Lo que durante años había sido una Monarquía Constitucional regulada por el Parlamento y respetuosa de los derechos de sus ciudadanos, a Kyo (como en su juventud lo habían llamado) no le tomó más de seis meses convertirla en una dictadura cruel y deshumanizada.

En menos de un pestañeo, despidió a todos los miembros del Parlamento, invocando cargos que jamás llegaron a comprobarse: evasión de impuestos, lavado de dinero, compras ilegales y fraude. Los reemplazó con nuevos funcionarios, más jóvenes y, curiosamente, simpatizantes de su gobierno. Luego de esto, propició que la gran mayoría de los servicios públicos y medios de comunicación quedasen bajo sus hilos de la misma forma, por lo que hizo y deshizo las reglas como quiso, sembrando el terror y la desolación en la sociedad.

Al principio, nadie pensó que sus decisiones fueran desacertadas. Todos creyeron que se trataba de un reordenamiento, de una reestructuración del sistema económico y financiero para asegurar una correcta administración de los fondos y recursos nacionales, optimizar la producción y la calidad de las industrias nacionales e invertir en más y mejores servicios públicos. Sin embargo, nadie sino los fieles partidarios de Kyomasa salieron beneficiados de estos cambios. Mientras las grandes compañías, industrias y corporaciones se enriquecían, las pequeñas y medianas empresas languidecieron. Muchas terminaron en bancarrota y miles de trabajadores fueron despedidos. Otras fueron privatizadas y el mercado se vio envuelto en una inflación abrumadora. Las importaciones y exportaciones se limitaron solo para las compañías que poseían el beneficio del gobierno y, naturalmente, los impuestos alcanzaron límites insospechados. Para cuando se cumplieron dos años de su gobierno, la sociedad había acabado por dividirse en dos sectores: los ricos y poderosos que gozaban de todos los servicios y bienes que el país podía ofrecer, guarecidos bajo el ala del jefe de Estado, y el resto de la población de clase media y baja comiendo de las pocas migajas que cayeran de la mesa de los más adinerados. Obviamente, sin tener ni una pizca de amor por su líder. Incluso aquellos que alguna vez pertenecieron a las más altas esferas de la sociedad, por alguna u otra razón que hubiera molestado a Kyomasa, acabaron perdiéndolo todo y formando parte de la fila interminable de indigentes a la espera de un mísero plato de estofado. Nadie que apreciase un poco su estilo de vida osaba hablar mal del gobierno o de su líder.

No fue sino hasta cinco años después, que la oposición (que más tarde se hizo llamar el Partido de Liberación) tomara cartas en el asunto y comenzara a protestar. Desde huelgas hasta ataques directos a todos los miembros del Parlamento y del mismísimo Kyomasa. Esto no hizo más que exponer toda su crueldad, sembrando el terror en las ciudades: saqueos, secuestros, suspensiones, impuestos cada vez más y más altos. Y, cuando comenzaron las desapariciones, la gente supo entonces contra qué se enfrentaban.

La infelicidad y la oscuridad parecieron apoderarse de Japón sin dar esperanzas de desaparecer jamás. Barrios residenciales, lujosos y pretenciosos se convirtieron en escombros y escondrijos para las fuerzas rebeldes. Las plazas municipales se volvieron centros de combate entre ambas facciones: oficialistas y opositores. Las calles se plagaron de manifestaciones, con pancartas, tambores y gritos, donde tanto adultos como niños injuriaban a los políticos. La represión era despiadada, cruenta, sin hacer diferencias de ningún tipo. Las escuelas se cerraban y eran tomadas por los estatales, donde docentes que apoyaban la causa liberadora pasaban a ser sus rehenes. No había lugar donde la guerra no hubiera puesto su firma. Miles de personas morían o eran asesinadas en los asaltos, no solo los rebeldes, sino también sus familiares y allegados, acusados de negligencia y ocultamiento de subversivos. Masas populares abandonaron el país, ya fuera por persecución o por el simple miedo de quedarse en sus casas. Era impresionante para los americanos y los europeos ver llegar, por aire o por mar, a tantas personas pequeñas y aterradas desde la Tierra del Sol Naciente (muy bien reputada hasta ese entonces). Desde niños hasta ancianos, todos desesperados por alejarse de la maldad de Tsushira. Ocultos en el extranjero, los prófugos encontraban algo de paz y seguridad; la gran mayoría conseguía retomar una vida más o menos normal; otros pocos, los que mantenían algún asunto pendiente con Kyomasa o con sus socios, no tuvieron tanta suerte y fueron hallados muertos, ya fuera en sus domicilios o en circunstancias sospechosas.

Pese a tratarse de un asunto interno, que nada tenía que ver con otros países, Kyo se había hecho de un buen porcentaje de espías y aliados en diferentes ciudades del mundo para exterminar a toda aquella plaga de liberales. Cada día la lista de desaparecidos se alargaba, no solo incluía personas individuales sino también familias enteras. Niños que salían de sus escuelas, riendo y jugando, al momento siguiente yacían en el asfalto, con el rostro oscurecido por la pólvora y la sangre negra brotando de sus cabezas, sumidos en un hervidero de gritos y agitación. Y, en las pocas escuelas que se salvaban de la toma, nunca faltaban las tropillas militares que interrumpían las clases para llevarse a fulano, zutano y mengano, quienes jamás volvían.

Era tanta la sangre derramada y la pólvora esparcida que el mismo aire de las ciudades se percibía embotado, envenenado por ese aroma dulzón y nauseabundo, el olor de la muerte, como comenzaron a llamarle los ancianos.

Hasta el golpe bajo propiciado por el jefe libertador aquella noche fatídica, Kyomasa jamás se había sentido tan amenazado por sus opositores. Nunca nadie había logrado adentrarse hasta la intimidad de su palacio, de su comedor. Era como si la cuchilla le hubiera pasado por detrás de la nuca. Comprendió que los libertadores ya no eran el puñado de rebeldes que se negaba a pagar un centavo más cada vez o los que lo abucheaban en cada acto formal años atrás. Eran ahora una fuerza consolidada, organizada y autosuficiente que, si se descuidaba, podían llegar a provocarle verdaderos problemas. Con la muerte del embajador alemán, los demás diplomáticos se mostraron reacios a firmar los acuerdos como tenían previsto y su abastecimiento de armas y tecnología se vio gravemente afectado, así como la exportación e importación de alimentos. No pasaría mucho tiempo hasta que el resto de las potencias mundiales le cerrara la puerta en las narices. Ellas lo habían intimado a que controlara a la oposición y él no estaba siendo capaz de lograrlo.

Tras un análisis de la situación, Kyo llegó a la conclusión de que si quería volver a tomar el control, debía valerse de nuevos métodos para desbaratar a los rebeldes. Sus fuentes le informaron que dentro del Bando abundaban especialistas e intelectuales que les proveían de ideas e información valiosa para la obtención y fabricación de armas. No cabía duda de que debía combatirlos con sus mismas herramientas por lo que, al verse desprovisto del apoyo internacional, se haría de sus propios genios o bien eliminaría a los de sus adversarios. Fue así como muchos intelectuales del sector rebelde comenzaron a desaparecer de un día para el otro, sin dejar rastro. Nunca se supo con certeza a dónde iban a parar o qué les hacían, pero no había duda de que los perros del Estado habían tenido algo que ver. Algunos fueron encontrados varios días después, muertos en los más insólitos lugares: en rutas concurridas, en basurales, incluso en sus propias casas. Otros tantos jamás fueron encontrados. Según lo que espías rebeldes pudieron averiguar, aquellos compañeros que cedieron por la fuerza a la voluntad de sus represores se habían visto obligados a trabajar oficialmente para el Estado a cambio de la salvación de sus seres queridos. Para los líderes rebeldes era un alivio saber que, al menos, no todos sus prodigios se habían esfumado pero, el hecho de que el gobierno estuviera ideando nuevas formas de acabarlos era inquietante. El uso de las armas nucleares y biológicas encabezaba la lista de sus peores temores. Con el suficiente entrenamiento y reclutamiento de pueblos amigos, podían llegar a hacerle frente a un ejército, pero si se trataba de ataques de tal talante, sus posibilidades de salir victoriosos eran prácticamente nulas. El fruto de esas extorsiones no tardó en aparecer: pocos meses después de las desapariciones, los estatales repelían la rebelión con más fuerza que nunca. Armas nuevas e innovadoras, que superaban en eficacia a las ya conocidas, sembraban el pánico entre los batallantes rebeldes: pistolas de rayos láser que atravesaban la ropa y producían quemaduras gravísimas (las cuales, de manera aterradora, se expandían por todo el cuerpo en una necrosis imparable y monstruosa); bombas de ultrasonido que ensordecían a pueblos y ciudades enteras, dejando a sus habitantes en prolongados estados de inconsciencia; ametralladoras con clavos ponzoñosos; venenos explosivos y otra larga lista de nuevas invenciones, tan excéntricas como mortales. Aunque no se tratara de bombas nucleares, los rebeldes no encontraban momento para idear un nuevo plan de ataque; lo único que podían hacer era seguir con sus emboscadas y ataques sorpresa y evadir aquellas superarmas lo más que pudieran. Muy pronto, el respeto que el gobierno les tenía dejó de existir y volvieron a ser considerados como cucarachas miedosas a las cuales debían aplastar.

A fines del decimosegundo año de guerra, un anuncio expedido por el Jefe de Estado llegó a manos del Director de la Compañía de Difusión Informática Especializada:

Se busca personal idóneo y capaz, con visión de futuro y determinación, para el nuevo proyecto biotecnológico Century Child, encabezado y financiado por el Gobierno Nacional y la JEIGON (Junta Excelentísima Internacional de Gobernantes Nacionales). En vista de la profunda crisis interna que Japón ha estado atravesando estos últimos doce años, el Estado propone, junto con sus colegas de la Junta, al público local y a las comunidades extranjeras, el inicio de este emprendimiento que promete ser la solución a esta contienda. Todos aquellos profesionales en materia de medicina, ingeniería genética, molecular y biotecnología interesados en participar del proyecto, siéntanse más que invitados. Para más información consulte al teléfono a continuación o envíe un e-mail a la siguiente dirección…

El mismo venía con la correspondiente orden de enviarla a todas las direcciones de correo electrónico detalladas en una lista sumamente minuciosa. Ni lento ni perezoso, el director encargó a todas sus oficinas transmitir el mensaje sin demoras.

Muy pronto, la misma publicación llegó a las casillas de correo de potenciales colaboradores de todo el mundo: Asia, Europa, América y Australia, incluyendo todas las islas. La invitación no tardó en ser respondida. Durante el mes de emisión, los aeropuertos de Tokio se vieron invadidos por profesionales provenientes de todas partes, dispuestos a ser partícipes de esta hazaña que tanto prometía (francamente, la paga era muy buena).

Se reunirían en el Palacio Imperial, principal sede del gobierno, para registrarse como mano de obra de elite. Luego comenzarían las reuniones para que se les informara sobre el proyecto, un misterio de lo más atrayente. La intriga no era solo de ellos; también los socios de Kyomasa se preguntaban qué tenía su jefe entre manos y se desvivían porque este se los contara. Uno de ellos era el jefe de la Compañía Sora, principal exportadora de productos japoneses, uno de los más recientes hombres de confianza de Tsushira.

—Perdón por mi ignorancia, pero… —musitó durante la breve reunión que tuvo con Kyomasa—. ¿Qué planea hacer con todos estos geniecillos? La importancia de los ingenieros civiles e industriales puedo entenderla pero ¿qué tiene que ver la medicina en esto, Su Alteza?

Esperó ansioso mientras su jefe fumaba un habano, la mirada clavada en su brillante y reluciente calva. El hombre tuvo la sensación de que lo estuvieran apuntando con una de esas mortíferas pistolas láser que su hijo de cinco años tenía como juguete. El inmutable gobernante dio otra pitada a su puro y exhaló hacia arriba el humo que se disipó por el aire de su despacho. Con voz arrastrada y profunda le dijo:

—No eres el primero que me lo pregunta, Kokuo-san. Debes ser la millonésima persona que me pregunta acerca de mis intenciones con esta sarta de nerds. Y eso que después de haberte unido a mi círculo de confianza pensé que lo adivinarías —dijo mientras llevaba sus penetrantes ojos nuevamente a su subalterno quien se estremeció disimuladamente en su asiento. Kyo terminó su habano y, dejando la colilla en el cenicero, le lanzó lo que quedó del humo directo a la cara, sin pizca de contemplación.

—¡Con todo respeto! ¡Mi intención no es entrometerme en sus asuntos y mucho menos molestarlo, señor! —se apresuró a decir mientras tosía. Aunque nunca lo había visto enfadado, bien sabía lo que sucedía con quienes le hacían perder la paciencia. No necesitaba alzarse con un arma en la mano para infligir el miedo en la gente, lo tenía más que sabido—. Fue tan solo mera curiosidad… P-pero, pensándolo mejor, no tengo por qué ser tan curioso, ¿no? Mejor vuelvo a mis obligaciones.

Estaba yendo, casi al trote, hasta la puerta del cuarto cuando el otro volvió a hablar, deleitado por su miedo.

—Sin embargo, supongo que tanto misterio se vuelve aburrido y hace que la sorpresa pierda su gracia. Eres uno de mis más grandes colaboradores y creo que te has ganado el privilegio de saber un poco más que los otros. No te diré cuál es el centro de todo esto, esperarás como el resto, pero si quieres saber por qué reuní a tantos doctorcitos y científicos locos, te lo diré.

Su ayudante, aún turbado, retornó a su asiento. Kyomasa se acomodó más al borde de su ornamentada silla giratoria. Irguió el torso hacia el frente hasta que la línea de sus ojos coincidió con la del empresario.

—Necesito a alguien que sepa manejar lo que es el nudo de la operación. Ciertamente hace falta gente que ayude a diseñar y construir armamentos pero lo que busco es otro tipo de medio de destrucción para acabar con esas ratas rebeldes y solo alguien dentro del campo de la medicina puede darme lo que necesito. Si todo sale como lo planeo, esos malditos liberales se arrepentirán de haber desafiado mi autoridad —dijo mientras se recostaba en su silla, destilando un inmenso orgullo hacia sí mismo. Pese a estar más tranquilo, su socio tamborileó sobre la mesa con impaciencia.

—Entonces… si necesita a una sola persona… ¿Por qué llamó a tantos otros?

Kyomasa revoleó los ojos.

—Ay, ay, ay… idiota ¡No necesito a cualquier sujeto y menos a uno solo! —exclamó con irritación. Detestaba a las personas que eran lentas para entender—. ¿Por qué crees que extendí el llamado hacia el resto del mundo? El único hombre que tiene el perfil perfecto para esta labor ha estado fuera del país durante años y la única manera de poder cazarlo es dándole un motivo para volver. Además, dudo de que él, incluso con su alto coeficiente, pueda ocuparse de todo. El resto de los que vengan o vendrán con él ayudará a cubrir lo que él no pueda abarcar. Sin embargo, el único que me interesa es solamente él.

Kokuo se quedó quieto, sin decir nada, analizando cada frase que su patrón le había recitado. La explicación recibida le daba un sentido extraño a la conversación, casi siniestro. En realidad, todo lo que se refería a su jefe era siniestro. ¿Qué era lo que realmente estaba fabulando? Estaba a punto de preguntárselo, pero por la expresión que el hombre tenía en su pálido rostro, se contuvo. En cambio, le preguntó por el especialista al que tanta estima le tenía. ¿Quién era ese hombre que tanto interés despertaba en él, al punto de revolucionar a todo el mundo con tal de encontrarlo?

Sin perder los estribos pero cansado de ese interrogatorio, Tsushira le respondió:

—No creo que lo conozcas, no es de tu generación. Digamos que… somos viejos conocidos. Fuimos compañeros en la secundaria; ya entonces era famoso por su gran inteligencia. No, no… no íbamos al mismo curso, egresé dos años antes que él pero nunca olvidaré los logros que alcanzó siendo apenas un adolescente. Cuando se graduó, comenzó a estudiar medicina en la Universidad de Tokio y más tarde le ofrecieron una beca en Estados Unidos, así que se marchó. Jamás volvió, supongo que el país no era suficiente para su gran intelecto —hizo un gesto desdeñoso—. ¿Quién se quedaría en una islita de pequeños monos come-arroz en vez de formarse en semejante potencia mundial? En fin, me enteré hace poco de su especialización como genetista y sus estudios en el campo de la embriología y la herencia genética. Causó sensación en todo el planeta y me bastó con leer una parte de sus investigaciones para darme cuenta de que era el indicado.

—¡Ajá! ¿Y ya ha llegado?

—Aún no. Pero sé que vendrá. Se mostrará reservado y sencillo cuando lo entrevisten pero, como todo Einstein contemporáneo, no perderá la oportunidad de exhibir su gran cerebro para acaparar un puesto. Morderá el anzuelo, estoy seguro.

—Esperemos. Y… ¿quién es ese hombre?

Le dio una pitada al nuevo habano que acababa de encender y dejó salir una nubecita que se transformó en una neblina grisácea a su alrededor. Sonrió dejando ver sus dientes, regulares y blancos en ese entonces, complacido de volver a verle la cara a ese personaje.

—Nanjiro Minami… —suspiró, sonriente—. Me dará gusto ver tu linda cara otra vez…


Minami. Libro I

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