Читать книгу Minami. Libro I - Danielle Rivers - Страница 6
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Región de Kantö, Tokio, Japón,
febrero 24 de 1997
Era comienzos del decimotercer año de guerra, cuando el tren se detuvo en el andén Nº 6 de la Estación de Tokio. Las puertas se abrieron dejando que una gran masa de pasajeros descendiera, entre ellos, un hombre no muy alto, delgado, de gesto hosco. Cargaba una modesta maleta remachada en uno de sus vértices. Nanjiro Minami respiró hondamente los olores de aquel lugar tan concurrido y sintió un dejo de nostalgia. Después de tantos años todavía reconocía ese aroma. Una curiosa mezcla de brasas, pescado asado, especias y el hedor plástico de la occidentalización. Torció los labios en una sonrisa triste. No supo si estaba feliz o molesto por haber regresado.
Sofocado por la muchedumbre, caminó rápidamente hacia la salida. Se vio envuelto en la locura del distrito de Marunouchi, tan atestado de comercios y compradores empedernidos. De alguna forma, le recordó el mismo caos que se cernía sobre la gran manzana de Nueva York. Entre tanta confusión, tuvo la suerte de conseguir un taxi. Debía ir a un lugar que estaba a poco más de quince minutos caminando pero con el jet lag encima, no tuvo ni pizca de ganas de ir a pie… Lamentablemente, no fue la mejor decisión; gracias al tráfico y a que el taxista le erró tres veces al camino, acabó llegando media hora después de haberse bajado del tren. ¡Decir que había tomado el tren express para ganar tiempo!
Pensó que el taxista lo dejaría en la puerta pero se detuvo frente a un elegante puente de piedra y aguardó, impertérrito, su pago. Recordó entonces que no todos los días se podía ingresar a los terrenos del Palacio Imperial. Le pagó al conductor y, al bajarse, se quedó mirando el panorama con la maleta en la mano.
El puente Nijubashi era una de las construcciones más emblemáticas de la ciudad. Sobrio pero grácil, un doble arco de piedra que separaba a los simples mortales del habitáculo de Su Majestad. A su izquierda pudo ver el Palacio Imperial, o Kökyo, como se lo conocía en su idioma. Se apoyó sobre el barandal de piedra y lo admiró un instante.
Era increíble cómo podía hacer que cualquier transeúnte se detuviera para contemplarlo aun después de tantos años de haberse construido y reconstruido al término de la Segunda Guerra Mundial. Conservaba su tradicional estilo japonés de la época feudal, con sus tejados acabados en picos, los muros de piedra rodeándolo desde la base, bordeados por un gran foso lleno de agua donde, en su época, los cisnes y los pétalos de cerezos ofrecían un espectáculo conmovedor. Desde ahí se veía tan bello como imponente. Caminó por un sendero arbolado hasta la entrada a las inmediaciones: una gran puerta de madera custodiada por guardias. Vio la bandera nacional flameando desde uno de los extremos, y la bandera de la JEIGON en el otro: era color azul oscuro, con las olas de un mar embravecido como fondo y varias manos, pertenecientes a hombres de distintas razas, sosteniendo el planeta Tierra en el centro. En el borde libre de la tela, en letras negras y ordenadas en sentido vertical, se leían las siglas de la Junta.
Chistó al ver aquel emblema. En su opinión, la bandera japonesa se deslucía enormemente con su color blanco y el centro rojo al lado de esta otra que era mucho más pintoresca y elaborada. Eso no es sino un cobarde intento de Kyomasa para demostrar al resto del mundo que su país era tan importante como para formar parte de la elite de líderes supermegapoderosos, pensó. Gracias a su suscripción a la página de noticias de Japón, Asianconectiononline, se mantenía informado de todo lo que sucedía en su tierra natal. En su opinión, esa decisión de Kyomasa de rebajarse ante un grupo de gigantes mundiales para verse más poderoso ante la oposición, le parecía patética, incluso vergonzosa. Hasta donde iban sus memorias, su país nunca había necesitado de nada ni de nadie para hacerse respetar ni por sus propios habitantes ni por el resto del mundo. Suspiró.
Al acercarse, vio a los guardias dedicarle miradas de desconfianza; incluso sujetaron la culata de sus revólveres cuando se dirigió hacia la caseta del vigilante. Ya había ocurrido tres veces en el mes que un desconocido se acercara con cualquier excusa estúpida y le volara los sesos, con un arma pequeña escondida en la manga, al que estuviera del otro lado del vidrio. No iban a permitirlo una cuarta vez.
Nanjiro les devolvió la mirada antipática y sacó la credencial que llevaba bajo el chaleco, la misma que le habían dado al abordar el avión desde Estados Unidos.
Al ver que se trataba de un invitado, los guardias relajaron sus posturas pero no le quitaron los ojos de encima ni cuando se acercó al hombre de la caseta, con intención de anunciarse.
—¡Buenos días, señor! —lo saludó cordialmente el hombre, con un ligero tono de temor en su voz—. Viene por el proyecto, me imagino.
—Buenos días —carraspeó Nanjiro—. Sí, vengo precisamente por eso.
—¿Número de legajo, por favor?
En el reverso de la credencial figuraba un código con el que cada uno de los profesionales sería reconocido en la sede de Gobierno, el legajo con el que se los ingresaría a la base de datos de la elite académica y su identificación dentro del futuro equipo de trabajo.
—Doce mil ciento cinco —leyó en su tarjeta.
—Muchas gracias. Puede pasar, doctor Minami.
Oyó un chirrido y las pesadas hojas de la puerta se abrieron, dejando un espacio lo suficientemente ancho como para que Nanjiro pudiera pasar, con su equipaje pegado al cuerpo. Luego de atravesar la angosta abertura con algo de dificultad, las hojas se cerraron con estruendo. Estaba en el gigantesco patio que antecedía a la verdadera entrada al palacio. Era un espacio cuadrado de piedra que debía servir para actos formales o para que los ciudadanos fueran a darle sus saludos al Emperador el día su cumpleaños (una de las dos ocasiones en que el público podía entrar). Recordando esto, le llamó la atención que el Emperador le prestase su residencia a Kyomasa para sus reuniones. Es más, ni recordó la última vez que el Emperador apareció en público, nada que hubiese visto en la página de noticias. De cualquier forma, tampoco era su asunto. A grandes zancadas cruzó la explanada hasta la puerta principal, también de madera y del mismo tamaño que la anterior.
Vio una antigua aldaba de bronce con la forma de un dragón mitológico. Se anunció tres veces pero la aldaba era tan pesada que se le resbaló y terminó sonando una cuarta vez. Arrugó el gesto; eso no podía augurar nada bueno. Oyó un zumbido seguido del sonido de estática. Segundos después, una voz femenina le habló desde algún parlante que escapaba a su vista.
—¿Doctor Minami?
—Este… sí, soy yo —respondió alzando un poco la voz para que la mujer lo escuchara.
No hubo respuesta pero la puerta se abrió igual que la de la entrada. Una doncella vestida al estilo de mucama francesa, con cofia y todo, le hizo una reverencia y, con un ademán, lo invitó a pasar. Con una voz apenas audible, le pidió que la siguiera.
Mientras caminaban, observó fugazmente el interior del edificio. Se encontraba en el vestíbulo. Un cuarto espacioso e iluminado por una gran araña de bronce que, en lugar de tener velas, ostentaba focos de luz disfrazados de diamantes y brillantes caireles de cristal colgando a lo largo de sus brazos. El piso estaba cubierto con una elegante y acolchada alfombra color rojo carmín que enmudecía sus pasos. Las paredes, pintadas de un dorado nacarado, le daban a la sala la apariencia de esas cajas de bombones navideños que solían regalarles a los empleados en América. Y, sobre la pintura, exquisitos diseños y dibujos tradicionales japoneses tallados sobre el cemento. Nanjiro se dio cuenta de que se trataba de una cronología ilustrada de la historia del país. Desde el shogunato, forma de gobierno militar desde el s. XII hasta fines del s. XIX; la restauración Meiji desde 1866 hasta 1869; la Segunda Guerra Mundial; hasta la actualidad. Gracias a sus entrenados ojos de doctor, pudo rápidamente observar y apreciar la obra. Alabó la claridad y finura con la que cada fracción o detalle había sido labrada con el cincel. Desde las costuras y borlas de los ostentosos trajes imperiales hasta las escamas de los dragones mitológicos, las generosas proporciones de las geishas y consortes y las intimidantes armaduras de los samuráis. Echó una segunda mirada a lo que quedaba del recinto. Desde la entrada habían colgado cuadros de antiguos mandatarios, también ordenados cronológicamente. Desde luego, no podía faltar la del gobernante de turno.
Olvidándose por completo de la doncella, se dirigió precisamente hacia este último. Contempló el retrato del Jefe de Estado. Nunca había visto una réplica del rostro de Kyomasa tan de cerca, ni siquiera en las fotografías de la página de noticias a la que estaba suscripto. Hacía años que no lo veía. Secretamente, esperó que el tiempo hubiera dilapidado su aspecto pero se encontró con todo lo contrario. Se había convertido en un adulto muy buen mozo. Su cara era alargada y delgada, con una fuerte quijada, muy masculina. La piel tersa, sin abrasiones, casi sin arrugas. Su cabello y barba eran negros como el ébano, con alguna que otra cana que, lejos de restarle atractivo, lo volvían mucho más galán. El pelo, muy bien peinado hacia la derecha, lo llevaba largo casi hasta la base del cuello pero conservando la prolijidad que su carrera de militar y su actual cargo exigían. Algunas mechas le tocaban apenas el borde de su chaqueta de terciopelo rojo y de corte Mao, abotonada con un complejo sistema de botones y cuerdas, su pechera atestada de insignias, medallas y pendientes. A un costado de su cintura, no muy notorio, se alcanzaba a ver el brillo de la empuñadura de un sable, el cual sujetaba con una mano enguantada, en pose heroica. Por arriba de su traje, observó la banda con el dibujo de la bandera nacional que cruzaba su pecho, la que su predecesor le había entregado al asumir el cargo de Jefe de Estado. Y como último detalle, lucía una larga capa a medio poner, de seda dorada. Parecía un príncipe guerrero recién llegado de una batalla. Tuvo que felicitar al pintor. Era una imagen excelsa, impecable e imponente.
No obstante, algo sombrío sobrenadaba entre tanta belleza, algo siniestro, no supo cómo explicarlo. Tal vez fuera el blanco de su rostro que nada tenía que envidiarle al mármol. O sus ojos color verde avellana, que parecían devolverle la mirada. Una mirada fría, distante, inquietante.
Ansioso de desviar sus ojos de ella, notó un pequeño detalle al pie de la pintura. Una placa de oro que rezaba: Kuni no Otösan. La frase estaba grabada en los kanas tradicionales japoneses. Si la lengua madre de Nanjiro no fallaba, significaba Padre de la Nación. No pudo evitar decir un irónico ¡Sí, claro! al leerla. De sopetón vio a la doncella que lo esperaba mansamente a su lado. Se inclinó a modo de disculpas por su distracción y siguieron camino.
Espero que su proyecto sea algo más productivo que levantarse estandartes a sí mismo, pensó mientras doblaban por un pasillo hacia la izquierda, tan soberbiamente decorado como el vestíbulo. En lugar de arañas, había candelabros dorados dispuestos a ambos lados y separados uno de otro con milimétrica precisión, tanto que Nanjiro sintió que recorría un pasillo infinito.
No ha cambiado desde nuestras épocas de escuela, siguió reflexionando. Una vez más el grosor de la alfombra ahogaba el sonido de sus pasos y el área se sumió en un silencio mortificante. Desde siempre ha querido que la gente lo ovacione, aun cuando nunca hizo nada importante. Solo por ser el hijo de un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial, el sobrino de un miembro del Parlamento y uno de los jóvenes más codiciado por las chicas en la escuela. ¿Y ahora debo considerarlo como el símbolo de mi país?
Le vinieron a la mente escenas de su pasado cuando él, desde su lugar en la biblioteca o en el patio, observaba a Kyomasa y a su acostumbrado séquito de matones, haciendo alarde de lo que su tío le había traído de su última gira internacional, revoleando su largo cabello negro y coqueteándole a las estudiantes más jóvenes, quienes caían rendidas a sus pies, riendo como tontas. Todo lo que él no era, ni sería jamás. El desprecio hacia su modo de ser y una más que razonable cuota de envidia lo hicieron conservar la distancia de aquel fanfarrón. Jamás durante toda la secundaria cruzaron palabra… hasta aquella tarde.
Se acercaba el fin de año y todo el mundo estaba loco con los exámenes finales y trabajos de último momento. Nanjiro sabía que, para la penúltima semana de clases, alumnos de otros cursos y hasta amigos de compañeros de otros colegios irían a pedirle ayuda para poder mejorar sus calificaciones. En años anteriores perdió la cuenta de cuántos habían sido. Aunque severo y estricto respecto a la responsabilidad y los deberes, había tenido la generosidad de darle una mano a quienes, según su punto de vista, merecían la ayuda.
Visualizó con claridad su salón de clases, el de primer año de secundaria alta. Estaba haciendo el informe del día, cuando apareció en la puerta, apuntalado sobre un lado del marco como los modelos de ropa interior. Como siempre, llevaba el saco del uniforme desabrochado y la camisa fuera de los pantalones. Se había dejado crecer una pequeña barba en el mentón para acentuar su imagen de donjuán rebelde. Lo miraba con expresión resuelta y superada, la misma con la que miraba a todo el mundo. Nanjiro lo miró rápidamente por sobre sus gafas y siguió garabateando en la hoja que tenía sobre el escritorio, preguntándose qué diablos querría de él.
—¡Qué hubo, Nanjiro-kun! —lo saludó el otro—. ¡Pareces tan entretenido!
Él, sin levantar la vista, le respondió con voz calma y desinteresada.
—¡Y tú tan relajado, Kyo-senpai! ¿Aún sigues correteando tras esas niñitas de segundo?
Pudo ver por el rabillo del ojo que su comentario lo había irritado.
—No es que te incumba pero ya no voy tras chiquillas de secundaria. Estoy saliendo con una chica más grande, ¡una graduada!
—¡Enhorabuena! Encontraste a alguien que se haga cargo de ti.
Tsushira borró la sonrisa engreída de su cara, al tiempo que el chico tomaba sus cosas para irse:
—Me alegro mucho por ti, ojalá pueda enseñarte alguna que otra lección de vida. Si me disculpas, me voy a casa.
—¡Alto! —lo detuvo, harto de rodeos—. No vine aquí por el gusto de verte. Vine a hacer negocios contigo.
—¿Negocios?
—Mejor dejémonos de preámbulos —lo cortó el otro, acercándose a su mesa, atravesándolo con sus ojos verdosos—. Sé muy bien que sabes lo que pasó en el gimnasio el otro día.
—No sé de qué hablas.
—¡Claro que lo sabes! ¿Piensas que no te vi? Sé muy bien que estabas ahí y lo viste todo.
Nanjiro aferró con fuerza la manija de su bolso. Supuso que acabaría por enterarse pero no pensó que fuera tan pronto.
Aquel miércoles, como todos los días, se había quedado después de clases haciendo los informes diarios, acomodando los pupitres y barriendo el aula. Recordó entonces que le tocaba hacer el inventario de balones por lo que se dirigió al depósito del gimnasio, contándolos uno por uno y separando los averiados de los que no. Fue entonces cuando oyó la puerta abrirse y gente entrando de forma estrepitosa. Con curiosidad, se asomó por la puerta entreabierta y descubrió una escena espeluznante: Tsushira y sus amigotes reían y silbaban a una jovencita a la que tenían rodeada, pasándose una mochila entre ellos. Ella, asustada y al borde de las lágrimas, trataba a duras penas de tomar su mochila y escapar pero ellos se cerraban en una barrera inexpugnable. Lentamente se acercaban a ella como fieras hambrientas. Le acariciaban el cabello, los brazos y le tironeaban de la falda. Ella se zarandeaba y apartaba sus manos sin éxito. Tsushira se separó del grupo y se acercó a ella, con la lujuria brillándole en los ojos. La tomó de la nuca y la besó a la fuerza mientras ella chillaba y luchaba por liberarse. En un momento la vio hacer un brusco movimiento y Kyomasa se apartó de un salto. Nanjiro supuso que lo había mordido, ya que lo vio llevarse una mano a la boca. Con un bufido atemorizante, el muchacho le dio una bofetada que la arrojó al suelo. Al segundo siguiente, la pobre desgraciada desapareció bajo el montón de adolescentes que se abalanzaron sobre ella.
Nanjiro se rebujó en el fondo del cuarto, aterrado y sin saber qué actitud tomar. ¿Qué podía hacer, atrapado como estaba en ese cuchitril? ¿Por qué diablos tuvo que terminar ahí y contemplar esa bestialidad? ¡Debía detenerlos pero eran diez contra uno! ¡Lo matarían! La prudencia le aconsejó esperar a que la tormenta acabara antes de hacer algo. Tuvo que soportar, muerto de impotencia, los desgarradores aullidos de la muchacha, siendo ultrajada por una decena de truhanes. Después de lo que parecieron siglos de tortura, oyó que el coro de voces y risas masculinas se alejaba y que la puerta del gimnasio se cerraba de un azote. Tan pronto el silencio regresó, salió de su escondite. La pobre chica estaba en el suelo, hecha un ovillo, con las ropas desparramadas y varios dólares americanos regados encima y a su alrededor. Hasta le pareció ver algunos rastros de sangre. Mudo del horror, la ayudó a levantarse y la llevó a un hospital cercano, prometiéndole que esos malvados tendrían su merecido. No la había vuelto a ver desde entonces.
—Sí. Los vi —afirmó encolerizado—. Reconozco que me dejaste sorprendido: has caído a un nuevo y hasta ahora desconocido nivel de maldad, Tsushira... ¿Cómo pudieron? —la voz le tembló ligeramente, no por temor sino por la ira—. ¡Esa muchacha jamás se repondrá! ¡Ni ella ni sus padres! ¡Lo que hicieron fue un crimen! ¡Una aberración!
Tsushira revoleó los ojos.
—¡Como si me importara! Debería alegrarse de que tuvo el privilegio de tenerme dentro de ella. No solo a mí sino a cada uno de mis amigos. ¡Y sabes lo selectivos que somos! A fin de cuentas, tuvo lo que quiso: una fiesta loca con la pandilla de Tsushira-kun. Si no pudo soportarlo, no es mi problema —suspiró con fingida pena—. Y eso que le pagué unos buenos verdes después de la fiesta. ¡Es sorprendente cómo la gente puede ser tan ingrata!
—Ya lo creo —terció Nanjiro, conteniendo las ganas de darle un puñetazo allí mismo—, y supongo que tienes la misma consideración con el resto de tus amigas, ¿no es así?
—Se hace lo que se puede. Y hablando de poder, te diré algo que yo puedo hacer: volverte mi socio.
Nanjiro lo miró con ojos desorbitados.
—¿Tu socio? —inquirió incrédulo.
—Por supuesto —afirmó el joven—. No me vendría mal tener a alguien como tú en mi grupo.
—¿Alguien como yo? —repitió Nanjiro sintiéndose estúpido por repetir todo lo que le decía.
Se miró un momento. A diferencia del uniforme de Kyo que, aunque desarreglado, parecía fino y hecho con las telas más caras que se podían pagar, el suyo era de segunda mano, con los puños del saco y los pantalones cortos; los codos remendados y la tela ligeramente desteñida, apolillada en algunos sectores. Su mochila parecía del siglo anterior al igual que sus anteojos. Y usaba una loción barata comprada en el supermercado, mientras que el otro usaba una muy costosa colonia traída exclusivamente de París para él (según lo había oído alardear a unas chicas de segundo). Además de eso, era un pobretón, becario y tenía que trabajar en la escuela para solventar su educación y ayudar a su madre en la bodega que tenían por todo ingreso económico. No era popular (salvo por las calificaciones y premios), no hacía deporte (excepto ir y venir en bicicleta) y no era del tipo atractivo para la población femenina del colegio. ¿Por qué querría tener en su círculo a un don nadie como él?
—¿Y por qué querrías tenerme a tu lado? ¿De qué te serviría? Hasta donde sé, no encajo con tu perfil.
—Sí, es cierto. Puede que del uno al diez no arañes ni un cinco pero tienes el mejor promedio en toda la institución y los maestros confían ciegamente en ti. Serías un socio muy valioso. Te garantizaría un muy buen pasar en lo que te quede de la secundaria, aun cuando yo no esté.
—¿Y de qué clase de colaboración estamos hablando? —quiso saber Nanjiro a quien le gustaba cada vez menos hacia dónde se dirigía la conversación.
—¡Oh, nada del otro mundo! Solo necesitaría una… manita… con mis calificaciones. Como sabes, mis notas no son de las mejores. Si no obtengo un siete como mínimo en mis últimos exámenes, reprobaré y tendré que repetir el tercer año. Algo que no es opción: tengo un brillante futuro por delante y mi padre no se tomará a bien que me aplacen. Te pagaré generosamente si entras a los archivos de la escuela y le haces un par de arreglos a mis registros —sacó de su bolsillo un rollo de billetes verdes, de aspecto tentador—. No es solo por mí, Nanjiro-san. También es por ti. Sé que tú y tu madre necesitan el dinero y yo tengo mucho de él.
—¿Y qué sabes tú de mi familia, Kyomasa?
—Lo suficiente. Sé que desde que murió tu padre en aquel trágico accidente de laboratorio, tú y tu madre han tenido que apañárselas para llegar a fin de mes. Estás becado en esta escuela y te la pasas fregando los pisos y haciendo trabajo administrativo como pasante. Tienes que hacer de dependiente casi a diario en la tiendita que tú y tu mamá tienen en casa, más ahora que se ha enfermado (o sí, sí, también sé de eso). No sales a divertirte, no bebes, no vas al cine, no tienes citas… se te está yendo la vida, todo en nombre del deber y me da muchísima lástima que un potencial como el tuyo se desperdicie. Piénsalo… ambos saldríamos ganando. Yo me iré de esta pocilga, y tú podrás tomarte un merecido descanso. Te ayudaré si tú me ayudas a mí también. ¿Qué me dices? ¿Socios?
Nanjiro mantuvo la vista clavada en sus zapatos viejos. La mezcla de desconcierto, vergüenza y enojo hervían en su interior. Lo que le proponía era deshonesto, fraudulento, sin mencionar que ilegal. Sin importar sus calificaciones y legajo impoluto, lo expulsarían si llegaban a atraparlo, y bien supo que Kyomasa no movería un dedo para ayudarlo en cuanto tuviera sus notas arregladas. Miró fugazmente el dinero en su mano; no se equivocaba respecto de que necesitaba ayuda económica, y con ese fajo podría pagar las cuentas del mes sin sobresaltos, comprarse ropa nueva, zapatos nuevos, incluso una nueva bicicleta y algún regalo bonito para su madre.
Lamentablemente, ninguna coima suculenta podría jamás con sus principios.
—No necesito de tu caridad —le respondió fríamente—, búscate a otro idiota que te haga de sirviente, no cuentes conmigo.
Kyo lanzó una risita despectiva.
—¿En serio eres tan orgulloso como para perderte una oportunidad así? ¿Sabes cuántos matarían por estar en tu lugar? No muchos tienen la suerte de trabajar para mí. Te ofrezco mi amistad, Nanjiro-kun, algo que no hago con cualquiera; solo quiero una prueba de fidelidad de tu parte. Conmigo, todo te sería más fácil. ¡Mereces llegar alto!
—Tal vez, pero si he de llegar alto, será por mis propios medios. No necesito ni dinero, ni favores ni nada que provenga de otros, mucho menos de alguien como tú. ¿Crées que no sé cuál es tu jueguito, Tsushira? Te aprovechas de personas necesitadas para utilizarlas a tu favor. Todos esos estúpidos que te siguen y te imitan, esos que llamas tus amigos, si tuvieran otra cosa que hacer con su vida, otras oportunidades, ¿crees que seguirían haciéndote caso? ¡No! Ninguno permanecería a tu lado por más de un minuto. Pero les lavas tanto el cerebro y los sobornas tanto con tu dinero que piensas que con un par de billetes y palabras bonitas puedes conseguir todo lo que quieras. Eso no funcionará conmigo. Además, sé cuál es tu verdadera intención. No son tus notas lo que te preocupa, temes que yo vaya a delatarte por lo que tú y tus amigos le hicieron a esa chica. Sus padres están desesperados buscando culpables, se deleitarían si tuvieran una excusa para echarte de aquí, ya que no es la primera vez que ocasionas problemas de este tipo. Y dudo que tu papi, tu tío o alguna de tus influencias le cubran la espalda a un violador. Porque eso es lo que eres, ¡un abusador! ¡Un cobarde! ¡Un violador!
La mirada de Tsushira se había endurecido con cada una de sus palabras y Nanjiro pensó que lo golpearía. Ahora sí lo había hecho enfadar.
—¡Maldito imbécil! —bramó con brusquedad al tiempo que arrojaba el rollo de billetes al piso y lo sujetaba por el cuello de la camisa—. ¿Quién te crees que eres para venir a amenazarme? ¿A mí? ¡Al hijo del excomandante del Ejército Nacional! ¿Crees que el Estado pagaría tu beca si mi tío no hubiese insistido en continuar el programa o no invirtiera en esta pocilga? ¡Deberías agradecerme por tener un mísero puesto aquí! ¡Mi tío pudo hacer que te quedaras en el colegio pero yo puedo hacer que te echen en dos segundos! ¡Basta solo una llamada! ¡Así que si pretendes graduarte en esta institución, por muy genio que seas, más te vale pensar en lo que vayas a hacer!
—De hecho… ya lo hice.
No habían pasado ni dos segundos de terminada la frase cuando la puerta del aula se abrió y entró el director del colegio, el tutor de tercer año y el mismísimo excomandante y excombatiente de Manchuria, Tenshi Tsushira, el padre de Kyomasa. Los tres acompañados por policías. Todos fijaron la vista en Kyo, quien los miró con una mezcla de desconcierto y horror.
—Apréndanlo —ordenó el director.
Los oficiales se abalanzaron sobre el muchacho, lo redujeron y lo esposaron, haciendo caso omiso a sus palabras de indignación y a sus amenazas. Todo ante la mirada decepcionada pero inmutable del señor Tsushira.
—Señor Tsushira Kyomasa, queda arrestado por daños y perjuicios y vejación de una menor, perpetrados en las instalaciones de esta honorable institución, robo de exámenes, soborno, acoso escolar a varios de sus compañeros y posesión de sustancias ilegales. Tiene derecho a un abogado y a guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra en un juzgado —recitó uno de los oficiales de manera formal.
—¡No pueden arrestarme! ¡Malditos incompetentes! ¿Acaso saben quién soy?
—Por supuesto que lo sabemos —contestó con severidad el otro uniformado—. Un niño malcriado, deshonesto y buscapleitos. Ya nos han informado de acciones suyas que no son propias de su clase. ¿Coimas? ¿Chantajes? ¿Sustancias ilegales y actos indecentes? Tendrá mucho que explicar en la jefatura y ni tu padre ni tu tío van a ayudarte. Y desde luego que podemos arrestarte. Cumpliste dieciocho años hace un mes, así que serás procesado como adulto.
El joven luchó por liberarse de sus captores, pero estos lo arrastraron como a una res hasta la puerta. Intentó acudir a su padre pero este se limitó a mirar hacia un costado, haciendo oídos sordos a sus réplicas. Nanjiro se acomodó el uniforme, observando aquello con resolución. Antes de que lo perdiera de vista, Kyomasa le echó una mirada cargada del más intenso odio, odio y rencor. Su atractivo rostro estaba desencajado, dejando entrever el monstruo que era.
—¡Te arrepentirás de esto, Minami! —gritó—. ¡Me vengaré, juro que me vengaré! ¡Esto no ha terminado! ¡Te arrepentirás de haberte metido conmigo…!
Y siguió chillando y lanzando pataletas hasta que su voz se volvió un mero eco resonando por los corredores.
Fue la última vez que lo vio. Poco después, se enteró de que lo habían expulsado, además de la demanda millonaria que le habían hecho los padres de su víctima y los espectaculares malabares que tuvieron que hacer sus padres para que lo liberaran de la cárcel, incluyendo una abultadísima suma de dinero como fianza. Le pareció oír que acabó sus estudios por correspondencia y que le enviaron su título por el mismo medio pero jamás se volvió a ver a Kyomasa Tsushira en la escuela.
La acalorada discusión entre ambos fue tema de conversación durante los últimos días de clases y parte del verano. Nunca nadie había tenido el valor de enfrentarse a semejante bravucón. Tanto en los pasillos de la escuela como en las calles, se encontraba con compañeros y estudiantes de otros cursos que lo atosigaban a preguntas sobre qué le había dicho, cómo se había sentido, si no había tenido miedo al contestarle así, etc. Por fortuna, la euforia no duró demasiado y todo volvió a la normalidad a comienzos del nuevo ciclo lectivo. Hubo otros, no obstante, que lo censuraron por haberlo delatado. Los bocones tampoco eran bien vistos en aquel entonces y, a Nanjiro, eso le hizo darse cuenta de que el sentido de justicia estaba más distorsionado de lo que pensaba. Por fortuna, ya había hecho planes.
Tras graduarse con honores, ingresó a la Escuela de Medicina de la Universidad de Tokio con beca completa. En su tercer año obtuvo una beca internacional para completar su carrera en Harvard, su más grande sueño.
Tenía 20 años cuando dejó su tierra natal y ahora, diecisiete años más tarde, volvía a casa con una importante oferta en puertas (entre tantas otras). Lo que más le llamaba la atención era el hecho de que el mismísimo Tsushira se hubiese molestado en participarlo de su proyecto. Sabía que el tipo era rencoroso y vengativo pero era tal su curiosidad y su necesidad de demostrarles a sus conciudadanos lo mucho que había aprendido, que se propuso dejar atrás el pasado y dar lo mejor de sí. Que lo catalogaran como engreído y elitista no le importaba.
Pero ahora, llegando al final de aquel pasillo silencioso, las dudas volvieron a surgir en su cabeza. ¿Para qué necesitaba el Jefe de Estado a un montón de profesionales de la salud en aquellos tiempos de guerra? Supuso que era para atender a sus combatientes heridos. Pero… ¿Habría algo más? Y ahora que lo pensaba, ¿cómo pudo Kyomasa convertirse en el Primer Ministro y Jefe de Estado de su nación? Tenía apenas treinta y pocos años cuando lo consiguió, a diferencia de sus predecesores que no tuvieron menos de cuarenta cuando fueron elegidos. Supuso que su fortuna junto con sus numerosos contactos en la Cámara de Representantes, le fueron de ayuda. Dinero y acomodo; la misma historia de siempre. Definitivamente, Kyomasa no había cambiado.
Llegaron a la puerta de la habitación Nº 17 y la doncella, le indicó que pasara. Tan pronto entró, una leve oscuridad lo envolvió y tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Era un cuarto grande, que resultó ser una especie de anfiteatro, con varias hileras descendentes de asientos acolchonados y un estrado al final de todo, montado sobre una tarima de madera y con una pantalla blanca de fondo. Le recordó un poco a las aulas de Harvard. Aunque había muchísimos asientos, solo las primeras dos filas estaban ocupadas por algunos colegas que intercambiaban palabras por lo bajo. Intrigado, se dirigió hacia un asiento libre. Buscó con la mirada pero no vio ningún rostro conocido. Qué extraño, Fuji no suele llegar tarde a las reuniones… Luego de cinco minutos, una luz blanca y cegadora se encendió en la tarima. De la nada había aparecido un hombre.